La utopía de los aeropiratas

A los piratas los movía la vileza, al menos eso se nos ha dicho. Pero a los aeropiratas latinoamericanos los movió la esperanza. Durante los años sesenta y setenta, hubo pasajeros de vuelos comerciales que secuestraban aviones para desviarlos a Cuba, varios de ellos impulsados por el anhelo de una mejor vida, sin agencias ideológicas de por medio.

POR Massimo Di Ricco

Febrero 13 2022
La utopía de los aeropiratas

 

Hay dos mitos con los cuales se topan continuamente quienes se acercan a aquella época en que la llamada piratería aérea aún no estaba asociada al terrorismo: cuando a caballo entre los años sesenta y setenta secuestrar un avión era todavía algo romántico, una increíble hazaña. Los dos mitos globales son Leila Khaled y D. B. Cooper. La guerrillera palestina, Khaled, es el emblema de la mujer secuestradora de aviones. Mientras estaba en las filas del Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP), intentó dos veces desviar un avión, en 1969 y 1970. El estadounidense D. B. Cooper es, al contrario, el emblema del misterio y la intriga, el Robin Hood de los aires que en 1971 se robó 200.000 dólares y desapareció del mapa saltando en un paracaídas. Khaled sigue siendo entrevistada en la actualidad y es casi siempre mencionada como la primera mujer que secuestró un avión. Sobre Cooper salen a la luz, de forma intermitente, libros y artículos de escritores y periodistas que quieren ganarse un Pulitzer afirmando tener nuevas pistas sobre su verdadera identidad. Para aterrizar ambos mitos no hace falta ir muy lejos, solo hay que repasar las viejas páginas de los diarios latinoamericanos. 

El continente tiene sus Leila Khaled, algunas surgidas incluso antes que la misma Leila: mujeres que se apoderaron de aviones, a veces acompañadas por sus hijos pequeños, a menudo para buscar una supuesta salvación en la Cuba de los primeros años de la Revolución. Eran estudiantes ecuatorianas altamente politizadas, mujeres que reivindicaban la devolución de las Malvinas a Argentina o que hacían parte de grupos colombianos cuyo único objetivo era ir a vivir a la isla de la utopía.

 Dentro de estos grupos estaba Clara Villamizar. El 20 de junio de 1969, dos meses antes del primer secuestro aéreo protagonizado por la guerrillera palestina, en una aeronave que llevaba desde Villavicencio a decenas de campesinos para vender y comprar mercancía en las ciudades de los Llanos Orientales, Villamizar se levantó de su asiento y le dijo a la pasajera que estaba sentada a su lado:

–Mire, paisanita, téngame aquí al niño mientras arreglo al otro muchachito.

En el momento en que la pasajera cargó la criatura, la Villamizar sacó una pistola del bolso y gritó las palabras mágicas:

–¡Quietos todos, vamos para Cuba!

Francisco Solano López, con y sin la capucha que usó para secuestrar un avión (1972).

Francisco Solano López, con y sin la capucha que usó para secuestrar un avión (1972). © Archivo El Colombiano

Si, por otro lado, queremos buscar afanosamente la “primera” aeropirata, quizás la podremos encontrar en la figura de la argentina Judith Vásquez, identificada también como Silvia Olivares en los medios de la época. Junto a sus hijos, uno de doce años y el otro de tres meses, Olivares decidió apoderarse ella sola de un avión de la compañía mexicana Aeromaya, en octubre de 1968, para llevarlo a Cuba justo pocas semanas después de la nefasta matanza gubernamental de los estudiantes en la plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, Ciudad de México. 

–Me van a fusilar si me quedo en México. Mis hijos quedarán abandonados.

Desde ese momento, la señora Vásquez, que vivía en un apartamento en Tlatelolco, no pudo dejar de fumar y comentar para sí misma lo horrible que fue la matanza. También se puede mencionar el caso de la brasileña Marília Guimarães, quien con sus dos hijos de dos y tres años, y otros compañeros, se apoderaron de un avión que salía de Montevideo en la Nochevieja de 1969, con el objetivo de llevarlo a Cuba y escapar de la represión de la dictadura que se había instalado en Brasil. Pese a todos estos ejemplos concomitantes con el de Leila Khaled, dichas mujeres no existen en el imaginario eurocéntrico que domina el recuento de la historia, y tampoco nadie en el continente americano parece haberlas buscado. 

Lo mismo ocurre con el segundo mito. América Latina también tiene su D. B. Cooper. Es un desconocido argentino-paraguayo de nombre Eusebio Borja, que en 1973 se llevó un avión con un rescate de 25.000 dólares en el bolsillo. Pocos días antes, con su compañero, el también paraguayo Francisco Solano López, ambos exjugadores de fútbol profesional, habían decidido secuestrar un avión; simularon ser del Ejército de Liberación Nacional y obligaron al piloto a hacer un viaje de sesenta horas que empezó en Pereira, pasó por Aruba, luego por Centroamérica, Guayaquil, Lima, Mendoza y Resistencia, hasta Buenos Aires. Solano López fue atrapado pocos días después y cumplió condena, pero al día de hoy Eusebio Borja sigue en paradero desconocido. Nadie ha escrito ninguna canción sobre Borja o su hazaña criminal. Nadie ha idealizado esta figura como pasó en los Estados Unidos con D. B. Cooper. 

Hubo otros latinoamericanos que lo intentaron, como los dos paraguayos. En 1975, Roberto de Jesús Robles Rodelo, un exempleado de la Empresa de Teléfonos de Bogotá, pidió en pleno vuelo tres millones de pesos, amenazando a la tripulación con lo que se comprobó más tarde era una pistola de juguete. Quería lanzarse al río Magdalena, nadar con el maletín lleno de dinero y luego volver a Bogotá para comprar una casa. El plan era descabellado, pero él creía que podía conseguirlo. La razón detrás del secuestro era la terrible situación económica que lo acosaba. La muy mala planificación no le permitió ni despegar del aeropuerto de Barrancabermeja pues fue detenido por las autoridades.

Ambos mitos son emblemas de las falencias de una historiografía demasiado empapada de etnocentrismo occidental y de estigmas hacia forajidos, personas al margen de la ley o “víctimas de enajenación mental” – como solía señalarlos la prensa en todos los países de América Latina–, que imposibilitan matices de la historia y del rol que estos personajes tuvieron en la construcción de la misma. Y es también otra de las razones por las que han caído en el olvido las historias de los cientos de aviones que fueron secuestrados en el aire, en América Latina, en la época de oro de la piratería aérea. Aviones que en su gran mayoría salían desviados hacia Cuba, isla incomunicada con Latinoamérica y demonizada desde principios de los años sesenta. Aquella era prácticamente la única forma barata de alcanzar la supuesta cuna de la Revolución, al precio de un billete de avión nacional, en un continente donde el único país que tenía abierta una línea aérea directa con la isla del Caribe era México. 

¿Pero de qué sirve en 2022 volver a evocar la plaga de los secuestros aéreos que azotaron al globo hace cincuenta años, sobre todo en Colombia? En el panorama de este fenómeno mundial al que casi ningún país escapó, el caso colombiano es revelador no solo por ser el segundo país del mundo que registró más actos de piratería aérea, sino especialmente por la forma en que se realizaban los secuestros, el estado de ánimo de los pasajeros secuestrados y el carácter de los aeropiratas. Porque profundizar en el perfil y la caracterización de los aeropiratas, estigmatizados en el arbitrario imaginario colectivo como “agentes castristas” o “locos”, nos ayuda a entender las razones estructurales que los movieron, revela mucho de una sociedad y ofrece lecciones aplicables a toda época. 

Si en general los aeropiratas latinoamericanos, así como en Estados Unidos o en el Medio Oriente, fueron principalmente estudiantes bastante politizados, aventureros o miembros de organizaciones revolucionarias, en Colombia el perfil del aeropirata resultaba más variado. Algunos eran marginados de la sociedad, otros eran soñadores; a menudo trabajadores humildes que vivían en áreas urbanas, en la mayor parte de los casos en barrios marginales o en piezas muy pequeñas. Es cierto que algunos fueron protoguerrilleros castristas o estudiantes que veían en Cuba un ideal para alcanzar la justicia social, pero en su mayoría eran gente del común, ansiosa por cambiar de vida, sobre todo para escapar de condiciones deplorables en una sociedad que en aquel momento hacía del progreso su lema principal. Tomemos el caso de aquellos tres maestros de escuela originarios del municipio de Sonsón, en Antioquia, que trabajaban en Medellín y que en 1969 se apoderaron de una aeronave con solo un cuchillo. Los tres habían planeado el secuestro de un avión que se dirigía a Cuba y, por si acaso, se llevaron su copia del diploma en físico, que enseñaron a las azafatas del vuelo secuestrado. En realidad, fue únicamente el profesor Héctor Arias el que se apoderó de la nave; incluso ayudó a la azafata a repartir tintos entre los pasajeros. Los dos cómplices, Alfonso Fontalvo y Orlando Sánchez, simularon hasta el final no saber nada del secuestro. Cuando aterrizó el avión en Cuba, se levantaron cautelosamente de su asiento como si hubieran sido ajenos al crimen. Hasta uno de los pasajeros secuestrado pudo hablar con la prensa:

–Bueno, si ya estamos en Cuba, ¿para qué regresar a Colombia? Nosotros también nos quedamos.

O el caso de Arístides Villalobos en marzo de 1968. Según el senador guajiro Eduardo Abuchaibe Ochoa, quien se encontraba por casualidad entre los pasajeros del avión secuestrado, Villalobos le confesó en el viaje hacia Cuba que era un simple transportador de Maicao pero desempleado, pues las medidas de las autoridades de tránsito le impedían trabajar. Cuba unía la salida de la marginalidad en Colombia con sus ideas políticas y el sueño de empezar desde cero en otras tierras. Otro secuestro emblemático fue el que ocurrió el 23 de agosto de 1969, cuando Luis Carlos Galán Sarmiento, futuro ministro de Educación del gobierno de Misael Pastrana Borrero y en la época subgerente del diario El Tiempo, coincidió a bordo de un avión secuestrado. Los secuestradores de aquella aeronave fueron los hermanos santandereanos Álvaro y Luis Amadeo Hernández. Cuestionados por Galán sobre las razones del secuestro de avión, uno de los aeropiratas le comentó que quería “cambiar de vida y de país porque aquí no se puede, la vida es muy cara”.

Los dos hermanos eran de poca o inexistente inclinación política, uno chofer y el otro vendedor de zapatos. El principal mérito de Galán no fue tanto la crónica periodística que su diario publicó en varias entregas, sino haber tratado de ahondar a su regreso en los motivos de los dos aeropiratas para emprender el secuestro. Galán vio por casualidad sus documentos de identidad en el avión, y al retornar a Colombia se puso a buscar a sus parientes en Santander. Allí se dio cuenta de que eran de familia humilde, y que actuaron principalmente por cuestiones económicas, por salir de la dureza del campo colombiano. Un pequeño aporte para demoler el tópico tan injusto de que todos los aeropiratas eran despiadados agentes castristas que lograban hazañas planificadas en detalle desde Cuba para desestabilizar el continente. 

También se podría hacer el recuento de la vida de Ramón García, quien en 1969 fue protagonista de un intento de secuestro: llegado a Barranquilla desde el departamento del Tolima, fue ayudante de bus, chofer de relevo, chofer de microbús –suspendido varias veces por la empresa en la que trabajaba debido a su mala conducta–, taxista y desempleado. Estuvo a punto de perder la vida intoxicado por el monóxido de carbono que estaba generando un camión debido a una falla técnica, pero fue milagrosamente salvado en el hospital y luego pudo seguir trabajando como conductor de buses. La última vez que se le vio antes del secuestro fue por el paseo de Bolívar, en Barranquilla. Estaba intentando vender su maletín de cuero para poder comprar un tiquete de avión. Por puro pesar, un antiguo compañero de la empresa de transporte donde trabajaba se lo compró. 

 Caricatura publicada por el periódico El Tiempo en 1973 a propósito del caso de los exfutbolistas paraguayos que secuestraron un avión.

Caricatura publicada por el periódico El Tiempo en 1973 a propósito del caso de los exfutbolistas paraguayos que secuestraron un avión. © Archivo El Tiempo

Habría que hablar igualmente de lo que ocurrió con el aeropirata Carlos Londoño, un sastre de Barranquilla con ideas políticas de izquierda, puntual y profesional en el trabajo –según su empleadora–, que consciente de una enfermedad que padecía quiso darle otro rumbo a su vida e irse a Cuba a hacerse curar. Unos pocos meses después falleció en la isla del Caribe a causa de una lepra que lo estaba atormentando desde hacía tiempo. Londoño dejó una nota dirigida a un amigo suyo en su minúscula pieza en el centro de la ciudad, a pocos metros del paseo de Bolívar, que más tarde fue encontrada por la policía: “Señor Blanco: te dejo estas pesas para que las vendas y con la plata te metas una pea en mi nombre”. 

La mayoría de estos aeropiratas no fueron seres violentos, sin corazón, sin ética, sino más bien desesperados soñadores que querían darle otro rumbo a su vida. A menudo los pasajeros afirmaban con sorpresa frente a los periodistas que los secuestradores eran gente educada, que explicaba sus razones, que buscaba comprensión, que no quería lastimarlos, que muchas veces se sentían apenados por la molestia causada. Sí, porque para los pasajeros de aquel momento la posibilidad de abordar un avión desviado a Cuba tenía pocas consecuencias negativas. Se prolongaban forzosamente sus días de vacaciones, descubrían un país de otra forma inaccesible, recibían algunos regalos y paseaban por unas horas en la ciudad cubana donde aterrizaban. Tras volver de un viaje de final de curso a Santa Marta a principios de 1969, Frida Spiwak, una quinceañera del Colegio Colombo Hebreo, decidió tomar el interfono del avión y empezó a gritar que los estaban secuestrando y se dirigían a Cuba. No todos los pasajeros entendieron la broma. Un hombre enfurecido se levantó en dirección a donde se encontraba la niña Spiwak y le dio dos bofetadas.

–Todo el mundo quería ir a Cuba en aquella época. Con mis compañeras de clase siempre decíamos: “Ojalá nos secuestren, así nos vamos de viaje a Cuba”.

Es que, aunque parezca surrealista, el anuncio del secuestro de un avión que sería desviado a Cuba solía desatar una mezcla de sentimientos entre los pasajeros, quienes pasaban del miedo a la total euforia por el viaje al nuevo destino. Existía la idea, bastante arraigada entre muchos colombianos y latinoamericanos, de que estos secuestros eran más bien una aventura, algo para contar al regreso. En uno de los primeros, ocurrido en 1967, con los pilotos encañonados y encerrados en la cabina con los secuestradores, varios pasajeros se miraron a los ojos con complicidad, fueron a la cocineta del avión, sacaron unas botellas de whisky y empezaron a tomar trago, gentil cortesía de la compañía aérea “para calmar los nervios y aguantar el frío”. Lo mismo hicieron los miembros de la agrupación musical antioqueña Los Black Stars, quienes, involuntarios protagonistas de un secuestro perpetrado por un expolicía cansado de la vida de cuartel, llegaron prendidos de ron a Cuba y ofrecieron un concierto a los cubanos en el hotel donde se hospedaban. De regreso a Colombia, al día siguiente, el cantante Gabriel Romero compuso la canción “El secuestro”, cuyo coro repite chistosamente que fueron a Cuba “sin pagar pasaje”. 

Otro de los atractivos que tenían los secuestros de avión entre los pasajeros en esa época, aparte de la ilusión de visitar Cuba de forma gratuita, era el hecho de que casi nunca se habían producido episodios de sangre en aviones colombianos desviados a Cuba hasta la fecha. El resultado de siete años de secuestros de aviones en Colombia, 32 entre frustrados y exitosos, fue un aeropirata muerto en 1974, algunos noqueados o golpeados por la tripulación, y un mecánico de vuelo que fue herido de muerte por los disparos enloquecidos de las fuerzas de seguridad colombiana mientras intentaba escapar de un avión secuestrado en la pista del aeropuerto de Cartagena. En toda América Latina hay que añadir una media docena de aeropiratas muertos por la intervención de policías y militares que decidieron tomar por asalto los aviones secuestrados. También vale la pena mencionar que hubo dos pilotos asesinados por los aeropiratas en trifulcas dentro de aviones en tierra, aunque prácticamente no hubo ningún pasajero secuestrado que fuera herido a manos de un secuestrador. Para haber sido más de cien secuestros en poco menos de siete años, estadísticamente no estaba tan mal. Tampoco hubo desastres aéreos relacionados con el secuestro de una aeronave, los cuales eran bastante comunes en los años sesenta y setenta, y causaban centenares de muertos en todo el continente a un trágico ritmo mensual debido a fallas mecánicas o humanas. Mientras las empresas de aviación pagaban los gastos de combustible y estancia en la pista, a los colombianos –y en general a los latinoamericanos– los llevaban a cabarés a escuchar salsa cubana, a pasear por la ciudad o a ver partidos de béisbol. El gobierno cubano intentaba demostrar que en la isla no existían tugurios, que se vivía bien y no faltaba nada. Hasta homenajeaban a los pasajeros con regalos antes de que volvieran a su país al día siguiente. 

Pero aún persiste una pregunta: ¿por qué tantos colombianos se atrevieron a secuestrar un avión para desviarlo a Cuba aunque no fueran necesariamente politizados, y además a una isla que para la mayoría era desconocida y solo imaginada? La de aquel momento en Colombia era la generación que vino después de la Violencia, criada en las secuelas del Bogotazo; la del progreso a toda costa mediante las ayudas de Estados Unidos y la Alianza para el Progreso, el programa de auxilio económico, político y social de Estados Unidos para América Latina; la de las oportunidades para todo el mundo, que ofrecía la sociedad de consumo masivo. O por lo menos este era el lema que muchos ciudadanos escuchaban. Un período entre los años sesenta y setenta que abarcó en todo el continente la época de la contracultura, el Boom de la literatura latinoamericana, el acceso a la educación masiva, los sueños revolucionarios y la utopía de un mundo mejor, pero también la urbanización masiva, el abandono del campo. Aparte de la ayuda estadounidense, Colombia recibió 51 préstamos por parte de instituciones y organismos internacionales entre 1948 y 1972, que sumaban casi mil millones de dólares. Grandes sumas para modernizar el país, pero los fondos y la ayuda económica no necesariamente significaron bonanza y empleo. La promesa de mejorar la calidad de vida se mantuvo, en muchos casos, como una quimera. Creó grandes expectativas en los ciudadanos colombianos, pero, aunque muchos empezaron a vivir mejor respecto a las épocas anteriores, estas políticas fueron decepcionantes. La desilusión individual marcó una época caracterizada por la utopía y un deseo de múltiples posibilidades para el ser humano. Secuestrar un avión para llegar a Cuba, aislada y demonizada en todo el continente, representó para muchos un escape de la frustrante realidad cotidiana. El inesperado e imparable crecimiento de las grandes ciudades y la miseria que lo acompañó, además de la irrupción de la globalización y la difusión de los medios de comunicación, fueron otros factores que llevaron a muchas de estas personas frustradas a embarcarse en actos radicales que no tenían marcha atrás, en la búsqueda del sueño de una nueva vida, aunque el precio pudiera ser perder la propia. 

Un grupo de personas intenta evitar el secuestro de un avión en la pista del Aeropuerto Internacional Rafael Núñez de Cartagena.

Un grupo de personas intenta evitar el secuestro de un avión en la pista del Aeropuerto Internacional Rafael Núñez de Cartagena. © Archivo Diario del Caribe

Autores como Marcus Rediker en su estudio sobre los piratas del siglo XVIII, así como Eric Hobsbawm en el análisis del bandolerismo social en América Latina, coinciden en que algunas de las razones por las que estos forajidos de siglos atrás quisieron emprender una nueva vida al margen de la sociedad fueron la falta de empleo, la percepción de injusticia, las duras condiciones de vida y el hambre, al igual que sus sucesores en los cielos. Además, los aeropiratas se parecían a sus predecesores en otro rasgo: no escapaban únicamente de circunstancias de vida opresivas; también tenían el deseo de ir hacia algo nuevo, de probar una realidad diferente. Así como los piratas vivían de la utopía de un nuevo orden social, cansados de los abusos de sus jefes de barco o de la marginalidad de su rutina diaria, los aeropiratas de todo tipo esperaban encontrar en Cuba una sociedad que los acogiera, que les diera otra oportunidad y que, al mismo tiempo, los salvara de las dificultades que tenían en el país de donde procedían. En el caso de los aeropiratas, a estas condiciones hay que añadir la influencia de los fuertes ideales políticos que caracterizaron su época. 

Gente del común, hampa, guerrilleros, estudiantes politizados, estafadores, todos fueron actores transnacionales olvidados por la historia, aunque con sus periplos lograron involuntariamente que Cuba se acercara a los otros países de América Latina. Sus secuestros, a menudo espectaculares, que llenaron por años las páginas de los diarios, fueron la excusa perfecta para que varios países reanudaran relaciones con Cuba, y para la isla del Caribe, el pretexto que permitió mantener una puerta abierta al resto de la región, un acercamiento que a menudo era mal visto por la opinión pública y los medios conservadores de muchos países latinoamericanos. El primer paso para restablecer relaciones diplomáticas, o simplemente para acercarse, fue, en el caso de países como Colombia, Venezuela y Estados Unidos, la firma de acuerdos bilaterales antisecuestro. No fue el único factor que hizo posible volver a pensar en las relaciones continentales, pero su aporte, aunque haya quedado sin reconocimiento alguno, fue fundamental. 

Lo cierto es que los aeropiratas desafiaron el cierre de las comunicaciones con la isla del modo más directo y provocador posible: secuestrando un avión en un trayecto nacional para romper las fronteras en un acto transnacional. Era una manera de tender puentes entre países que rechazaban cualquier tipo de diálogo. Sin la intención de idealizar la violencia física y psicológica de un movimiento informal cuyos entusiastas amenazaron con armas, verdaderas o ficticias, a miles de individuos para alcanzar sus sueños o resolver problemas personales, es clave darle hoy el lugar que le corresponde en la historia y entender que fue un fenómeno derivado de la sociedad de la época. Haber reducido aquellas figuras que actuaban al margen de la ley a simples criminales, tildarlos colectivamente de castristas, guerrilleros y antisociales, calificarlos de “locos”, como la gran prensa colombiana y continental hizo constantemente en aquella época, e ignorar las razones detrás de sus actos, ocasionó que cayeran en el olvido los relatos de los que fueron protagonistas.

Pasajeros  posan para la prensa frente a un avión secuestrado.

Pasajeros  posan para la prensa frente a un avión secuestrado. © Archivo Diario del Caribe

ACERCA DEL AUTOR


Ha enseñado en varias universidades de Colombia y España, y ha trabajado como corresponsal desde Líbano y Egipto. Es autor de Los condenados del aire. El viaje a la utopía de los aeropiratas del Caribe (Icono, 2020).