Artículo
Un padre y su hijo de dos años van a conciertos de música clásica para conocerse en silencio.
Ilustraciòn de Ana Bustelo.
Todo en Iowa parecía una fábula. Vivíamos en una casa cuya dirección era 720½ Walker Circle. O sea, ni la número 720, ni la número 721, sino quizás una casa estrecha y alta entre las dos. O quizás una casa imaginaria. O quizás una casa partida a la mitad. Me hacía pensar en la oficina de Willy Wonka, en Alicia y su media taza de té. Y alguna noche hasta me puse a buscar si no había por ahí –acaso en el ático o detrás del botiquín– una portezuela hacia mi subconsciente. La pediatra de mi hijo en Iowa se llamaba Moonjelly. La doctora Moonjelly. Un nombre demasiado fantástico como para ser real. Un nombre más del universo del doctor Seuss que de una doctora del Medio Oeste norteamericano. Pero la verdadera magia y fantasía de Iowa sucedía los domingos. Mi hijo se pasaba toda la semana preguntándome si era domingo. ¿Hoy es domingo, papá? ¿Ya es domingo, papá? Y es que cada domingo, desde que llegamos, yo llevaba a mi hijo a un concierto gratuito de música clásica en el auditorio de cámara enteramente rojo del Voxman Music Building, el majestuoso edificio de la facultad de música de la Universidad de Iowa. Para mi hijo, los domingos en Iowa eran días de música.
Su primer concierto clásico –el primero de su vida– fue de Haydn. Sentado en mi regazo, aguantó en silencio todo el primer movimiento del Cuarteto de cuerdas en do mayor, opus 54, n°2 –es decir, menos de diez minutos–, antes de darse la vuelta, agarrar mi brazo y ponerse a tocarlo como un violín. Otro domingo vimos un coro ensayando una pieza de Mendelssohn, y mi hijo quedó fascinado no con el coro, ni tampoco con Mendelssohn, sino con una joven pianista tan pequeña y pálida que parecía una miniatura de porcelana. Otro domingo mi hijo se asustó con un concierto de órgano. Nunca supe si fue por el tenebroso sonido del instrumento, o por el organista viejo y serio y vestido todo de negro. Mi hijo prefirió salir a los sillones del vestíbulo a jugar a que era un piojo grande. Piojote, decía él riéndose. Otro domingo vimos a un grupo de mujeres percusionistas volar debajo y alrededor de un inmenso candelabro...
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Hermoso texto, lo leí mientras estaba desde antes escuchando música clásica y, sin conocerlo, te alcanza a transportar al auditorio del Voxman.
Ganador en 2010 del Premio de Novela Corta José María de Pereda con La pirueta. En 2019, Libros Malpensante publicó su volumen de crónicas "Biblioteca bizarra".
Agosto 2019
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