Los celos en una mente "muy moderna"

Para una mente liberal, racional y de pocos prejuicios puede resultar aún más tortuosa la imposibilidad de escapar a la idea de los celos. Sin salida, así los vive M., víctima de la terquedad de sus conjeturas.

POR Tedi López Mills

Enero 27 2021
 © Photomorgana | Corbis

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Si hubiera una lista hipotética que detallara las características de una persona moderna, mi amiga M. palomearía cada uno de sus artículos. Está segura de que carece de prejuicios y de que nada la escandaliza. Suele pensar con cuidado e intenta siempre tomar decisiones que no afecten a terceros (los famosos terceros). Se considera racional, justa, ecuánime, tolerante y abierta. Uno nunca diría de ella “qué conservadora, qué moralina”; al contrario, la gente suele buscarla en casos difíciles para pedirle su opinión: y es siempre congruente. Pero mi amiga tiene un problema: es muy celosa; imagina voces y miradas donde solo hay casualidades. Y no entiende a qué parte de la estructura de su alma o su mente atribuirlas. ¿Cómo resolver la contradicción? Si uno es realmente liberal –como se considera mi amiga M.–, uno no puede ser posesivo. Y los celos son posesivos, tan contundentes cuando ocurren que descalifican las convicciones, las buenas intenciones. Un celoso es capaz de todo con tal de descubrir la verdad. Y qué palabra: la verdad. Para el celoso está escondida en la mentira. El celoso –la celosa– es un hermeneuta: descifra, hurga, desentraña. El mundo afuera de sus ojos es infinitamente culpable e interpretable. Se habita de modo paranoico y policíaco. Amar es detectar el crimen.

 

 

O algo así, me dice M., pues a veces perora y otras filosofa, depende del ánimo o la inspiración. Yo la detengo cuando empieza a encadenar generalidades. Mi temperamento rehúye las grandes abstracciones que en su camino a una sospechosa transparencia pierden el sujeto de su frase. El dilema pasa a ser entonces gramatical o literario. Por lo tanto, es falso o corregible con una modificación incluso ligera de la superficie. “Ejemplos”, le pido a mi amiga, “dame ejemplos”. Y me da uno, reciente. Cabe aclarar que mi amiga M. lleva años casada, en una situación estable que despierta envidias ajenas. Aun así, los celos la acosan.

Están en una cena: M. y P. (su esposo), otra pareja (el hombre es japonés) y la anfitriona. La mujer de laotra pareja se va entusiasmando con el vino y las atenciones de P., que esa noche se encarga de servirlo.

M., abstemia, sorbe su vasito de agua.

El hombre de la otra pareja habla un español incomprensible que les permite a los demás ignorarlo sin remordimientos. Trata de explicar que el haikú no es trasladable a otros idiomas y a otras culturas. Todos le dan la razón y cambian de tema.

 P. se encandila con la risa de la mujer de la otra pareja: ahí se concentra la energía principal de la cena.

 M. sale a fumar con la anfitriona y el hombre de la otra pareja. La anfitriona le advierte al hombre (último en salir) que no cierre la puerta porque ella no trae la llave. Extrañamente, el hombre la cierra.

 P. y la mujer de la otra pareja se quedan solos adentro. Afuera M. fuma nerviosa y aceleradamente; oye risas. Se termina su cigarro y empieza a tocar la puerta. No le abren. Toca, y luego los tres tocan. Nadie abre.

 M. se asusta. Imagina que adentro P. besa, manosea a la mujer de la otra pareja, que le susurra al oído: “No abras, ‘pérate”.

Siguen tocando, ahora llaman con gritos: “Abran, chicos, abran ya”. Por fin la mujer de la otra pareja abre la puerta, riéndose porque P. le había dicho: “Qué, ¿a poco tienes miedo de perder a tu marido...?”.

M. se reincorpora a la cena con el corazón maltrecho. Finge que no ha ocurrido nada, pero observa constantemente a P., que sirve vino y se divierte y hace bromas. La mujer de la otra pareja se las celebra casi con aplausos. El japonés ya no habla, solo de repente lanza una exclamación o pujido en su idioma, mirando el mantel o sus manos. M. quiere irse. Le hace una seña a P., que la mira con fastidio pero accede.

Al despedirse, M. nota que P. y la mujer de la otra pareja se abrazan. El corazón se le agrieta.

 Ya en casa, M. le reclama a P. Se pelean. P. niega todo y acusa a M. de loca y celosa. M. llora. P. azota las puertas y los cajones. Se duermen sin que sus cuerpos rueden hacia el centro de la cama.

–¿Qué piensas? –me pregunta M.– ¿Estoy loca o hubo algo que justificara mis celos?

No niego que el caso es especial. Una puerta cerrada: dos adentro, tres afuera. Cualquier cosa pudo haber sucedido, en un simple instante: un beso, una caricia o, incluso, nada. P. lo rebatió todo, pero qué otra cosa establecen las reglas de la convivencia: niégalo siempre, no digas nunca la verdad. Le respondo a M.:

–Como es imposible que sepas exactamente qué sucedió, ¿por qué no eliges la versión que menos te lastime? Es decir, no sucedió nada. Y ya.

Pero un celoso nunca hace eso, no está en su naturaleza. Mi amiga M. es culta, cita a Otelo: “No le he dado motivos”, alega Desdémona, y Emilia, la esposa de Yago, le contesta: “Pero a las almas celosas no se les puede responder así; nunca están celosas por un motivo, sino celosas porque son celosas; es un monstruo parido por sí, criado por sí”. M. se queda callada. Luego me cuenta la historia de Otelo para explicarme que solo basta con sembrar una duda mínima para que la mente celosa se ponga a funcionar con todos los motores encendidos. Eso hace Yago. Primero le sugiere a Otelo que hay algo entre Casio y Desdémona: miradas, atenciones, coqueteos. Otelo cae en la trampa y comienza a examinar a Desdémona, a leerla entre líneas. Yago atiza más el fuego; se roba el pañuelo de Desdémona, regalo de Otelo, y halla el modo de que acabe en manos de Casio. Para Otelo esa es la prueba máxima de infidelidad. Mata a Desdémona. Cuando le revelan el engaño de Yago, no soporta seguir viviendo y se suicida.

La víctima siempre es el celoso, me aclara M. Y nadie le tiene compasión, nadie paciencia. Es un demente el celoso, piensan casi todos los no celosos: “Un monstruo de ojos verdes que se mofa de la carne con que se alimenta”, dice Yago. Pero M. pide que se le dé un poco de espacio dentro de la razón, que se considere su parte justificable. A fin de cuentas, me dice, la infidelidad existe, la atracción repentina sí ocurre, la posibilidad de una aventura marginal sí merodea por ahí en la vida de una pareja. Hay momentos en que una persona le presta mucha atención a otra, que viene acompañada de alguien más, y se establece de inmediato el triángulo tenso de los celos. A la persona ofendida le quedan dos opciones: fingir que no sucede nada y esperar a que se agote la chispa, como sugiere Robert Burton en su Anatomía de la melancolía, o encelarse y protestar, como hace M. Lo extraño del asunto es que si protesta queda como culpable, casi por una falta de estilo, por traicionar la verosimilitud de una ficción. El manual del comportamiento –ese que nadie ha escrito pero todo el mundo ha leído– dictaría que lo correcto, lo astuto, el método ideal para ganar la partida, es pretender que nada está ocurriendo y no manifestar la menor reacción: sonreírle a la pareja y al hombre o a la mujer que le hace guiños metafísicos a la pareja. 

Pero M. nunca ha aprendido cómo se oculta una herida, cómo se disfraza un dolor; por qué se vale decir en público me duele la cabeza, el estómago, la pierna, me estás pisando, y no lo otro, la dolencia de las virtudes lastimadas, por plantearlo en fórmula. M. lleva el corazón en su cara; no lo guarda jamás, no sabría dónde. Grave defecto de fabricación: adentro y afuera no son lugares distintos, sino temperaturas, atmósferas, separadas apenas por la piel.

–A ver –me pregunta M.–, ¿la violencia estriba en provocar celos o en manifestarlos?

Yo le respondo con un primer titubeo y luego me explayo como si conociera algo más que ella:

–Supongo que lo ideal es escoger el procedimiento que dará los resultados más positivos. ¿No crees? Manifestar los celos suele desembocar en una pelea. Tu ejemplo lo demuestra. ¿Y una pelea de qué sirve?

–Al menos para reconciliarse –susurra M.

Vaya recompensa, pienso yo. El infierno no está en el subsuelo, sino a la altura de la frente. El diablo metido en el ceño. Algún placer le ha de procurar a la persona celada el regalo curioso de los celos. A mí no me celan, ¿será que no me quieren? ¿O será que confían en mí?

–Mejor otro ejemplo.

–¿Tienes? –le pregunto a M.

Y siempre tiene, al celoso le sobran las circunstancias; eso es lo que baraja en su cabeza, a deshoras.

A M. la invitan a una conferencia o mesa redonda o presentación en provincia. Acepta, un poco en contra de su voluntad. Será una sola noche fuera de casa y regresará al día siguiente por la tarde. P. se queda pensativo cuando ella se lo anuncia. Después le dice: “Ah, voy a aprovechar para ver la película esa…”. M. siente el brote de la ansiedad: “¿A qué hora irías? ¿En la noche?”. “¿Sí… como a las seis o siete…”. “¿Y luego…? ¿Te regresas a la casa?”. “Pus sí…”.

M. toma su avión y llegando al hotel se comunica con P. “¿Sigues con tu plan del cine?” .“Sí…”. “Bueno, ni modo…”. “¿Por qué te molesta?”. “No, no me molesta; nomás no entiendo por qué tienes que ir…”. Rápidamente cambian de registro, murmuran frases cariñosas y cuelgan.

 M. participa en la conferencia o mesa redonda o presentación. Concluye alrededor de las ocho de la noche. Los organizadores le avisan que no podrán cenar con ella. M. regresa a su hotel, se mete en su cuarto, se sienta en el borde de la cama, calcula las horas que faltan para irse a dormir. Sale a fumarse un cigarro. Regresa al cuarto. Se mira en el espejo. Se retoca la cara y decide que irá a dar vueltas por la plaza, luego se tomará algo en un café, luego volverá al hotel a cenar y entonces subirá a dormirse.

 Termina de cenar alrededor de las 10:30. Sube a su cuarto. Piensa que P. seguramente ya salió de la película y está de nuevo en casa. Habla. Nadie contesta. Habla al celular. Nadie contesta. M. se desmaquilla, se lava la cara, se pone su piyama y vuelve a marcar los dos números. Nadie contesta. Se mete a la cama, agarra su libro y trata de leer: Ángeles derrotados, de Denis Johnson. La novela es tan sórdida que es risible, como una broma contada al revés. Lee a regañadientes. Pasan quince minutos. Son las 11:10. Vuelve a marcar. Nadie contesta. Deja un primer mensaje en la casa: “¿Dónde estás? Es como la tercera vez que hablo… Y no contestas el celular. ¿Qué ondas?”.

Intenta leer unas páginas más. No logra concentrarse. Se para al baño. Decide apagar la luz. En la oscuridad imagina que P. está con alguien, cenando o en un bar. Feliz con una botella de vino. Ella se ha vestido especialmente para la ocasión. P. está emocionado y brinda. Le toca la mano a Ella. Se van a un hotel, abrazados, besándose en el coche.

M. enciende la luz. Vuelve a marcar. Nadie contesta.

M. sale a fumar y se calma un poco. Se regaña a sí misma: “Pero qué loca, por qué haría eso P. y con quién además…”.

Se mete a la cama, apaga la luz. Cierra los ojos: ve a P. ebrio encima del cuerpo voluptuoso de Ella. Enciende la luz. Son las 11:40. Vuelve a marcar. Nadie contesta. Deja otro mensaje. “Estoy sacadísima de onda. Ya me preocupé. ¿Dónde estás? Llámame por favor”. Su voz es lastimera, casi aguda. Tiene lágrimas en los ojos. Apaga la luz y se cubre la cabeza con la sábana. Trata de serenarse. Aprieta los párpados y gime. “P. no es así”, se dice. La golpea el miedo: ¿y si lo secuestraron saliendo del cine? Imagina a P. amarrado en una cajuela, con un esparadrapo en la boca, y a los secuestradores marcando a su casa y ella lejos. Extrañamente, el secuestro la angustia menos que la infidelidad. M. se encargaría de salvar a P. con gran cordura. En cambio, si P. está con otra mujer, M. tendría que decidir si lo perdona, y curarse y borrar las imágenes de su mente para continuar con P. Y no sabe cómo borrar.

 Descuelga el teléfono y marca. Por fin contesta P. muy alegre: “¡Hola! ¿Qué onda, por qué dejaste esos recados tan raros?”. “¿Dónde has estado?”, M. está furiosa. “Me fui a cenar después de la película. Me tomé mis vinitos”. “¿Tú solo?”. “Claro…”. Un breve silencio y los dos se ríen. Se mandan besos diminutos y dulces. De puro alivio, M. perdona a P. Cuelgan.

 M. se acomoda en la cama y poco a poco se va durmiendo. Al día siguiente, en el desayuno, le comenta a uno de los organizadores que tuvo su noche oscura del alma. Él la mira con perplejidad.

 

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 –¿Qué te parece?

No sé qué responderle a M. Los dos ejemplos comparten una característica, un punto ciego: la puerta cerrada, los teléfonos que no contestan. Intento ponerme en los zapatos de M., aunque no soy celosa y me cuesta trabajo alterarme con la imaginación. La puerta cerrada me habría divertido. En cambio, con los teléfonos callados me habría puesto nerviosa, menos por la infidelidad que por un asalto o un secuestro. Pero habría podido dormirme y nunca hubiera dejado recados que mostraran mi zozobra.

–¿Por qué no? –pregunta M.–. ¿Por qué no vas a mostrarle lo que sientes a la persona más cercana? No le capto a ese juego de escondidas...

¿Se lo confesaré a M.? Por alguna añeja deformación, tengo la certeza de que nunca hay que revelarse débil o más enamorada o más interesada. Una vocecilla antigua, de vieja escuela, me repite: “Si ven que estás más enamorada o que los persigues, te acaban dejando o te humillan”. Se lo confieso. M. se altera.

–¿Cómo? Vives con alguien y le ocultas lo que sientes. O sea que siempre son dos extraños. Nunca conoces de veras a la otra persona…

–Algo así –le digo.

Y nos callamos. Pienso en la anomalía: M. retira su confianza; en cambio, yo nunca la doy. Mi falta de celos es, de hecho, una estrategia. Sé disfrazarlos. ¿O será que respeto la inexpugnable independencia de la otra persona? ¿Que soy hippie o seguidora del I Ching y me recito: “Deja que tu caballo se aleje; si de veras es tuyo, volverá por sí solo”? ¿Seré realmente sabia a diferencia de M. que chapotea en sus sentimientos?

Busco los ojos de M. Ella me los ofrece y sonríe. Me pregunta si quiero oír el peor de sus ejemplos, el de los celos retrospectivos, el más vergonzoso. Verla así me emociona. Es seductora su sinceridad; le da un aspecto casi travieso. Le pido que me lo cuente.

M. se mudó a la casa de P., una casa ya muy puesta. Al principio se sintió como una visita, alguien de paso que iba a acabar por irse. Se paseaba por la sala y los cuartos como gato nervioso. A veces movía objetos, quitaba polvo, sacudía cojines. Luego se sentaba en un sillón a esperar a que se hiciera más tarde. Solo se sentía en casa cuando estaba P. con ella.

 En la recámara había un mueble alto con muchos cajones. Un día M. se puso a abrirlos, casi distraídamente. De repente vio que en uno había montones de cartas; empezó a removerlas, a ver de quién eran. Había algunas de J., el mejor amigo de P.; otras oficiales, de la unam, de la sre; varias de gente neutra y desconocida, y luego, en un montón aparte, muchas de tres mujeres: A., F. y L. Rápidamente M. azotó el cajón, con la certeza de que algo la había lastimado. Ya no pudo acomodarse en el sillón, y esa noche con P. estuvo más bien taciturna.

–¿Qué te pasa?

–Nada… Estoy cansada…

Durmió mal. Toda la noche estuvo construyendo caras y cuerpos. A. seguramente era castaña, baja de estatura, con la nariz respingada, unos senos descomunales y talle corto; F. habrá tenido el pelo rizado, espeso, casi negro, cara redonda, muy femenina, ojos azules, cuerpo regordete y sensual; a L. ya no le tocó más que una imagen difuminada de mujer rival, aunque guapísima sin duda. Cerca del amanecer M. lloró de coraje. ¿Cómo pudo haberle hecho eso P.? Luego recordó que P. y ella aún no se conocían. Pero eso no la consoló. La herida no tenía que ver con la realidad cronológica, sino con la presencia de esas cartas. Solo leyendo las cartas podría curarse.

 Se dio cita al mediodía. La casa estaba quieta, la luz del sol se había ido toda a la sala y la recámara estaba envuelta en una fresca penumbra. M. se encerró, abrió el cajón y sacó las cartas. Comenzó con las de F., las más abultadas:

“Mi amor:

 Cuánto te extraño. Llevo varios días viajando y no pienso más que en regresar…”.

F. daba detalles de su estancia en París. Típicamente le había “encantado” la Torre Eiffel. Omitía muchos acentos. Eso le dio gusto a M., que se fue saltando cada vez más los párrafos descriptivos y para leer solo las partes íntimas:

“Te quiero volver a sentir dentro de mí”.

 “A mi cuerpo le haces falta, necesita tus besos, tus caricias”.

M. no lo podía creer. F., aunque cursi, era asombrosamente sexual y eso se le clavó en el alma como una aguja.

 Con A. todo fue diferente. Sus cartas eran breves, ingeniosas, provocadoras. A veces aludía a algún episodio sexual, pero en realidad parecía estar inventando sus cartas sobre la marcha. Le molestó mucho a M. que escribiera bien, que fuera lista. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Imaginó la risa de A.; la diversión de P.

 Al acomodar las cartas de F. y A. para pasar a las de L., se cayó un sobre al piso. Adentro había fotos de una mujer desnuda, posando en una cama. Era bonita, con un cuerpo esbelto, senos grandes, y blah, blah, blah, se dijo M., llena de odio. No había nada escrito en el reverso de las fotos y el sobre estaba en blanco. M. decidió que debía de ser F. Daba el tipo. P. habrá tomado las fotos en algún hotel de provincia, hotel de camas crujientes y regaderas oscuras, hotel como de Pachuca o San Luis Potosí. M. imaginó el instante de las fotos: después de hacer el amor, ya saciados, la colcha tirada en el suelo, F. posando un poco a regañadientes, P. emocionadísimo, afuera Pachuca o San Luis Potosí con los cohetes en el cielo tronando para festejar a algún santo.

 M. se sintió mareada por la visión. Ella nunca se vería así, nunca sería tan libre. Sollozó. Quiso romper las fotos. Las volvió a meter en su sobre. Leyó las cartas de L. con desgano; eran escolares, tiernas, muy enamoradas.

“Ay, mi Pirrimplín, ya me urge verte. Ayer estuve con mi amiga C. y le platiqué de nosotros, de lo bien que nos entendemos, de cuánto me gusta tu sentido del humor. ¿Me quieres todavía?”.

Casi todas iguales. La amiga C. era testigo constante y L. una chica insegura que pedía permiso para cualquier cosa. A P. le habrá aburrido. En todo caso, M. la resintió menos. Aunque igual era la más hermosa, la más perfecta. ¿O la de la foto?

 Guardó las cartas en el cajón y se tiró en la cama. No sabía cómo iba a seguir adelante.

 En la noche fingió y P. se alegró con su alegría. Pero a la noche siguiente empezó a hurgar; fabricó una historia acerca de cómo se había topado con las cartas y le preguntó a P.: “¿Quiénes son F. y A. y L.?”. Al principio él se negó a contarle. M. insistió. Probablemente su curiosidad terminó por halagar a P., quien le habló con delectación de cada una. Bromearon. M. se burló. Al final le comentó que el sobre con las fotos se había caído al piso y que no había podido no verlas. “Son mías”, clamó P. Y se pelearon y M. lloró y él se metió a la recámara, abrió el cajón, buscó el sobre, sacó las fotos y las rompió en pedazos. “¿Eso querías?”, le gritó a M. Ella intentó quitarle las fotos, protegerlas como si les hubieran pertenecido a ambos, pero fue imposible. Acabaron regadas en la alfombra y mucho más tarde M. las barrió y las tiró a la basura.

–Horrible, ¿no crees?

–Tremendo.

No hay conjetura o teoría que englobe estos ejemplos y los represente. Supongo que los celos nunca son lo suficientemente abstractos como para caber en una sola definición. Se disparan en aforismos, epigramas, cuentos, novelas: siempre más ejemplos. En La Rochefoucauld he hallado algunas frases que podrían fungir como frontispicios:

“Los celos en cierta forma son justos y razonables, porque no tienden más que a conservar un bien que nos pertenece o que creemos que nos pertenece”.

“En los celos hay más amor propio que amor”.

“Los celos son el peor de los males y el que menos compasión despierta en las personas que los ocasionan”.

“El remedio de los celos es el cumplimiento de aquello que se teme porque eso conduce al fin de la vida o al fin del amor; es un remedio cruel pero es más suave que las dudas y las sospechas”.

Quienes definen los celos seguramente no son celosos. M. no puede definirlos. Cuando se refiere a los celos retrospectivos no se le ocurren hipótesis sino recuerdos. Me pregunta si conozco una novela de Julian Barnes: Antes de conocernos. El protagonista vive con su pareja, una actriz, y está profundamente enamorado de ella. Una tarde se va solo al cine; en los cortos pasan fragmentos de viejas películas de cuarta que no llegaron a cartelera, y de repente en una sale su pareja besando a un hombre. El protagonista se sobresalta como si estuviera ante el hecho y no ante una imagen en la pantalla. A partir de ese momento el pasado lo atribula y resuelve encontrar todas las películas antiguas de su pareja y verlas y confrontarla a ella. El desenlace es violento.

M. se ha dado por vencida. Sus celos están más allá del alcance de su voluntad o de la máquina de sus convicciones. Cuando imagina el paraíso lo ve como un sitio de almas indiferentes. La suya contemplaría las pasiones desde arriba e inventaría un apotegma: “El amor es una figura de tres ángulos nunca equidistantes”. Y otro: “Dos siempre incluye la promesa de tres”. Y entonces la mente moderna, la cabeza sin prejuicios, sabría que los celos son lo que hay antes de que la razón acepte mediar con las apariencias. Antes de los ejemplos.

ACERCA DEL AUTOR


Tedi López Mills

En 2010, ganó el Premio Xavier Villaurrutia por 'Muerte en la rúa Augusta'.