Mademoiselle

Antes de Chanel no existía la ropa deportiva. Antes de Chanel las mujeres sólo usaban el negro cuando guardaban luto, y nunca se ponían camisas de hombre. Antes de Chanel el tejido de punto sólo se usaba para la ropa interior masculina...

POR Camilo Jiménez Estrada

Enero 27 2021

© Man Ray

Antes de Chanel el bolso se llevaba en la mano, no colgado al hombro. Antes de Chanel los perfumes se limitaban a esencias florales y no eran comercializados masivamente por modistos y diseñadores. Antes de Chanel los modistos y diseñadores no eran parte del jet set.

Gabrielle Bonheur Chanel trabajó desde la década del diez hasta la del sesenta del siglo XX, y en cada una impuso un ícono para la moda de las mujeres o una actitud que las cambió para siempre. Desde muy temprano sembró los cimientos de lo que fue el estilo Chanel: orden, comodidad, movilidad y discreción por encima de la ostentación. Y siempre, la combinación de contrarios: los clásicos Chanel combinan dos elementos a primera vista irreconciliables –beige con negro, piedras auténticas con falsas, esencias artificiales con naturales, terciopelo con filigrana, perlas con tweed, prendas masculinas con femeninas–. Hacia 1918 la revista Vogue escribió sobre ella: «Todo lo que hace se convierte en noticia: el primer abrigo acolchado, el vestidito estrecho de crêpe de chine dentro de una envoltura de tules y hasta el bronceado que ella misma cultiva». Tenía 35 años y ya todo el mundo comenzaba a llamarla Mademoiselle.


El encantador vestido camisero

Pero la llamaban Coco cuando llegó a París en 1909. Unos años antes había intentado cantar en cabarets de Moulins, en la región de Auvernia, con pobrísimos resultados. Tanto su voz como su repertorio eran limitados: repetía todas las noches una canción triste compuesta por Edouard Deransart, sobre una señorita que pierde a su perro en el muelle. El estribillo le da título a la canción y le puso el mote con el que Gabrielle Chanel sería conocida toda su vida: «Qui a vu Coco dans le Trocadéro?».

Al año siguiente ya estaba establecida en la dirección que sería su cuartel general durante el resto de sus días, el número 31 de la rue Cambon; en el primer piso estaba la tienda, en el segundo los talleres y en el tercero su cuarto privado, que ostentaba una advertencia silenciosa para quien quisiera entrar: en la puerta, un sobrio aviso que decía «Mademoiselle» en letras negras. Siempre estableció una distancia recia con sus clientas, temía que esas señoronas ricas y de sociedad la encontraran provinciana y vulgar, y desde entonces acuñó un principio que siguió toda su vida con poquísimas excepciones: «clienta vista, clienta perdida».

La vitrina sería una decantación de su estilo, forrada en terciopelo negro y con un único objeto en exhibición, un bolso, una camisa, una alhaja. Y también desde esa década estableció su método de trabajo. Nunca pintó un figurín ni vistió un maniquí de madera, sino que Mademoiselle esculpía sus vestidos directamente sobre el cuerpo de sus modelos en jornadas que incluso cuando estaba entrada en sus ochenta años podían durar diez horas o más. Sus modelos siempre fueron señoritas de las mejores familias parisinas y americanas, todas hermosas, de huesos fuertes, delgadas y de andar fácil. Pero como para tantas personas, aun sus más íntimos, Coco tuvo para ellas un comentario amargo: «¿Le parece divertido tener que arrodillarse delante de chicas jóvenes?» le dijo a un periodista en una rueda de prensa en los sesenta. «Pues mire, ni siquiera huelen bien».

La del diez al veinte sería para Chanel la década de los trajes sueltos en tejido de punto, las blusas marineras, el suéter de cuello de tortuga, el vestido camisero –fue la primera prenda de Chanel que apareció en una revista, la Harper’s Bazaar edición americana, con esta leyenda: «El encantador vestido camisero de Chanel»–, la falda recta a la rodilla, la chaqueta ajustada, sin cuello y de dos colores –quizá el primer Chanel inmortal–. También fue la década que compartió con el más grande amor de su vida, Arthur Capel, y la década en que lo perdió para siempre.

Apodado «Boy» por sus amigos, Arthur Capel era inglés pero la sociedad parisina lo había adoptado como uno de los suyos. Jugaba al polo y comerciaba con carbón, y fue el hombre que primero creyó y apoyó el talento de Coco para la confección: financió su primera tienda de sombreros y sus boutiques en Deauville y Biarritz, las que la hicieron millonaria. Con él asistió a un estreno de los Ballets Rusos el 17 de mayo de 1917 luciendo un corte de pelo à la garçon, que pronto copiarían las parisinas que querían estar a la última. «Él era mi padre, mi hermano, toda mi familia». Salía de la casa de Coco hacia Cannes a pasar la Navidad con su esposa cuando se mató en un accidente automovilístico. Un par de años después, cuando Coco sorprendió a todo el mundo con el vestidito negro, dicen que dijo: «voy a poner a todo el mundo de luto». Lo que hizo fue convertir el negro en un color que la mujer podía llevar en todo momento.

Coco protagonizó idílicas historias de amor y estuvo enredada con los hombres más guapos y ricos de su tiempo. Nunca ninguno alcanzó a Boy Capel en el rincón de sus afectos, pero después de él vinieron el gran duque Dimitri, Igor Stravinski, el duque de Westminster, Pierre Reverdy, Paul Iribe y hasta un alto diplomático alemán durante la ocupación nazi de Francia en la Segunda Guerra Mundial, Hans Gunther von Dicklage, su último amante. Hacia el final de su vida se rodeó principalmente de mujeres bellas, casi siempre modelos suyas o empleadas destacadas, por lo que le endilgaron amores sáficos que ella siempre desmintió: prefería a los hombres porque «su aspecto es más descansado para la vista», o «Las mujeres no me han interesado nunca. Las mujeres no saben qué es la amistad. Las mujeres no saben lo que significa la palabra honor».

© Lipnitzki/Roger Viollet • Getty Images

 

 

Sencillez, comodidad y claridad

La del veinte fue definitivamente la década de Chanel. Comenzó con la revolución del vestidito negro y terminó con su primer viaje a Estados Unidos para confeccionar vestuario de cine, invitada por Samuel Goldwyn. Y en el entretanto, un número mágico: el 5. Ya antes había adoptado como propia una frase de Paul Valéry, «La mujer que no usa perfume no tiene futuro». Su olfato para estar en el lugar indicado en el momento justo, para saber lo que iban a querer las mujeres unos años después, no era sólo una metáfora: Mademoiselle tenía una nariz más que despierta. «Cuando me regalan una flor, huelo en ella las manos de la persona que la ha recogido», solía decir, y no se equivocaba.

Dispuesta a poner en el cuello y las muñecas de las mujeres una fragancia por completo distinta de las que se usaban hasta entonces –débiles o por el contrario empalagosas esencias florales–, encargó al perfumero Ernst Beaux una esencia que combinara aromas artificiales para obtener uno natural a la vez que contundente («Un perfume debe ser como una bofetada. Nadie quiere pasarse tres horas decidiendo si huele o no»). Por descabellada que pareciera la idea, Beaux se sorprendió con las precisas instrucciones que le dio la modista, y se puso en la tarea. Un año después, en 1923, le presentó dos paquetes de cinco pruebas cada una, la primera numerada del 1 al 5 y la segunda del 20 al 24. Ya sabemos cuál escogió Mademoiselle. El Chanel N° 5 fue el primer perfume que no provenía de esencias florales; el primero empacado en un envase sobrio, cuadrado, y no en barrocas composiciones de cristal con querubines y frutos, como era la costumbre; el primero que comercializó un diseñador masivamente en todo el mundo; el primero que no tenía nombre sino número. Y ese número se convertiría en un amuleto: sus colecciones siempre se lanzaron un día 5; en su tumba, sobria como ella, sólo está su nombre, sus fechas y 5 cabezas de león, su signo zodiacal.

Pero no sería éste el único regalo inmortal de Chanel para las mujeres de la década. Hacia 1922 el gran duque Dimitri le regaló unas joyas que habían pertenecido a la última familia imperial rusa, que él había robado antes de salir corriendo de allí acusado de atentar contra Rasputín. Fascinada con ellas, Coco lanzó su propia colección de joyas, que combinaban piedras auténticas con fantasía. En una década de fasto y derroche ella se iba por el camino de al lado y ponía a las mujeres a usar bisutería. Una década después, durante la Gran Depresión, quiso poner de moda los diamantes auténticos y... lo logró. «La que cambió fui yo, no la moda», le dijo a Paul Morand en 1946, «Yo hice la moda».

Vendrían con todo ello el tweed, los collares de perlas –falsas y auténticas– de varias vueltas, el traje sastre, el cárdigan o suéter abotonado adelante. La revolución del cárdigan fue simple: cortó un suéter porque le daba pereza pasárselo por la cabeza, y lo cerró con broches. Más tarde diría: «Hacía falta sencillez, comodidad y claridad: sin saberlo, yo ofrecía todo aquello. Los auténticos aciertos son casuales».


¿Acaso no es ésa la mejor manera de iniciar un amor?

En los treinta Coco es la dueña de la moda mundial y el ojo del huracán del jet set parisino, cuando París era el centro del mundo. Financió los Ballets Rusos, realizó el vestuario para las obras de Cocteau –en las que también trabajaron Picasso en los decorados, Honegger en las partituras y Artaud en algunos papeles–, fue  a Hollywood y volvió rápido, aunque alcanzó a confeccionar el vestuario para algunas películas de United Artists y a sofisticar el guardarropa de algunas estrellitas americanas.

Su mansión en la rue du Faubourg St. Honoré era el lugar en el que había que estar si uno era alguien o quería serlo, por allí pasaba todo el mundo. Una tarde su mayordomo Joseph abrió la puerta a un hombre elegante, que dijo que tenía una cita con Vera Bate, amiga de Mademoiselle. Cuando Joseph le comunicó que no estaba, el caballero contestó que no le molestaría esperar, y que no quería interrumpir a la señora porque sabía que preparaba su próxima colección. El mayordomo lo acomodó en un salón y se desentendió de la visita hasta que varias horas después volvió Vera. Encontró al visitante en la cocina discutiendo con una cocinera sobre la mejor manera de preparar unos profiteroles. «La señora Vera ha llegado. ¿A quién anuncio?», a lo que el visitante respondió: «Al príncipe de Gales».

Su casa era el centro del mundo y su comedor, el centro de su casa. Winston Churchill se emborrachó y lloró desconsolado en esa mesa  cuando el rey Eduardo VIII anunció que abdicaría al trono de Inglaterra por Wallis Simpson: «¡Un rey de Inglaterra no abdica!», repetía, según  cuentan otros comensales. Luego sería casi el único aliado del rey en su momento bochornoso.

Por lo demás, sus prendas siguieron fieles a los principios de siempre: sobriedad, movilidad, buen gusto. «Un vestido no puede ser un disfraz», repetía Mademoiselle en sus famosos monólogos.

Parece que su olfato para el amor no estuvo tan despierto esos años: primero se enredó con Paul Iribe, un caricaturista, decorador y diseñador que quería por sobre todo dominarla, y casi lo consigue. Consiguió, sí, que despidiera al fiel Joseph y se mudara al Ritz, que financiara el regreso de una revista patriotera que había fundado Iribe hacia 1907, que algunas de sus amistades comenzaran a sacar disculpas para no asistir a sus cenas por la presencia de este personaje. Para Colette, Iribe era «alguien que está entre un estudiante de teología y un capataz de albañiles». Más adelante se enredó también con un americano millonario, botaratas y ligero llamado Harrison Williams. Si se piensa bien quizá fue el compañero más insignificante de la gran Coco, pues hasta el siniestro Iribe tenía una poderosa inteligencia. Cuando el romance terminó sus amigos comenzaron a reprocharle el desliz, pero Coco los calló con una de sus salidas: «Tenía un yate. ¿Acaso no es ésa la mejor manera de iniciar un amor?».

Al final de la década la fatalidad comenzó a pisarle los talones: en mayo del 36 la huelga de los trabajadores franceses llegó hasta su taller, y ella tuvo que ceder a las exigencias de sus trabajadoras. En el 39, ante el avance del nazismo por Europa, decidió despedir a sus 3.500 empleados y cerrar la Casa Chanel. (Para algunos, una venganza por la huelga.) Terminada la guerra la gente no le perdonó su relación con aquel militar alemán, por lo que se exilió en Suiza. Pero Coco no se quedó callada, nunca se quedaba callada (sus modelos recuerdan que mientras componía los vestidos no paraba de hablar por lo bajo): durante el invierno de 1946-1947 sostuvo largas conversaciones con su amigo Paul Morand en St. Moritz, que darían como resultado el libro El aire de Chanel, publicado en español por Tusquets.

 

Si un día me muero sé que habrá sido de aburrimiento

En el 54, con 70 años, Mademoiselle regresó con toda su artillería de buen gusto y maledicencia. Su colección come-back fue al comienzo recibida con escepticismo, pero pronto todos estaban copiándola otra vez («Saint Laurent tiene un gusto excelente. Cuanto más me copia, mejor gusto tiene»). El mercado de la moda estaba ahora dominado por los hombres –Cristóbal Balenciaga, Christian Dior, Pierre Balmain, Paco Rabanne–, y ella no ahorró sarcasmo cuando comenzó a comentar lo que vio durante su retiro de 14 años: «La alta costura está acabada porque está en manos de hombres a los que no les gustan las mujeres y sólo quieren dejarlas en ridículo». Pierre Cardin era «el rey de la franquicia», y de Paco Rabanne dijo: «no es un creador, es un hojalatero», por su tendencia a usar aluminio y otros metales en sus prendas.

Llegó pues a poner orden y elegancia en la casa de la moda, alborotada por el New Look de Dior –extravagante y teatral– y otros excesos. Otra vez los trajes sastre de dos colores en tweed, las camisas masculinas rematadas con elegantes gemelos y otros dos inmortales Chanel: el bolso de cuero acolchado con cadenita para colgar al hombro y los zapatos bicolores en beige y negro con el talón al aire. Increíble que algo tan sencillo haya estilizado de semejante manera las piernas de las mujeres: el negro de la punta acorta el pie, mientras que el beige alarga la pierna. Genial.

Se entregó a su trabajo con más desespero que nunca, pues durante esos años fueron muriendo los amigos de toda la vida: en el 50 murió su mejor amiga, Misia Sert. El gran duque Dimitri había muerto durante la guerra y el duque de Westminster, en el 53. Al año siguiente murieron Colette y Vera Bate. A su sobrina, casi el único miembro de su familia con quien tenía contacto, le dijo que había escogido bien: «Tienes marido, hijos. Yo no tengo nada, estoy sola con mis millones».

Sus últimos años los pasó entre el Ritz y su taller de la rue Cambon. A ratos le decía a su chofer que la llevara al Père Lachaise, y pasaba la tarde paseándose por entre las tumbas. Siguió presentando colecciones y trabajó para teatro y para cine en Estados Unidos y Francia.

En sus últimos años dormía poco y regresó el sonambulismo de su niñez, por lo que el hotel ponía a su disposición una camarera atenta a no dejarla salir de su habitación. En su diario, Cecil Beaton anotó en 1966: «Chanel se vuelve loca de una manera lenta y muy interesante».

Odiaba los domingos porque no podía trabajar, y sus amigos acostumbraban decir que el único día de la semana que podría matarla sería un domingo. Mademoiselle murió el 10 de enero de 1971. Cayó un domingo. Sus últimas palabras se las dijo a su camarera: «Mira, así es como se muere».

ACERCA DEL AUTOR


Camilo Jiménez Estrada

Fue editor de 'El Malpensante', y jefe de redacción de la revista 'SoHo'. Desde 2007 administra el blog de contenido literario El ojo en la paja.