La X marca el lugar

Bitácora por los comedores de México

Un recorrido en busca de plagas, flores y canes comestibles. El camino que conduce al bocado más significativo de un viaje está lleno de tacos de por medio.

POR Karim Ganem Maloof

Enero 27 2021

 

Ilustraciones de Santiago Guevara

 

EL CISMA NACIONAL

Como todos los mexicanos con quienes hablé estaban de acuerdo en que su anterior presidente era un monstruo torpe, que la corrupción es un lunar de nacimiento, que la selección de fútbol ahí va, y que en general más les valía resignarse a lo uno y a lo otro, las discusiones sobre la situación nacional en las que participé siempre se concentraron en un mismo tema: ¿el queso es esencial en la quesadilla? Los debates se dieron tanto de pie, en puestos de comida corrida, como sentados en mesas plásticas de fondas subterráneas y en otras con manteles frágiles en restaurantes de Coyoacán. Las partes, sin embargo, siempre eran las mismas. De un lado, un chilango; del otro, cualquier mexicano que no fuera nativo de Ciudad de México. Y en el centro yo, el extranjero que atizaba maliciosamente la discusión.

El chilango, recostado en esa extraña credibilidad que se dan los capitalinos de cualquier país frente al resto de sus paisanos, decía que el queso era un mero adorno en la quesadilla. El otro, irritado y a la defensiva por la suficiencia con la que el primero pontificaba, decía que quitarle el queso al platillo equivaldría a restarle la mitad del nombre, a dejarlo cojo, sin el prefijo que no solo le da sabor sino asidero ontológico.

Según una corriente –heterodoxa incluso en el D.F.– la palabra “quesadilla” es un derivado de una palabra náhuatl que significaría “tortilla doblada”, que no se refiere al queso porque los de este continente no lo conocieron sino tras la llegada de los europeos. Lo que más se le acercaba, en esa enormidad que era Tenochtitlán al arribo de los conquistadores, era el ahuautle, huevecillos de chinche acuática cultivados en la gran laguna sobre la que se asentaba la ciudad azteca –Bernal Díaz del Castillo, cronista de Indias y soldado de Cortés, descubrió el ahuautle en el gigantesco mercado de Tlatelolco, donde “vendían unos panecillos que hacen de una como lama que cogen de aquella gran laguna, que se cuaja y hacen panes de ello que tienen un sabor a manera de queso” –. Por supuesto, lo de “tortilla doblada” es una etimología tan ingeniosa como apócrifa, una táctica de guerrilla que recurre a memes y es repudiada por los demás estados de la república, y por muchos chilangos.

En todo caso, en la capital debes pedir queso en tu quesadilla si quieres que lo lleve. Como no afecta mis principios, me aferro a la norma con la misma disciplina con la que me uno a los grupos que encuentro alrededor de vendedores ambulantes en bicicletas con parrillas y comales, o aglomerados frente a la ventana de una taquería. Así transcurre mi primera semana en México, comiendo en promedio siete u ocho veces al día, haciendo escalas donde quiera que veo multitudes y sufriendo de estreñimiento. Porque ver gente reunida siempre significa comida. Yo, habitual comensal solitario, me convierto en un glotón gregario. Gracias a las dinámicas de grupo he descubierto maravillas como los tacos de guisado en la calle Regina. Entre estos, uno suntuoso de cerdo en salsa verde que prepara cierta señora Carmen; también los humildes de solo frijol o papa en la calle Madero, que son más sabrosos en la madrugada, sacados de una canasta que los ha puesto a sudar por 24 horas en su propio vapor residual; o los de chicharrón prensado, cocinados en su delicada grasa, a baja temperatura, frente a la Arena México, donde un pequeño séquito de ancianos acorrala a un exluchador envejecido que reúne fuerzas para asistir a una exhibición de su hijo, también luchador, el glorioso Carístico. A esos tacos vespertinos también se les suman los de bistec con nopales y papas fritas, para desayunar; y, para almorzar, los de suadero, carnitas, al pastor, cabeza, longaniza, oreja, sesos, y un etcétera tan extenso como partes del cuerpo hay en cada animal y especies de animales, todo acompañado por una variedad de salsas crudas y cocidas como existen en pocas cocinas.

Y es gracias a la fuerza pública que descubro, pocos días después de mi llegada, el que será el lugar al que vuelva al menos una vez al día para tomar el primero de mis tres desayunos o una de mis dos cenas.

Los policías son los críticos Michelin del tercer mundo. Aplican con disciplina a la averiguación de nueva comida callejera el olfato que se han ahorrado en resolver crímenes. Por lo demás, su vida transcurre en la vía pública y van compartiendo sus hallazgos con el gremio. Sin que ellos lo consientan, otros comensales los seguimos como hienas.

Los patrulleros eran seis o siete, y bloqueaban la visibilidad de un par de bodeguitas que se asomaban ante un corredor de tierra roja esperando a ser repavimentado. Una cinta amarilla bloqueaba el paso de peatones y, sin embargo, varias personas se habían saltado las barreras siguiendo el ejemplo de los uniformados para apiñarse, ya fuera de pie o sentadas en pequeñas butacas plásticas, en una esquina de la calle Luis González Obregón, frente a El Huarache Loco y Antojitos Mexicanos.

En esos restaurantes siameses, con una sola parrilla larguísima que atraviesa la pared de yeso que intenta separarlos, probé por primera vez la quesadilla de huitlacoche –una enfermedad del maíz que algún ancestro mexica, en su desesperación por haber perdido su cosecha, se animó a comer, y que hoy en día se cultiva–. La segunda vez añadí a la tortillas con hongos unos brotes que parecían llamaradas: flores de calabaza, amarillas y naranjas por mitades. Salvador Novo cuenta que los nahuas “disponían de varias palabras para calificar la hermosura, para señalar el valor de las cosas. La belleza implícita en una flor permitía, digamos, adjetivar el sustantivo xóchitl”. Pero más allá de eso, dice Novo, muchas de las palabras nahuas que expresan lo bueno, lo deseable, lo que alimenta el cuerpo y el espíritu, tienen como raíz el verbo cua, que significa comer. Cuali, lo comestible, es el epítome de la bondad.

Estas quesadillas de huitlacoche y flores de calabaza son doblemente provechosas porque dan la satisfacción de que la belleza sea, además, comestible. El apetito se ensancha con la contemplación de lo hermoso, sumada a cierto erotismo complacido. Fernando del Paso escribió: “¿Qué mejor placer –uno vegetariano que no prohíben la Biblia, ni el Corán, ni los dietistas, ni los cardiólogos– que devorar los más sutiles, frágiles, bellos, inocentes y perfumados órganos sexuales inventados por el Creador?”. Una mujer ahueca en su mano una tortilla de maíz azul que rellena con el suave hongo parasitario y los pétalos. Por supuesto, yo la pido con queso.

XOLOITZCUINTLE

Temo que este sea un catálogo de curiosidades más que una guía propiamente dicha, pero igual resumo los incidentes parrilleros de los últimos días. Los mexicas no contaban con vacas, cerdos, pollos y ovinos que vinieron a parar aquí en las carabelas españolas (eso hizo tambalear la fe de algunos clérigos de la época, que se preguntaron por qué en este continente había animales que en el otro no, y viceversa, si todos habían sido salvados y distribuidos por Noé). Entre la multitud de animales que sí habitaban Mesoamérica (pavos, iguanas, venados, jabalíes), había un perrillo de escaso pelo y más bien flaco que según el testimonio de varios cronistas y del mismo Cortés se consumía guisado con chiles. Se trataba del xoloitzcuintle, que en náhuatl traduce algo así como “perro monstruoso”.

Itzcuintle significa “perro” y xólotl quiere decir “deforme” o “payaso”, por antonomasia con el nombre de cierta deidad telúrica: Xólotl, el hermano mellizo de Quetzalcóatl, venido al mundo con cabeza de perro. Ese último infortunio le causó otros: ser el dios del inframundo y el patrono de los deformes, los tullidos, y de esa duplicación siniestra que son los gemelos. Pero como buen dios-perro y pese al desdén al que lo sometió la mitología por su fealdad, Xólotl es un compañero fiel, un guardián y un guía. Entre sus trabajos están acompañar al Sol en su trayecto nocturno a través de sus dominios subterráneos, protegerlo y asegurarse de devolverlo al naciente por donde surge cada mañana (así que los mexicas tenían su propio Anubis, e incluso su Cancerbero, si este no fuera una bestia despiadada sino el lazarillo piadoso de un Apolo quebradizo). A semejanza de Xólotl, los perrillos sin pelo que le deben su nombre eran sacrificados con sus dueños para brindarles protección en el masallá.

Como ese dios Xólotl es monstruoso por tener cabeza de perro, uno podría decir que un xoloitzcuintle es dos veces monstruoso por ser un perro cuya anomalía reside en serlo. Hoy, como pasa con tantas otras cosas feas y marginales alrededor del mundo, estos animales han sido adoptados por los bohemios acomodados que viven en las colonias Condesa y Roma. Cada día encuentro varias representaciones del animal (en murales, en tiendas de diseño, e incluso ilustrando el nombre del restaurante de mi hostal, cerca al Zócalo), pero es justamente en la Roma donde veo por primera vez al perrito en carne y hueso, un espécimen de un gris oscuro, con pelos blancos que le brotan desordenadamente de la cabeza, como los de un coco, arrastrado por una pareja que pasea por el parque. El perro es enano y se mueve con dificultad para seguir el paso de sus dueños, hasta que estos se encuentran con otra pareja que lleva otro cachorro, más castaño y con una especie de mohawk anaranjado coronándole la cabeza. Los paseantes se detienen a olfatearse y los perrillos intercambian idéntico saludo.

Yo los miro con curiosidad gourmet. Las flores de calabaza son una excepción a la regla, algo tan delicioso como bello. Por el contrario, es más común que lo feo sea sabroso, tanto en el mundo vegetal como en el animal. Las flores son comestibles, pero su sabor es más apto para hacer perfumes que para el paladar. Ya en la Edad Media, los nobles europeos que comían cisnes y flamencos tuvieron que aceptar que su sabor era proporcionalmente inverso a su hermosura.

La supuesta costumbre azteca de comer perro no fue aceptada así no más por los más afectados. En su recopilación de relatos populares mexicanos, Fabio Morábito cuenta que hubo un tiempo en que los caninos hicieron huelga por el maltrato humano. Designaron un mensajero que pediría ayuda al dios del trueno, llevando la súplica a través de ríos, montañas, abismos e innumerables peligros. ¿Pero dónde cargaría el recado? No en la boca, pues le impediría defenderse. El perro más anciano tuvo una idea: “Que lo lleve en el ano, ahí el correo irá más seguro”.

Pasaron muchos años y, según Morábito y la tradición, el mensajero no ha vuelto con la respuesta que todos los demás perros buscan con ahínco en los anos ajenos. Tal y como hacen ahora mis apetitosos perritos en el parque.

Pero tal vez el recado sí cayó en buenas manos: en 2016, esta criatura tan repelente como endémica fue declarada patrimonio y símbolo de la Ciudad de México por su jefe de gobierno, lo que tal vez haga más difícil encontrar un restaurante que la ofrezca en su carta.

También hay quienes dicen que el consumo del xoloitzcuintle fue un malentendido de los cronistas, que lo confundieron con la paca, un gran roedor llamado tepezcuintle en náhuatl. Como sea, decido asegurarme e ir en busca del plato al Mercado de San Juan, en el centro del D.F.

Atravieso una galería de calles dedicadas a la venta de lámparas y bombillos. La cantidad de luces encendidas a pleno mediodía me produce el desconcierto que sienten tantos animales antes de un sismo, pero lo tomo como un buen augurio. Además, el mercado colinda con el Barrio Chino y estamos en pleno Año del Perro, lo que alimenta mi esperanza de encontrar al animalito bañado en mole.

El Mercado de San Juan ocupa un galpón del tamaño de una manzana. Al entrar, me recibe la triste figura de una leona disecada por alguien que no maneja bien su oficio, acostada con artificial parsimonia sobre un mostrador de vidrio que contiene varias montañas de chapulines tostados en ajo, chile y limón. Los puestos exhiben una excepcional limpieza y organización que no corresponden a lo que yo entiendo por mercado. Entonces veo que entre los productos hay importaciones de todo el mundo: aceites trufados, jamones españoles y quesos de toda clase, curris indios, conservas inglesas e italianas, enlatados suecos, hongos nipones, harinas colombianas y encurtidos coreanos.

Por un rato, recorro los puestos de comida que se abren entre los expendios, preguntando si alguien cocina xoloitzcuintle; pero ante los titubeos de incredulidad, las muecas de espanto y los bufidos de desaprobación, opto por mirar con discreción las cartas que cuelgan en los mostradores. En ninguna se ofrece el perrito, pero en cambio me topo con un zoológico de opciones.

Recorro los pasillos por un par de horas hasta que noto que todas las caras me son conocidas. Me desplomo en un restaurante llamado El Gran Cazador y me resigno a pedir un plato mixto que incluye cocodrilo, venado, jabalí, avestruz, búfalo y león (me explican que estos últimos no son traídos de África, sino de criaderos a las afueras del Estado, avalados por el gobierno federal). Hace un rato, ofendí la sensibilidad de tiernos carnívoros con mi búsqueda canina pero, a excepción de esa mascota, aquí se encuentra casi cualquier cosa. El plato que pido trae 600 gramos de carne, algo desaforado incluso para mí, pues me parece brutal la variedad de muertes necesarias para lograr el surtido de delgados cortes. Me recuerda aquellos banquetes de Calígula en que se sacrificaban mil ruiseñores para servir sus minúsculas lenguas. Pero esta vez estamos sacrificando la mitad del elenco de una fábula de Perrault.

Mientras espero mi bestiario al carbón, cuchareo con unos totopos una salsa de hormigas y otra de chapulines. Ambas tienen un sabor acre y agradable, y la sensación grasosa que caracteriza a los insectos. Cuando llega el plato fuerte se confirman mis temores. Además de ser excesivo, viene acompañado de la tradicional generosidad de acompañantes de cada comida mexicana, coronada de una canasta de tortillas de maíz calentitas cubierta por una tibia servilleta blanca.

Me quedo absorto. Me imagino como un san Francisco que habla con estas criaturas para preguntarles sus penurias y luego comulgar sus espíritus en mi cuerpo. En esa conversación, el león y el avestruz me decepcionan; las carnes que me sirven son correosas e insípidas, piezas de museo descongeladas sobre la plancha y sobrecocidas, que exhiben quemaduras por aquí y por allá. El plato es una apuesta a la cantidad y la rareza, pero no a la calidad. Del búfalo y el venado no hay mucho que decir: ambas son carnes de caza sabrosas, con cierto almizcle. El cocodrilo en cambio es excepcional y hace que me consuele por no haber podido encontrar el xoloitzcuintle. Tiene unas vetas de grasa compactas y cartilaginosas con un intenso sabor a pescado; algo parecido al bagre pero mucho más pujante y con una textura más consistente y agradable. La carne blanca que se entremezcla con esas vetas es firme y al mismo tiempo suave al masticarla, con un sabor robusto. Pero soy como esos cronistas de Indias que para describir un zapote lo comparaban con un melocotón. ¡Qué difícil describir con precisión un sabor! Hablar de comida se trata principalmente de referirse a lo que la rodea. A ella solo se accede probándola.

 

LOS HERMANOS GUISADOS

En una de las salas del Museo de Antropología de Ciudad de México se abre la reproducción de un enorme pórtico flanqueado de un lado por un guerrero águila y del otro por un guerrero jaguar. La escena es un facsímil del mural a la entrada de uno de los edificios de Cacaxtla, un complejo arqueológico en lo que se cree fue la capital de los olmeca-xicalancas. La pintura es apabullante: sus rojos, azules y amarillos retratan con vivacidad lo que algunos interpretan como una batalla entre un avatar de la serpiente emplumada, Quetzalcóatl, dios del viento, y un avatar del dios jaguar, Tezcatlipoca, el “espejo de humo”. Los guerreros están de pie sobre serpientes emplumadas casi idénticas a los dragones de los bestiarios europeos.

Pero hay muchas versiones de su significado, como suele pasar con estos tests arqueológicos de Rorschach: que se trata de un sacrifico ritual, una crónica de guerra real, el resultado de un juego de fútbol o la venganza por una infidelidad. El guerrero águila siempre es señalado como el perdedor de la contienda por quienes se dedican a esas cosas, y tiene una de esas narices mayas con la curvatura perfecta de un semicírculo. Alguien anota que las narices sirven para suponer el origen de los combatientes. El guerrero felino Tezcatlipoca, una de las principales deidades aztecas, tiene una nariz más pequeña y redondeada, algo más común entre los nahuas.

Así que hay quienes ven en este mural una oposición entre los dos principales imperios históricos de la zona: aztecas y mayas. Esto es una explicación tan traída de los pelos como la etimología apócrifa de la quesadilla. Pero recuerdo la disyuntiva nasal cuando dos días después debo decidir si viajar a Taxco, en el estado de Guerrero, para probar la famosa barbacoa de chivo –a la azteca, digamos–, o ir a la península de Yucatán en busca de la cochinita pibil –a la maya–.

Ya he dicho que ni chivos ni cerdos había antes de la llegada de los españoles. Pero lo de maya o azteca se refiere más bien a diferencias sutiles en el tipo de preparación del horno subterráneo, a elecciones de ingredientes y a la zona donde se elabora el platillo. La tacopedia revela que pibil significa “enterrado” en maya. En el caso de la cochinita pibil, se trata de un cerdo lactal cuyas piezas se adoban con el colorido achiote, jugo de naranja agria, y un buen número de chiles y especias; luego se envuelven en hojas de bijao y son puestas en un cazo de barro que se entierra en un desnudo horno subterráneo, donde la carne se cuece por el calor indirecto de piedras calientes en el fondo y una fogata en la superficie que mantiene la temperatura bajo tierra. El animal se cocina en sus jugos y la carne que resulta no podría ser más tierna sin dejar de ser sólida.

Por otro lado, barbacoa es una palabra taína que describe un horno y un proceso parecidos (y que los gringos se apropiaron para sus parrilladas de jardín). Los españoles trajeron consigo la palabra a México luego de exterminar a todos esos “antropófagos” que habitaban las Antillas. Hoy describe la preparación con chiles y especias de carne envuelta en hojas de maguey, en antiguas tierras aztecas que le dan a la carne almizclada del chivo un aroma ahumado y vegetal.

La península de Yucatán está mucho más lejos de Ciudad de México que Taxco, así que por tiempo y presupuesto decido que el chivo me atrae más que la cochinita.

Taxco es una ciudad blanquirroja construida de forma casi vertical en la ladera de una montaña. Sus edificios y colores, y su arquitectura acostada me recuerdadn respectivamente a las ciudades colombianas de Villa de Leyva y Pamplona. Supongo, por la uniformidad alrededor, que alguna norma prescribe el blanco como color para las fachadas y las tejas de barro como único techo posible. Los avisos y letreros están escritos con letras negras, e incluso cadenas como Oxxo tienen que respetar esta gama conservadora. La ciudad está llena de taxis blancos; Volkswagen que cruzan sus angostas vías verticales adhiriéndose a las paredes de la montaña como escarabajos. Sin embargo, mis compañeros de viaje y yo terminamos montados en el único taxi diferente: un Chevrolet sedán, que los demás taxistas miran con hostilidad. Ya tenemos algunas señas de dónde comer una “barbacoa auténtica”, pero el conductor nos advierte que nos han recomendado un sitio para turistas.

–Mejor los llevo adonde los guisado.

Le explico a nuestro chofer y guía que lo que queremos es una barbacoa y no unos tacos de guisado.

–No, ¡adonde los hermanos Guisado! Hacen la mejor barbacoa de por aquí.

Un apellido así señala un destino entre ollas. Aceptamos el cambio de rumbo, previendo que nuestro conductor pedirá su tajada. Así es como terminamos frente a El Cuate Guisado, un restaurante con nombre caníbal que anuncia su especialidad en letras negras escritas sobre la fachada blanca de una casa de un piso: “Barbacoa de chivo”.

Los colores de este plato son más opacos que los de una cochinita pibil adornada de cebollas encurtidas de un violeta vibrante. Pero la cimbrada entra por la boca, con un alud de sabores terrosos, picantes, almizclados, que no opacan el dulce ahumado y otros toques más sutiles de las especias. Para esa hora de la tarde, el amigo Guisado nada más cuenta con una libra de barbacoa (que saca de entre hojas de maguey fragantes) y suficiente caldo caliente, sabroso y picante para llenar dos vasos de poliestireno. Nos repartimos la carne como podemos entre cuatro, y le damos al taxista su tajada. Si bien es poco lo que le toca a cada uno, es una maravilla que vale haber recorrido en un pequeño bus las seis horas que nos separaban desde Ciudad de México.

Alguna vez trabajé en un restaurante por unos meses. Con Charlie, su dueño y chef, nos empeñábamos en entender la tradicional pobreza de la cocina colombiana frente a la de otros países. Mi teoría era que la abundancia de vegetales y carnes durante todo el año, la multiplicidad de pisos térmicos, así como la posesión de dos mares y la ausencia de estaciones, habían hecho innecesario el ingenio del que tuvieron que echar mano los europeos al enfrentar la escasez y el invierno, los árabes y bereberes el desierto, los chinos las eras terrestres y la India la podredumbre. Charlie aceptaba a medias esa explicación, pero prefería pensar que éramos una nación fallida llena de idiotas e insensibles.

No respondo por la de Charlie, pero mi teoría se ha probado falsa una y otra vez. Tal ves otra posibilidad es que en Colombia los españoles llegaron a un territorio sin grandes imperios indígenas contemporáneos cuyas tradiciones culinarias hayan llegado a nuestros días (más allá de algunas excepciones). México, un país tan rico y de condiciones parecidas al nuestro, me pone en evidencia.

EL BARROCO

El viaje a Taxco es tan breve como el placer de probar su plato estrella. De vuelta a Ciudad de México, unos amigos me llevan a un encopetado restaurante de Polanco que se presenta como modesta cantina. Para perfeccionar el ardid, entre sus empleados hay uno que recorre las mesas cargando una batería y unos cables, y ofreciendo a los comensales jugar a “los choques” por unos cuantos pesos. Estos personajes solían recorrer las cantinas por cuenta propia para ganarse unos monedas, y este lujoso restaurante toma como nota de color, y esencia de lo que es una verdadera cantina, la representación de la miseria en sus pasillos. Lo importante, sin embargo, es que no pierdo en el juego.

Llega la entrada. En un plato largo y angosto reposan tres esferas bañadas en una salsa de un carmesí difícil. Al partir una, encuentro, bajo la salsa y la suave corteza frita entre amarilla y café, un interior verde oscuro con un centenar de minúsculos puntos blancos. Se llaman huazontles. El balance entre los dulces, salados, picantes, y los aromas herbales del plato produce una sensación umami.

Al abrir las esferas, parece que hubiera cortado transversalmente un ágata. Los círculos concéntricos de colores son hipnóticos. Pero en realidad no fueron producto de la paciente labor de la presión y la multitud de minerales bajo tierra, sino que son una exhibición barroca de los cocineros de este restaurante, una ostentación de ingeniería y un despilfarro de recursos humanos. Los huazontles parecen fruto de la cocina francesa más que de la mexicana, si uno no conoce bien esta última. La combinación de sabores es tan compleja como la confección escalonada de este plato. Esta es la receta del Nuevo cocinero mexicano en forma de diccionario, de 1888:

 

Guazoncle. Se deriva esta voz de la mexicana quauhtzontetl, y se designa con ella una planta hortense, que produce en la extremidad un ramillete de florecitas blancas, bajo las que nacen las semillas en forma de espiga, que son lo que se come. Se pueden guardar hasta un año, dejándose secar y colgándose; y cuando se quiera hacer uso de estos guazoncles secos, no hay más que echarlos a remojar de un día para otro y guisarse en el siguiente. Desprendidos los vástagos del guazoncle, se les quitan todas las hojas y lo mas grueso de los troncos, y se ponen a cocer en agua con sal de la tierra: cuando están cocidos, se apean y se refrescan en una poca de agua limpia: se sacan de allá y se exprimen. Se muele queso fresco o añejo y se revuelve con un poco de pan rallado; de esta masa se pone una poca entre dos capas de guazoncle, se les polvorea sal y pimienta, y bañándolos en huevo batido, se ponen a freí­r; y fritos, se sirven con sal y pimienta. Guazoncles en especia. Después de fritos como se dijo en el artículo anterior, se fríen en manteca ajos y cebollas picadas y xitomate asado y molido: se echa en la fritura caldo o agua, y se sazona todo con sal y especias de todas, siendo los cominos en muy corta cantidad; se espesa el caldillo con pan remojado y molido, y se echan en él los guazoncles fritos, dejándose hervir todo hasta que el caldillo quede bien sazonado y de una regular consistencia. Guazoncles en clewole. Después de fritos como queda dicho, se ponen a cocer en cualquiera de los caldillos de chile, explicados en tantos artículos, principalmente en la palabra “mole” (véase mole).

 

Se necesitan manual y diagramas para preparar el huanzontle, pero haré caso a la última recomendación del diccionario y hablaré un poco del mole, ese curry mexicano, otra de las apetitosas catedrales góticas que alguien de este país puede construir en cuestión de un día. Otra evidencia de la imbricada poesía de su cocina que, al tiempo que alimenta, deslumbra con fanfarronería, al modo de Alejo Carpentier.

Para entender la gastronomía mexicana hace falta apoyarse en una teoría del color. Saltándonos los chiles, una de sus principales especias, el achiote es más un colorante que un saborizante, y los mexicanos insisten en que su sabor naranja-rojizo es imprescindible en tantos adobos, desde la cochinita pibil hasta esos descendientes del kebab sudamericanos que son los tacos al pastor. En estos últimos, los cubos amarillos de piña y un jardín de cebolla y cilantro decoran por encima los delgados cortes de cerdo adobado con achiote, todo sobre una tortilla que confunde al ojo entre el blanco puro de sus almidones y el nutritivo amarillo del maíz. Lo pictórico es fundamental en esta comida. Esos comerciales de detergentes en la televisión, en los que una mujer se enfrenta a una percudida camisa blanca con enormes manchas de colores, se los inventaron aquí, donde la comida no es solo grasa, carbohidrato y proteína sino pigmento. No en vano, uno de sus platos insignia es el “manchamanteles”.

La luz, madre del color, es un tema en este país, y está atrapada en muchos de sus platos. Tanto en los que consigues en las hendiduras subterráneas y escondrijos urbanos de Ciudad de México, como en los que se preparan en los prados coloridos bajo cielos amplios de ciudades como Oaxaca, donde pruebo el mole. La brillante oscuridad del mole negro oaxaqueño absorbe todas las longitudes de onda, tal y como acumula el excesivo abanico de ingredientes que producen su tono y que no enumeraré aquí más allá de decir que van desde la miga de pan, todo tipo de chiles y nueces, hasta el chocolate.

Aunque el mole se puede hacer en un día, cierto chef que discurre entre Ciudad de México, Oaxaca y Nueva York ha preferido cultivar la misma olla por años. El mole madre de Enrique Olvera, del restaurante Pujol, tiene 1.657 días de vida a la fecha, casi cinco años. Está inspirado en la masa madre, un cultivo simbiótico de levaduras y bacterias que los europeos han usado tradicionalmente para leudar el pan desde antes de que existieran las levaduras comerciales. En el caso de la masa madre, día a día se extrae un poco de su organismo vivo para usarlo en la confección del pan y se le agrega nueva masa que servirá para la alimentación de los microorganismos que la constituyen. Así también el mole madre de Olvera se mantiene vivo añadiéndole diariamente nuevos ingredientes que suman sus sabores y texturas a este plato que nunca se termina, que crece, cambia, se deteriora, como cualquier ser vivo afectado por el ambiente; pero que también se regenera con las nuevas inclusiones y la atenciones que le prodigan los cocineros.

En su restaurante Pujol, Olvera sirve un círculo perfecto de ese mole, espeso y de un café oscuro, casi negro, y en el centro pone una cucharada más pequeña de un mole nuevo, preparado ese día, de un tono más claro y parduzco. Las salsas son dos círculos concéntricos que se superponen, parecen formar un embrión que flota en la blancura del plato. Las dos partes no se funden: lo que sucede en la boca es una sumatoria en la que los elementos se mantienen distintos, algo equivalente a probar el transcurrir del tiempo. Como si se pudiera estar en dos momentos a la vez, el nacimiento y la adultez.

En Oaxaca me pasará algo similar, pero por vía contraria, mientras como aquí y allá en puestos sin pretensiones. Un poeta colombiano me acompaña por la Central de Abasto en busca de chiles secos, moles listos y quesos para mi regreso a Colombia. Lo he arrastrado durante horas por los callejones atiborrados de productos, y aún no hemos almorzado pese a que ya está bien entrada la tarde. En un resquicio descubrimos a un anciano pequeño, de bigote y sombrero blancos que vende tamales salidos de un balde de pintura. “De frijol, de mole, de epazote”, anuncia. Pido del último, relleno de una hierba que nunca he probado, y le ofrezco la mitad al poeta, que rechaza mi invitación alegando que comerá en la noche, con lo que demuestra una vez más la característica frugalidad de su especie.

Son las cuatro de la tarde. A esta hora, la luz hace que los objetos nos impongan la necesidad de mirarlos. Nos sentamos a la sombra y abro el tamal. Adentro me esperan el maíz amarillo y una franja verde en la que son reconocibles las hojas plegadas y el tallo de una plantita modesta. Costó una moneda. El anciano me regaló, además, una bolsita llena de una salsa de chile de árbol y guajillo, aterciopelada, ahumada y muy picante, como descubriré después. El conjunto es una oda a la humildad. Lo único suntuoso en mi merienda es la manteca de cerdo que debieron usar. Socorro del Paso, esa mujer cuyo nombre sugiere su labor de guía en los caminos, dice sobre los tamales de Oaxaca que “la masa está lista cuando una pizquita, puesta en un vaso de agua, flota”. Con solo verlo confirmo esa ligereza. Aunque estrechamente arropada con su hoja, la masa se desprende fácilmente por el vapor que luego de cocerla ha interpuesto minúsculas gotas de agua entre ella y su cobija. He llegado al lugar, a la X en el mapa y en el nombre de este país, pero apenas me voy a enterar.

Hundo mis dedos en esa masa suave, pero lo suficientemente firme como para no deshacerse mientras la llevo a mi boca. El aroma de la yerba es como una palabra de un idioma extranjero que explica una idea nueva pero sospechada. Y cuando entra en mi boca, muerdo una porción de maíz que contiene todos los maizales. El sabor me asombra un instante, para luego hacerse tan natural como el de la leche para un niño. Ahí está. Cuali. Aquello que en su sencillez supera cualquier barroco y encierra todas las catedrales.

ACERCA DEL AUTOR


Karim Ganem Maloof

Fue editor en jefe de El Malpensante. Sus textos han aparecido en medios de Colombia, España y Estados Unidos. En 2020 recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en la categoría de humor por “El cordero crudo de El Vegano Arrepentido”, publicado en esta revista. Tiene una columna mensual en El Espectador, llamada “Calor residual”, dedicada a asuntos del paladar.