Literatura
En 1923, la revista The Nation le pidió al "sabio de Baltimore" que explicara por qué porfiaba en reseñar libros. Casi un siglo después, la beligerancia de su respuesta sigue siendo tan provocadora como lo fue en su día.
© Bettman | Corbis
Pídale a un crítico profesional que escriba sobre sí mismo y le estará pidiendo que haga lo que hace todos los días al practicar su arte y su misterio. No hay crítica que no sea una confidencia ni hay confidencia que no revele a su autor.
Cuando denuncio un libro con mofa e injuria, y me lanzo sobre su autor a la manera brutal y asiática de un estibador borracho, a la manera de un miembro del Ku Klux Klan o de un suboficial de marina de Annapolis, solo estoy diciendo, a través de las fórmulas de la profesión, que el tipo me desagrada; que sus ideas y sus formas me son odiosas de la misma manera que me son odiosas las de un metodista, un jugador de golf o un bailarín del zapateo; en breve, que me considero mucho mejor que él y estoy ansioso por decirlo. Y cuando, por otra parte, alabo un libro de manera altisonante y hablo de su autor como si su vida y sus sufrimientos fueran de capital importancia para el mundo, meramente estoy diciendo que en él detecto algo (propio del prejuicio, la tradición o los hábitos mentales) que se parece mucho a algo que hay en mí, y que mi vida y mis sufrimientos son de capital importancia para mí mismo.
Esto es la crítica cuando no se limita a la elaboración de catálogos. El crítico siempre se pone en evidencia, sin importar con cuánto arte procure ser impersonal y científico. De hecho, el esfuerzo por ser impersonal y científico lo delata, como demuestran los escritos de mi eminente colega el doctor Erskine. No he tenido el honor de conocer a Erskine, pero sé, tan bien como su abuela, que es esencialmente un hombre tímido; que los aires de la doctrina lo alarman y no tiene estómago para hacer frente a la aventura. De ahí que abogue por el decoro y la tradición, es decir, por cuanto ha dejado atrás la etapa del peligro y la experimentación, es decir, por los refugios y los puertos. Erskine no puede escapar de su crítica como no puede salirse de su propia piel. Tampoco pueden hacerlo, en el polo opuesto, los bolcheviques críticos de Greenbaum Village (todos ellos tan foráneos y detestables para Erskine, me atrevo a afirmar, como otros tantos nietzsches y beethovenes). Cuando estos jóvenes brillantes publican profundos tratados de estética sobre el arte de Fatty Arbuckle, Gertrude Stein y la comp...
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