Ramificaciones

Links

¿Cuál es la relación entre un periodista embustero del New York Times y un compositor italiano del Renacimiento que asesinó a su esposa? Hilando anécdotas aparentemente inconexas, este autor comprueba que el curso errante de nuestras divagaciones es todo menos fortuito.

POR Guillermo Angulo

Enero 27 2021

©Xavier Mula

 

No es que el cerebro humano sea como un computador, lleno de links escritos en azul y subrayados, y que –como él– nos lleve a saltar de un tema a otro, sin razón aparente (que siempre existe). Al contrario, el computador es un imperfecto cerebro creado por el hombre, incapaz de tener dudas sobre la existencia de Dios o de distinguir entre un Picasso auténtico y uno falsificado. Es gracias a esas ramificaciones que voy a escribir sobre varios temas dispares y aparentemente inconexos, pero cuyos links tienen, al menos en mi cerebro, razón de ser.

 El periódico The New York Times me merece alta estima y mi admiración empezó cuando el 17 de julio de 1969 (un día después del lanzamiento de la misión Apolo 11) corrigió un error que había cometido en una publicación anterior, en la que decía que era imposible lanzar un cohete al espacio exterior, porque este necesitaría “algo mejor que el vacío en qué apoyarse”. La famosa y hoy histórica retractación, que el NYT tituló simplemente “Una corrección”, terminaba diciendo:

 

Investigaciones y experimentos posteriores han confirmado que el descubrimiento de Isaac Newton, hecho en el siglo xvii, queda ahora definitivamente establecido: un cohete puede funcionar en el vacío, al igual que en la atmósfera. El Times lamenta este error.

 

El tropezón informativo era de 1920 y el periódico, en lugar de quedarse callado, se retractó valientemente en 1969, ¡49 años después!

 

Link del New York Times a Michael Finkel

Esta admiración mía por la meticulosidad del Times en la búsqueda de la exactitud en la información me llevó a prestarle atención al caso de Michael Finkel. En el magazín del mismo periódico apareció una nota de este colaborador freelance titulada “Is Youssouf Malé a Slave?”. Finkel contaba la historia de unos niños de Costa de Marfil y la ilustraba con fotos del protagonista tomadas por él. El artículo fue publicado el 18 de noviembre de 2001.

Cuando un funcionario que estaba investigando el caso llamó para decir que la fotografía publicada no correspondía a Malé, sino a otro joven llamado Madou Traoré, en la seria redacción del Times se encendieron las alarmas y llamaron al colaborador, le pidieron las notas sobre su reportaje y él contestó que no las tenía. Bajo presión confesó que, aunque un joven de ese nombre existía, él había construido un personaje mezclando las personalidades de varios jóvenes y que los que él llamaba niños esclavos eran en realidad muchachos de unos catorce años a los que les pagaban, aunque muy poco. Según él, 102 dólares al año. (En realidad ganaban más o menos esa suma, pero al mes.) Después de esta entrevista, como en un programa televisivo de Trump, Finkel fue despedido.

 

Link de Michael Finkel a Alastair Reid

Este desgraciado hecho me llevó a Alastair Reid (1926-2014), un amigo mío del que Finkel seguramente nunca tuvo noticias. Fue colaborador permanente, hasta su muerte, de la famosa revista literaria The New Yorker. Lo había conocido en Barcelona en casa de la agente literaria Carmen Balcells e incluso había estado almorzando en mi finca Tegualda con varios amigos fanáticos de la publicación.

Cuando viví por un tiempo en Nueva York nos veíamos a menudo y me contaba muchas cosas sobre el New Yorker, intimidades de la revista, que para los colaboradores permanentes era como una especie de club privado. Ningún escritor tenía sueldo fijo, pero a ciertos colaboradores –como a él– se les asignaba oficina propia permanente y gozaban de una secretaria colectiva, que les manejaba su correspondencia y sus asuntos personales. En cuanto a plata, eran generosos con los adelantos, aunque no tuvieran trabajos pendientes, y me recordó que la revista estuvo manteniendo durante más de dos años a Truman Capote, mientras escribía A sangre fría.

Alastair –nacido en Escocia y un ferviente independentista–, además de periodista era poeta y un excelente traductor del español al inglés. Le había traducido un libro a Neruda y muchos textos y poemas a Jorge Luis Borges. Por conocerlo personalmente viajó hasta Buenos Aires.

 

Link de Alastair Reid a Jorge Luis Borges

Sabiendo de su relación, un día le pregunté: ¿Cómo es el inglés de Borges? Y me respondió: “Excelente, pero marciano”. Ante mi visible sorpresa, elaboró su respuesta, diciendo:

 

Borges nunca vivió en ningún país de habla inglesa. Estuvo en muchos, de paso, pero nunca tuvo contacto con la gente, con su lenguaje vivo. Su inglés, aprendido en familia, había sido enriquecido sobre todo en la literatura y era, por lo tanto, un lenguaje literario, muy rico y correcto, pero tieso y aséptico. Y de malas palabras, ni hablar. Pero en esto último tenían que ver su rigurosa educación, más la vigilante y agobiante presencia de su madre.

Al hablar de la madre, Borges la describió como gran lectora, muy cariñosa. Y le contó a Alastair una deliciosa anécdota. Un día, un periodista radial argentino que lo estaba entrevistando le preguntó por su señora madre y Borges le contó cómo a los 95 años les había pedido perdón por estarse demorando tanto. Finalmente, había muerto a los 99 años. A lo que el periodista, poniendo cara compungida, le había dicho: “Lástima que no haya llegado a los cien”. “Y bueno”, le respondió Borges (y al contarlo había esbozado una pícara sonrisa), “ella no era fanática del sistema decimal”. Y sabiendo que Alastair era adicto al fútbol, Borges agregó: “Yo creo que a los argentinos no les gusta el fútbol; siempre le apuestan al equipo nacional”.

 

Link del fútbol al New Yorker

Cuando me contó lo del fútbol –uno de los temas preferidos de Alastair–, aproveché para decirle que me parecía un tema difícil de tratar en una revista literaria, teniendo en cuenta que los lectores prefieren la inmediatez de la prensa diaria y de las publicaciones especializadas en deporte. Y él me contó cómo eran las cosas: cuando le llevaba un artículo sobre un Mundial, por ejemplo, a su editor y amigo William Shawn, sin siquiera leerlo, él lo metía en un cajón y le decía: “Al, lo voy a guardar seis meses y si después de ese tiempo se deja leer, lo publico. Si no, va derecho a la basura”. “Mis artículos deportivos siempre salieron”, me aclaró Alastair.

Link de problemas periodísticos
de Finkel a Alastair Reid

Pero, ¿cuál fue el problema periodístico de Alastair con el New Yorker que hizo que mi memoria lo vinculara con Finkel? Mientras vivía en España, Reid publicó en el New Yorker, el 22 de febrero de 1982, un excelente artículo titulado “Notes from a Spanish Village”, donde transcribió una conversación con un taxista en Barcelona –que tuvo lugar de verdad– como si hubiera sucedido en otra población; una discusión política entre cinco personas en un bar –que en realidad había sucedido– la convirtió en una conversación entre dos personas, y la entrecomilló. Y eso fue lo peor. En la prensa de Estados Unidos el entrecomillado es sagrado. Lo que va entre comillas debe ser exacto a lo que dijo la persona citada, y solo se pueden usar las comillas si se ha hecho una grabación de la entrevista o se han tomado notas en el momento mismo en que la frase citada se dijo.

Alastair, personalmente, no tenía reticencias sobre lo que había hecho, tanto que fue él mismo quien lo reveló en una especie de conferencia magistral que dio en una universidad neoyorquina. Seguía la conferencia un joven periodista que apenas empezaba a trabajar en el Wall Street Journal, el mismo que publicó lo relatado por el escritor. Y ahí fue Troya. El New York Times publicó en su página editorial una nota donde se criticaba no solo la creación de un personaje partiendo de varios, sino sobre todo el mal uso de las comillas. Muchos periodistas, aun los colaboradores del propio New Yorker, lo criticaron, diciendo incluso que si no se quiere ser riguroso y atenerse a la forma del periodismo, se debe decir simplemente que se trata de ficción. En lo más álgido del problema, Alastair –amigo de García Márquez– me llamó para que le pidiera a Gabo que lo defendiera. Gabo se negó, diciendo que estaba de acuerdo con los críticos.

 

Link de Alastair Reid a Gabriel García Márquez

¿De acuerdo? Gabo había incurrido en esos y peores pecados periodísticos (a sabiendas, como Alastair, ya que ambos lo habían confesado). En su autobiografía,Vivir para contarla, recordando un reportaje que Elvira Mendoza le había hecho a la antipática recitadora argentina Berta Singerman, quien la trató con displicencia, Gabo dice:

 

La sangre fría y el ingenio con que Elvira Mendoza aprovechó la necedad de Berta Singerman para revelar su personalidad verdadera me puso a pensar por primera vez en las posibilidades del reportaje, no como medio estelar de información, sino mucho más: como género literario. No iban a pasar muchos años sin que lo comprobara en carne propia, hasta llegar a creer como creo hoy más que nunca que novela y reportaje son hijos de una misma madre.

 

Cuando El Espectador lo envió a Medellín a cubrir un pavoroso derrumbe en el barrio la Media Luna, que había ocurrido dos semanas antes, García Márquez ya no encontró noticia y la tuvo que fabricar. Según confesión propia:

 

Mi tarea se redujo a rescatar la verdad perdida en un embrollo de suposiciones contrapuestas y reconstruir el drama humano en el orden en que había ocurrido…

 

Miren cómo narra Gabo la muerte de dos jóvenes que se habían acabado de separar, y nadie estuvo presente para saber lo que hicieron o dijeron. Sin embargo, transcribe entre comillas el monólogo que nadie oyó, según relato aparecido con su firma en El Espectador, citado por Gerald Martin en Gabriel García Márquez, una vida:

 

Carlos Gabriel Obregón y Fernando Calle corrieron en sentido contrario. El primero, sepultado a medias, murió por asfixia. El segundo, que era asmático, se detuvo jadeante y dijo: “No puedo más”. Nunca volvió a saberse de él.

Y, para subrayar lo literario, Gabo –a manera de ñapa– agrega el cadáver de un conejo:

 

Las cosas ocurrieron con tal rapidez, que dos días más tarde el secretario de Obras Públicas del municipio, doctor Javier Mora, rescató de entre los escombros el cadáver de un conejo.

 

Más tarde sucedió algo más grave, desde el punto de vista periodístico. El gobierno de Rojas Pinilla había propuesto desmembrar el aún hoy abandonado Chocó para revivirlo, anexándolo a los departamentos de Antioquia, Caldas y Valle. Hubo muchas manifestaciones de protesta y El Espectador mandó a Gabo a cubrirlas –acompañado del fotógrafo Guillermo Sánchez–, en un desvencijado avión Catalina, sin asientos, en cuyo interior llovía. Cuando llegaron, ya el calor, la lluvia y la desidia habían matado las manifestaciones. Y, en palabras de Gabo, pasó lo siguiente:

 

Nuestro problema profesional era simple: no habíamos emprendido aquella expedición de Tarzán para informar que la noticia no existía. En cambio, teníamos a la mano los medios para que fuera cierta y cumpliera su propósito. Primo Guerrero [corresponsal in situ de El Espectador] propuso entonces armar una vez más la manifestación portátil y a nadie se le ocurrió una idea mejor.

 

Desde luego, Gabo era consciente de que estaba haciendo literatura y no periodismo, en el sentido riguroso del género (es un simple caso de clasificación), lo que no disminuye sus trabajos periodísticos, ya que desde que leyó el reportaje de Elvira Mendoza supo lo que quería.

 

Link de Gabriel García Márquez a William Shawn

William Shawn, el mítico editor del New Yorker llamado “el amable déspota”, no hubiera publicado ninguno de estos reportajes, o lo hubiera hecho advirtiendo que eran ficción, ya que estaban muy bien escritos, pero no eran fieles a la verdad. Su tradicional rigor hizo que, a pesar de ser viejo amigo de Alastair Reid, nunca le volviera a publicar una historia importante: lo relegó a escribir solo notas menores, tipo “The Talk of the Town”, algunas de antología, como la que escribió a la muerte del escritor chileno José  Donoso.

 

Link de William Shawn a Gregory Rabassa
y Gabriel García Márquez

De Shawn se decía que no perdonaba nunca una coma ni dejaba pasar una “mala palabra”. Y al mencionar su obsesión con estas (bajo su reinado, la hoy excesivamente usada palabra de cuatro letras nunca apareció en el New Yorker), viene a cuento una historia en la que participan Gabriel García Márquez y Gregory Rabassa, el autor de la famosa traducción de Cien años de soledad al inglés, de la que Gabo dijo que era mejor que el original. (Parte de esta historia ya la había contado, aquí en El Malpensante, pero el obligatorio link me empuja a repetirme.)

Cuando Shawn recibió un texto de García Márquez (la versión parcial de El otoño del patriarca) se encontró con un grave problema: el patriarca usaba con frecuencia una palabra prohibida en el New Yorker, la misma con la que termina El coronel no tiene quien le escriba: mierda. Y el estricto editor no sabía qué hacer. Durante una semana hubo extensas reuniones en las que se discutió a fondo el problema, buscando la imposible solución. Además, Shawn quería modificar la puntuación y separar el texto por párrafos (que no existen en el original), para hacer más legible el texto. Pero el traductor de Gabo, Gregory Rabassa, se opuso, alegando que García Márquez, con su forma ininterrumpida de contar quería hacer fluir el tiempo como lo ve un pasajero “desde el asiento de un tren en movimiento que va pasando por pantanos y barrios de invasión”.

Cuando las cosas se pusieron difíciles, Rabassa dijo que prefería que el texto no fuera publicado, a menos que se respetaran la puntuación y el ritmo del autor. Entonces el tema se centró en la palabra, la palabra prohibida, y al final también, luego de las muchas discusiones, ante la testarudez de Rabassa, Shawn tuvo que ceder. Después de eso, dice Rabassa en su libro If This Be Treason. Translation and its Dyscontents: “Yo he proclamado, al son de trompetas, que un triunfo más grande que el haber alcanzado el Premio Nobel de Literatura, era que García Márquez hubiera logrado romper la barrera de mierda del New Yorker”.

 

Link de Michael Finkel a Christian Longo

Borges decía que la casualidad no existe, a menos que alguien arroje al aire un montón de letras del alfabeto y caigan formando la Divina Comedia. Pero por pura casualidad, una perezosa tarde de domingo encendí el televisor y, sin tener noticias siquiera de su existencia, me emboqué en una película de 2015, con un título a menudo repetido en el cine: True Story. Para mi sorpresa, era precisamente sobre Michael Finkel, el protagonista del comienzo de esta nota. La extrañeza de la casualidad hizo que le prestara más atención, ya que había leído con anterioridad, en el propio Times, la historia del tropiezo de Finkel, que también se narra en la película.

Según el filme, cierto día un periodista del Oregonian llama a Finkel, después de que este dejara de colaborar en el New York Times, para preguntarle cuál era su relación con un presunto asesino que, cuando fue capturado en México, dijo llamarse exactamente como él: Michael Finkel. Por mera curiosidad de periodista, Finkel decidió pedir permiso para ir a conocer al preso (cuyo verdadero nombre era Christian Longo, pero en el presidio, por broma, le decían “Corto”) y saber por qué había escogido como alias precisamente su nombre.

Cuando logró conseguir permiso para verlo, el preso le confesó su admiración. Le dijo que había seguido su trayectoria, le gustaba mucho lo que escribía y cómo lo escribía, y le expresó que querría aprender a escribir precisamente como él. Le propuso que, a cambio de lecciones de escritura, él le contaría la verdadera historia de su crimen, del que no era completamente culpable. La versión de Longo era que su esposa había matado a sus tres hijos, y él, al llegar a casa y comprobar esto, ciego de rabia mató a su mujer, asfixiándola. Finkel se entusiasmó con la idea y empezó a tomar notas para publicar un libro, que finalmente salió en 2005, con el título de True Story: Murder, Memoir, Mea Culpa.

Jill, la esposa del periodista (mucho más astuta que el marido), también quiso conocer al prisionero, pero estaba convencida de su culpabilidad. Cuando lo visitó en la prisión, le dijo de frente lo que pensaba del asesinato de su familia y lo acusó de estar manipulando a su esposo con tal de tratar de conseguir una rebaja de su condena, y luego de insultarlo le cantó, sin motivo aparente para el preso, un bellísimo madrigal de Carlo Gesualdo, un músico italiano del Bajo Renacimiento al que Arnold Schönberg e Igor Stravinsky admiraban por sus innovaciones armónicas (Stravinsky compuso en su honor Monumentum pro Gesualdo).

El madrigal que cantó Jill, cuya letra de Torquato Tasso el preso oyó sin entender, dice así:

 

Si deseas mi muerte,

cruel, alegre muero y,

después de muerto,

solo a ti adoraré.

Mas si quieres que no te ame

¡Ay! De solo pensarlo

me mata la pena

y el alma emprende vuelo.


Link de Christian Longo a Carlo Gesualdo

Recordé que en alguna parte del sanalejo tenía olvidados unos cd con música de Gesualdo, y me puse en la tarea de buscarlos y oírlos. Y ahí estaba, bellísimo, el madrigal de la película. Se llama “Se la mia morte brami”. (“Si ansías mi muerte”). El nombre completo de este músico, descendiente de las más antiguas y nobles familias del Reino de las Dos Sicilias –incluyendo sus largos y pomposos títulos–, es: Su más ilustre y serena alteza, don Carlo, tercer príncipe de Venosa, octavo conde de Consa, decimoquinto lord de Gesualdo, marqués de Laino, Rotondo y San Stefano, duque de Caggiano, lord de Frigento, Acquaputida, Paterno, San Manco, Boneto, Luceria y San Lupolo.

Había nacido en Venosa, Basilicata, una región del sur de Italia (antes Reino de Nápoles), donde el asesinato “por causa de honor” era (y a veces sigue siendo) mirado al menos con una cierta indulgencia y hasta con admiración. Gesualdo murió en Avellino (aquí se podría hacer otro link, pero el juego se tornaría infinito: un simpático criminal de ficción, Tony Soprano, era descendiente de inmigrantes de Avellino).

Y entonces, ¿cuál es el link que une a Longo, el asesino, con el músico (compositor y laudista) del Renacimiento? Vean cómo son de extrañas las ramificaciones: nuestro prisionero contemporáneo, Christian Longo, estaba unido al asesino renacentista, Gesualdo, por el nada honroso vínculo del uxoricidio, sumado al infanticidio.

Anna Calvi, la música inglesa de origen italiano, considera a Gesualdo como “su héroe de culto definitivo”, y el músico pop italiano Franco Battiato le dedicó la canción “Gesualdo da Venosa”, que muestra una admiración tal que hasta le perdona el uxoricidio:

 

Los madrigales de Gesualdo, príncipe de Venosa

–músico asesino de la esposa–

(¿qué importa?)

disparan sus notas

dulces como una rosa.

 

Al tratar de saber más sobre Gesualdo busqué y me topé en internet y con un texto de Clemency Burton-Hill, una escritora, más que especializada, estudiosa del músico italiano y comprendí por qué Jill le había cantado esa canción al preso. Burton-Hill describe a fondo la terrible escena del brutal asesinato de Maria, esposa de Gesualdo, que además era su prima:

 

Una noche fatídica, en octubre de 1590, Gesualdo descubrió in flagrante a su esposa “gozando de las delicias conyugales” con don Fabrizio Carafa, duque de Andria (quien llevaba puesto el camisón de seda de Maria). Gesualdo fue matando poco a poco a la pareja, cortándoles sus extremidades con su espada, mutilando sus órganos sexuales y perforando sus cráneos con balas de su arma. Luego, supuestamente, asesinó al niño que podía haber sido hijo suyo o de don Fabrizio.

 

Link de Carlo Gesualdo a Anatole France

Cuenta Anatole France en la Historia de doña Maria d’Avalos y de don Fabrizio, duque de Andria que, mientras asesinaba a su esposa, Gesualdo le gritaba: “sporca puttanaccia” (“sucia y despreciable puta”). Luego mandó abrir las puertas del castillo, a pesar de los ruegos del embajador de España, para que todo el mundo viera las dos carroñas al pie de la escalera y hasta ordenó prender antorchas para quienes, durante la noche, quisieran ver con claridad el degradante espectáculo. En su libro, Anatole France trae una parte del relato que algunos escritores, por temor o pudor, suelen callar:

 

Un monje dominico, que había estado cerca de la puerta todo el día, se acercó furtivamente a la escalera y, a la luz humeante de las antorchas de resina que se estaban apagando, subió hasta las gradas donde yacía doña Maria d’Avalos, se arrojó sobre su cadáver y la violó.

 

Después de tan execrable crimen, Gesualdo se casó de nuevo (hay mujeres valientes), pero contrató a unos jóvenes cuya tarea era golpearlo y azotarlo para así expiar sus pecados. Al parecer el castigo no fue tal, pues los golpes le producían, más que dolor, satisfacción y placer. (¿Precursor de otro noble, llamado “el divino marqués de Sade”, y de Leopold von Sacher-Masoch?).

 

Link de Anatole France a la religión

El italiano Gesualdo, a pesar de estar emparentado con grandes religiosos (su madre era sobrina del papa Pío IV y su padre sobrino de Carlos Borromeo, hoy santo), había matado a su esposa, doña Maria d’Avalos, hija del marqués de Pescara, y a su amante, don Fabrizio Carafa, duque de Andria, considerado “modelo de belleza masculina”, mientras gritaba: “A un príncipe de Venosa nadie le pone los cuernos”. Y más tarde, como vimos, asesinó a su dudoso hijo. Por ser noble (recordemos su retahíla de títulos), Gesualdo nunca acabó en prisión, a pesar de que hubo una completa investigación y toda la región lo tuvo siempre como autor de tan horrendo crimen.

El gringo, Christian Longo, era igualmente religioso, miembro practicante de los testigos de Jehová. Después de declararse culpable confesó haber cometido los crímenes debido a un “desorden narcisita de su personalidad”, fue condenado a muerte en 2003 y desde 2011 espera su ejecución en la Penitenciaría Estatal de Oregón, estado donde la pena de muerte está permitida. (A Finkel no le volvieron a publicar nada en el Times, mientras que a Longo sí le publicaron un texto.)

Estas dos oscuras historias, con tantos puntos en común y tan aterradoramente actuales, están separadas por 410 largos años.

 

ACERCA DEL AUTOR


Guillermo Angulo

Fue director del periódico Ciudad Viva y actualmente regenta la Orquidiócesis de Tegualda.