Criaturas insaciables

Ya se trate de las bonificaciones de los banqueros, de los desórdenes alimenticios de la gente rica o de las orgías de las celebridades, nada es más noticia que el exceso. ¿Qué revela acerca de nosotros mismos esta fascinación por los incontenibles apetitos de los otros?

POR Adam Phillips

Enero 27 2021

Ilustración de Diego Patiño

Nada hace más excesiva a la gente que hablar acerca del exceso. Tendemos a volvernos o extremadamente críticos o inusualmente entusiastas y excitables acerca de la última orgía de celebridades que registran los medios, o acerca de los sueldos que ganan los altos ejecutivos de las empresas multinacionales. Nadie puede ser indiferente ante los niveles de alcoholismo crónico en que se debaten amplísimos sectores de la población, o ante la inmensa cantidad de pornografía que circula por Internet; ahora todo el mundo conoce a alguien que sufre de alguno de esos llamados “desórdenes alimenticios”, pero al mismo tiempo todo el mundo sabe que en nuestro planeta mueren de hambre centenares de millones de personas todos los años. Hoy en día, el exceso está en todas partes: excesos de riqueza y de pobreza, de sexo y de codicia, de violencia y de creencias religiosas. Si el siglo XX fue, de acuerdo con el libro de Eric Hobsbawm, La era de los extremos, el siglo XXI promete ser La era de los excesos.

Nada nos hace más críticos, asqueados y punitivos –para no hablar de fascinados, regocijados y asombrados– que los extravagantes apetitos de otras personas por la comida, el alcohol, el dinero, las drogas o la violencia; nada nos asusta, nos enfurece y nos desespera tanto como el compromiso extremo de otras personas con determinados ideales políticos o creencias religiosas. Los excesos de otras personas nos molestan, nos preocupan y nos excitan porque revelan algo importante acerca de nosotros mismos, acerca de nuestros temores, nuestros anhelos y nuestras añoranzas. De hecho, los excesos de otras personas nos pueden revelar, como mínimo, que somos o nos hemos convertido en animales excesivos, en animales para quienes el comportamiento excesivo es más la regla que la excepción.
 
Nuestras reacciones ante los excesos de otras personas revelan cuáles son nuestros conflictos. Yo no quiero ser un terrorista suicida, pero puedo querer que en mi vida haya algo tan importante que me lleve a arriesgarla en aras de conseguirlo, o puedo querer, sencilla y llanamente, que sea lo suficientemente agresivo como para ser capaz de proteger a las personas que amo. Los excesos de otras personas, y de nosotros mismos, nos pueden hacer pensar, y no solo reaccionar. De hecho, es posible que algo tan poderoso como el exceso –si logramos reprimir nuestros temores– nos permita tener pensamientos que nunca antes habíamos tenido. Al fin y al cabo, la inspiración, el enamoramiento y las experiencias de conversión religiosa o política –las transformaciones más radicales que pueden ocurrir en nuestras vidas– son por lo general experiencias abrumadoras y excesivas.
 
Cuando Thomas Mann era un niño, su padre se ingenió un experimento para enseñarles a él y a sus hermanos una lección sobre el apetito. “Nuestro padre nos aseguró”, escribe Mann, “que alguna vez en la vida podríamos ir a la pastelería y comer tantos buñuelos y pasteles de crema como quisiéramos. Nos llevó luego a un paraíso en donde olía a dulce, permitió que el sueño se volviera realidad y a mí me sorprendió lo rápidamente que llegamos al límite de nuestro deseo, que creíamos infinito”. Aquí, el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría. Necesitamos experimentar con nuestra glotonería para descubrir que solo en nuestros sueños fantasiosos somos excesivos; que nuestro apetito es en realidad sensible; que se autorregula, como nos gusta decir, y que sabemos cuándo hemos tenido suficiente. ¿O era tal vez que cuando niño Mann creía de manera excesiva en las palabras de su padre? Vale la pena, por supuesto, preguntar por qué tendemos a ser excesivos en nuestras vidas fantásticas; por qué, al menos en la fantasía, los apetitos excesivos y su correspondiente satisfacción resultan ser tan atractivos –y atrayentes– para todos nosotros. Cuando alguna vez le preguntaron al cantante Neil Diamond cómo se sentía ahora que era rico, respondió: “Nadie puede almorzar dos veces”. Sería un alivio creer que el exceso es solo algo que imaginamos, y que si fuéramos muy ricos y pudiéramos comer tanto como nos diera la gana, descubriríamos lo razonables que somos realmente.
 
¿Por qué, si queremos o deseamos algo –una madre o un pastel de crema–, habríamos de querer o desear demasiado de ese algo? Pues bien, es posible que temamos perderlo, o no volver a disfrutarlo de nuevo, y que por eso mismo creamos necesario consumirlo todo y así atesorarlo para siempre, ya que en cualquier momento puede desaparecer, agotarse o pasar a manos de otra persona, motivo por el cual resulta mejor que nos hartemos hasta donde seamos capaces de hacerlo. También es posible que nos volvamos codiciosos porque lo que estamos consiguiendo no es todo lo que queremos: no me satisface completamente y por lo tanto comienzo a creer que más es mejor, que si un pastel de crema no produce los efectos deseados, tres lo harán, cuando en realidad no es un pastel de crema lo que verdaderamente quiero. También es posible que nos volvamos codiciosos a causa de la envidia: me doy cuenta de que el pastel de crema o la madre que quiero no me pertenecen realmente, que dependo de que estén disponibles, y como no puedo enfrentar el hecho de que dependo de ellos, prefiero destruirlos con mi codicia. Siempre existe la creencia mágica de que destruyendo la cosa que queremos, destruimos también nuestra necesidad de ella. Y finalmente, la codicia es una manera de evitarnos a nosotros mismos la tarea de hacer escogencias: si lo tengo todo, no tengo que escoger lo que quiero, ya que escoger lo que quiero significa desechar unos placeres por otros.
 
Cuando codiciamos algo, escribe el psicoanalista Harold Boris, nos encontramos en un estado mental en el cual “deseamos y esperamos tener todo y además tenerlo todo el tiempo”; la codicia “quiere todo, no se conforma con menos”, y por lo tanto “no puede ser satisfecha”. El apetito, aclara en una útil distinción, es inherentemente satisfacible, mientras que el exceso de apetito que llamamos codicia es una forma de desesperación. La codicia aumenta cuando perdemos la fe en nuestros apetitos, cuando lo que necesitamos no está disponible. En este sentido, no es que nuestro apetito sea excesivo, sino que nuestro temor a una frustración es excesivo. El exceso es un signo de la frustración: solo somos excesivos cuando hay una frustración de la que no nos damos cuenta, o cuando surge un temor que no podemos soportar.

 

¿De modo que por qué, volteando la pregunta, si queremos o deseamos algo, habríamos de querer o desear demasiado poco de ese algo? ¿Qué habría de volvernos literal o metafóricamente anoréxicos, hasta el punto de rehusar las propias cosas que nos sostienen? Recuerdo haberle preguntado a un niño de nueve años, durante una terapia, por qué nunca “terminaba su plato”, como le ordenaba su madre. Me contestó con mucha sensatez: “Si lo termino, no habrá entonces nada”, y luego de una pausa añadió: “Quedaría hambriento para siempre”. Le pregunté si comerse todo lo que había en el plato era como matar a su mamá, y luego de hacer una mueca me dijo: “Matarla para siempre”. Para este niño, comer suficiente era comer demasiado, y el comer demasiado se asociaba en su mente a la idea de perder a su madre, a quien le pedía que la comida que él dejaba en el plato se la guardara “para mañana”.

Según parece, a veces comemos demasiado poco por las mismas razones por las cuales comemos demasiado. El niño, escribe el psicoanalista D. W. Winnicott, puede “dudar de sus alimentos para ocultar sus dudas acerca del amor”. Las dudas acerca del amor son siempre dudas acerca de los recursos disponibles, y sería perfectamente lógico que el niño que tiene alguna duda acerca de si sus necesidades podrán ser satisfechas –lo que es hasta cierto punto, por supuesto, el caso de todos los niños– trate de “destetarse” a sí mismo de estas necesidades y procure volverse autosuficiente, independiente de otras personas. Los excesos de apetito son algo así como terapias autocurativas para ocultar los sentimientos de impotencia, y si esto es cierto, o al menos parcialmente cierto, lo que significa es que cuando castigamos a otras personas por sus excesos, las estamos castigando también por su impotencia. ¿Es posible que sea nuestra excesiva impotencia, nuestra relativa falta de poder real para enfrentar las dificultades de la vida, la que estamos tratando de abolir? Castigar a otras personas, al fin y al cabo, puede hacernos sentir excesivamente poderosos.
 
Lo que nos enseña entonces el camino del exceso es la señal de nuestras frustraciones, y de lo difícil que puede resultar para nosotros la determinación de qué es lo que necesitamos. El exceso siempre está asociado a algún tipo de privación, de modo que no es solo el hecho de que odiemos ciertas clases de comportamiento excesivo –que expresamos a través del terror que nos suscitan los niños anoréxicos, o a través de nuestros prejuicios contra las personas obesas, o a través de nuestra repugnancia hacia los cocineros de celebridades en un mundo donde tanta gente se muere de hambre–, sino que además odiamos el comportamiento excesivo porque nos recuerda nuestras propias privaciones, así como las privaciones de otras personas. Es posible que la mala nueva que nos trae la codicia no sea la de que somos animales insaciables que necesitan controlarse a sí mismos, sino la de que somos animales frustrados que no pueden identificar fácilmente lo que necesitan y que además se dejan aterrorizar por la experiencia de la frustración.
 
Nuestros excesos de apetito son la manera como ocultamos de nosotros mismos aquello que anhelamos más profundamente. En “Un artista del hambre”, el famoso cuento de Kafka en el que un hombre se gana la vida haciendo exhibiciones callejeras de ayuno, el inspector de policía le pregunta al personaje por qué le ha dedicado su existencia a morir de hambre en espectáculos públicos. “No fui capaz de evitarlo”, responde el ayunador profesional, “porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me hubiera hartado como tú y como todos”.
 
Uno de los misterios más interesantes de nuestro proceso de crecimiento como personas es el de cómo partimos de ser criaturas con un apetito por la comida, para decirlo crudamente, y nos convertimos en personas con un apetito por el sexo. Ambas, sobra añadir, son etapas en la búsqueda del amor, o al menos de algún tipo de satisfacción, y desde el punto de vista darwiniano son las condiciones previas de nuestra existencia: el primer objetivo es sobrevivir, el segundo es reproducirse. Y sin embargo, una de las cosas más impactantes de la sexualidad humana es lo evidentemente autodestructiva que puede llegar a ser y lo mucho que no parece estar al servicio de la reproducción. Mientras la sexualidad de otros animales está gobernada por determinados ciclos reproductivos, la nuestra no, y nada parece desestabilizarnos tanto, nada parece dificultar tanto nuestras vidas, sobre todo a partir de la adolescencia, como nuestro deseo sexual. “Es una cosa terrible desear y no poseer, y es una cosa terrible poseer y no desear”, escribió alguna vez W. B. Yeats. Caer en el amor y caer en la lujuria nos descubren irredimiblemente lo excesivos que podemos ser. Toda la literatura occidental nos habla de lo que la gente hace por amor, por amor hacia alguien o hacia algo.
 
Pero lo más impresionante de todo –y comienza con la pubertad– es cómo la sexualidad nos vuelve fantasiosos y cómo nuestras fantasías, ya sean pornográficas o románticas, intensamente excitantes o moderadamente entretenidas, son con frecuencia excesivas en las satisfacciones que prometen.
 
En lo que se refiere a la sexualidad, una vez más, el exceso es el signo del temor a la escasez, una manera de mantener nuestros espíritus en alza. Hay desde luego ciertas desventajas en lo satisfactorias o placenteras que puedan ser nuestras fantasías sexuales o románticas. Como dijo en alguna ocasión Anna Freud, en nuestros sueños podemos cocinar nuestros huevos exactamente como los queremos, pero no podemos comérnoslos. Nuestras fantasías son tan satisfactorias que pueden convertirse en un refugio, en un retiro de la realidad. Si nuestras relaciones sexuales reales son demasiado difíciles –demasiado frustrantes o demasiado placenteras–, en nuestras fantasías podemos cocinarlas tal como queremos. Nuestras fantasías, en otras palabras, pueden revelarnos que no somos excesivamente sexuales sino excesivamente temerosos de las otras personas, y que si bien es cierto que ellas formulan nuestros deseos, con frecuencia en forma disfrazada, al mismo tiempo los vuelven muy seguramente imposibles de realizar. No es que la realidad sea decepcionante sino que las fantasías, en sus propios excesos, no son realistas.
 
“Nuestro deseo”, escribió Freud, “siempre es excesivo en relación con la capacidad del objeto deseado para satisfacerlo”. Siempre queremos más de lo que podemos tener, pero siempre nos sentimos más inclinados a culpar al mundo cuando nos defraudan que a darnos cuenta de lo poco realistas que son nuestros deseos. Sin embargo, ¿por qué nuestros deseos habrían de ser excesivos? Una razón puede ser la de que nuestras decepciones nos mantienen en marcha, nos mantienen deseando en la esperanza de encontrar una satisfacción que nunca llegará, o que debemos asegurarnos de que nunca llegue. Como nos sentimos frustrados, continuamos deseando, y esto tiene sentido: desear más significa no rendirse nunca, como si rendirse fuera una de las tentaciones de las que siempre debemos protegernos. Los mismos excesos de nuestro deseo sexual, nuestra insistente búsqueda de amor y de satisfacción, mantienen a raya nuestra impotencia. O es tal vez, como entre muchos otros sugiere también Freud, que somos criaturas que de manera excesiva, inevitable y persistente obedecemos las leyes de nuestros impulsos sexuales, caso en el cual nuestro deseo de amor y de sexo es insaciable.

Ilustración de Diego Patiño

Un buen apetito sexual es sinónimo de estar vivo, pero como el sexo puede ser excesivamente placentero o excesivamente frustrante, le tememos, de modo que es también sinónimo de inhibición (sexualmente, nunca nos sentimos tan libres como podríamos serlo). No obstante, un buen apetito sexual también trae consigo la posibilidad de lo promiscuo, de la infidelidad y de la traición, con todos los sufrimientos implícitos en estas situaciones, ya que el sexo también suele atormentar y hacer estragos. Una sexualidad más libre, por lo tanto, es sinónimo de una vida más plena y más desinhibida, pero por la misma razón se trata de una vida en la que las personas se hacen más daño entre sí. Los excesos de nuestra sexualidad, como lo sabe todo el mundo, traen consigo un exceso de lo que hemos aprendido a llamar problemas. Podemos simular una cierta indiferencia con respecto a la sexualidad –“el sexo es mera diversión”, como sostienen algunos–, pero solo adoptamos esta actitud porque sabemos qué es lo que está en juego. “No hay sexo sin amor o su rechazo”, dijo alguna vez el escritor Paul Goodman. Cuando hablamos de sexualidades excesivas nos volvemos sinceramente moralistas o demasiado casuales, lo que equivale a decir que tendemos hacia lo permisivo o hacia lo prohibitivo, ambos igualmente dogmáticos. Vale la pena anotar que los excesos –y los comportamientos sexuales excesivos son un buen ejemplo de esto– tienden a polarizar a las personas y a estrecharles la mente. Es posible que debamos encontrar una manera de rehusarnos a ser excesivos cuando hablamos acerca de los excesos, y el sexo puede ser un buen lugar para comenzar.

 En nuestros días es común que los hombres busquen tratamiento psicoanalítico por problemas de compromiso. El “compromiso” mismo, al menos en inglés, tiene un doble sentido muy interesante, ya que puede ser al mismo tiempo una orden –la orden de enviar a alguien a la cárcel, por ejemplo, o a un hospital de enfermos mentales– y una obligación asumida voluntariamente. Los hombres que padecen los llamados “problemas de compromiso” son por lo general más promiscuos –o más célibes– de lo que quieren ser. Sin embargo, ¿qué les dicen las formas excesivas que ha adoptado su sexualidad si hacemos caso omiso de las presunciones prevalecientes en el sentido de que no son más que simples “hombres que se comportan mal”?
 
Cuando se enfrenta a estos problemas, el psicoanalista no tiene sino dos alternativas. La primera de ellas es tratar de encontrar un camino, con todas las técnicas y las intuiciones a su disposición, para que el hombre se comporte mejor, es decir, para que su comportamiento se ajuste de conformidad con una o varias normas culturales disponibles, y si opta por dicha alternativa debe saber de antemano, desde luego, lo que para su paciente significa estar mejor. Si el tratamiento funciona, el hombre puede volverse más considerado, menos dañino y más responsable y consciente de los significados y las consecuencias de sus actos, y aunque, como escribió William Blake, “aquel que desea pero no actúa engendra pestilencia”, es posible que descubra que darles demasiada rienda suelta a sus deseos también engendra pestilencia. En cierto sentido, se trata por supuesto de una caricatura, pero en esta versión el remedio para la promiscuidad excesiva o para el celibato excesivo puede ser descrito como una especie de conformidad excesiva. Este hombre ha de hacerse querido para aquellas personas que comparten esta o aquella moralidad, esta o aquella visión de lo que deben ser las relaciones entre los sexos.
 
¿Cuál podría ser la segunda alternativa? Si no regulamos, disciplinamos y castigamos los excesos sexuales, ¿qué hacemos? Tenemos que responder esta pregunta sin perder de vista el hecho de que el deseo de explorar y de entender el comportamiento excesivo puede implicar un cierto grado de complicidad, y de que un exceso de comprensión, de curiosidad y de empatía puede contribuir a complicar el problema.
 
Tal vez nuestras sexualidades excesivas –y los excesos propios de nuestras llamadas sexualidades normales– nos están mostrando algo acerca de nosotros mismos que no habíamos pensado antes. Cuando nos comportamos de manera sexualmente excesiva somos como las personas que tienen que gritar, que tienen que insistir, que tienen que obligarnos a que les pongamos atención porque nadie –incluidos nosotros– ha sido capaz de escuchar lo que dicen. Solo nos volvemos molestos e insistentes cuando asumimos que la gente no va a cooperar, que no entiende lo que nos pasa. Al fin y al cabo, no establecemos relaciones interpersonales con el fin de que nuestras necesidades sean satisfechas; establecemos relaciones interpersonales con el fin de descubrir lo que pueden ser nuestras necesidades. Lo que nuestros excesos sexuales revelan es lo enigmáticas que son realmente nuestras vidas eróticas, y lo mucho que usamos nuestra sexualidad para expresarnos.
 
No podemos hablar de religión sin hablar del exceso, lo que no significa, desde luego, que todo religioso sea un fanático. Lo que significa es que las creencias religiosas suelen ser de la mayor importancia para quienes las profesan, hasta el punto de que en algunas ocasiones sacrifican sus vidas, y las vidas de otras personas, para defender su religiosidad. La relación que tienen con sus dioses es con frecuencia lo más importante que hay en su mundo. Por definición, estos dioses han de ser más poderosos que la gente que cree en ellos, y de hecho, en muchas religiones se les considera omniscientes y omnipotentes. A juzgar por los patrones y las realidades humanas, por lo tanto, los dioses son excesivamente poderosos, aunque tendamos a pensar que el exceso solo se presenta en los dioses de otras personas y que los nuestros solo tienen la justa cantidad de poder que se merecen.
 
Una vez que usted, amable lector, ha empezado a implicar o a sugerir, como lo hace Milton en El paraíso perdido, que dios puede ser excesivamente poderoso, se coloca a sí mismo en la extraña posición de tener que juzgar a Dios. Si no somos creyentes, nos impresionan de inmediato dos cosas. En primer lugar, que las deidades parecen ser, por definición, excesivas: excesivamente punitivas, excesivamente amorosas, excesivamente exigentes y excesivamente necesitadas de la devoción de sus fieles. Y en segundo lugar, que los creyentes religiosos, aun si son moderados, parecen tener una confianza excesiva en sus dioses y se muestran excesivamente deseosos de complacerlos y, por supuesto, de excusar sus evidentes falencias. Los escépticos más extremistas de la religión opinan que todo esto tiene algo de infantil, como si los creyentes religiosos –es decir, la mayor parte de la gente que ha vivido en este planeta a lo largo de la historia– fueran personas que nunca han conseguido superar el temor que de niños les tenían a sus padres, personas que no pueden soportar la idea de perder el amor y la protección de sus progenitores. ¿Pero de dónde sacan los escépticos el conocimiento de lo que es excesivo? ¿Cómo puede saber alguien en qué consiste creer demasiado? ¿Será que en nuestros días creemos demasiado en la ciencia? Consideramos fanáticas a las personas que creen en cosas en las que nosotros no creemos y que lo hacen de una manera que nosotros no compartimos. Dios no es considerado un fanático religioso por los fieles que creen en Él. Los fundamentalistas islámicos piensan que nosotros creemos demasiado en las libertades democráticas y en el capitalismo de consumo, y nosotros pensamos que ellos creen demasiado en el islam. Todos los liberales modernos esperan que podamos hablar de estos temas, que tienen tanta importancia para muchos de nosotros, sin perder los estribos y sin matarnos los unos a los otros. ¿Será que creemos demasiado en ello?

Lo que a la mayor parte de la gente más le importaba, hasta hace muy poco, era su relación con sus dioses, y los dioses, tradicionalmente, han sido figuras por las cuales sus fieles consideran que vale la pena morir. En efecto, una de las cosas que los creyentes han sido capaces de realizar en nombre de su religión es el sacrificio de sus propias vidas y de las vidas de otras personas. Y si pensamos que esto es excesivo –nos sentimos horrorizados por los terroristas suicidas del Medio Oriente y por los monjes budistas que se prenden candela en Vietnam–, ¿estamos diciendo algo distinto a que se trata de un comportamiento absolutamente inaceptable que debemos hacer todo lo posible para prevenir?

El uso que la gente les da a sus creencias religiosas –lo que la gente hace en nombre de su religión, mejor dicho– puede conducir a que nos preguntemos no solo en qué debemos creer, sino a que descubramos qué cosa es en realidad una creencia. Sin duda, una creencia puede ser algo que le permite a usted matar a otras personas. Nuestras creencias religiosas pueden ser las herramientas que utilizamos para manejar –para legitimar y para contener– los excesos de nuestra naturaleza. Desde el punto de vista psicoanalítico, por consiguiente, no solo debemos decir, como lo hizo Freud, que la religión es para las personas temerosas de crecer, sino que además podemos agregar que delegamos a la figura de Dios todos los excesos que encontramos más perturbadores en nosotros mismos y que, en términos generales, son nuestro excesivo amor propio –junto con nuestro amor excesivo por otras personas– y nuestra tendencia excesiva a castigar. A Dios, en este sentido, le atribuimos la parte de nosotros mismos que exige demasiado de nosotros, que es infinitamente exigente, que quiere que seamos mejores de lo que somos y que nos resulta, en resumidas cuentas, excesivamente moralista.
 
Es desde luego excesivo, además de engañoso, sugerir que todos los fanáticos de la religión son iguales o incluso similares. Describir a alguien como un fanático religioso nos coloca en la posición de quien supuestamente sabe a ciencia cierta cuál es la manera apropiada de creer en algo. Un fanático, según el diccionario inglés de Oxford, es alguien “inspirado” o “poseído” por “una deidad o demonio”, alguien “frenético”, alguien “afectado por un entusiasmo excesivo y erróneo”, alguien, en una palabra, a quien no quisiéramos brindarle nuestra amistad. Quiero presumir que los fanáticos religiosos son personas dispuestas a hacer lo que sea necesario para proteger y promover sus creencias, que por lo común son lo más importante que hay en sus vidas. ¿Qué puede hacer que alguien crea y se comporte de esta manera (muchas personas, incidentalmente, sienten algo similar con respecto a sus hijos, aunque a ninguna de ellas se les acusa de ser fanáticos infantiles)?
 
Hay tres formas de explicar lo que llamamos fanatismo religioso. Se afirma, en primer lugar, que la creencia excesiva cumple la función de ahogar o amortiguar la duda excesiva, como si el fanático se dijera a sí mismo: “Si no pongo permanentemente a prueba mis convicciones espirituales y lo hago de esta manera tan extrema, lo que se revelará será mi extremada falta de fe, o mi desesperación, o mi confusión, o incluso mi vacío interior”. Podemos considerar que este tipo de exceso es una especie de reaseguramiento. En segundo lugar, los actos excesivos de fe se ejecutan para persuadir a la gente, como si el fanático se dijera a sí mismo: “Lo que más me importa en el mundo no será escuchado, ni atendido, ni pensado y ni siquiera notado si no estoy dispuesto a hacer una dramática afirmación de mis creencias”. Podemos considerar que lo que busca este exceso es obtener reconocimiento. En ambos casos, al fanático religioso se le describe como una especie de estratega, como una persona con un proyecto, como alguien que sabe lo que quiere decir y lo que quiere obtener. Ser excesivo en las palabras o en las acciones, en la retórica incendiaria o en las provocaciones violentas, es una forma de comunicación, de conversión por otros medios. El fanático de la religión sabe lo contagioso que puede ser el exceso. Las palabras y los actos excesivos obsesionan, hacen que nuestra presencia se sienta y logran que la gente se vuelva excesiva en sus respuestas. Los sacerdotes, escribió Nietzsche, han demostrado tener un talento inagotable para explorar las implicaciones de este asunto: ¿cómo se puede alcanzar un exceso de emoción? Si usted logra que la gente se vuelva excesivamente emocional, usted la puede manipular, y una de las mejores maneras de lograr este propósito es infligiéndoles algo excesivo. Los terroristas suicidas no persuaden ni convierten a las personas, pero hacen de la existencia de su religión algo inolvidable e imposible de desestimar.
 
Hay, sin embargo, una tercera posibilidad, con la cual quisiera terminar porque me parece, al menos potencialmente, la más interesante, aunque sea también la más riesgosa: los fanáticos religiosos son personas para quienes algo en sus vidas –y en ellos mismos– es demasiado, y como no saber lo que es resulta tan perturbador, necesitan encontrarlo tan pronto como sea posible. Y dado que el estado de frustración no se puede sobrellevar –porque es literalmente insoportable, como lo son siempre las injusticias personales y políticas que se prolongan demasiado en el tiempo–, requiere soluciones extremas.
 
En este sentido, nuestro comportamiento excesivo nos muestra cómo somos de oscuros para nosotros mismos y cómo nos oscurecemos a nosotros mismos; cómo nuestras frustraciones, así parezca extraño, son excesivamente difíciles de encontrar y por supuesto de formular. Siempre que seamos excesivos en nuestras vidas, estaremos dando el signo de una privación que aún desconocemos. Nuestros excesos son la clave de nuestra propia pobreza, y nuestra mejor manera de ocultarla de nosotros mismos.

ACERCA DEL AUTOR


Adam Phillips

Contribuyente del London Review of Books