Ya no abundan los finales felices

Kurt Vonnegut solía decir que para escribir una buena historia hay que ser sádico: hacer que a sus protagonistas les ocurran cosas horribles, sin importar cuán tiernos o inocentes sean. He aquí un relato, un periplo amoroso atravesado por la distancia, en el que la realidad desafía el consejo de Vonnegut al signar una sonrisa en la última página.

POR Lizandro Samuel

Enero 29 2024
.

Ilustración por Katherine Gutiérrez

Antonella se mordió la uña del pulgar derecho. El aviso de una notificación la hizo abalanzarse sobre el celular. La pantalla se había encendido, mostrando el inicio de un mensaje de WhatsApp. La autonomía de los smartphone, que cada vez se parecen más a gatos que maúllan –muerden, aruñan, se suben a tu regazo– por una atención que no piden sino exigen, deviene en adicción: cocaína directa a los dedos y los ojos. Más si quien está del otro lado se llama Cristopher y quiere verte.


Eso es lo que leyó Antonella. Que él quería visitarla. Ya lo sabía, se lo había comentado semanas atrás, cuando, después de nueve años, le había enviado una nueva solicitud de amistad en Facebook. “Voy para Argentina y quiero verte”, había escrito él en su momento. Y ahora, en efecto, estaba allí: como un tango trasnochado. Pero no solo estaba allí, en ese territorio de 45 millones de personas –entre las cuales hay varios cientos de miles de varones más o menos de su edad–, sino que estaba en Córdoba, muy cerca de la casa de Anto.
“¿Seguís viviendo con tus hermanos?”, escribió Cristopher. Antonella volvió a sentir la punta de su uña entre sus dientes. Se animó: “Bueno, mirá, ahora en este instante estoy sola en mi casa”.


Lucía distinto. Usaba barba. Una pequeña pancita. El pelo más largo, sin ningún corte llamativo. No dudaba al caminar. Tenía rasgos que solo podía calificar, pese a la obviedad, de hombre. No de chico lindo de portada de revista para quinceañeras, sino eso: de hombre.


Antonella recordó la última vez que lo había visto. Fue en su prom, o sea, cuando se graduó del high school. Ella tenía 17 años. Él, 18.
–¡Está bomba! Talladito, bello. Se le marcan los abdominales –le comentó Antonella aquella vez, entre risitas, a su hermana menor.
Nunca recordaría muy bien cómo, pero en ese entonces terminaron los dos solos en casa de ella. Había tormenta eléctrica en Córdoba y bajos pronósticos de ser interrumpidos. Ni siendo una comedia romántica el escenario podía ser más ideal. Dos adolescentes conteniendo las hormonas exacerbadas por una pasión tejida desde la infancia. Se veían, hablaban, se rozaban. Bajo la ropa, temblaban.
Ella pensaba en su novio, que en ese momento se encontraba en un viaje de estudios. Él pensaba en su novia, chica norteamericana que jamás podría imaginar siquiera el olor de un buen alfajor. Ambos luchaban por evadir esos pensamientos para entregarse sin ese remordimiento creciente a lo que sus cuerpos pedían. O quizá más bien por sumergirse en ellos y evitar así lo que parecía inevitable. En esa tensión, bajo el ruido afrodisiaco de la lluvia, se les fue el tiempo: ni siquiera se dieron un piquito.


Quizá él esperaba que ella diera el primer paso: las estadounidenses que conocía carecían de pruritos para tomar lo que les apeteciese. Quizá ella esperaba que él diera el primer paso: en su educación de familia latinoamericana-católica-conservadora, la mujer, nunca, ¡jamás!, prioriza sus deseos. Cristopher regresó a su país y el chat, ya no de Messenger sino esta vez de Facebook, volvió a ser la única vía de comunicación. Él se refería a ella como su latin lover.


Ahora, nueve años después, esas cursilerías no tenían lugar. Eran dos desconocidos, con recuerdos en común, que se estaban reencontrando. Antonella tenía 25 años. Cristopher, 26.
–¿Por qué me bloqueaste de Facebook?
La pregunta salió a bocajarro. No había lluvia. No se echaban en falta los truenos y relámpagos de la adolescencia. Estaban encerrados, solos de nuevo, pero la electricidad que serpenteaba en torno a ellos era diferente.


Antonella tuvo un flashback. Después del prom de ella, él, ya desde Estados Unidos, comenzó a subir post en los que se le veía con amigas fabulosas, tapa de revista: chicas que sueltan su cabello al viento, beben en público y sonríen a la cámara convencidas de que el éxito es suyo. Fiestas, muchas fiestas. Antonella recordó, aunque esto no se lo dijo, que la impresionó la cantidad de tatuajes que se había hecho a sus escasos 18 años. No sabía si eran fotos reales o fotogramas de American Pie. De algún modo, la imagen que proyectaba esa versión de Cris era justo la contraria a lo que una jovencísima Antonella entendía como “un buen partido”. Cuando lo vio con una cresta pintada, se preguntó qué opinarían sus padres si llegase a presentarles un novio con ese look.


Una vez se hubo recuperado del recuerdo, parpadeó varias veces y le resumió a Cristopher lo que había sucedido en aquel entonces. Un día cualquiera de aquellos años, le escribió por el chat de Facebook. Él respondió con alguna vaguedad, seguida de una sentencia: “No tengo tiempo para vos ahorita”; de inmediato, subió una foto con una mujer. Anto lo bloqueó y no volvieron a conversar hasta unas semanas atrás, cuando faltaba un año para que se cumpliera una década desde el anterior intercambio de mensajes.
–Además –zanjó ella la visita al pasado–, yo veía que vos estabas ocupado con otras chicas. Igual que ahorita, me parece.
–Nooooo, nada que ver. Eu, ¿y vos? ¿Tenés novio?
Novios. Esa asignatura pendiente. O, mejor dicho, en constante reparación. Después del chico adolescente con el que estaba cuando se graduó de la secundaria, conoció a Paulo, quien había nacido en Puerto Rico: tenía nacionalidad estadounidense. Le pareció una coincidencia interesante el punto en común con Cristopher, pero ella no estaba para consideraciones de ese tipo y, además, ese amor de la infancia no concretado ya no formaba parte de su vida ni de sus tentaciones.


Paulo fue el primer novio formal que tuvo. Sin embargo, la relación no superó las pruebas que impone el tiempo. Cuando estaban por separarse, él fue a hablar con los papás de ella: les pidió ayuda para convencerla de casarse. Es fácil imaginar qué respuesta consiguió. Tiempo después, cuando Anto estaba por terminar su tesis, trabajando de forma estable en un lugar en el que se sentía cómoda, apareció Bautista: el hermano de su jefe. Le resultó guapo desde el principio, formalito, con los convencionalismos de rigor, y cedió a la trasgresión sexy que significaba mezclar el trabajo con la vida sentimental.


Estuvo supercomprometida. No sabía actuar de otra forma. Le habían enseñado a pronunciar la palabra “novios” con solemnidad. Por eso dijo que sí, en ese viaje a Cuba que hizo con la familia de Bautista, cuando él se arrodilló y le mostró un anillo.
Sus ganas de trabajar en la relación aumentaron. Solo que en Bautista veía cierta languidez que la desesperaba: Antonella es eléctrica hasta para hablar, él era indeciso hasta para comer. Los detalles finales de su tesis, sumado al inminente fallecimiento de su abuelo, le hicieron sentir los hombros pesados. Entonces, en medio de la planificación de la boda, se dio cuenta de que no quería pasar su vida con él. Terminaron tras dos años.
–No, no tengo –le respondió, ahora, a Cristopher.


El futuro, a veces, tarda en manifestarse. Pero siempre llega. Diecisiete años después de la primera vez que se vieron, se dieron un beso con todas las de la ley.
Según las películas románticas, ese es el momento en que el cielo debería haber sido decorado con fuegos artificiales, mientras sonaba de fondo cualquier balada pop del momento (o, más acorde a los tiempos actuales, algún trap melodioso y romanticón). De fondo del beso estelar, deberían haberse visto decenas de actores y actrices en perfecto estado físico y con rostro de maquillaje hacer una coreografía que ni el mismísimo Chayanne. En vez de eso, lo que escucharon fue la cerradura: entraron a casa la mamá y la hermana de Antonella.


Encerró a Cristopher en su cuarto, se llevó aparte a su hermana: le dio la noticia y la alerta roja. Esta última, a continuación, se encargó de entretener a mamá en la cocina mientras Cris salía a hurtadillas.
–Vení esta noche –le susurró Anto.
“Vení esta noche” significaba que la visitara de forma oficial. Bueno, no a ella, porque en teoría no tendría motivos para ir a verla, sino más a bien a Ezequiel: el hermano mayor.
Cristopher y Ezequiel se hicieron mejores amigos a una edad en la que todavía las preguntas difíciles se pronuncian como quien pide un vaso de agua y las respuestas no tienen oraciones subordinadas. Tenían nueve años cuando la abuela de Cris tocó la puerta de los padres de Ezequiel. La anciana, una vecina siempre amistosa, les explicó que su hija y su yerno, que vivían en Estados Unidos, la estaban visitando. Lo que más la contentaba era disfrutar de sus tres nietos, el menor de los cuales la acompañaba en ese momento (las otras dos ya eran adolescentes). Se llama Cristopher, contó, y es el único que nació allá. En consecuencia, hablaba un español lleno de acento y de palabras en inglés. El caso es que el niño se aburría en Córdoba entre tanta gente grande, ¿será que podría entretenerse con Ezequiel y sus hermanas?
El primer recuerdo que tiene Antonella de él es verlo jugando a las cartas. Lo observaba en silencio, como una documentalista en la selva, hasta que el muchachito se daba cuenta y corría a quitarle los juguetes, le escondía cosas, le desordenaba el cuarto. Eran tardes vacacionales donde nada se asumía con tanta seriedad como la urgencia de divertirse.


–A mí me gusta ella –le decía Cristopher a la mamá de Anto.
La mujer reía ante la espontaneidad desprejuiciada, ignorando que no pasaría mucho tiempo antes de que el niño comenzara a escribir cartitas de amor.
Cristopher visitaba Córdoba cada dos años en promedio. Siempre pasaba la mayor parte de las tardes en casa de Antonella y Ezequiel. Estaban tan encompinchados, que le permitían viajar con ellos a la casa vacacional que tenían en el campo. Allí escribía cartas que fueron madurando con la edad, al igual que aprendió a disimular. Entendió el código machista de la época, según el cual salir con la hermana de tu mejor amigo era una “traición”.


Ahora, en el presente, Cristopher le envió un mensaje a Ezequiel, contándole que después de tantos años estaba otra vez en Córdoba y quería visitarlo. En la casa, solo unas horas después de que hubiese salido a escondidas, festejó reencontrarse con su amigo, mientras los padres de este comentaban que ya era todo un hombre. Cuando saludó a Antonella, el abrazo duró más de lo normal.
Horas más tarde, después de que la visita se fuera, Ezequiel le reprochó a su hermana:
–¿Cómo lo vas a abrazar así? ¡Qué mal quedás!
Y ella escuchó que mamá le decía a papá, con la cara de quien va de pasajero en un carro que se aproxima a un barranco:
–¿Viste cómo Cristopher veía a Antonella?
Los tórtolos se empezaron a encontrar a escondidas. No tenía sentido que, tras tantos años sin verse, el romance resurgiera como una semilla que sobrevivió al incendio del tiempo. La única explicación era la magia: ese rincón entre las líneas de la lógica en el que surge el amor. Ella recordaba que cuando él tenía 13 años le entregó una carta en la que preguntaba si le podía dar un beso. Había una casilla que decía sí y otra que decía no. Cuando el joven fue a buscar el papel de regreso, vio una equis donde no quería. Cabizbajo, dio media vuelta.


Aunque en aquel entonces se derretía de ganas de besarlo, Antonella actuaba con el pudor inculcado. Vivía las vacaciones con la emoción de compartir con el chico venido de Estados Unidos y con los nervios de que sus padres, cabezas de un hogar tradicional típico de la época, descubrieran que una de sus princesas acunaba esas pasiones.


A los 14 años, Cristopher le pasó por debajo de la puerta una nueva carta. En esta le confesaba su atracción y afirmaba que quería “pasar más tiempo en Argentina para estar con vos”. Antonella leyó cada palabra tiritando, bajo la mirada cómplice de su hermana. Salió del cuarto a agradecer el gesto, mientras sus papás dormían en la habitación de al lado. No sabía si su corazón latía tan rápido por la expectativa de lo que creía que iba a pasar o por el miedo de que los descubrieran. Lo único cierto es que se quedó con los labios fríos al constatar que su enamorado estaba tan o más nervioso que ella, absolutamente paralizado.


Ahora se besaban cada vez que podían; sin embargo, era lo único que había cambiado. El romance seguía siendo tabú. Una noche, él le compró a ella un peluche gigante. Cuando la chica entró a su casa, todos le preguntaron de quién era el obsequio.
–De Cristopher.
Ezequiel se encerró con su hermana menor en el cuarto. Estuvieron hablando durante más de una hora. Ella admitió que siempre le había gustado Cris, que ahorita estaban saliendo, que no lo quería soltar. Ezequiel lo pensó un rato.
–Dile a Cristopher que está todo bien –zanjó.
Esa noche salieron a un boliche en una cita doble. Ella no se sintió cómoda bajo la mirada acusatoria de su hermano, quien, cuando tuvo oportunidad, le espetó:
–Vos sabés que sos solo la novia de vacaciones, ¿verdad?
A los días, Cristopher viajó con su familia a Bariloche. Desde el hotel, le insistía a Antonella para que lo visitara; y si no, que al menos se reencontraran en su siguiente parada: Buenos Aires. Ciertamente, pensó ella, Baires le quedaba a una hora en avión: más cerca que Estados Unidos. Así que pidió permiso en el trabajo y se sentó a hablar con sus padres. Les contó que se iba para la capital a pasar unos días con Cristopher. Silencio. Explicó que los papás de él querían verla, conocerla en su versión adulta.
–Ah, bueno, claro, así sí, tiene sentido. No hay problema.


Era todo mentira, por supuesto. Los padres de Cristopher se quedaron atónitos cuando la tuvieron de frente. Los dos vuelos habían coincidido, así que los enamorados llegaron al Aeropuerto de Ezeiza al mismo tiempo. El abrazo representó una escena de película. Solo faltó que salieran palomas rosadas tras ellos. Era su momento de sentirse en una nube.


Un día, la mamá de Cris abordó a Antonella en el pasillo del hotel. Le previno sobre las dificultades de mantener una relación a distancia. Le advirtió que vivir en países diferentes volvía la situación irreal, frágil, con muchas posibilidades de dolor. Antonella respondió que sí, que tenía razón, pero que eso que ella sentía no era algo del momento: se estaba cocinando desde hacía años. Años en los que nunca pudieron concretar lo que ahora estaban viviendo. Solo por eso estaba dispuesta a intentarlo.


Era marzo cuando se despidieron. Ella puso las condiciones: él tenía que venir en junio, durante las vacaciones de invierno; luego en octubre, a la boda de Ezequiel. Después de todo eso es que ella, aclaró, se animaría a visitarlo.


Él cumplió. Era 2014 y viajó a Argentina dos veces más. En enero de 2015, Antonella lo visitó en Estados Unidos. Juntos, todo parecía bañado de polvo de hadas. Los problemas surgían cuando se despedían.
Las diferencias culturales suelen ser lo primero que se menciona cuando se pregunta sobre las dificultades de formar pareja con una persona de otro país. Cristopher podía pasar días sin escribirle o sin llamarla. Él creció en un mundo en el que bastan unas pocas horas a la semana para ponerse al día, salvo que ocurra algo significativo. Ella, en uno en el que es normal chatear hasta el anochecer con la persona que te gusta.
Antonella quiso terminar 700 millones de veces porque, como diría Hernán Casciari, un argentino que no sea exagerado es un uruguayo.


También estaban los celos. Bidireccionales, probablemente. Aumentados por el hecho de que él venía de una cultura que separa las emociones del placer físico, mientras que ella se crio en una familia religiosa convencional. Pasaron un año sin verse y ambos sintieron que las bases de la relación se volvían de azúcar.
En enero de 2016, ella viajó a Estados Unidos. Y fue de nuevo en junio de ese año. Ahí terminaron de asumir lo obvio: la distancia los iba a destruir.
–No me siento en una relación –admitió Antonella.
–Yo no te quiero perder –respondió él.
Una vez, cuando tenía 16 años y estaban en la casa de campo, Cristopher debió regresar antes a Córdoba para abordar un vuelo rumbo a Los Ángeles. Sus anfitriones lo acompañaron al terminal de autobuses y lo vieron subir al vehículo, que saldría en pocos minutos. Luego se fueron. Con cualquier excusa, Antonella y su hermana regresaron a los pies del transporte. Cristopher ya tenía edad para aprovechar oportunidades: se bajó, le dio un piquito a Antonella y se subió de nuevo. Ese fue su primer beso.


Alrededor de tres lustros después, fue ella quien tuvo que bajarse de un vehículo. No de un autobús, sino de un avión. Y aunque hubiese estado perfecto, de cara a emular las comedias románticas, que ella se apeara a pocos minutos de que despegase y luego corriera a los brazos de él, que la iba a estar esperando en el aeropuerto mientras era contenido por guardias de seguridad, lo que en realidad ocurrió fue que dejó perder el boleto de regreso a Argentina.


La boda fue pequeña: los padres y hermanos de ambos. Era agosto y rentaron un barco para decir “acepto”. Tras dos años a distancia, empezaron a vivir la experiencia de novios y esposos en simultáneo. En cuanto a los papeles, el abogado que contrataron les explicó que el caso era sencillo: había amor y se conocían desde pequeños; es decir, sería fácil probar que se casaron por los motivos correctos. Para facilitar las cosas, pusieron los bienes y cuentas bancarias a nombre de ambos. Un año después, ya Antonella tenía la green card. Y en 2021 le dieron la nacionalidad.


Lo que no sucedió con Paulo ni Bautista, esta vez surgió como un pestañeo.
Los primeros meses estuvo entretenida con el vértigo de una decisión inesperada. Cuando su familia se regresó a Argentina, sintió que algo de ella se extraviaba: desde la duda de en qué iba a trabajar, pasando por la incertidumbre de cuándo iba a volver a ver a sus afectos, hasta algo tan simple como que recién estaba saliendo del nido: se independizó y casó en simultáneo.


Cristopher vivía con sus padres en una casa grande. Allí se instaló el matrimonio, con miras a ahorrar para comprar su propia vivienda. La habitación de él era el cliché de un cuarto de soltero. Antonella la llenó de florecitas rosas, perfumes y cremas. En esa redecorada parcela de intimidad se abrazaron fuerte una tarde cualquiera, cuando ella extrañaba demasiado lo que había dejado atrás y le desesperaba que su nueva vida laboral tardara tanto en arrancar. Como si necesitase recordar los motivos, buscó entre sus cosas las primeras cartas que él le había enviado. Las leyeron juntos, cual feligreses tratando de entender al oráculo al que se encomendaron. Ella sostuvo entre sus manos la que él le había enviado preguntándole si podía darle un beso y ella había marcado la casilla negativa.


Ya no abundan los finales felices; luego de un siglo XX tan almibarado –quizá por el boom de Disney, las radio y telenovelas, además del auge de la música pop– que cientos de miles de consultorios médicos se llenaron de espectadores y lectores diabéticos, el mundo occidental pasó a la bulimia de un descreimiento en el que el sálvese quien pueda es norma y solo los finales dolorosos lucen verosímiles. Es que parece que la única decisión importante en la vida es qué grado de truhanería se va a ejercer. Por eso Guillermo del Toro opina que en la época actual ser punk es creer en el amor.


Es imposible saber si Antonella reflexionó sobre eso justo cuando, con la carta en la mano y sonriendo ante la ironía de haberlo rechazado tantos años atrás, le acarició la mejilla a Cristopher. Sonrió y le dio un beso.
–Acepto –susurró. 

ACERCA DEL AUTOR


Lector, escritor, entrenador y analista de fútbol, y codirector de Círculo Amarillo Producciones.