Dicen que todo esto –la debacle económica y social que hemos sufrido los humanos por cuenta del nuevo coronavirus– es culpa de un murciélago. Este es el microrrelato de aquella teoría conspirativa: un día un humano va a una plaza de mercado en Wuhan y se pide una sopita de murciélago que lo enferma de una neumonía desconocida. El humano a su vez contagia a sus amistades, y estas contagian a las suyas, y estas al resto del mundo. Todo empeora –se declara el estado de emergencia, la cuarentena preventiva obligatoria, pánico en las calles– hasta que, encerrado en su casa, lejos de familiares y amigos, el humano mira a sus conocidos a través de cristales virtuales, mientras mastica el odio –los remanentes del murciélago entre sus dientes– hacia el “vampiro” que ocasionó todo esto. Pero los que acusan al murciélago olvidan un pequeño detalle: el humano se comió al murciélago, y al hacerlo absorbió el virus de un animal. De hecho, si tuviéramos que diferenciar un humano de un murciélago, podríamos decir, entre muchas otras cosas, que el primero es más vampiro que el segundo –existen varias especies de murciélagos y la inmensa mayoría come frutas e insectos– dado que su apetito insaciable lo hace succionar frenéticamente –nutrientes, enfermedades, recursos naturales, conocimiento– de cualquier otro ser. Esa naturaleza hematófaga para actuar –que lo ha llevado casi a destruir la Tierra, como una garrapata que enferma al organismo que la aloja–, sin embargo, podría salvar al ser humano del covid-19 y, a su vez, de males peores.
Pero para que eso pase, los que se han recuperado del virus deberán sacrificarse ofreciendo su sangre por los que aún están enfermos. De forma parecida se hizo cien años atrás, durante la pandemia de la gripe española. En aquel entonces ya se había probado científicamente la creencia, popularizada en principio por mitos y leyendas –Drácula, entre muchísimos otros–, de que la sangre tiene propiedades curativas –que hoy en día podemos comparar con las de los antibióticos, creados en 1928–. A principios del siglo XX, se hacían transfusiones sanguíneas para combatir enfermedades como el sarampión, las paperas, la poliomielitis o la mortífera gripe española. De esta última enfermedad, la deliciosa sangre salvó a cerca de dos mil personas.
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Ganador del Premio Nuevas Voces Emecé-Idartes con su novela "Nadie grita tu nombre" (2017). Hizo parte de la redacción de El Malpensante. Cursa una maestría en artes en la Universidad de los Andes.
Mayo 2020
Edición No.218
Publicado en la edición
No. 215Traducción del italiano de María Esther Gutiérrez y Karim Ganem Maloof Un mordaz editor italiano confeccionó esta lista de definiciones que haría sonrojar h [...]