Correr

Un joven escritor de poco más de 35 años, en sudadera, con zapatos deportivos y marcando el ritmo de la respiración a cada paso. Esa es la imagen de Mario Vargas Llosa con la que los paseantes se cruzaban cada tanto por las calles de Lima, Londres y Barcelona a principios de los setenta. En este artículo, publicado por primera vez en 1979 en la revista Caretas, el Nobel confiesa su pasión por el jogging.

POR Mario Vargas Llosa

Enero 27 2021
Correr

Fotografía de Morgana Vargas Llosa

 

Este artículo fue publicado por primera vez en la columna “Piedra de Toque” de la revista Caretas, en el año 1979. Posteriormente, en 1982, lo reprodujo la revista española Jogging. En realidad, Vargas Llosa había empezado a correr nueve años antes, en 1970, cuando dejó de fumar después de visitar una clínica en Pullman, Washington, donde un doctor amigo le enseñó un pulmón necrosado a causa del tabaco. No quería subir demasiado de peso y se puso a correr. Al principio entre diez y quince minutos, y luego treinta, los siete días de la semana. Los domingos corría un poco más: por Hyde Park, por la Vía Augusta de Barcelona, por el malecón de Barranco en Lima, por todas las ciudades del mundo a las que viajaba. Corrió hasta los sesenta años porque otro doctor amigo, ahora en Londres, le dijo que sus rodillas no aguantaban más. Desde entonces camina 45 minutos todos los días. Los domingos, un poco más.

Verónica Ramírez

 

Comencé a correr hace cinco años, cuando me di cuenta de que mi único ejercicio diario consistía en cruzar una docena de veces los cinco metros que mediaban entre el escritorio y la cama. Un amigo deportista me convenció de que el resultado de ese régimen de vida serían la obesidad, para empezar, y el ataque de miocardio para terminar, pasando por variados anquilosamientos. Fue sobre todo lo de la obesidad lo que me persuadió, pues siempre he creído que “la gordura es una enfermedad mental”, como escribió Cyril Connolly (quien, dicho sea de paso, murió obeso) en La tumba sin sosiego.

Corrí, al principio, en un estadio que estaba cerca de mi casa. El primer día intenté dar una vuelta a la pista de atletismo –cuatrocientos metros– y tuve que pararme a la mitad, asfixiado, con las sienes que reventaban y la certeza de que iba a escupir el corazón. Poco a poco, sin embargo, fui saliendo de ese estado físico calamitoso y fui alcanzando los niveles aceptables establecidos por el método Cooper. Es decir, una milla (1.600 m) en menos de ocho minutos o dos en menos de dieciséis. Corría cuatro o cinco veces por semana, temprano, y aunque los primeros meses sentía aburrimiento y pereza –además de taquicardia y agujetas–, luego me fui acostumbrando, después apasionando y ahora soy un adicto y un propagandista del jogging, el más divertido y saludable de los deportes.

Los resultados de las carreras matutinas fueron múltiples, todos benéficos. Es cierto que se trata del más rápido sistema para adelgazar sin hacer esas dietas que destrozan los nervios y ennegrecen la vida, una cura fulminante contra el cigarrillo –fumar y correr son vicios incompatibles– y, también, que toda persona que corre se ríe a carcajadas de los humanos que sufren de insomnio o de estreñimiento porque duerme a pierna suelta y tiene el estómago que funciona como un reloj suizo. Pero no son esos sus principales méritos. Superado ese período inicial en el que el cuerpo se pone en condiciones y se adapta a la rutina, correr deja de ser algo que se hace por obligación, terapia, vanidad, etc., y se convierte en un formidable entretenimiento, en un placer que, a diferencia de los otros, casi no exige riesgos ni causa estropicios.

Pero para gozar de él debidamente conviene tener en cuenta ciertas pautas. Correr no es divertido hasta que el cuerpo alcanza lo que llaman el nivel de aptitud suficiente y para alcanzarlo cuanto antes, sin dar tropezones –en el sentido figurado y en el literal–, lo mejor es valerse de cualquiera de los muchos métodos que por ahí circulan. El que yo seguí –el Cooper– pone a cualquiera (lo que comprende a damas y caballeros entre los diez y los setenta años) en condiciones de empezar a divertirse en dieciséis semanas, dedicándole una media de cinco días por semana y de unos quince minutos cada día. Pero este entrenamiento está diseñado para gentes que se hallan en pésimo estado físico, a las que se les pide apenas, las dos primeras semanas, que cubran 1.600 metros en trece minutos y medio, lo que hace cualquiera andando de prisa. Es decir, no es difícil reducir las dieciséis semanas a diez o menos.

El método resulta fastidioso, por lo monótono y estricto, pero durante esa indispensable iniciación uno comprueba cómo la compleja maquinaria que es el cuerpo se va progresivamente desembruteciendo, desapolillando, aceitando, aligerando. Día a día tiene lugar, en el que comienza a correr, una toma de conciencia corporal, el descubrimiento en él de órganos y músculos que ignoraba que existieran y con los que ahora –a costa de algunos calambres, ahogos y sudores– traba una relación y buena amistad. La ventaja de correr en un estadio, en esta etapa preparatoria, no es solo la de las distancias marcadas, que permiten medir los progresos, sino, principalmente, la del terreno blando y nivelado, a fin de ir educando las plantas de los pies para el futuro. En esta etapa uno no se divierte corriendo, porque en realidad no corre: aprende a hacerlo, conquista el derecho a gozar corriendo. Lo importante, en estas primeras semanas, es la constancia, no sucumbir a las excusas y pretextos que el diablo –es decir, los músculos magullados, los tendones resentidos, el corazón atropellado– inventa para inducirnos a descontinuar o poner fin a la preparación.

Una vez que el cuerpo ha alcanzado un buen nivel de rendimiento sugiero echar el libro del mayor Kenneth H. Cooper al basurero, junto con el cronómetro, dar la espalda al estadio y lanzarse a las calles, a los parques, a las playas, a las carreteras, fijarse itinerarios cambiantes. Ahora es cuando comienza lo bueno. Corriendo a la intemperie uno advierte que, aun en las ciudades más feas de la tierra, hay siempre una trayectoria posible que, a la hora en que el sol se asoma o se oculta, con lluvia o sol radiante, es grato seguir, y que, cuando uno pasa junto a ellos corriendo, ciertos árboles, fachadas, esquinas, personas que riegan las macetas, muchachas que salen al trabajo o vuelven de él, o perros que fornican, adquieren un encanto particular o son, en todo caso, muy diferentes de cuando uno los divisa desde la ventanilla de un auto o caminando.

Pero más todavía que el placer de ver, el jogging propicia y enriquece el de pensar. Estoy convencido de que mi rendimiento intelectual es mayor los días que corro a aquellos que descanso. En esos veinte o treinta minutos de ejercicio, mientras el cuerpo se va caldeando y va expulsando con el sudor toda clase de toxinas, el espíritu se va simultáneamente deshaciendo de preocupaciones e inhibiciones y va alcanzando esa tensa serenidad que es la actitud más propicia para la reflexión y la fabulación.

Muchas veces, mientras corría, en la neblina del invierno limeño, por el serpentino malecón de Barranco, he pensado en el flaco favor que le hizo a la humanidad el cristianismo al disociar el cuerpo y el espíritu, al introducir esa mentalidad para la cual resultó que cultivar uno de ellos era írrito al cultivo del otro. Aunque las cosas han cambiado algo, todavía subyace en nuestros países la convicción de que los seres humanos se dividen en inteligentes y deportistas, que el desarrollo de la mente exige, o poco menos, el sacrifico del cuerpo (y viceversa). A diferencia de lo que ocurría en Grecia y Japón, en donde una cosa presuponía la otra –todavía hoy, en las artes marciales japonesas la destreza física es considerada una resultante de la superación ética e intelectual–, en el Occidente cristiano el cuerpo se convirtió en el símbolo de lo perecedero y desdeñable, centro de la corrupción y enemigo primordial del alma, algo de lo que el hombre debía avergonzarse –y que era preciso, por lo mismo, ocultar y castigar–, obstáculo permanente de su vida moral e intelectual. Este fantástico prejuicio llevó a cabo, en efecto, una disociación real. Desde hace siglos, en Occidente el hombre es orientado desde la cuna en una dirección o en la otra, al extremo de que ha llegado a tener cierta justificación el que los atletas piensen en los intelectuales como en unos risibles mamarrachos físicos y el que, para estos, aquellos carezcan de sesos.

Reintegrar esos dos aspectos de la experiencia humana que nunca debieron escindirse es una de las cosas que están por hacerse. Costará trabajo pero hay indicios –a medida que las pistas, parques, playas, carreteras del mundo se llenan de corredores– de que no es imposible. Tarde o temprano la gente tendrá que convencerse de que, como leer un gran libro, correr –o nadar, patear una pelota, jugar tenis o saltar en paracaídas– es, también, una fuente de conocimiento, un combustible para las ideas y un cómplice de la imaginación.

ACERCA DEL AUTOR


Mario Vargas Llosa

Uno de los más importantes novelistas y ensayistas contemporáneos, ganó el Premio Nobel de Literatura 2010.