Libros por metro

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POR Karim Ganem Maloof

Enero 27 2021

Libros por metro

 

En su columna de El Tiempo titulada “Léete, Filbo”, Yolanda Reyes se pregunta: “¿Es posible, para atender al eslogan que este año lanzó Filbo, ‘leerse’, mientras se avanza entre empellones entre una multitud desorientada?”. La pregunta caló en quienes sintieron pavor de transitar por los atestados pabellones de Corferias y reclaman mayor énfasis en la propuesta temática y la curaduría cultural de la Filbo, por encima de la cotización del metro cuadrado de sus stands.

Yolanda exige más honestidad sobre el verdadero propósito de una feria principalmente comercial que, al menos a mí, me parece ya lo bastante frentera, aunque no evite recurrir al prestigio cultural del objeto que comercializa (eso es tanto como pedirle a cualquier vendedor que renuncie a la estrategia publicitaria, como no mezclar zapatos tenis con los deportistas que mejor los saben usar, o que un frutero evite mencionar que las hortalizas son saludables).

La Filbo bebe de las dos aguas: es festival cultural, pero sobre todo es un lugar para comerciar con libros, más incluso que para hablar de las ideas que contienen. Los eventos culturales que tienen lugar en ese mercado son contingentes, y aunque valiosos algunos, la mayoría cumple la función de atraer a los consumidores (esa detestable palabra) para que deambulen por pasillos en los que deberán comprar o someterse a ver con dolor los avisos de grandes descuentos y promociones que estarán desaprovechando. En fin, la idea es comprar libros al por mayor y no al detal.

Estoy de acuerdo con muchas de las ideas que Reyes expone en su columna. Sobre todo con aquellas líneas en las que intuye que muchas personas cambiaron los centros comerciales que suelen recorrer los fines de semana por otro centro comercial, de carácter folclórico y temático.

A propósito del espíritu de la época, cuento dos hechos elocuentes ocurridos de manera simultánea a la Filbo pero no dentro de Corferias.

Por esos días, el dueño de Merlín, esa imponente librería de viejo en el centro de Bogotá, recibió a una pareja con una solicitud que él nunca antes había escuchado: “¿Vende libros por metros?”. La pareja se refería a esa modalidad de compra que han instaurado, en librerías y anticuarios, algunos diseñadores de interiores que llenan espacios vacíos con muebles y estanterías para exhibir los prestigiosos lomos de libros que nunca serán leídos. Para tales clientes, los libros alemanes antiguos son muy codiciados (las letras góticas se ven bien al lado del televisor); también los libros franceses del siglo xix (con sus encuadernaciones recorridas por vetas de colores); los lomos blancos de cierta editorial gala son menos populares por cuanto el blanco se ensucia fácil (aunque los libros sucios y viejos brindan cierta distinción). Con respecto al producto local, el diseño editorial colombiano alcanzó su cénit con la encuadernación de tomos jurídicos, que están a disposición de quienes prefieren para sus muebles y bibliotecas un tapiz más sobrio y uniforme, de colores serios, como el rojo hierático, el azul somnoliento y el verde estreñimiento.

Lo concreto es que la petición con la que se encontró el librero de Merlín no es casual. Hay una simbiosis entre libros y mobiliario, entre objeto principal y soporte. Antes hice referencia a los “consumidores” que transitan por la feria, y no a los lectores, porque, si hay algo que uno puede comprobar en eventos como la Filbo, es: no querer leer un libro no debe disuadirnos de comprarlo.

Durante las semanas que dura la Filbo, disfruto recorriendo librerías distantes de Corferias, porque cuentan con espacios vacíos donde meter nuestra existencia. En cambio, esquivo minuciosamente los pabellones de la Filbo, aunque asisto a las charlas que se desarrollan en sus salones. Renuncio a tesoros con el 70% de descuento, sí, pero también a los empujones que obligan a avanzar como si uno estuviera en una enorme cinta mecánica de movimiento perpetuo. La lectura exige calma y paciencia, pero no hay lugar para la pausa allá dentro, porque el afán es de compra y no de lectura, y el acto de comprar en medio de una turba exige un frenesí que priva del placer de hallar tesoros con el 70% de descuento. (No niego que tal frenesí es justificado para quien anhela un libro que solo podría comprar con descuento.)

El otro suceso elocuente que me ocurrió durante la Filbo fue una charla con un taxista, mientras me dirigía a Corferias a través de una calle embotellada por cientos de conductores con el mismo destino. Según el taxista, la Feria del Libro y la Feria del Hogar son los dos eventos más populares y multitudinarios de Corferias, y uno podría entender la similitud: las familias recorren los pabellones como distracción en su día de ocio, mirando los libros como muebles, que tienen un uso específico, por supuesto, pero que valen también y sobre todo por sus características decorativas y el estatus cultural que otorgan.

En ese sentido, siguen sonando en mi cabeza las palabras de un miembro de esta fundación que, para vender un ejemplar de la revista a uno de esos consumidores de la Filbo, no se refería al contenido sino a las cómodas dimensiones de la revista y a sus duraderos materiales, a lo bien que se veía encima de un escritorio o de una mesa. Disculpo a esa persona porque es una estrategia necesaria para quienes confiamos en el contenido que empacamos en estas dimensiones cómodas y bonitas, aunque nos concentremos en vender el empaque para que caiga en la mesita del café de alguien curioso que lo abra y lea su interior. Como quien dice, si uno lanza una botella al mar con un mensaje, mejor que sea la clase de botella que alguien quiera tener en su casa sobre una cómoda.

Pero Yolanda reclama que la Filbo se lea a sí misma, así como la feria invitaba a hacer mediante su eslogan de este año, lo que me recordó un ensayo de Jaime Alberto Vélez que publicamos hace dos décadas en su columna “Satura” y que sigue vigente. Se llama “La abolición del lector”, algo muy en consonancia con este editorial. Si usted, lector, no ha sido abolido y es minucioso, se dará cuenta de que la conclusión del ensayo es rara, incluso contradictoria: después de haber dado un sinfín de razones por las que el libro sin lector tiene tanta acogida entre el público y en los estantes domésticos, Jaime Alberto no se explica las razones de su éxito.

ACERCA DEL AUTOR


Karim Ganem Maloof

Fue editor en jefe de El Malpensante. Sus textos han aparecido en medios de Colombia, España y Estados Unidos. En 2020 recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en la categoría de humor por “El cordero crudo de El Vegano Arrepentido”, publicado en esta revista. Tiene una columna mensual en El Espectador, llamada “Calor residual”, dedicada a asuntos del paladar.