Fútbol por las ramas

Una presentaciónde este especial.

POR Karim Ganem Maloof

Enero 27 2021

A mi bisabuela el fútbol solo le interesa por su relación con las naranjas. Ella, una gran fanática de los cítricos y sus propiedades conservantes, se pasa el día abriendo esas frutas con sus uñas bien cuidadas, sin mancharse nunca los dedos, y atribuye su longevidad al ácido que según ella mata infecciones al tiempo que tensa los músculos y la cordura.

De la relación entre las naranjas y el fútbol se enteró el día en que la Selección italiana jugaba contra Suecia, en su última oportunidad para clasificar al Mundial de Rusia 2018. Cuando ella y mis tías abuelas llegaron al estudio donde yo veía el partido, con intenciones de quitarme el amplio televisor que desde la muerte de mi bisabuelo ocupa la biblioteca familiar, mi bisabuela sostenía una naranja, y recurrí a una historia de Giovanni Battista Ferrari como táctica defensiva.

En Calabria, en la punta del botín italiano, floreció al igual que en el resto del sur de Italia el cultivo de limones y naranjas durante el siglo XVII. Giovanni Battista Ferrari, un entusiasta como mi bisabuela, escribió a mediados de ese siglo una taxonomía de los cítricos en la que incluyó comentarios culinarios y anécdotas, entre ellas la de una práctica similar al juego del calcio florentino, pero menos violenta y multitudinaria. Consistía en tomar una naranja, vaciarla de la pulpa, llenar la cáscara de semillas de lino o yerbas varias, y usarla como pelota en otro de los remotos antecesores del juego bonito. Eso sucedía exactamente en Reggio Calabria, en la punta del continente que el estrecho de Mesina separaba de Sicilia, aquella tierra donde también florecerían los naranjales y el poderoso gremio de agricultores y propietarios de pozos que sería precursor de la mafia italiana.

La historia entretuvo a mi bisabuela, que plantó la espalda erguida en su sillón y puso una sonrisa en su cara, mientras que desprendía con sus afiladas uñas la cáscara de ese posible balón. A quienes no convenció fue a mis tías, que me quitaron el control remoto y el partido.

Italia empataría con Suecia y se perdería el Mundial. Gianluigi Buffon, el amado portero y capitán que ya antes había alzado la Copa del Mundo con su selección, acabaría llorando tras no alcanzar lo mínimo que se esperaba de él y sus compañeros y perder la última oportunidad, antes de retirarse, de revivir la experiencia que había tenido unos años atrás.

Los futbolistas tienen una vida breve, incluso más corta que la de los cítricos. Las de los fanáticos a veces no son lo suficientemente largas para ver a su club o a su selección nacional salir victoriosos. Pero amateurs y profesionales pueden sobrevivir en la literatura. Así les ha pasado, por ejemplo, a tantos guardavallas: a Platko en la obra de Alberti; al tantas veces inmortalizado Lev Yashin, “la Araña Negra”; o a un joven Nabokov que era arquero en Cambridge y que se retrata a sí mismo, décadas más tarde, en un texto que publicamos en esta edición. El mismo Buffon publicó unas líneas hace dos años hablando sobre su relación con la red. A ella le lanza este lamento, como quien se ha parado de espaladas a su amor platónico durante treinta años: somos “compañeros de vida a los que se les prohíbe el contacto”.

Esta es una excepción a la proverbial falta de elocuencia de la mayoría de jugadores de fútbol, de deportistas en general, al intentar describir sus hazañas. Foster Wallace decía que no había que atender a sus palabras, sino a sus movimientos. En ellos está el atisbo de la divinidad corporal a la que aspiramos.

Pero además de accidentes afortunados hay excepciones a la regla, como Johan Cruyff, hijo de un vendedor de naranjas y autor de tantos epigramas y aforismos como pases milimétricos y gambetas. Cees Nooteboom le dedica a ese genio un homenaje en este número, y sugiere que Cruyff fue epígono de Euclides, en esa danza de cuerpos asimétricos que van y vienen en un terreno que es derroche de geometría: líneas, arcos, ángulos, esferas, centros y diagonales. El alumno holandés, como el maestro griego, también dejó axiomas que hoy son analizados más allá de su campo. Holanda es la naranja ausente de este Mundial pero encuentra lugar en nuestras páginas, al igual que un surtido de clubes locales y personajes de todo tipo, en los cuales los escritores invitados eligieron concentrarse en lugar de ponerse con proclamas nacionalistas. Nosotros favorecimos esa voluntad de mirar hacia el fútbol en general y lo que lo rodea, más que informar sobre la competencia específica que tendrá a Rusia como sede (tal vez el único caso de fuerte presencia nacional es el de la Selección de Perú, que vuelve al Mundial después de tres décadas).

El fútbol es un deporte raro en el que, a diferencia de otros, se controla un objeto con los pies y no con las manos. Y sin embargo también es muy intuitivo. Como dice Juan Manuel Roca en otro artículo, parafraseando a Huizinga, el juego precede a la cultura, y evidentemente esta actividad fue primero que las conversaciones que la trascienden –o que se pasman en el ruido de los paneles de discusión televisiva–. Puede que la popularidad de la pelota sea producto del azar, y que hubiéramos podido volcar en otro juego la pasión global que depositamos en ella. O puede que admitamos que algo en este juego lo hace más atractivo, así sea el simple hecho de que para jugarlo no se necesita nada más que un objeto pateable, y la humanidad encuentra aptitudes pateables en cualquier cosa. La difusión de su forma actual fue asegurada por la extensión de ese imperio que era Inglaterra al momento en que se fundó la Football Association, así como su transformación en espectáculo televisivo se dio gracias a la fundación de la Premier League y los derechos multimillonarios comprados por el tenebroso magnate de Sky, Rupert Murdoch. Pero su semilla ya estaba en todas partes: desde los chinos hasta los mayas, pasando por los griegos, habían tenido su propia versión del juego de la pelota. Por eso, puede que este sea el deporte más natural –y decir “deporte” ya lo reduce, porque además es espectáculo, lugar de negocios, escuela, ritual, etc.–. Es más atractivo que el atletismo o la natación porque es gregario; es menos rutinario que aquellos porque tiene un elemento de invención y de baile, aunque a diferencia del baile no busca seducir sino burlar al adversario.

Habrá quienes se ríen de esta forma de sobreinterpretar lo que ven como una actividad banal y primitiva. Hay otros que dicen que es un remanente de la épica. Para mí, no se agota en esta e incluye todos los géneros literarios, sobre todo algo de melodrama y mucho de farsa. Uno ve como algo trágico que Falcao se perdiera el Mundial anterior, así pensemos que no hubo esa desmesura que los griegos llamaban hybris de por medio (como tal vez sí la hubo en el caso de Paolo Guerrero, ese otro delantero centro de Perú que sí irá al Mundial pese a haber sido sancionado por doping). Uno quiere creer que mueren menos personas por el fútbol que por la guerra, y en ese sentido es un sustituto menos malo, una estilización del conflicto al igual que lo es la Ilíada con respecto a la masacre que narra. Hay que agradecerlo: al ser una forma segura, y con menos muertos, de presenciar una batalla campal entre dos países, dos regiones o dos vecindarios, en su cuadrícula la tendencia humana a la xenofobia se vuelve más inofensiva.

En esta edición pretendimos recorrer varias vertientes de esa historia tan social como íntima. Así intentamos hacerlo hace cuatro años con ocasión del Mundial de Brasil 2014. Nos faltó, eso sí, una elegía al árbitro, ahora que se ha admitido el uso de tecnología de video para reversar las decisiones del juez y nos empeñamos en expulsar de las canchas el error humano –tan fértil para la literatura–. Parafraseando a Vladimir Dimitrijevic: ¡a rebelarse contra la insulsa e inclemente justicia de las máquinas!

¿Qué sería de la mitología del fútbol si, gracias a una revisión de video, hubieran anulado “la mano de Dios”? A falta de la venganza simbólica, tal vez Argentina hubiera tenido que perder otra guerra contra Inglaterra, o vivir en una neurosis colectiva que esa victoria futbolística parece haber sanado un poco. Era 1986, cuatro años después de que Argentina cayera derrotada en la guerra de las Malvinas y dos de haber exportado a su principal deidad, Diego Armando Maradona, a los naranjales de Campania. Ahí haría que el Napoli les arrebatara la copa del Calcio a los acaudalados y rancios equipos del norte, dándoles una extraña dignidad a los nuevos ricos y a los rebeldes tramposos.

Volviendo al tronco de esta introducción, lo de las naranjas no solo fue una táctica para contener a mi bisabuela, sino la expresión de una curiosidad genuina por lo que rodea al fútbol –que en ocasiones usamos como simple anestesia televisiva para aliviar las mañanas de los domingos–. Esa inquietud la compartimos todos los que escribimos en esta edición y quienes contribuyeron a hacerla redonda. Quizás ningún imperio, religión o idioma tuvo la cantidad de ciudadanos, adeptos y hablantes que tiene el credo de la pelota. Pero la idea con los textos que aquí reunimos es llegar a cautivar incluso a quienes el fútbol les interesa poco o nada. Este especial es una invitación para irse por las ramas.

ACERCA DEL AUTOR


Karim Ganem Maloof

Fue editor en jefe de El Malpensante. Sus textos han aparecido en medios de Colombia, España y Estados Unidos. En 2020 recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en la categoría de humor por “El cordero crudo de El Vegano Arrepentido”, publicado en esta revista. Tiene una columna mensual en El Espectador, llamada “Calor residual”, dedicada a asuntos del paladar.