El color del viento

Se habla con frecuencia de los efectos de la crisis climática sobre la temperatura, el nivel del mar y la biodiversidad. Pocas veces pensamos en el viento. Sus cauces aéreos también están transformándose y las consecuencias de esos cambios pueden trastocar por completo nuestras vidas y las de todos los demás seres del planeta.

POR Santiago Wills

Abril 25 2024
Fotografías por Sebastián Di Doménico.

Fotografías por Sebastián Di Doménico. 

Para Karim Ganem Maloof.

Unos ocho minutos antes del amanecer del 2 de octubre de 2022, las fusiones nucleares en el centro del sol irradiaron un haz de luz que partió en dirección a la Tierra. Alrededor de las seis de la mañana, luego de que una parte fuera absorbida, reflejada y dispersa por el aire, el vapor de agua y varios contaminantes, la luz solar alcanzó un punto desolado en el océano Atlántico, a unos 2.000 km de Cabo Verde.

Lentamente, la temperatura en la zona comenzó a subir. Los enlaces que unían a las moléculas de agua se rompieron y un ligero vapor cubrió el oleaje. En el punto donde golpeó el haz, una minúscula gota de agua –lo suficientemente pequeña como para que la gravedad no la reclamara de vuelta– se elevó sobre la superficie en una brisa.

Poco a poco, en remolinos y ráfagas, ascendió movida por el viento. Alcanzó una altura de 30 metros –el tamaño de una ballena azul– y continuó escalando empujada por diferentes ráfagas. Pasó los 50 –el límite usual al que se ciñen las gaviotas en vuelo durante el día–, los 115 –el árbol más alto del planeta–, los 300 –la altura de la Torre Eiffel–, los 420 –la cima de Gibraltar– y, hacia el mediodía, llegó hasta los 780 metros sobre la superficie del mar –medio centena por debajo de la punta del hotel Burj Khalifa, el edificio más alto del mundo–.

Mientras subía, los vientos alisios, producto de diferencias de presión en el aire y la rotación hacia el este de la Tierra, la empujaron en dirección hacia América, tal como hicieron 530 años atrás con las carabelas de Colón. Hora tras hora, la corriente de aire prosperó recogiendo más humedad, llevándola hacia el oeste, sobre el nuevo mar de los Sargazos. Entre el 2 y el 5 de octubre, la pequeña gota de agua recorrió cerca de 1.600 km, desde el océano Atlántico frente a la Guayana francesa hasta una zona a vuelo de pájaro de las Antillas Menores, a unos 300 km de Dominica.

Durante la noche y la madrugada del día siguiente, los vientos doblaron sutilmente hacia el sur sobre Roseau, la capital de la pequeña isla, a través de un cielo relativamente soleado. Impulsada por corrientes cada vez más veloces, la gota nacida en las inmediaciones de Cabo Verde, ya un poco más pesada, pero aún no lo suficiente como para retornar a las olas, enfiló con dirección suroeste hacia Venezuela.

A grandes rasgos, el trayecto se asemejaba al que hacen a diario por esas fechas trillones de microscópicas gotas de agua. Seguía una suerte de cauce aéreo conocido, por llamarlo de alguna forma, determinado principalmente por el hálito de los vientos alisios. No obstante, había ciertas diferencias en la ruta, y en Estados Unidos y en la península de La Guajira, en el norte de Colombia, algunos meteorólogos empezaban a detectarlas con preocupación. 

Una tarde a principios de octubre, aterricé en La Guajira, un árido departamento en la costa caribe de Colombia, con el fotógrafo Sebastián Di Doménico. Nuestro viaje tenía como objetivo perseguir el viento: sentirlo, tocarlo, olerlo y fotografiarlo, si era posible.

En Riohacha, la capital del departamento, una brisa arisca azotaba el malecón. Conforme se acercaba la noche, la marea devoraba cada vez más terreno de la playa y las olas quebraban con mayor ímpetu. “Hoy sacamos a un niño de 9 años que se estaba ahogando”, me dijo un salvavidas mientras se alejaba de su puesto de vigilancia. “Está en el hospital. Está mal. La playa cierra a las 5”.

Las ráfagas levantaban punzantes remolinos de arena a nuestro alrededor. Sin previo aviso, una borrasca envió a volar mi sombrero sobre el tapiz de conchas que marcaba el borde entre el agua y la tierra. Tras alcanzarlo, comencé a caminar con el cuello torcido para evitar nuevos percances. Nubarrones color ceniza oscurecían el cielo y gaviotas, cormoranes y pelícanos remontaban corrientes verticales para obtener una mejor vista de las aguas. Sobre el malecón, el cabello de una niña imitaba el ondular de las palmas movidas por el viento, que enmarcaban la ciudad a sus espaldas.

En el año 2000, Empresas Públicas de Medellín (EPM) y La Deutsche Gesellschaft für Internationale Zusammenarbeit (GIZ), una empresa del Estado alemán dedicada a la cooperación internacional, instalaron dos estaciones de monitoreo de vientos en La Guajira. El análisis de un año y medio de datos concluyó que el departamento era ideal para la explotación de la energía eólica, pues contaba con velocidades promedio de alrededor de 9,8 metros por segundo durante todo el año, casi dos veces la media de Chicago, “la ciudad del viento”.

A partir de ese momento, esta clase de energía se erigió como una promesa de desarrollo para el departamento, el cuarto más pobre del país. La implementación ha avanzado de forma lánguida, pero hoy existen por lo menos cinco docenas de parques eólicos en el papel y dos en operación. La energía eólica también es una de las grandes apuestas del gobierno del actual presidente, Gustavo Petro, en la transición energética. Según Belizza Janet Ruiz, la viceministra de Minas y Energía que Petro designó poco después de su posesión en 2022, si todo sale como el gobierno espera, al final del mandato se producirán 5.000 gwh de energía, aproximadamente el 6 % de participación de la matriz de generación energética colombiana, o lo suficiente para proveer de energía a un país como Nicaragua. Esto reemplazaría casi 700.000 toneladas de dióxido de carbono o el total de emisiones de 437.500 colombianos, de acuerdo con sus cálculos.

A principios de 2023, sin embargo, Ruiz renunció a su cargo. Entre las razones para hacerlo, citó la hostilidad de la ministra de Minas y Energía, Irene Vélez, la inclusión de datos falsos en informes y la selección de funcionarios que no cumplían con los requisitos técnicos que exige la ley para juntas directivas y otros puestos. A finales de junio de ese año, a pesar de los problemas en el ministerio, Petro aumentó considerablemente su apuesta energética por el viento. “Con solo la energía limpia de La Guajira en su máximo, podríamos reemplazar toda la generación eléctrica de Colombia, incluidas las hidroeléctricas”, dijo durante la firma de un pacto con comunidades indígenas para autorizar la construcción de una línea capaz de transportar energía desde el norte hacia el centro del país. (Irene Vélez, la ministra de la cartera encargada de ejecutar esa visión, presentó su renuncia en julio, en medio de un escándalo de tráfico de influencias que involucraba a su esposo. A todas luces, Petro la había nombrado por su cercanía con el padre de Vélez. Para reemplazarla, el presidente designó a Andrés Camacho, un ingeniero y exskinhead, quien, mientras aplicaba para otro cargo en el gobierno, presentó una hoja de vida en la que aseguraba tener 22 años de experiencia laboral. De estos, solo pudo acreditar nueve. Camacho achacó el malentendido a un “error de registro”.)

Según Lyall Watson, un botánico, zoólogo y antropólogo sudafricano, en su biblia eólica Heaven’s Breath: A Natural History of the Wind, se estima que aproximadamente el 2 % de la energía del sol que recibe la Tierra se convierte en energía cinética en la forma del viento. Esto quiere decir que, en todo momento, la energía producida por el viento en la atmósfera sería suficiente para abastecer las necesidades energéticas de todo el mundo. El problema es que el viento está distribuido a lo largo y ancho de la atmósfera, y que no es fácil capturarlo. Por el momento, la energía eólica y la energía solar aportan el 10 % de la energía mundial. La mayor parte de los países –Colombia incluido– se encuentran en una carrera para incrementar ese porcentaje. (En general, las apuestas relacionadas con el viento no se limitan a la energía: también se ha propuesto un retorno a la navegación por viento para reemplazar las emisiones de la industria naviera internacional.) 

En el Atlántico un huracán sobrevive aproximadamente nueve días y puede recorrer miles de kilómetros. 

Existen, sin embargo, varios supuestos problemáticos detrás de ese propósito. Por un lado, el historial del desarrollo de los parques eólicos en países como Colombia ha estado plagado de dificultades culturales, burocráticas y sociales. Por otro, el viento –ese motor que durante siglos sirvió de manera fiel a los cultivadores, navegantes y aeronautas– parece estar cambiando en gran parte por la crisis climática.

El viento nace de un baile dirigido por una estrella. Las brisas que sentimos acariciando nuestra piel son la consecuencia del juego de persecución eterno entre el aire cálido y el aire frío. Cuando los rayos del sol calientan la mezcla invisible de gases que compone un segmento del aire, las moléculas de estos empiezan a moverse más rápido y a alejarse las unas de las otras. El espacio entre las moléculas crece y esa porción de aire se vuelve menos densa que la materia que la rodea, por lo que, como ocurre con los globos aerostáticos, sube. Lo contrario ocurre cuando una porción de aire se enfría: las moléculas se mueven más despacio y se unen, y el segmento de aire desciende, ya que se torna más denso y pesado. Cuando una masa de aire sube, el espacio que ocupaba queda libre. Se crea, entonces, una zona de baja presión que el aire circundante busca ocupar (los gases son fluidos, al igual que los líquidos, y buscan llenar ese espacio libre). Ese movimiento, que existe también de manera opuesta cuando el aire frío baja y crea una zona de alta presión, es aquello que llamamos viento.

Los rayos solares golpean el planeta en ángulos diferentes por la inclinación y posición de la Tierra. En lugares como Riohacha, en los trópicos –las regiones donde los rayos llegan de forma casi perpendicular–, el aire se calienta más que en el resto del mundo, y se expande y sube casi 15 km sobre la superficie. Allí se enfría, se condensa –pues por ese espacio entre las moléculas carga más humedad que el frío, y al unir esa humedad forma gotas lo suficientemente pesadas como para que la gravedad de la Tierra las atraiga: la lluvia–, toma rumbo hacia las masas de aire frío que se encuentran sobre los polos, y vuelve a bajar una vez se libera del agua que ha recogido durante su ascenso.

Los vientos del huracán Julia comienzan a causar daños en la región cercana al Valle de Minca, en la Sierra Nevada.

Este movimiento de aire a nivel planetario varía por los accidentes geográficos y por la rotación de la Tierra. Un cuerpo en movimiento unido a un cuerpo en rotación se desvía de su trayectoria debido a la inercia. Este fenómeno, llamado el efecto Coriolis, por el científico francés que lo describió en el siglo diecinueve, ocurre con los vientos. Los que ascienden en los trópicos terminan en corrientes casi perpendiculares a los meridianos por ese efecto. Estos son los vientos del oeste, que soplan desde el oeste hacia el este entre los 30° y 60°. 

El espacio que deja el aire ascendente de los trópicos crea un área de baja presión cerca del Ecuador que es ocupado por aire más frío cerca de la superficie. Por el efecto Coriolis, estos vientos también se desvían de su dirección hacia el trópico y terminan fluyendo de este a oeste. Estos son los vientos alisios, que soplan entre la superficie y los 2000 metros sobre el nivel del mar entre los 23.27° norte y los 23.27° sur. (Por las mismas razones básicas, existen zonas de pocos vientos y corrientes en chorro o jet streams, que giran alrededor del planeta en la parte alta de la atmósfera a cientos de kilómetros por hora.) 

Desde hace un par de décadas, una serie de estudios científicos han detectado cambios en las velocidades de los vientos superficiales –aquellos que se miden a 10 metros del suelo– que no pueden atribuirse a variaciones cíclicas o simples anomalías. En 1999, un análisis de casi treinta años de datos halló una disminución promedio en la velocidad de estos vientos. Estudios en Australia, Asia, Europa y América llegaron a resultados similares. A raíz de ellos, se empezó hablar de una disminución de la velocidad promedio de alrededor del 10 % en todo el mundo (hubo casos más preocupantes: en China, por ejemplo, la disminución fue de cerca del 29 %), y de un fenómeno no del todo explicable que recibió el nombre de global terrestrial stilling, o aquietamiento global terrestre.

Un estudio publicado en Nature Climate Change, en 2019, sugirió que ese aplacamiento se había revertido a partir de 2010. Según ese análisis, el promedio de velocidad de los vientos superficiales aumentó cerca de 6 %, de 11.2 km/h a 11.8 km/h desde ese año. Datos recientes, sin embargo, apuntan hacia un mundo de mayor calma eólica. El norte de Europa sufrió una sequía de viento en 2021. De acuerdo con otro estudio, en esa zona del mundo la velocidad del viento superficial disminuyó en promedio un 15 %. Esto afectó especialmente a los países que más han progresado en la transición energética. En septiembre de 2020, el 18 % de la energía del Reino Unido provino de granjas de viento, pero en el mismo mes de 2021 apenas el 2 % tuvo como fuente esta energía alternativa, para poner un ejemplo.

Colombia no ha hecho mayores estudios sobre los cambios en la velocidad de los vientos superficiales, según Yolanda González Hernández, directora del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam), el ente gubernamental encargado de monitorear, analizar y ayudar a mitigar los desastres climáticos. Ni siquiera en La Guajira, cuya economía futura bien podría depender del viento, hay datos sobre el tema. De cualquier manera, el patrón es global, y hay indicios de que el fenómeno no solo está ocurriendo cerca de la superficie.

The winds they are a-changin’. Los vientos están cambiando, tanto en lo local como en lo planetario. Al igual que ocurre con el nivel del mar y la temperatura –quizás las consecuencias más mencionadas de la crisis climática–, se están transformando a velocidades que dificultan la recolección de datos suficientes. Pero los cambios son indudables: el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) de las Naciones Unidas calculó disminuciones y aumentos de cerca del 10 % en las velocidades del viento en diferentes partes del mundo bajo el escenario de un aumento de 1.5 °C sobre niveles preindustriales, algo ya inevitable incluso en el corto plazo.

En apariencia, las variaciones son mínimas. O por lo menos ese sería el consuelo inicial. Pero si creemos eso es simplemente porque hemos olvidado o desconocido los alcances de los movimientos del aire en la Tierra. 

La mañana del 6 de octubre, la minúscula gota, surgida cuatro días antes en medio del océano Atlántico, cruzó el meridiano 65° oeste en una corriente de aire cerca de los 800 metros sobre la superficie del agua. Conforme la temperatura ascendía, remontó un mar Caribe agitado.

Horas más tarde, mientras el sol se ubicaba en medio del cielo, la gota se encontraba entre República Dominicana y las costas de Venezuela, a la altura de Maracay, estimulada por ráfagas cada vez más veloces. Con el tiempo, había incrementado su tamaño, sumando microgramos de peso. A pesar de ese aumento, aún era supremamente ligera y los vientos la sostenían en el aire sin mayor esfuerzo (en promedio, una gota de lluvia pesa 0,034 gramos, menos de lo que pesa una pestaña). Billones de gotas similares, “la sustancia de las nubes”, como las llama Lyall Watson, avanzaban a su lado en dirección a Colombia.

Hacia las 11 de la mañana de ese día, el Ideam emitió una alerta sobre una onda tropical en el mar Caribe venezolano. Funcionarios del instituto identificaron una masa de aire con presión baja que se movía a 25 km/h hacia el oeste. El Ideam recopila información de cerca de 2.600 estaciones meteorológicas y de varios satélites de libre acceso que siguen los patrones de vientos en el mundo. Desde hacía al menos dos días, meteorólogos del instituto habían identificado ese sistema de baja presión y lo vigilaban cuidadosamente. De acuerdo con el National Hurricane Center, una división del gobierno estadounidense encargada de monitorear las tormentas tropicales desde una base en la Universidad de la Florida que está en contacto permanente con el Ideam, había una alta probabilidad de que la onda se convirtiera en el decimotercer huracán de la temporada.

La diferencia entre una tormenta tropical y un huracán es un kilómetro por hora en la velocidad de sus vientos. Si la velocidad sostenida de las ráfagas oscila entre los 63 y los 118 km/h, se clasifica como una tormenta. Si la velocidad supera los 118 km/h, se trata de un huracán. De ahí en adelante, las velocidades determinan su categoría (la más alta es la 5, con velocidades por encima de 252 km/h; el viento más veloz del mundo fuera de un tornado o un huracán se midió el 12 de abril de 1934 en la cima del Monte Washington, en Estados Unidos: 341 km/h).

Los huracanes se forman en el océano cerca del Ecuador cuando el aire cálido y húmedo se eleva. Si las condiciones son propicias, el espacio que deja ese aire es prontamente ocupado por otras masas de aire. Ese nuevo aire, a su vez, recoge humedad y se calienta, y, como el anterior, se eleva, dejando libre ese espacio para que el proceso se repita. Mientras sube y la temperatura desciende, el aire se comienza a enfriar y la humedad se condensa. De ese modo, se forman nubes y lluvia que alimentan la tormenta. Desprovisto de humedad y ya frío, el aire desciende y entra de nuevo en el ciclo, ocupando el espacio que deja el aire caliente y húmedo que continúa elevándose. Un enorme remolino se va formando como parte del proceso debido a la rotación de la Tierra. El ciclo, alimentado por nuevo aire en su camino, impulsa los vientos y la formación de paredes de nubes de hasta 10 km de alto alrededor del ojo o centro de la tormenta. A menudo, algunas aves vuelan atrapadas allí.

En el Atlántico, un huracán sobrevive aproximadamente nueve días y puede recorrer miles de kilómetros. La velocidad de los vientos no alcanza las de un tornado, pero las ráfagas son más sostenidas y duran más tiempo. Sus olas pueden alcanzar los 25 metros de altura y, de acuerdo con el libro Tropical Meteorology, en promedio, descarga 20.000 millones de toneladas de agua al día, la energía equivalente a medio millón de bombas atómicas.

El poder destructivo de los huracanes es difícil de comparar. Un huracán que arrasó Bangladesh en 1970 dejó entre 300.000 y 500.000 personas muertas, más de dos veces el número de fallecidos en Hiroshima. Casi un siglo antes, en 1881, en Vietnam, un tifón –del cantonés daai fung, “gran viento”, el nombre que reciben en Asia estas tormentas– causó la muerte de cerca de 300.000 personas. En 1737, otro más, en India, dejó al menos 200.000 personas muertas y hundió, según cronistas de la época, alrededor de 20.000 barcos. En 1772, en Cuba, una tormenta que pasó a ser conocida como el Gran Huracán causó la muerte de 20.000 personas, de acuerdo con el libro Divine Wind: The History and Science of Hurricanes, del meteorólogo norteamericano Kerry Emanuel.

Los destrozos materiales son igualmente escandalosos. En 2005, en Estados Unidos, el huracán Katrina, el más dañino de la historia, dejó pérdidas por el equivalente a 195.200 millones de dólares de 2022, el 40 % del gasto total estadounidense en bienestar social. El huracán María, en 2017, destruyó el 80 % de los cultivos en Puerto Rico, llevó a la quiebra a la compañía que proveía la energía de la isla y retrasó más de una década la posible recuperación económica de los puertorriqueños. En total, el costo de los tres huracanes más nocivos de Estados Unidos es mayor a la suma de los productos internos brutos de Uruguay, Bolivia, Paraguay y Chile. (“Espíritu salvaje que remueves el mundo / destructor, protector: ¡escúchame, oh, escucha!”, escribió el poeta romántico Percy Shelley en su “Oda al viento del oeste”.)

Estos fenómenos han moldeado física y mentalmente el Caribe, como lo muestra la periodista estadounidense June Carolyn Erlick en su libro Desastres naturales en América Latina. En Cuba, por ejemplo, los huracanes del siglo diecinueve cambiaron la producción agrícola de la isla, según el historiador Louis A. Pérez Jr. Cuba pasó de sembrar café, banano y otros productos a depender principalmente de la caña de azúcar, debido a los estragos causados por las tormentas. “Al igual que la esclavitud, la raza, la inmigración o el imperialismo, los huracanes han definido a la región”, escribe Stuart B. Schwartz, profesor de historia de la Universidad de Yale. 

"Los vientos están cambiando, tanto en lo local como en lo planetario. Al igual que ocurre con el nivel del mar y la temperatura (...), se están transformando a velocidades que dificultan la recolección de datos suficientes" 

Históricamente, Colombia no ha sido uno de los países más afectados por los huracanes. Por lo mismo, quizás, no tememos tanto al mar ni le tenemos el mismo respeto que países como República Dominicana, Estados Unidos o Cuba. En los últimos cien años, solo 15 tormentas importantes han golpeado las costas continentales colombianas. El archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, uno de los principales destinos turísticos del país, recibió ocho tormentas que causaron daños significativos en ese mismo tiempo. 

La más reciente ocurrió en noviembre de 2020, en medio de la pandemia. Entre el 15 y el 16 de noviembre, los vientos de más de 230 km/h del huracán Iota –desde la Segunda Guerra Mundial reciben nombres en orden alfabético; antes solo recibían nombres de mujeres de manera ocasional– causaron la muerte de cuatro personas en el archipiélago, afectaron el 98 % de la infraestructura de San Andrés y destruyeron 1.134 viviendas en Providencia (la isla tiene poco más de 5.000 habitantes). El gobierno asignó 1,2 billones de pesos para la reconstrucción, unos 400 millones de dólares en su momento, o alrededor de tres veces el presupuesto anual colombiano destinado a ciencia y tecnología. (No está claro qué sucedió con parte de esos recursos ni qué porcentaje de los costes de ese tipo de desastres deberían ser asumidos por otros países.) 

Iota, un huracán de categoría 4, fue traumático para las islas y el país. El tema de la reconstrucción dominó durante meses el ciclo noticioso e inspiró campañas de donaciones por todo Colombia. Iota cambió la manera en que los colombianos pensaban acerca de las tormentas. Durante casi 30 años, los huracanes eran eventos que sucedían en otros lugares –Joan, el último de categoría mayor a 1 que sacudió el archipiélago, ocurrió en 1988–. Como los tornados, los tsunamis y las tormentas de nieve, se trataban de eventos climáticos ajenos al país, curiosidades trágicas o problemas de otras naciones. 

Lo ocurrido en el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina trastocó esa visión. En septiembre de 2022, Javier Pava Sánchez, director de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres, lo admitió explícitamente. Colombia no está preparada para estas tormentas y todo indica que cada vez van a hacer más frecuentes. Si la temperatura sube, en principio, los huracanes tendrían más combustible a su disposición, pues habría una mayor disponibilidad de aire cálido y húmedo para alimentar e incrementar su intensidad. Los modelos del IPCC y varios estudios proyectan justamente eso. En esa medida, millones de colombianos, como si fueran marinos, tendrán que volver a vigilar a diario –a menudo con temor– la dirección y el movimiento del aire.  

El viento nos gobierna. Es aire en movimiento cuyos influjos obedecemos, así sea de manera inconsciente. Su presencia determina el clima de cada día, la forma de vestirnos y la vida de miles de millones de seres, humanos incluidos. Afecta las lluvias –las lluvias no pasan, las transporta el viento–, la ubicación de nuestras ciudades y asentamientos, las formas de nuestras casas, puentes y construcciones; la reproducción de decenas de miles de especies de hongos, helechos, musgos y algas; la supervivencia de prácticamente todas las aves, flores, plantas con semillas, arañas, insectos, reptiles, moluscos y mamíferos que aprendieron a planear, remontar corrientes de aire o volar; el rendimiento de los cultivos, nuestra sensación térmica y el flujo de las bacterias y los virus por el mundo; las mareas, la contaminación del aire y la migración de aves, libélulas, mariposas y centenares de especies animales y vegetales; la forma de las dunas, los nutrientes de la tierra y el alcance de desastres –naturales y humanos–. Todo se modificaría si el viento cambia.

La vida en el planeta depende y existe gracias a los vientos y su relativa constancia. Gran parte de las culturas alrededor del mundo han sido conscientes de ello y asignaron una o varias deidades para representarlo. En la antigua Mesopotamia, los sumerios tenían a Enlil, señor de todos los vientos, luego Bel o Baal, el Jinete de las nubes, en el Imperio acadio. En Europa, los griegos tenían a Zeus, dios del trueno, las tormentas y el clima, y a los ánemi o anemoi –Noto, Bóreas, Euro y Céfiro–, los cuatro dioses del viento asociados a los puntos cardinales, a quienes Eolo mantenía cautivos en su isla, según la Odisea. En África estaba Amón, el dios creador egipcio; Domfe, el espíritu acuático kurumba, en Burkina Faso; y Enkai-Narok, el benévolo dios negro masái responsable de las lluvias, las cosechas y el viento. En Asia existía Vaiu, dios del hinduismo y guardián del espacio del noroeste; Feng Bo, enemigo de Shen Yi, salvador de China en el panteón taoísta; y Shinatsuhiko, una deidad japonesa nacida de la exhalación del rocío de la mañana. En América, finalmente, estaban Jun Raqan, el corazón del cielo maya, dios del fuego y el viento, y origen de la palabra “huracán”; Tezcatlipoca, el omnipresente viento nocturno azteca; y Pulowi, una deidad femenina asociada con el viento y las sequías en la cultura wayúu. “La respiración del universo se llama viento”, escribió el filósofo taoísta chino Chuang Tzu. Jesús tuvo que controlarlo como parte de sus milagros.

Las brisas definieron las victorias de los griegos sobre los persas en la batalla de Salamina; la derrota de los mongoles en las costas japonesas por dos kamikazes, “vientos divinos”, que acabaron con su flota; y la caída de la Armada Invencible de Felipe ii en la batalla contra los ingleses. (Durante la Segunda Guerra Mundial, los japoneses intentaron bombardear Estados Unidos usando cerca de 9.000 globos de papel transportados por la corriente en chorro que une Asia y Norteamérica.) “Debes ser veloz como el viento, compacto como el bosque, rapaz como el fuego, firme como la montaña, misterioso como la noche y poderoso como el trueno”, escribió Sun Tzu en El arte de la guerra.

El viento es invisible. Carece de rostro, pero tiene muchas caras. Vemos su efecto sobre otros seres o cosas, pero también lo escuchamos, olemos y sentimos. “El viento somos nosotros, recoge y recuerda nuestras voces, luego las envía a hablar y narrar entre las hojas y los campos”, escribió Truman Capote. Su energía mueve las briznas de hierba en las praderas, las velas de las fragatas en los mares y ese molesto sombrero de paja que alza vuelo desde cabezas en ciudades, campos y playas. Traslada el rugido ardiente del jaguar a una decena de metros, la armonía galáctica de David Bowie, el canto fantasmal de las dunas del desierto, el crepitar del fuego que devora la selva cercana y el frescor de un glaciar a cientos de kilómetros de distancia.

Trae belleza, también. Cerca de Tierra del Fuego, una migración de millones de mariposas rodeó a Darwin en el Beagle. Volaban “en bandadas o masas de incontables millares, extendiéndose tan lejos como el ojo alcanzaba a ver. Incluso con la ayuda de un telescopio no era posible observar un espacio libre de mariposas. Los marineros gritaron que ‘estaban nevando mariposas’, y de hecho así parecía”, anotó Darwin. El vuelo del albatros, del cóndor y las demás aves depende de sus corrientes (alguna vez me preguntaron cómo vuelan los pájaros: de manera muy breve, las alas aceleran masas de aire hacia abajo y crean una fuerza suficiente para contrarrestar su peso y elevarlos, pero la conversación queda pendiente). 

El viento es quizás uno de los recursos más utilizados en el arte. El escultor estadounidense Alexander Calder se valió de las ligeras brisas dentro de los museos para animar sus móviles. En Delft, en los Países Bajos, el artista Theo Jansen llevó la idea un pasó más allá, y dio forma a bestias que cobran vida con el viento a partir de esqueletos de tubos plásticos. Pintores como Hokusai, Millet, Van Gogh, Monet y Turner lo han fijado en sus lienzos. Músicos, escritores y poetas lo han usado hasta el cansancio. La respuesta (a preguntas imposibles) está soplando en el viento, dice Bob Dylan. Su aullido anuncia la llegada de espectros y fantasmas, y su presencia es constante en los versos de Safo, Lorca, Dickinson, Machado, Frost y Gabriela Mistral, que comparte su apellido con un célebre viento frío e impetuoso que corre desde las montañas en el interior de Francia hacia el Mediterráneo.

Hay una relación cercana entre el viento y el espíritu. (En latín, spiritus es una inspiración o respiración de un dios; en griego, pneuma es tanto “espíritu” como “viento”; y en árabe y hebreo, ruh es “viento” y “respiración”). “Sin el viento, la mayor parte de la Tierra sería inhabitable”, escribe Lyall Watson, en Heaven’s Breath. Es el mayor fecundador del planeta. Se estima que, anualmente, 1.000 millones de granos de polen cubren cada metro del mundo. El viento transporta todos y cada uno. Conecta el Polo Norte con el Caribe, la Patagonia con Australia y el norte de África con Europa y Sudamérica. Corrientes de viento que cargan la arena rojiza del Sahara han ocasionado lluvias color sangre en países europeos. Homero y Virgilio las mencionan. En 1859, una nieve carmesí cubrió miles de kilómetros cuadrados en Alemania. A principios del siglo veinte, la lluvia de sangre cayó en forma de barro escarlata en España y Portugal, y a mediados de siglo en Suiza y Luxemburgo. El fósforo de la arena roja del Sahara fecunda y da vida al Amazonas.

Los bosques son bosques, las llanuras son llanuras y los desiertos son desiertos por el viento. Un aumento o una disminución de un par de kilómetros en su velocidad puede cambiar un ecosistema, crear un nuevo paisaje y dictaminar si sobrevivimos a una ola de calor, si escuchamos un llamado de auxilio, si olemos el gas del departamento vecino, si una diminuta gota de lluvia cae sobre nuestras cabezas o si una tormenta tropical se transforma en un huracán. 

Una mañana de octubre, mientras la minúscula gota de agua nacida a unos 2.000 kilómetros de Cabo Verde ganaba velocidad en su paso por La Guajira, partimos desde Riohacha hacia el Cabo de la Vela, un pequeño poblado turístico al lado del mar conocido por sus playas, su comida y la práctica del kitesurf. No muy lejos, se encuentran los únicos dos parques eólicos en funcionamiento en Colombia. 

Bajo un cielo entoldado, recorrimos una carretera flanqueada por espinos, molinos de viento con aspas de lata y cequias rebosadas de agua hasta llegar a Uribia, una ciudad ocre de calles sin pavimento conocida como la capital indígena de Colombia, pues tiene la mayor población de nativos del país: el 98 % de sus casi 190.000 habitantes pertenecen a los wayúu, un pueblo indígena que vive mayormente del pastoreo y el comercio, en la península de La Guajira, en Colombia, y en el estado de Zulia, en el noroeste de Venezuela.

Desayunamos arepas y una mezcla de estofados de chivo, res y oveja (la iguana la dejamos pasar), y al rato nos reunimos con Edgar Paz González, autoridad tradicional Wourre, una comunidad wayúu, y con Hernán Gómez, subsecretario de Minas y Energía del municipio entre 2021 y 2022, para hablar sobre la historia de los parques eólicos en la región. Paz nos recibió en su casa, a las afueras de la ciudad, poco antes de que el segundo aguacero del día rompiera el cielo.

Desde 2015, la comunidad Wourre ha negociado con una empresa llamada Begonia Power, hoy propiedad de Celsia, parte del Grupo Argos, uno de los conglomerados más grandes del país. Begonia busca instalar 16 aerogeneradores –enormes y esbeltos molinos de tres aspas o palas, que pueden transformar la energía del viento en electricidad– y dos líneas de transferencia en un territorio que pertenece a la comunidad Wourre y a otras dos comunidades wayúu a poco más de una hora al sur de Uribia. Nacemos y nos adaptamos al viento de la zona, nos dijo Paz. “Aquí hace calor. Allá uno se acuesta en un chinchorro y la brisa sopla”.

Los problemas para la construcción del parque, bautizado Acacia 2, son emblemáticos para la región. En principio, Acacia 2 representa una oportunidad importante para estas comunidades, pues carecen de escuelas, viviendas en material, energía, acueductos o acceso constante a agua potable (a menudo, deben llevar carrotanques desde ciudades cercanas). A cambio de construir en su territorio, la empresa debe compensarlos con mejoramientos en su calidad de vida –es decir, escuelas, viviendas, jagüeyes o pozos, entre otros– y con apoyos para montar proyectos productivos –piénsese en artesanías, ganadería, cultivos, etc.–.

La cuestión, por supuesto, no es tan sencilla. Para poder construir los parques eólicos, las empresas deben cumplir con varias condiciones legales, que incluyen estudios de impacto ambiental, temas burocráticos y la consulta previa. Esta última es un derecho fundamental que tienen los grupos étnicos e indígenas a la hora de tomar decisiones sobre proyectos que puedan afectar a la comunidad. En el caso de Acacia 2, había tres comunidades distintas en el lugar elegido para la construcción del parque. La empresa optó por negociar individualmente y hacer consultas previas con cada una de ellas, a pesar de que al principio hubo un frente común, según Edgar Paz. En el caso de la suya, el parque eólico va a ocupar la mitad del territorio, específicamente el área de pastoreo de sus vacas, chivos y ovejas, su principal sustento. “Aceptamos esos proyectos en el afán de mejorar nuestra situación y a sabiendas de que los impactos negativos van a ser importantes para nosotros”, me dijo Paz esa mañana en Uribia. “Para nosotros no tienen precio”. O por el momento no han hallado el adecuado.

La licencia ambiental del Parque Acacia 2 se aprobó en 2016. Según los ingenieros, la construcción de la infraestructura física puede tardar entre uno o dos años, pero, a pesar de que ha habido numerosos encuentros entre la comunidad y la empresa, aún no se ha llegado a un acuerdo definitivo sobre las compensaciones. El Ministerio del Interior y la Alcaldía de Maicao en teoría deben acompañar los diálogos, pero solo los primeros han estado allí, según Paz. Y hasta que no lleguen a un acuerdo no podrá iniciarse ni la construcción del parque ni la de la escuela o los demás mejoramientos que prometió el viento. 

Familias wayúu padecen las molestias que ha traído el parque eólico a la región de La Guajira. 

Como Acacia 2, la mayoría de los proyectos eólicos en La Guajira avanzan más lento de lo previsto, de acuerdo con Hernán Gómez, exsecretario de Minas y Energía de Uribia. Entre 2018 y 2022, el gobierno del presidente Iván Duque promovió casi una decena de proyectos. Alpha y Beta, los más grandes, tendrán 50 aerogeneradores capaces de producir 504 MW , suficiente energía para suplir a 2,5 millones de colombianos. Debían haber entrado en funcionamiento hace meses, me dijo Gómez en una oficina en la alcaldía. Desde el gobierno local intentan hacer seguimiento a las negociaciones, pero no hay recursos suficientes para hacerlo. Hay 3.500 comunidades registradas para más de cincuenta parques eólicos, según Gómez. La alcaldía recibía 5 o 6 invitaciones diarias a consultas previas, pero no hay capacidad financiera ni personal suficiente, concluyó antes de despedirnos.

A mediodía, tomamos la única carretera que conduce desde Uribia hasta el Cabo de la Vela. Una lluvia torrencial proveniente del este transformaba en barro cobrizo la vía. Fuera de la cabina de la camioneta 4x4, ventarrones caprichosos cambiaban de un momento a otro la dirección de la lluvia. Las afiladas gotas sacudían las cercas vivas y las paredes de barro de las rancherías wayúu que pasábamos por el camino.

El viento se había llevado gran parte de las nubes hacia el mar para el momento en que, dos horas más tarde, vimos en el horizonte los primeros aerogeneradores. Parecían gigantes esbeltos haciendo señales en medio de campos desolados. Nos detuvimos en medio de la carretera, que corría paralela a las vías del tren del Cerrejón, la mina de carbón a cielo abierto más grande del mundo. Frente a nosotros, las tres palas de los aerogeneradores del parque eólico Guajira I, inaugurado a principios de año, giraban, giraban y giraban. Atrás de ellos, hacia el nordeste, 15 aerogeneradores del parque Jepírachi, ligeramente más pequeños, seguían la misma coreografía.

Jepírachi –“vientos que vienen del nordeste”, en wayuunaiki, el idioma wayúu–, fue el primer parque eólico del país en entrar en funcionamiento. Comenzó a operar en 2004, luego de que epm lo construyera como un torbellino. Los 15 aerogeneradores –Nordex N60, capacidad total efectiva de 18,42 MW , la energía suficiente para proveer a unos 9.800 hogares colombianos– se levantaron en tierras pertenecientes a los wayúu. Según una investigación del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), una oenegé colombiana, el modelo fue un desastre. La consulta con la comunidad fue limitada y no hubo transparencia sobre los pagos que recibirían ni los mejoramientos que se harían. EPM asumió que la comunidad era “incapaz de manejar dinero o cuentas” y se reservó “el control de pagos o gastos en especie y por proyecto”, según Indepaz. (Para epm, “hubo un amplio y exitoso proceso de consulta previa” con los wayúu que vivían en el área la zona de influencia de Jepírachi.)

En principio, el parque iba a dejar de operar en 2023, pues su licencia no se renovó. Los aerogeneradores debían ser reemplazados por unos más modernos, de mayor altura, pero, de acuerdo con el gobierno, esto podía poner en riesgo los vuelos que llegan al aeropuerto de la mina del Cerrejón, a unos cinco kilómetros de distancia. Sin embargo, en julio de 2023, la entonces ministra de Minas y Energía, Irene Vélez, anunció que EPM entregaría el parque a las comunidades wayúu para que lo operaran como parte de una alianza público- privada. La información tomó por sorpresa incluso a algunas de las comunidades que pasarían a ser dueñas de Jepírachi, como contó el periódico El Espectador.

Bajo una llovizna leve, cruzamos la carrilera del tren y nos dirigimos hacia Guajira I –20 MW de capacidad efectiva; unos 10.600 hogares–. El proyecto entró en operación a principios de 2022 luego de más de una década de estudios y negociaciones con los wayúu. Isagen, una antigua empresa pública colombiana, hoy propiedad de un fondo canadiense, invirtió 75.000 millones de pesos (cerca de 18 millones de dólares en su momento) en su construcción. El presidente Iván Duque fue a inaugurarlo en persona. Días antes de la foto, las cuatro comunidades wayúu habían entrado en paro y bloqueado las vías de acceso para protestar contra el complejo de viento. (Las protestas no han cesado con la llegada del gobierno Petro: en mayo de 2023, el Grupo Enel, una multinacional energética, suspendió la construcción de Windpeshi, un proyecto eólico de 205 MW , lo suficiente para 500.000 hogares, luego de no llegar a un acuerdo con las comunidades de la zona.)

Nos detuvimos bajo un aerogenerador para tomar fotos. El sonido de las palas recordaba las bocanadas de aire en una cueva o una máquina de secado de manos en la distancia. Giraban a 9 ½ revoluciones por minuto. Un grupo de soldados en camuflado desértico se acercó a preguntarnos quiénes éramos. Llevaban varias semanas patrullando la zona. Los soldados dicen que se la llevan bien con las comunidades, pero que, a veces, estas tienen problemas con las empresas.

Continuamos por la carretera hasta otro grupo de aerogeneradores. Un grupo de chivos caminaba cerca de la base. No muy lejos, tres mujeres wayúu los vigilaban sentadas sobre una colina. Sus ropas de colores encendidos danzaban con las ventiscas. El siseo de las astas opacaba los murmullos ocasionales de las ráfagas de viento que llegaban desde el mar.

“Desde que entraron en operación, sueño con aguas”, dijo Elba Velázquez, una mujer wayúu de 54 años, que vive en una de las comunidades donde se construyó el parque. “Suena como el agua de un arroyo, ¿no?”, me preguntó. “Al principio, les ponían hilos a las aspas para alejar a los pájaros y sonaban como pisadas en la noche”, dijo algo molesta.

La mayor parte de las comunidades no están contentas con el parque. Algunas personas estaban en paro, nos dijo la nieta de Elba, Karolay Patricia Berrier, de 15 años. Como parte de las negociaciones, se había pedido a la empresa que la vigilancia quedara a cargo de personas locales. De esta manera, algunos miembros de las comunidades tendrían trabajos fijos y bien remunerados, una rareza en la zona. Pero Isagen estaba considerando prescindir de los vigilantes para simplemente poner cámaras en los aerogeneradores. 

Más allá de esto, las comunidades sienten que no están recibiendo los beneficios del viento. Bajo las leyes colombianas, el 1 % de las ventas netas deben distribuirse entre la alcaldía del municipio donde se hizo el proyecto (0,4 %) y la comunidad (0,6 %). Esto es adicional a las compensaciones y mejoramientos. Por el momento, la comunidad de Elba ha recibido 30 millones de pesos (unos 6.000 dólares), nueve casas en material y un jagüey mejorado. Pero muchas personas tuvieron que mudarse, y ahora deben vivir con el ruido constante de los aerogeneradores. Planteado de otra manera, la empresa parece estar llevándose la mayor parte de los beneficios cuando el trato debía ser equitativo.

Hubo siete años de reuniones, pero solo conocimos la realidad de lo prometido mucho tiempo después, me dijo Elba. “Quieren que no se hable, que no digamos nada”, continuó mientras agitaba una pañoleta color turquesa para espantar los zancudos, que aprovechaban los descansos del viento.

Había empezado a lloviznar nuevamente y Karolay le hizo señas a su abuela para que se fueran. Antes de partir, dirigió su mirada hacia el océano. Un buque cargado de carbón había anclado frente a la costa. Por el lado de Venezuela, en el noreste, un frente de nubes negras se acercaba a marchas forzadas. 

Poco después de las 11 de la mañana del 7 de octubre, después de dejar atrás La Guajira, nos detuvimos en un restaurante cerca de Minca, la población más cercana a El Dorado, una reserva natural para el avistamiento de aves ubicada en las faldas de la Sierra Nevada de Santa Marta. La Sierra, una cordillera con picos nevados de más de 5.700 metros que se alza a 40 km del mar, es una rareza geográfica que afecta profundamente el clima y los vientos de la región. Y El Dorado, ubicada a cerca de 2.400 metros sobre el nivel del mar, ofrecía vistas privilegiadas.

Seguíamos de manera inconsciente la ruta de la gota de agua. Esa madrugada, la onda identificada el día anterior por el Ideam en el Caribe venezolano alcanzó el grado de tormenta tropical. En la mañana, el sistema llegó a las costas colombianas y recibió su nombre de pila: Julia. A las 10:20 a. m., desde Providencia, Yolanda González Hernández, directora del Ideam, anunció que las condiciones eran propicias para que se convirtiera en un huracán. A las 11, en conjunto con el National Hurricane Center, el instituto anunció una alerta máxima para el archipiélago de San Andrés y Providencia.

"Hay 3.500 comunidades registradas para más de cincuenta parques eólicos, según Gómez. La alcaldía recibía 5 o 6 invitaciones diarias a consultas previas, pero no hay capacidad financiera ni personal suficiente"

De acuerdo con las proyecciones, el ojo de la tormenta pasaría frente a la Sierra Nevada de Santa Marta hacia la 1 p. m. Como todas las grandes montañas, la Sierra tiene sistemas de circulación atmosféricos propios, que habíamos planeado observar desde las alturas de El Dorado mucho antes de que Julia naciera en el Atlántico. Ahora teníamos la posibilidad de verla desde las alturas.

Los vendavales se sucedían uno tras otro en el restaurante. Abajo, en el valle, los árboles se torcían y las polillas salían disparadas hacia el cielo a mitad de vuelo. La lluvia pegaba de lado contra las ventanas del carro. Mientras tomábamos algo caliente, una ventisca levantó una teja de latón y la arrojó hacia el abismo. De vez en cuando, un remolino hacía bailar las hojas arrancadas de las guaduas. El viento cargaba polvo, semillas y menús con los precios de aguapanelas, costillas y carnes.

Me cerré la chaqueta y metí las manos en mis bolsillos. Dos perros pasaron corriendo a nuestro lado mientras otro temblaba e intentaba refugiarse de las ráfagas de la borrasca. Lo imité acunando una taza de aguapanela hirviendo entre mis manos, tiritando fastidiado.

La sensación térmica, como bien sabe la gente que convive con vientos, no depende exclusivamente de la temperatura ambiente. Existe una delgada capa de aire en permanente contacto con nuestra piel que funciona como una suerte de manta o cobija. Cuando el aire se calienta –por nuestra temperatura, por el sol o por cualquier otra razón–, este se eleva y el aire más frío lo reemplaza. Este ciclo se detiene –y nos sentimos cómodos– en el momento en que la capa de aire se acerca a la temperatura corporal. El viento acelera el proceso de reemplazo de la manta y reduce su grosor. El pelaje de los perros y otros animales protege esa manta del viento.

En 1941, la industria de la moda analizó la cantidad de ropa que una persona debía vestir para estar cómoda y no sentir frío en un cuarto cerrado con 50 % de humedad y 21°C de temperatura. En ese momento se determinó que un hombre vistiendo un traje de tres piezas podía mantener una temperatura corporal constante bajo esas condiciones. Ese aislamiento se convirtió en la medida internacional de la industria textil y representa un valor de 1 Clo (un bikini tiene un valor Clo de 0,04; una camiseta, 0,10; un suéter en V, 0,37; un traje polar de plumas, 3,5; un perro husky, sin ropa, 4,1; un lobo, 7,5; y un oso polar, 8.)

Esa clase de unidades se utilizan para medir la cantidad de aislamiento necesaria para vivir cómodamente en cualquier lugar. Depende en gran medida del viento, que de ese modo también determina la manera de vestir de las personas. En el invierno de 1814, uno de los más fríos de la historia inglesa, James Woodforde, párroco inglés, autor de The Diary of a County Parson, un curioso recuento de la vida de campo británica en el siglo diecinueve, lo resumió de la siguiente manera: “Le correspondió al viento del nor- te imponer un regreso a la modestia en los vestidos de las mujeres”.

Carentes de aislamiento apropiado, almorzamos a las carreras en una mesa expuesta a las ventiscas y continuamos el ascenso de la Sierra. Llegamos a El Dorado hacia las 2 p. m. Una bruma espesa, como crema pastelera, cubría las montañas, Santa Marta, la Ciénaga y los picos. Dejamos nuestras maletas en una habitación redonda de techo de paja, inspirada en las casas de los indígenas kogui, los principales habitantes de la Sierra desde hace siglos. Subimos al restaurante, una construcción similar, pero de mayor tamaño, con vidrios en lugar de paredes y un balcón circundante con sillas para sentarse a ver el paisaje. Samanta Archila, una ingeniera forestal bogotana de 23 años que desde hacía unos meses administraba El Dorado, nos recibió en la entrada. En días despejados, nos dijo, desde ese punto se pueden observar los picos nevados, siete valles, la zona bananera del interior del país, la Ciénaga Grande, Santa Marta, Barranquilla y el mar Caribe fundido con el cielo. 

Ese día no se veía nada. Una llovizna helada acariciaba el mirador y las ventiscas chillaban cada tanto. “Es por el ciclón”, nos dijo Samantha, señalando el lugar donde debía estar el océano. Mientras la tormenta embestía la costa, las nubes lo cubrían todo. En alguna de ellas, a unos 40 o 50 km del balcón donde nos encontrábamos, la diminuta gota de agua venida desde el Atlántico, cerca de Cabo Verde, galopaba en arroyos volantes fustigados por Julia.

El río más caudaloso del mundo vuela a centenares de metros sobre la superficie. Su nombre, poco poético por lo demás, es la corriente en chorro de bajo nivel de Sudamérica (South American Low-Level Jet). Levita sobre el Amazonas y fluye en sentido contrario a este, desde el Atlántico hacia los Andes. Su cauce varía dependiendo de la temporada, pero en ciertos momentos puede cargar más agua que el Amazonas, que cada segundo deposita 220.000 metros cúbicos en el océano Atlántico, el equivalente al agua de 88 millones de piscinas olímpicas.

Parque eólico Jepírachi construido en territorio wayúu. 

El viento transporta agua. Parece una obviedad, pero gracias a este hecho la vida como la conocemos perdura. (“No hay agua sin viento”, dice un refrán.) Todos los ríos del mundo desembocan en el mar, debido a la fuerza de gravedad de la Tierra. En promedio, depositan aproximadamente 40.000 km3 de agua al año, una cantidad suficiente como para cubrir con más de dos metros de agua toda la superficie terrestre de Sudamérica. La atmósfera repone esa agua en forma de lluvia –si esto no sucediera, los ríos se secarían– y lo hace a través de corrientes de viento cargadas de agua a veces llamadas “ríos aéreos” o “ríos voladores” (José Marengo, un meteorólogo peruano colaborador del IPCC, acuñó el tér- mino hace por lo menos quince años). Estos se nutren de la evaporación del agua causada por el sol y de la transpiración de las plantas, otro fenómeno igualmente importante. Como nosotros, los árboles transpiran. En el Amazonas, un árbol saludable de 20 metros de alto puede liberar 1.000 litros de agua al aire cada día por transpiración. Esa agua asciende en forma de vapor y alimenta el río volador que corre encima.

Los ríos terrestres dependen de ese reciclaje, que, en general, está ligado a bosques y selvas, en ocasiones lejanos. Entre diciembre y febrero, la corriente de viento cargada de agua que fluye sobre el Amazonas alimenta, sobre todo, la cuenca hidrográfica del río de la Plata, ubicada en partes de Argentina, Uruguay, Brasil, Paraguay y Bolivia. Esta cuenca es responsable del 70 % del ingreso nacional bruto de los cinco países. En algunos momentos, recibe más de la mitad de su agua de ese río volador. Entre junio y agosto, la misma corriente de viento nutre parte de las cuencas de los ríos terrestres de Colombia. Cerca del 30 % del agua que llueve sobre la cuenca del río Magdalena, donde se origina el 80 % del PIB del país, llega desde el Amazonas. En esa medida, cada árbol deforestado representa un menor caudal no solo del Amazonas –según algunas estimaciones, alrededor del 30 % del agua que alimenta su cuenca proviene de la transpiración de la selva; otras hablan del 41 %– y de su contraparte aérea, sino también de ríos a miles de kilómetros de distancia. (Los vientos también se llevan el agua. Las sequías repentinas o sequías flash –un nuevo y preocupante fenómeno que al parecer aumentará en los próximos años afectando la agricultura mundial– son, a menudo, el resultado de cálidas ráfagas que queman las plantas a su paso.)

En el siglo diecinueve, George Perkins Marsh, uno de los primeros conservacionistas y ambientalistas estadounidenses, sugirió que el mistral, nació como resultado de la tala de los bosques de Cevennes durante el reinado de Augusto, el primer emperador romano. Es poco probable que el viento haya nacido de esa manera, pero la deforestación sí afecta el clima a nivel local y global.

El Amazonas es el ejemplo perfecto de esto. De acuerdo con varios estudios, su deforestación traería menos lluvia a su propia cuenca y al resto de Sudamérica, y también afectaría a México, el suroeste de Estados Unidos y partes de la África subsahariana. “El Amazonas no solo es el pulmón del planeta”, me dijo una tarde, en Medellín, Juan Fernando Salazar, profesor de la Escuela Ambiental de la Facultad de Ingeniería, en la Universidad de Antioquia, “es el corazón del ciclo hidrológico del continente”. Salazar, un ingeniero civil a quien el agua lo encaminó a la ciencia, hizo su tesis de doctorado sobre los recursos hídricos de la cuenca del Amazonas y hoy lidera el proyecto sos-Cuenca, que estudia cómo el cambio climático y la deforestación afectan la cuenca del río Magdalena y el río Cauca en Colombia.

Vista de la ciudad de Santa Marta desde un mirador en la Sierra Nevada, a casi 2.000 metros sobre el nivel del mar.

El panorama es sombrío. “Me faltan píldoras de optimismo”, me dijo Salazar mientras tomábamos un café en un centro comercial cerca del Alto de las Palmas, donde en días despejados podía observarse la formación de pequeños ríos aéreos. “Estamos cambiando la termodinámica de la atmósfera. Con eso cambia el mapa de los ríos aéreos, lo que causa sequías e inundaciones”. Por medio de imágenes de satélite, hoy es posible calcular la trayectoria de la lluvia que cayó en un punto específico del mundo (los cálculos para esta historia son cortesía del doctor Rubén Molina, investigador de sos-Cuenca). Las retrotrayectorias muestran la importancia de los ríos aéreos y los peligros asociados a sus cambios. La lluvia de Medellín es agua que pudo estar en las Antillas o en Manaos hace una semana, me dijo Salazar. “Estamos jugando con cantidades de agua y de energía enormes”, continuó. “Con un poquito se pueden causar cosas graves”.

Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Con- servación y el Desarrollo Sostenible (FCDS), una oenegé colombiana, hace sobrevuelos constantes de la Amazonia. Desde su avioneta Cessna 206 se puede ver cómo la transpiración de los árboles se eleva sobre la selva. Centenares de pequeñas nubes se forman sobre las copas de los árboles. Fluyen junto al río y más tarde descargan columnas de agua que se mecen con el viento inferior. Las mismas corrientes también llevan ceniza; Botero ha volado junto a ríos de ceniza cuyo destino es el interior del país, viento abajo del Amazonas. (Uno de esos ríos de ceniza causó una emergencia ambiental por contaminación del aire en Bogotá, en febrero de 2023. Cuatro meses después, lo mismo ocurrió en Nueva York, tiñendo de naranja el cielo de Manhattan, por incendios forestales en Canadá. No hay que olvidar que a calidad del aire en las zonas de la quema era muchísimo peor que en esas ciudades capitales.)

Es posible que grandes bosques y selvas como el Amazonas creen su propio viento. A finales del siglo pasado, Viktor Gorshkov, un físico de partículas ruso, se preguntó por qué el río Yenisei, el quinto más largo del mundo, no se secaba. Los vientos cargados de agua de la teoría de la circulación atmosférica –el modelo que explica el movimiento del aire en la Tierra– ofrecían la respuesta clásica. Pero Gorshkov creía que a la teoría le faltaba una pieza. Anastassia Makarieva, una doctora en física atmosférica de la Universidad Estatal de San Petersburgo y parte de la División de Física Teórica del Instituto de Física Nuclear de San Petersburgo, compartía esa insatisfacción.

En 2013, Makarieva y Gorshkov publicaron un artículo titulado “¿De dónde vienen los vientos?” en la revista Atmospheric Chemistry and Physics. La publicación venía acompañada de una extraña nota. “Los autores han presentado un punto de vista completamente nuevo de lo que puede estar impulsando las dinámicas en la atmósfera”, escribió el editor. Los revisores –pares académicos especializados en el temahabían criticado fuertemente la teoría y rechazado el artículo. En un escenario normal, continuó el editor, el artículo no se publicaría, pero este era un caso especial. La propuesta de Makarieva y Gorshkov contradice la teoría clásica presente en los libros de texto. Los revisores señalaron esto, pero no lograron refutarla, por lo que la revista, en aras de la discusión científica, decidió publicar el artículo.

Según Makarieva y Gorshkov, la condensación del agua desempeña un papel importante en el viento. Simplificando de manera algo grosera, cuando hay mucha condensación, esta atrae el aire, de acuerdo con esta nueva teoría. Existirían, entonces, bombas bióticas de humedad en la medida en que la transpiración de los árboles en las selvas favorecería la condensación y crearía una zona de baja presión, creando viento. Los bosques, por lo tanto, ocuparían un rol adicional en la circulación del aire que hasta ahora no ha sido tenido en cuenta.

La teoría ha sido el blanco de muchísimas críticas, pero, de acuerdo con Juan Fernando Salazar, aún no ha sido desvirtuada. Un análisis publicado en Nature, en marzo de 2023, de hecho, podría reforzar la idea de los rusos. Científicos de la Universidad Leeds, en Inglaterra, estudiaron la relación entre los patrones de lluvia y la deforestación en varias regiones tropicales, entre 2003 y 2017, usando imágenes de satélite. Hallaron que por cada punto porcentual de pérdida de bosque la precipitación se reducía entre 0,25 y 0,1 mm mensuales. Según el artículo, para el año 2100, dada la deforestación actual, la cantidad de agua que alimentaría la cuenca del río Congo, en África, sería entre 8 % y 10 % menor. Cuesta predecir lo que esto implicaría a nivel económico, social y militar.

En las últimas cuatro décadas, el Amazonas ha perdido casi un 10 % de su cobertura vegetal debido a la deforestación. El año pasado, las cifras fueron las más altas de la historia, según el Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales de Brasil. En marzo de 2022, un estudio revisó datos satelitales de casi tres décadas y concluyó que hay indicios de pérdida de resiliencia en el 75 % del bosque. Millones de árboles podrían empezar a morir en masa en poco tiempo. Si la teoría de Makarieva y Gorshkov es correcta, esto tendría repercusiones aún mayores de las que imaginamos en lugares como la Sierra Nevada de Santa Marta, Sudamérica y el resto del mundo. 

Los bufidos del viento me despertaron en la madrugada. Aún estaba oscuro, pero desde la habitación se alcanzaban a ver las luces de la ciudad de Santa Marta, unos 2.400 metros más abajo.

Ese día, el 8 de octubre, amaneció a las 5:25 de la mañana. El cielo estaba totalmente despejado. La visibilidad era de por lo menos unos 120 km. El sol escaló lentamente, tiñendo de azul las montañas. Desde el valle más cercano, el viento rugía imitando a monos aulladores o monos aulladores rugían imitando el viento.

A la entrada del restaurante, en varios comederos llenos de agua con azúcar, decenas de colibríes color esmeralda, púrpura, marrón, naranja y blanco luchaban usando sus picos como si fueran sables para intentar ganar un puesto. Periquitos de Santa Marta gritaban cerca. Permanecimos gran parte del día en el balcón observando los panoramas prometidos, la formación de ríos aéreos y el camino de las corrientes de aire por las faldas de las montañas. 

En las mañanas, en el trópico, el aire suele estar quieto cerca de los océanos y los lagos. Cuando el sol calienta la tierra, el aire sobre esta se eleva y el aire más frío, proveniente del mar, llega a ocupar ese espacio. Esa brisa, por el efecto Coriolis, pasa a correr de forma paralela a la costa. 

Montañas como las de la Sierra crean sus propios vientos. Cuando hace sol en las mañanas, el aire en los valles se calienta y asciende. El aire que se calienta en las laderas alimenta esa corriente, que continúa subiendo hasta que el sol desaparece. Cerca de El Dorado, la brisa fría proveniente del mar también sirve de combustible para el aire que trepa hacia las cumbres. Cuando este alcanza cierta altura, el agua se condensa y se forman nubes y, dependiendo de la temperatura, lluvias. Nubes circulares suelen rodear los picos, como si se tratara de sortijas en los dedos. 

En las tardes, mientras el sol desciende, la brisa del océano también disminuye. El aire cálido deja de fluir hacia las cimas. Ya en la noche, la tierra se enfría más rápido que el océano y el aire frío en las partes altas desciende rápidamente hacia los valles, enfriando las laderas. Estos vientos tienen nombres: los que suben por las laderas se llaman vientos anabáticos, y los que bajan, catabáticos –el mistral, el bora y el föhn son ejemplos de esta clase de corrientes–. 

La Sierra actúa como una barrera para los vientos alisios que llegan desde el mar del noreste cargados de humedad y calor. Camino a la cima, normalmente la humedad se pierde en forma de lluvia. Libres del agua, estos vientos aún cálidos ahora descienden por las laderas de la vertiente occidental, resecando el ambiente y los suelos de ese costado. Por esta razón, la vertiente occidental de la Sierra, por el lado de Santa Marta, es mucho más seca que la oriental, que recibe las lluvias de los vientos alisios. 

En los Alpes, a ese mismo fenómeno lo llaman “föhn”, “fuego”, ya que a menudo causaba incendios en verano. En invierno, estos vientos catabáticos descienden derritiendo la nieve. En enero de 1943, en Rapid City, South Dakota, uno de estos vientos hizo que la temperatura ascendiera de –20 °C a 7 °C en dos minutos. Esta clase de eventos son tan extraordinarios que los vientos han merecido nombres propios. De acuerdo con Lyall Watson, en Japón, los llaman “yama oroshi”; en Argentina, “zonda”; en California, “santa ana”, como menciona célebremente Joan Didion en Slouching Towards Bethlehem; y en Canadá y las montañas Rocosas, “chinook”. Hasta donde sé, los vientos catabáticos de la Sierra no tienen nombre.

Poco antes del atardecer, una bruma tórrida volvió a rodear los vidrios del restaurante. Nubes blancas como espuma se derramaron entre los valles con dirección al mar. Antes de que el horizonte sobre el Caribe quedara oculto, alcanzamos a ver las filas de nubarrones grises y negros que avanzaban hacia el noroeste.

Al mediodía del 8 de octubre, a cerca de 780 metros de altura frente al mar de Cartagena, la diminuta gota de agua cambió de dirección de manera abrupta. La noche del 7 y la madrugada del 8 había continuado pegada a la costa. Pero horas después, la atracción ejercida por la zona de baja presión en el centro de Julia fue inescapable.

Durante la tarde, la corriente de viento en la que viajaba la gota comenzó a dibujar una espiral. Pasó nuevamente frente a la Sierra Nevada, viró hacia el noroeste y continuó hacia el archipiélago de San Andrés y Providencia, que desde hacía horas estaba en alerta máxima.

La luz en ciertas partes de Providencia se había ido a las nueve de la mañana. Una niña sobreviviente de Iota se puso a dibujar para no pensar en el huracán que llegaba, contó Camila Osorio en El País. Pintó una casa que tenía elementos de su antiguo hogar –destrozada por la tormenta en 2020– y del nuevo que el gobierno les entregó hace poco. “Este es el poder desintegrador de un gran viento: te aísla de tu propia especie”, escribió Joseph Conrad, en Tifón. “Un terremoto, un derrumbe, una avalancha, derriba a un hombre de manera incidental –desprovisto de pasión–. Un vendaval furioso lo ataca como si fuera su enemigo personal, intenta agarrar sus miembros, fijarse en su mente, busca apalearle y sacarle el espíritu fuera de sí”.

Hacia las 6 de la tarde, un avión Hércules WC-130J de la Fuerza Aérea estadounidense voló hacia el ojo de Julia, a 15 km de San Andrés, y registró las velocidades sostenidas de los vientos. Las ráfagas más veloces alcanzaban los 120 km/h, lo que significaba que Julia acababa de convertirse en un huracán.

El paso de Julia por San Andrés dejó dos personas heridas, dos casas destruidas y 11 más averiadas. Pudo ser mucho peor. Los vientos hicieron volar tejas y partieron palmeras cerca del Centro. Más de 70 personas se mudaron a los albergues dispuestos por el gobierno durante el paso del huracán.

Contrario a lo esperado, los daños fueron mayores en La Guajira. En Uribia, las corrientes de viento y lluvia que perseguían al huracán dieron origen a un río que dividió en dos el pueblo. Muchas de las vías por las que habíamos transitado quedaron inutilizables, y el comandante del Ejército tuvo que asignar a los batallones de ingeniería para restablecer las conexiones a lo largo y ancho del departamento.

“De todos los fenómenos naturales, quizás no hay uno que el hombre civilizado se sienta más impotente de influenciar que el viento”, escribió el antropólogo escocés James Frazer. Pero lo estamos cambiando y no es sencillo predecir las consecuencias. Estas, de cualquier modo, serán dramáticas. “La ciencia es lo suficientemente clara: los hidrólogos, meteorólogos, etc., no tenemos mucho más que decir”, me dijo Juan Fernando Salazar una tarde nublada en Medellín. “Ahora es el turno de los gobernantes, los políticos, los economistas y demás… Pero nos va a tocar movernos por el mundo; las fronteras van a cambiar”. Pensó un momento antes de continuar: “Mientras vea luces de solución, no voy a dejar de buscar. Tengo un hijo de 7 años. No tengo otra opción”.

En el mar Caribe, la pequeña gota nacida en el Atlántico el 2 de octubre y cargada por corrientes de aire hasta San Andrés finalmente se unió con otras gotas similares hasta alcanzar un peso cercano a los 0.034 gramos y formar un lente acuático de trillones de moléculas de agua. Cayó en la cola del huracán Julia sobre un área asfaltada junto a un árbol del pan, a 60 metros de un cementerio.

ACERCA DEL AUTOR


Santiago Wills

En 2015 hizo parte de la selección oficial del Premio Gabo con el texto “El cisne negro”, publicado en la revista peruana Etiqueta Negra, y en 2016 ganó el Premio de Periodismo Simón Bolívar en la categoría de crónica por “El barquero y los escombros”, publicada en Vice. Entre 2017 y 2019, como becario Fulbright, escribió una novela que permanece inédita, Jaguar.