Diez alternativas en la guerra contra las drogas

En tiempos en que la guerra gringa contra las drogas ha generado más problemas que resultados y la legalización unilateral resulta políticamente imposible, ¿qué nos queda por hacer? Un experto en el tema plantea respuestas.

POR Ethan A. Nadelmann

Enero 27 2021
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© Rick Barrentine. Corbis

El fracaso de la guerra contra las drogas ya es parte del saber popular, no solo en Estados Unidos sino en gran parte del mundo. Es ampliamente reconocido el hecho de que este fracaso no se dio solo en el pasado y sigue dándose en el presente, sino que además continuará en el futuro. En ningún otro lugar del mundo esta afirmación es más verdadera que en América Latina, donde continuamente están explotando disidencias y regándose a lo largo de cada vez más regiones a una velocidad mayor de lo que pueden ser contenidas.

Las discusiones tradicionales sobre el tema de las drogas, que se daban entre los hacedores de políticas y los expertos en las Américas, solían terminar con un discurso estándar: acuerdo mutuo para cooperar en la disminución del suministro de drogas en el Sur, aminorar la demanda en el Norte, respetar la soberanía y asegurarse de que el tema recibiera una prioridad muy reducida y que permaneciera a gran distancia de asuntos bilaterales más cruciales. Este discurso persiste, pero cada vez suena más hueco.

Observen la evidencia. Solo en la última década, Estados Unidos ha gastado miles de millones de dólares, ha encarcelado a millones de personas, ha decomisado toneladas de drogas ilícitas y ha erradicado, en forma directa o indirecta, cientos de miles de hectáreas tanto en América Latina como dentro de sus fronteras. En un esfuerzo por justificar todo esto, los funcionarios del gobierno nortea­mericano señalan una disminución del número de personas que admiten ser consumidoras de cocaína o marihuana, ignorando en forma cínica la evidencia de que persiste un grave abuso de drogas y otros problemas relacionados con ellas –muertes por sobredosis, nuevas infecciones de VIH y hepatitis, sin mencionar los daños sociales y de salud asociados con la guerra antidrogas–, a niveles mucho más elevados que aquellos que se observan en otros países industrializados.

Hace algunos años los funcionarios del gobierno de Estados Unidos se ufanaron también de los descensos dramáticos de la producción de coca en Bolivia y Perú, a pesar de que los productores colombianos compensaron inmediatamente esa diferencia. Ahora están jactándose de bajas en la producción en Colombia, a pesar de que es evidente que en Bolivia y Perú se están recuperando las cifras de antes. Un análisis reciente de la Casa Blanca indica que los precios al por menor de la cocaína y la heroína en Estados Unidos están más bajos que nunca. Nadie sabe cuántas son las reservas, y el mercado está cada vez más globalizado. Algunos dicen que es como empujar un globo, otros señalan que es como caminar sobre mercurio. “No es una sorpresa –dicen los economistas–, estamos tratando con un mercado global de mercancías, no con un virus infeccioso”.

Los líderes latinoamericanos no están ciegos ante las consecuencias de la miopía política del gobierno de Estados Unidos. A lo largo de las últimas dos décadas Colombia ha sido como el Chicago de Al Capone, solo que multiplicado por cincuenta. Lo mismo puede decirse de las favelasde Brasil, donde los jefes urbanos de la droga concentran el mayor poder. En México, los nombres de los principales traficantes, así como los de aquellos a quienes intimidan, matan y corrompen, siempre están cambiando, pero las historias siguen siendo las mismas. La pobreza y la desesperación se están incrementando entre los campesinos de Bolivia y Perú, que se esfuerzan por alimentar a sus familias: en última instancia plantarán cualquier cosa que les permita sobrevivir. Los problemas en toda la zona son prácticamente los mismos.

¿Cuál es la solución? Ciertamente, no es recurrir a la política del garrote y la zanahoria, como suelen llamar los funcionarios de Estados Unidos a la sustitución y erradicación de cultivos. Por décadas, este esfuerzo ha producido pequeños triunfos localizados que al final han demostrado resultar efímeros e irrelevantes respecto al contexto general. “No necesitamos un ‘desarrollo alternativo’ –dicen los latinoamericanos–, necesitamos un desarrollo económico”. Muy cierto, pero esa aún no es la respuesta al problema de las drogas. Si lo fuera, Estados Unidos –uno de los países con mayor desarrollo económico del mundo– no sería uno de los principales productores de marihuana y metanfetamina del globo. Por el contrario, no existe hoy una mejor manera de que un país en desarrollo capte fondos de asistencia de las Naciones Unidas, de Estados Unidos y de otros gobiernos que producir una gran cantidad de coca u opio ilegales. ¡Qué tal el incentivo!

Cada vez se habla más de lo indecible, no solo detrás de puertas cerradas sino en voz alta, y no únicamente entre intelectuales sino también entre funcionarios y otros líderes. “Todos tenemos problemas de drogas –dicen– pero la mayoría de ellos (la violencia y la corrupción, el empoderamiento de criminales organizados, la distorsión de economías y hasta las violaciones a los derechos humanos y las depredaciones ambientales) son el resultado de las costosas e infructuosas políticas de interdicción impuestas efectivamente sobre nosotros por el poder gringo”.

En junio de 1998 dirigí una carta abierta al secretario general de la ONU, Kofi Annan –publicada en The New York Times–. En ella le solicitaba que iniciara un diálogo verdaderamente abierto y honesto sobre el futuro de las políticas globales de control de drogas. “Creemos –decía la carta– que la guerra antidrogas está causando mayor daño que el mismo abuso de las drogas”. Entre los cientos de signatarios de la carta había jefes de gobierno y distinguidos ministros, así como premios Nobel de todo el mundo, pero la lista de América Latina era la más impresionante. Estaba firmada por ex presidentes de Bolivia (Lidia Gueiler Tejada), Costa Rica (el premio Nobel Óscar Arias), Colombia (Belisario Betancur), Guatemala (Ramiro de León Carpio) y Nicaragua (Violeta Barrios de Chamorro); también por los ex cancilleres de Bolivia (Antonio Araníbar Quiroga), Colombia (Augusto Ramírez Ocampo), Perú (Allan Wagner), Venezuela (Simón Alberto Consalvi) y Nicaragua (el sandinista Miguel D’Escoto Brockman); los autores Isabel Allende y Ariel Dorfman de Chile, el premio Nobel de Argentina, Adolfo Pérez Esquivel, y Mario Vargas Llosa, escritor peruano y ex candidato presidencial; el ex ministro presidencial de Ecuador, Washington Herrera; el ex candidato presidencial y actual presidente de Brasil, Luiz Inácio “Lula”da Silva; Jesús Silva Herzog, ex embajador mexicano ante Estados Unidos; y Diego Arria, ex representante venezolano ante las Naciones Unidas.

 

© Rick Gayle Studio. Corbis

Desde entonces, algunos líderes latinoamericanos han llegado aún más lejos y planteado abiertamente el tema de la legalización, incluso en pleno ejercicio de funciones oficiales. “¿Por qué simplemente no legalizamos las drogas?”, dijo el presidente de Uruguay, Jorge Battle, en el 2000. “El día en que las drogas sean legalizadas en Estados Unidos perderán su valor. Y si pierden su valor, no habrá ganancia”. Por su parte, el presidente mexicano Vicente Fox afirmó en marzo de 2001:

Mi opinión es que en México no es un delito tener una pequeña dosis de drogas en el bolsillo [...]. Pero cuando llegue el día en que se elimine la alternativa de castigar el consumo de drogas, esto se tendrá que generalizar a todo el mundo, ya que no vamos a ganar nada si México lo hace [...] pero la producción y el tráfico de drogas [...] a Estados Unidos continúan. Por tanto, la humanidad un día la verá [la legalización] como la alternativa más sensata.

En 1999, poco antes de asumir sus funciones en el gobierno, el ex canciller de Fox, Jorge Castañeda, dijo:

[...] la legalización de ciertas sustancias podría ser la única manera de reducir los precios, y hacer esto podría ser la única manera de corregir algunos de los peores aspectos relacionados con la plaga de las drogas: violencia, corrupción y el colapso del imperio de la ley.

Por su parte, Jaime Ruiz, asesor de alto rango del entonces presidente colombiano Andrés Pastrana, dijo:

Desde el punto de vista de Colombia, es la solución más fácil. Es decir, legalícenlas y ya no tendremos más problemas. Probablemente en cinco años ya ni siquiera tendríamos guerrillas... Tendríamos un gran país libre de problemas.

Estas voces articulan un sentimiento que es penetrante y que se enfrenta perplejo y enfurecido contra la hipocresía de Estados Unidos: apóstol global del mercado libre en la mayoría de los casos, pero frente a las drogas, comprometido de manera apasionada con un tipo de antieconomía que supuestamente ya se había desacreditado con la caída del comunismo. En efecto, la política antidrogas estadounidense puede parecer tan absurda que muchos latinoamericanos asumen que no se trata de un interés genuino por el tema de las drogas sino de una pantalla para otros intereses económicos y de seguridad o, simplemente, de otra manera de humillar y subyugar a las naciones más débiles.

De hecho, algunas estrategias de la guerra antidrogas encajan perfectamente con otros intereses norteamericanos –como el deseo de reprimir a los insurgentes izquierdistas y proteger las reservas de petróleo de Colombia–, pero la correspondencia con estos propósitos no agota el tema; es importante que los latinoamericanos se den cuenta de que Estados Unidos actúa de una manera algo irracional cuando se trata de drogas. La misma fe casi religiosa en la abstinencia que produjo la prohibición del alcohol en ese país sigue firme, pero el “maldito ron” de entonces ha sido reemplazado por la marihuana, la cocaína, la metanfetamina y cualquier sustancia que sea una tentación para los adolescentes y un motivo de excitación para los medios. Es posible que la guerra antidrogas de Estados Unidos descargue un daño proporcionalmente mayor sobre los países más pequeños, pero la mayor víctima, en términos absolutos, es el propio Estados Unidos.

Cuando se trata de políticas antidrogas, los intelectuales pueden establecer alianzas de lo más incompatibles. Por ejemplo, ¿qué tienen en común el economista y premio Nobel Milton Friedman y el republicano, ex secretario de Estado y del Tesoro de Estados Unidos, George Shultz, con izquierdistas políticos latinoamericanos como Evo Morales y Lula? Todos ellos piensan que la política antidrogas de Estados Unidos está causando mucho más daño que beneficio. Lo gracioso es que Friedman y Shultz proponen soluciones más radicales.

Pero por más sentido que tenga la legalización para América Latina, ésta es políticamente inconcebible en este momento y en el futuro previsible. Ningún país –ni ningún grupo de países– podría legalizar de manera efectiva la cocaína o la heroína en forma unilateral. Hacerlo implicaría marginarse ante las demás naciones, adquirir un estatusde parias y estar sujetos a potenciales sanciones draconianas.

La mayoría de latinoamericanos que conozco simplemente se frustra y abandona cualquier esfuerzo. “Recemos –dicen– por la aparición de nuevas drogas sintéticas que eliminen la demanda de las exportaciones ilícitas de la región”. Pero estos rezos ya han sido pronunciados por décadas y solo han sido respondidos parcialmente. Nuevas drogas como el éxtasis, la metanfetamina o los opioides sintéticos han aparecido y se han propagado en Estados Unidos y otros países, pero esto no ha traído alivio alguno para América Latina.

Es bastante claro que no existen respuestas fáciles ni soluciones rápidas. Pero eso no significa que la única alternativa sea la desesperación. Déjenme sugerirles, a continuación, diez puntos que podrían resultar productivos.

 

Primero ¡Estén abiertos al debate! Los funcionarios gubernamentales norteamericanos hacen grandes esfuerzos por mantener el tema en reserva, tanto dentro como fuera de Estados Unidos. Se reprimen los informes que preparan los expertos, se cancelan conferencias, no invitan a los críticos a los eventos claves, o les retiran la invitación. La ONU, la OEA y otras organizaciones internacionales no se atreven a ocuparse de los verdaderos temas, mientras que el zar antidrogas de Estados Unidos evita intencionalmente todo debate con críticos informados. Los funcionarios del gobierno norteamericano temen que si permiten críticas a las políticas de su país las estarían legitimando, esto a pesar de que las personas más sensatas entre ellos reconozcan que esas mismas políticas son indefendibles. Pero los latinoamericanos no tienen por qué acatar esta campaña de censura. Un debate más vigoroso, abierto e informado se traducirá en mejores políticas.

Segundo Tengan en cuenta que aunque es bueno que exista una mejor cooperación entre las agencias encargadas de aplicar las leyes y otras dependencias, eso es irrelevante para enfrentarse a los problemas de fondo. Así pues, enfocar la atención de manera constante en “mejorar la cooperación” puede ser contraproducente en la medida en que distrae a los hacedores de políticas. La policía, los fiscales y otros individuos encargados de hacer cumplir las leyes antidrogas son por lo general los últimos en pensar críticamente sobre ellas. Muchos las apoyan de forma instintiva y es habitual que aboguen por nuevas leyes criminales que les permitan mejorar su capacidad para hacer cumplir las viejas, pero en ningún momento preguntan siquiera cómo o por qué fueron promulgadas, si todavía tienen sentido o si pueden estar causando más daño que bien. Después de todo, ésa no es su responsabilidad. 

 


© George Logan. Corbis

Tercero Conozcan la historia del cómo y el por qué las naciones latinoamericanas aceptaron originalmente la interdicción de las drogas. Quienes dirijan su atención hacia este asunto encontrarán que muchas de las leyes antidrogas fueron promulgadas no para enfrentar los problemas locales relacionados con el abuso de ellas, sino en respuesta a las presiones del gobierno de Estados Unidos. Hallarán, asimismo, que nunca se comisionaron trabajos para determinar el posible impacto de la interdicción de drogas que en ese momento casi nadie consumía. Y se toparán con que los supuestos informes científicos que se hicieron sobre la coca y la marihuana, cuando fueron criminalizadas por las leyes locales e incluidas en las convenciones globales antidrogas hace décadas, no se basaban en datos verdaderamente científicos sino en una pseudociencia, en el racismo y en prejuicios.

Cuarto Cambien de retórica. La guerra contra las drogas no es una política para controlar los mercados ni el consumo. Es una política prohibicionista, como ocurrió con el alcohol en Estados Unidos. No representa la máxima forma de regulación sino más bien la abdicación de la regulación: de manera efectiva, pone cualquier cosa al alcance de aquellos que la estén buscando y estén dispuestos a beneficiarse del mercado negro para encontrarla. La Prohibición terminó en 1933 debido a que la mayoría de estadounidenses hicieron una clara distinción entre los problemas causados por el mal uso del alcohol –que ellos inicialmente esperaban poder resolver con la Prohibición– y los generados por la Prohibición misma. Llegaron a entender que la Prohibición no solo había fracasado en su intento de reducir los problemas relacionados con el consumo, sino que había generado otros: violencia, crimen organizado, corrupción, florecientes mercados negros, incremento del desacato de la ley y un alcohol de mercado negro más pernicioso.

La gente tiene que hacer esa misma distinción hoy. A los funcionarios del gobierno norteamericano les encanta hablar de un “gran problema con las drogas” para ocultar el hecho de que muchos de esos problemas, especialmente en América Latina, han resultado no de las drogas mismas sino de su interdicción. Los gobiernos latinoamericanos pueden no tener, en este momento, otra alternativa que colaborar con esa política fallida, pero por lo menos podrían comenzar a cambiar la retórica de su colaboración. Pueden decir: “Tenemos un compromiso con Estados Unidos para ayudarlos a hacer cumplir sus políticas de ‘prohibición de drogas’ ”. Cuando los medios comiencen a referirse a la política antidrogas como “interdicción de drogas” y empiecen a distinguir entre los daños causados por las drogas y aquellos provocados por la interdicción, no solo en sus editoriales sino también en su cobertura periodística, marcarán el comienzo del final de la guerra antidrogas.

 

Quinto Mantengan sus miradas puestas en Canadá, donde el debate de la política antidrogas ha evolucionado rápidamente en los últimos años. Una comisión del Senado canadiense ha propuesto legalizar la cannabis y realizar otras reformas importantes a la política antidrogas; una comisión parlamentaria ha ofrecido posteriormente sus propias recomendaciones para reformas, algo más cautelosas, y el mismo primer ministro ha dicho que es tiempo de realizar cambios. En las ciudades canadienses se están debatiendo y adoptando algunas medidas para reducir el daño, como las que fueron introducidas en Europa occidental en la década de 1990. Si Canadá puede hacerlo, también lo pueden hacer México, Brasil y otros países. No debería ser tan difícil exigir que las políticas de drogas estén sustentadas en el sentido común científico, económico y de salud, y no en prejuicios, temor e ideologías de “solo abstinencia”.

 

Sexto Reconozcan y acepten la alianza potencial –tanto política cuanto conceptual– no solo con Canadá sino también con algunas crecientes partes de Europa, así como con Australia, Nueva Zelanda y otros. Estas regiones del mundo adoptaron rápidamente, en la década del ochenta e inicios de la del noventa, políticas de “reducción del daño” para disminuir el contagio del sida entre los usuarios de drogas inyectables. Tales políticas incluían un mayor acceso y disponibilidad de jeringas estériles con el fin de reducir la posibilidad de que los adictos compartiesen agujas; la ampliación del tratamiento con metadona y otros sucedáneos; el establecimiento de programas de investigación para brindar heroína farmacéutica a los adictos que no podían dejar de consumirla; y un trabajo directo con usuarios de drogas para reducir las sobredosis y las conductas antisociales. De una manera general, esos países que aceptaron la reducción de daños tuvieron mayor éxito en el control del sida, la hepatitis y otras enfermedades infecciosas, y lograron reducir la criminalidad y las disfunciones sociales relacionadas con el consumo de drogas, en mayor medida que los países que no lo hicieron. Cada vez existe más apoyo a la reducción de daños en Brasil, Argentina y otros países latinoamericanos, en respuesta a sus propios problemas, cada vez mayores, relacionados con el uso de drogas ilegales.

El concepto de reducción del daño tuvo su origen en un criterio de salud pública para aminorar el perjuicio causado por el consumo de drogas entre las personas que no podían o no estaban dispuestas a dejarlas. Pero hoy se define ese concepto de una manera más amplia: como una estrategia para disminuir las consecuencias negativas del consumo de drogas y su prohibición, aceptando que posiblemente ninguna de ellas desaparecerá en el futuro inmediato. Según esta concepción, se reconoce que tratar el tema de las drogas principalmente como un asunto criminal genera mayor daño que beneficio. Ahí radica la concordancia de perspectivas entre aquellos países en los que el aspecto más pernicioso de la política antidrogas es el contagio de sida y aquellos donde el crimen organizado, la violencia y la corrupción representan los principales perjuicios. En 1985, el Gobierno conservador de Margaret Thatcher llegó a la conclusión de que “[...] el contagio de VIH es un peligro mayor para la salud individual y pública que el mal uso de las drogas”. En consecuencia, los servicios destinados a minimizar las conductas de riesgo de VIH debían definitivamente recibir prioridad en los programas de desarrollo. Ya es hora, hace tiempo, de que los líderes de Latinoamérica lleguen a una conclusión semejante: que los daños resultantes de la interdicción de las drogas en sus países representan un peligro mayor que el mal uso o abuso de las drogas, y que los esfuerzos para reducir tales daños deberían recibir mayor prioridad en las políticas gubernamentales.

Las implicaciones para América Latina son muchas, pero quizá la principal sea la oportunidad para pensar nuevamente en mejores alternativas para manejar el problema de la coca y la cocaína. ¿Existe un punto intermedio entre la prohibición absoluta que ha causado tal caos y la legalización absoluta que parece políticamente imposible en un futuro cercano? Consideren el sistema holandés de “cafetería”, que surgió como un modelo de facto para regular las ventas al por menor de cannabis a pesar de la prohibición de jure existente; o los recientes avances suizos para tratar de autorizar la producción y distribución de cannabis; o la proliferación de pruebas de mantenimiento de heroína en Europa y actualmente en Canadá para reducir los daños de la adicción ilegal a esa droga. Ninguna de tales medidas brinda respuestas específicas para abordar el tema de la coca y la cocaína en el contexto suramericano, pero las tres pueden ofrecer inspiración y estimulación para diseñar modelos de regulación de facto.

 

©Yossan. Corbis

Séptimo Incrementen los esfuerzos para relegitimar y legalizar la producción, venta y consumo de productos cuyo ingrediente principal es la hoja de coca; por ejemplo, productos que contengan pequeñas cantidades de cocaína. Millones de personas de Bolivia y Perú mastican coca diariamente, y este proceso libera un goteo lento de cocaína al cuerpo. La OMS ha llegado a la conclusión de que masticar coca no es dañino y podría más bien ser beneficioso para la salud. Millones de personas consumen mates o tónicos de coca y otros productos preparados con este insumo. Hay buenas razones para creer que estos productos, incluyendo pastillas y gomas de mascar, podrían ser vendidos internacionalmente y que no serían más adictivos –y sí posiblemente menos dañinos– que los productos cafeinados con los cuales compiten. Es hora de lanzar una campaña de relaciones públicas para “volver a incluir a la coca como un insumo de la Coca-Cola”.

La prohibición de productos preparados con coca en el comercio internacional no tiene ningún fundamento científico. Recientes estudios serios sobre el uso y criminalización de la coca y la cocaína hace un siglo en Estados Unidos demuestran que ni la retórica antidrogas de entonces ni las leyes criminales que siguieron hacían ninguna distinción entre las formas más potentes de la cocaína, con sus más elevados potenciales de ser mal usadas, y los productos esencialmente benignos preparados a partir de coca y cocaína de baja potencia, que generaban pocos o ningún problema. La prohibición vigente en Estados Unidos a la importación del mate de coca y otros productos similares, incluyendo los más benignos, así como el hecho de que este país prohíba el cultivo de cáñamo (que es legal en decenas de países) y la venta de alimentos preparados con él, revelan una naturaleza casi religiosa de las prohibiciones de drogas por parte de Estados Unidos y del régimen global de prohibición.

 

Octavo Comprendan que las convenciones internacionales antidrogas no presentan obstáculos insuperables a la reforma. Los gobiernos europeos son cada vez más creativos y atrevidos al interpretar estos tratados para acomodar sus propias innovaciones a la reforma de las políticas sobre drogas. Pero también existe un creciente reconocimiento de que los elementos prohibicionistas de las convenciones antidroga representan parte del problema y no de la solución. Estas convenciones, por último, necesitan ser revisadas, si no abandonadas, pero ese proceso puede comenzar con interpretaciones creativas de los tratados vigentes así como excepciones a sus cláusulas más problemáticas.

Noveno No se desesperen con las perspectivas de reforma en Estados Unidos, a pesar del entusiasmo ciego del Congreso para tirar el dinero a este particular agujero de desagüe. Durante el gobierno de Bush los conservadores fueron pensando cada vez más que las políticas antidrogas representaban un gasto imprudente de dinero, y algunos llegaron a considerarlas estúpidas, crueles y contraproducentes. En Estados Unidos está teniendo cada vez mayor éxito un movimiento para llevar a cabo reformas a la política antidrogas, reformar las leyes estatales y locales y bloquear las nuevas iniciativas para la guerra que libra el Congreso contra esas sustancias. Las crisis presupuestales por las que atraviesan muchos Estados han generado presiones para reducir gastos en lujos superfluos como la guerra contra las drogas. Esta guerra tiene un costo aproximado de 40.000 millones de dólares por año –una suma de dinero bastante considerable, aun para Estados Unidos–. El ex secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, dice que el problema de las drogas tiene que ver más con la reducción de la demanda que con su suministro. El Pentágono, el FBI y la CIA están reduciendo sus gastos en la aplicación de leyes antidrogas y cambiando su centro de atención hacia el terrorismo. El cambio está en vías de realizarse.

 

Décimo Comiencen a actuar y a pensar estratégicamente en América Latina. Sospecho que si alguien convocara a una reunión de todos los presidentes, primeros ministros y cancilleres –pasados y actuales– que han pensado, dicho en voz baja o proclamado que la guerra antidrogas es un engaño destructivo y que la legalización, u otra alternativa fundamental, probablemente tendría más sentido, solo habría espacio para que cupieran de pie en la sala. Si invitaran a otros ministros y líderes del Caribe, probablemente necesitarían un auditorio. 

Tal reunión revelaría quizá que este punto de vista representa no una perspectiva “traída de los pelos”, minoritaria, sino un sentimiento mayoritario entre los líderes regionales. De otra parte, por lo general, la cantidad influye en la capacidad de poder y coraje. Una cosa es que el gobierno de Estados Unidos ataque a líderes individuales que digan que la guerra antidrogas es como “la ropa nueva del emperador”, y otra muy diferente cuando el sentimiento se expresa en forma colectiva.

No creo que pueda darse un gran cambio en América Latina hasta que semejante reunión se celebre, pero podría llegar a ser un catalizador cuando esto ocurra. El régimen global de prohibición de drogas que se desarrolló a lo largo del siglo pasado está podrido desde su núcleo. Tuvo que presentarse una pandemia de sida para que se produjeran reformas modestas, pero actualmente el apoyo a medidas de salud pública basadas en principios de reducción de daños está floreciendo en todo el mundo; no solo en Europa, sino hasta en China, Vietnam e Irán. Mientras tanto, nadie sabe qué hacer con Afganistán, cuya economía basada en drogas ilegales rivaliza y posiblemente excede cualquier situación que se pueda encontrar en las Américas. Pero es América Latina la que posee tanto la postura moral como la masa decisiva de liderazgo político requerido para forzar una revisión del pensamiento relacionado con la política global antidrogas en el siglo XXI.

Adaptación de El Malpensante

ACERCA DEL AUTOR


Ethan A. Nadelmann

Es el fundador y director ejecutivo de la Alianza para una Política de Drogas.