Ya no será ya no

Un perfil de Idea Vilariño

Vivió y amó intensamente hasta los 89 años. Murió en abril de 2009, cuando ya todos se habían muerto. Dejó 300 páginas de poemas y la pulcra certeza de que fue una de las grandes –grandes– poetas del siglo XX en lengua española.

POR Leila Guerriero

Enero 27 2021
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© Michel Sïma | Tomada del libro Idea Vilariño: vida escrita

 

¿Quién era usted?

De quien dicen que plantaba jardines y los hacía florecer allí donde viviera. De quien dicen que era dura, implacable y hermosa, hermosa, hermosa. ¿Quién era usted, huérfana de madre, huérfana de padre, huérfana de hermano? Violinista. ¿Quién? Asmática, enferma de la piel, enferma de los huesos, enferma de los ojos. Profesora. Quién era usted, usted que hablaba poco y que habló tanto –tanto– de un solo amor de todos los que tuvo: de uno solo. Quién era usted. Usted, el haz de espadas. Usted, que dejó trescientas páginas de poemas, nada más, y sin embargo. Usted, que se murió en abril y en 2009 y que a su entierro fueron doce. Usted, que dejó una nota: “Nada de cruces. No morí en la paz de ningún señor. Cremar”.

Usted: ¿quién era?

“No fue un acto de multitudes”, decía el artículo del diario El País, de Uruguay, que anunciaba que el 28 de abril de 2009 había muerto Idea Vilariño. Tres meses más tarde, el 24 de julio, el suplemento Cultural del mismo diario le dedicaba una edición completa, y la nota de portada firmada por Rosario Peyrou comenzaba citando una frase del crítico Emir Rodríguez Monegal: “Algún día seremos recordados como los contemporáneos de Idea Vilariño”.

“Gaspara Stampa, la gran poeta italiana del Renacimiento, quería ‘vivir ardiendo sin sentir el mal’. A Idea Vilariño solo le fue concedido lo primero”, decía Juan Gelman en Idea Vilariño o la memoria de mañana.

Soledad “como una sopa amarga”, escribía Idea Vilariño. Que era poeta, que era uruguaya.

Pero quién era.

 

–Le encantaban las plantas y las fotos –dice Ana Inés Larre Borges, editora del libro Idea Vilariño. La vida escrita (Cal y Canto, 2008)–. Fotos de ella misma tenía muchísimas, las atesoraba. Creo que tuvo siempre una gran conciencia de sí. Como que cada gesto, cada decisión en su vida, era de quien se siente un personaje, una artista.

–Podía ser muy payasito –dice Numen Vilariño, su hermano menor, ahora de 80 años– pero también truculenta. Siempre con una gran fineza, pero era brava, inflexible. Llegaba hasta la crueldad con ella misma. En sus cosas, sus amores, era exigente hasta el odio. Nunca vi a nadie cambiar tanto de apego, desde sus compañeros de trabajo hasta sus amores. Eran siempre como apariciones fugaces de las que después no se sabía nada.

–Yo creo que ya muy joven tenía claro cuál era su proyecto –dice la periodista Rosario Peyrou, que la conoció bien y la entrevistó, con Pablo Rocca, para el documental Idea, dirigido por Mario Jacob en 1997–. La autenticidad. Una autenticidad que no quiere decir inocencia.

 

Cualquiera puede hacerlo. Ir a YouTube, teclear su nombre, dar play a alguno de los poemas –“Ya no”, “Estoy tan triste”, “Yo quisiera”–, pasar por alto imágenes de obviedad barata –una cabeza de muñeco, una mujer llorando sangre– y escuchar la voz de grieta, altiva en su desgarro: “Ya no será / Ya no / ... No sabré dónde vives / con quién / ni si te acuerdas. / No volveré a tocarte. / No te veré morir”. La voz hastiada. La voz suya.

“–¿Cuál es el estado presente de tu espíritu?

–Hace un tiempo que siento como si ya me hubiera muerto.

–¿Cómo te gustaría morir?

–Ya.

–¿Cuál es tu lema?

–Ninguno. Pero podría ser: ¿para qué?”.

Así respondía Idea Vilariño al cuestionario Proust (publicado en El espejo Proust, Santillana, 2005).

 

Nació el 18 de agosto de 1920 en Montevideo, Uruguay, cuando habían nacido ya dos de sus hermanos –el varón, Azul, la mujer, Alma– pero no los menores: otra mujer, Poema, y el último varón, Numen. Todos ellos, su padre –Leandro Vilariño, poeta, anarquista– y su madre –Josefina Romani, enferma crónica, lectora– vivían en una casa de la calle Inca, con patio, plantas, animales. Después, por problemas económicos, debieron mudarse a Justicia 2275, a una vivienda chica que se alzaba junto a la Calera Oriente –“Cal en piedra, en polvo y en pasta, mezclas, arenas, pedregullos, portland, ladrillos, tejuelas, servicio esmerado para la ciudad y la campaña”– manejada por su padre.

–La casa de la calle Inca tenía un patio con jardín –dice Numen Vilariño–. Un fondo mágico con patitos en un estanque, higuera. Todos hacíamos música. Idea tocaba el violín, yo el piano, mi padre era poeta y nos recitaba poemas después de cenar. De Darío, de Almafuerte. Y pasamos de la calle Inca, con música y plantas y animales, a la calle Justicia, apretados, con el polvo de la cal que nos enfermó a todos.

Idea recordaría con felicidad la música, los versos, pero no la infancia. Aunque extrañaría las rosas fragantes y el árbol de magnolias en el que se escondía para leer (Tolstói, Dostoievski, Gorki, la poesía), aquellos años resultaron tristes, con su madre enferma, con la blancura fantasma de la cal, con Alma postrada por una luxación en la cadera. “Cuando yo nací, mi hermana ya estaba enyesada –les decía a Rosario Peyrou y Pablo Rocca–. Era una pequeña sufriente. Ella era la princesita y nosotros, en fin, los otros hijos”.

Escribía desde siempre –decía que desde antes de saber escribir– poemas armados con palabras que muchas veces no entendía pero cuyo sonido le resultaba fascinante. A los doce ya estaba enamorada: Rubén Cosito, de catorce –“precioso, elegante, bonito, con los ojos azules rasgados y una cabeza bien puesta que era una maravilla de ver”–, fue su novio por dos años, a pesar de la persecución de la familia.

–Idea lo quería mucho –dice Numen Vilariño–, pero eran chicos. Ella siempre se iba a la esquina con un noviecito, y siempre estaba como queriendo tener una libertad para la que no tenía ni edad ni experiencia. Quería romper esos límites. Era una marcha acelerada, una evolución sin medir las consecuencias.

No fue una marcha acelerada ni una evolución sin medir las consecuencias lo que la llevó a irse de casa, sino el asma. A los 16 tenía episodios monstruosos. En 1940, a una edad en que las señoritas se iban vírgenes casadas, se mudó sola.

–Tuvo que irse –dice Numen–. El médico le recomendó salir lejos del polvo de cal.

Así fue como Idea Vilariño dejó su casa y no volvió a tener una familia nunca, nunca, nunca más.

 

–Yo fui amiga de Idea desde el cuarto año del liceo, teníamos 16 –dice Silvia Campodónico–. Ella vivía en una casa delante de la calera, muy pobre. Eso de que le echaba el ojo a los hombres fue desde chica. Se asomaba a los balcones del liceo donde estudiábamos y se hacía de novios en la calle. Pero tenía un problema terrible, además del asma, y era el eccema. Cuando tenía eccema se transformaba en un monstruo. Hicimos juntas el ingreso a medicina, pero nos cambiamos a literatura. Las clases de filosofía eran con Emilio Oribe. Le compramos un libro de Paul Valéry, entre las dos. Idea le bordó la tapa. Bordaba impresionante. Y ya tenía intenciones con él. Don Emilio fue uno de los primeros amores que ella tuvo. Pero no sé cuándo empezó.

Se sabe, apenas, que fue en torno a 1940, y entonces ella habrá tenido 20 y él 46. “Este silencio profundo que siguió a su ida, esta vida mía solitaria, un poco triste, dan a veces la impresión de que Ud. no fue más que un sueño hermosísimo que ocupó una noche larga y extraña”, escribía en una “Carta a EO”, que se reproduce en La vida escrita. Pero antes –o después, o mientras tanto– había conocido a otro hombre, un argentino llamado Manuel Claps.

–Yo fui casada con Manuel, pero mucho antes se lo presenté a Idea –dice Silvia Campodónico–. Lo conocí en las clases y me pareció que Idea y él podían ser buenos amigos. Los presenté y ahí fue que se arreglaron. ¿Qué año sería ese? ¿1939?

“Yo estuve muy enamorada de Manolo –le dijo Idea Vilariño a la periodista uruguaya María Esther Gilio–. Él fue el primer hombre en todo sentido. Puedo decir que después de mi padre, fue Manolo quien me formó intelectualmente”.

–El problema entre nosotras surgió porque Idea fue muy poco sincera con los hombres –dice Silvia Campodónico–. Tenía tres o cuatro a la vez. Y yo una vez le dije a Manolo que ella tenía otros, y ella dijo que yo la había traicionado. No sé cuál era el problema que la llevaba a tener esas relaciones extrañas. Siempre decía que no quería, pero que “no sé qué me pasó y estuve con tal y con tal”. Después a ella se le pasó el enojo y nos hicimos amigas de nuevo. Y yo terminé casada con Manolo Claps.

 

Idea Vilariño, a los 15 años, en 1935 • © tomada del libro Idea Vilariño: vida escrita

 

–Hablaba de los hombres como de “mis caballeros” –dice Ana Inés Larre Borges–. Tuvo muchos amantes. No porque fueran clandestinos, sino por el tipo de relación que ella sostenía. Manolo Claps sí fue un novio. Pero me parece que se le superponía con otros. Se enamoraba bestialmente, y se enamoraban de ella. El amor que le interesó es el amor pasión. Un amor intenso, que tiene que acabar para poder ser.

“Ella misma se acepta con su forma y su vida / como un hecho sencillo, concreto, definido / y los hombres la buscan, la hieren o la olvidan / sin verla, sin saberla”, escribía en esos años.

Después, vino la época en que se murieron todos.

 

–Mi madre fue la primera –dice Numen Vilariño–. En 1940. Una falla cerebral. Se reclinó sobre el escritorio y se murió.

Siguió, en 1944, Leandro, el padre. Siguió, en 1945, Azul, el hermano mayor, por un problema de miocardio. A los 25 años Idea Vilariño era sobreviviente de una familia de enfermos crónicos y muertos tempranos, y un ser completamente adulto: alguien que ya no tenía a quién preguntar por su niñez.

–Nos quedamos enclaustrados, al lado de la barraca llena de cal y de polvo, por muchos años –dice Numen Vilariño–. Idea legalmente fue mi tutora. Ella siempre estuvo para mí, y también siempre me exigió de una manera un poco cáustica. Mi hermana Alma era un pan de dios. En cambio, de Idea yo siempre estaba esperando la guillotina.
 

Se dice mucho.

Que Idea no pensaba demasiado en sus hermanos. Que Idea se esforzaba por ayudar a sus hermanos. Que Idea sentía veneración por su hermana Poema. Que, en los últimos años, cuando vivieron juntas, Idea la trataba mal.

Se dice mucho.

 

Se llama Generación del 45, en Uruguay, a un grupo de escritores, poetas, críticos y editores que, al decir de Rosario Peyrou, fueron “cosmopolitas, inconformistas, rigurosos, introdujeron la literatura uruguaya en la modernidad... Realizaron una revisión crítica del pasado literario nacional, estudiaron y revalorizaron a los escritores modernistas del 900, fundaron revistas y editoriales, ejercieron el periodismo cultural, tradujeron y publicaron a los nombres mayores de la literatura europea y norteamericana de postguerra”. A esa generación, a la que pertenecieron Mario Benedetti, Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal, Ida Vitale y Juan Carlos Onetti, pertenecía Idea Vilariño. Fue la revista Marcha, una de esas publicaciones que fundan prestigios, la que fundó el suyo.

–Emir Rodríguez Monegal era el jefe de la página literaria en Marcha y fue el artífice de la fama de Idea, de su legitimación –dice Ana Inés Larre Borges–. Creo que se enamoró un poco de ella también. Le publicaba poemas todo el tiempo, la señaló como la poeta de su generación.

El primer libro de Idea Vilariño se llamó La suplicante y, publicado en 1945, incluyó siete poemas. “En la arena caliente, temblante de blancura / cada uno es un fruto madurando su muerte”: diecisiete, diecinueve, veinte años: esa edad tenía ella cuando escribía versos así.

 

Vestía, de negro o de violeta oscuro, trajes y blusas –extrañamente, blancas–, y collares de perlas de una vuelta o de dos. Usaba a veces aros, a veces boinas. El pelo recogido en torzadas, rodetes, suelto al hombro. Las fotos del verano sugieren que se bronceaba demasiado, que alcanzaba un color de miel intenso, saludable, que eso la hacía sentir bien. Sus retratos son versiones de lo mismo: la frente un médano, los pómulos bruñidos, nunca sonrisas. Los ojos, hastiados más que tristes, o viendo algo que nadie más ve.

Trabajaba en la Sala de Arte de la Biblioteca del Museo Pedagógico.

Después llegó la enfermedad, y entonces todo eso importó poco.

 

Se sabe que, cuando empezó –una versión feroz del eccema que la laceraba– vivía en la calle Durazno 2258. El año del comienzo no está claro –1945, 1947, 1948– pero ella hablaba de “aquellos tres años tremendos que parecían tener solo un final posible”.

–Estaba en cama –dice Silvia Campodónico–. El agua del eccema traspasaba el colchón y mojaba el piso. Yo pensaba que esa locura de amor de ella venía de eso, de esa enfermedad, de la idea de muerte que le traería eso.

–Se le formaba agua debajo de la piel, y la piel caía como reblandecida, y había que estarle poniendo fomentos para sacar esa piel –dice Numen Vilariño.

“La piel se me necrosaba todos los días. Entonces me metían en una bañera llena de agua con no sé qué producto hasta que la piel se ablandaba. Esa piel caía y yo quedaba con una piel tan frágil que si me movía se rompía”, le decía Idea Vilariño a María Esther Gilio.

Aunque su hermano Numen asegura que él la cuidó –que se quedaba hasta las cinco de la tarde, cuando era relevado– dice la leyenda que un solo hombre podía ver a la vestal tapiada, entrar en el apartamento y hacer la ceremonia silenciosa: arrancarle la piel hasta dejarla en carne viva. Y que ese hombre –aunque viajaba a menudo a Buenos Aires, lo que habría dificultado aquel oficio de guardián– era Manolo Claps. “En la sensualidad, en el erotismo, lo que más me ha cautivado no es lo carnal. Recuerdo una atroz enfermedad en la piel que me mantuvo clausurada durante un largo tiempo. Y un hombre que venía todos los días. Me traía comida. Me peinaba”, le decía Idea Vilariño en 1983 a Hilia Moreira, para la revista Punto y Coma.

–Yo creo que hicieron de ella un personaje –dice Irina Bogdachevski, su amiga y traductora al ruso–. Ella no tenía empeño en ser infeliz. Lo que tenía era empeño en ser ella misma.

En 1949, ella, Manuel Claps y Emir Rodríguez Monegal fundaron Número, una revista literaria que se transformó en un referente y a la que se incorporó, después, Mario Benedetti, que sería su amigo hasta el final. Para muchos fue fácil entender el afecto y la afinidad política pero no el respeto intelectual entre esa poeta exquisita y ese hombre al que se acusaba de escribir para el póster. Ella, en todo caso, no mentía: “Te debo carta desde que te fuiste –le escribía a Benedetti en 1998–. Pero la cosa era que se trataba de una carta difícil. Porque te dije entonces que te escribiría sobre tu libro, y no sé cómo decirte que no me gustó”. En los años de Número los integrantes no se tomaban la molestia de ser educados para rechazar materiales de Neruda, de Borges, de Onetti. “Fuimos parricidas. Fuimos algo que debía suceder”, diría después Idea Vilariño.

Aquellos parecen haber sido años prolíficos: comenzó a dar clases de literatura, publicó Cielo Cielo (1947) y Paraíso perdido (1949), un puñado de poemas con aires modernistas en los que, sin embargo, ya se agitaba el desencanto: “Romántica / cabellos de azafrán y ojos de duelo / toda tormenta gris. Estaba loca. / Camino de la noche la marea / o camino del alma la inmolada / la sin luz la de amor la desolada / camino del candor la estremecida / la que odia y consiente / la que busca y no encuentra”. Publicó, también, un estudio sobre la obra del uruguayo Julio Herrera y Reissig, un poeta que, aun en sus antípodas, y siendo ella dueña de un oído de puma, la hipnotizaba con su sentido del ritmo: “Junio, el Rey más blanco, blanco néctar bebe; / bebe blanca nieve; / nieva blanca harina; / toma blancas hostias; llueve leve nieve; / canta las nevadas de la fe divina”.

“La década de los cincuenta es fundamental para mí –diría después–. Empieza la enseñanza, la militancia política. Me enamoro de Onetti”.

 

Fue en el barrio de Malvín, Montevideo, un bar. Manuel Claps –que ya no era su pareja– le anunció que habría un encuentro con Juan Carlos Onetti, que por entonces vivía en Buenos Aires y acababa de publicar La vida breve. En Construcción de la noche (Planeta, 1993), la biografía de Onetti escrita por María Esther Gilio y Carlos María Domínguez, el encuentro se recrea así: “Cuando Manuel Claps le avisó a Idea que en la noche se encontrarían con Onetti, ella dijo que con ese cretino no quería saber nada... Onetti tenía entonces una versión de Idea, por lo menos, estrafalaria”. “Él pensaba que yo era una mujer gorda –decía Idea Vilariño en el documental Idea–, vestida con colores fuertes y a la pesca de un hombre con quien pasar la noche. Él estaba esperando conocer a una persona bastante horrible, bastante barata. Entonces dice que se sintió sorprendido de ver a un ser delicado con una sonrisa giocondina. Y a mí me pasó lo mismo. Yo iba a ver a un tipo medio despreciable y me encontré con un tipo seductor y muy inteligente”.

 

Benedetti, Claps, Neruda, Rodríguez Monegal, Vilariño y Portela • © Tomada del libro Idea Vilariño: vida escrita

 

Ella, que era discreta, que insistía en sostener que había concedido solo tres entrevistas a lo largo de toda su vida (contabilizaba una a Mario Benedetti, en 1971; otra a Jorge Albistur, en 1994; otra a Rosario Peyrou y Pablo Rocca en 1996, pero no las que dio a María Esther Gilio, a Elena Poniatowska, a Hilia Moreira, a Ignacio Cirio), diría, después y tantas veces, que esa misma noche se había enamorado: “Esa misma noche me enamoré de él. Me enamoré, me enamoré, me enamoré”. Onetti regresó dos días después a Buenos Aires, y empezó una correspondencia abrumadora. “Si se encuentra con Idea –escribía él–, pídale que me escriba, dígale que ella y yo estuvimos o estamos histéricos, que mi última carta era asombrosamente imbécil”. Idea le enviaba fotos de sí misma con frases como “estoy sola, dónde estás tú”. Él no ocultaba esas cartas a su mujer, Elizabeth María Pekelharing, con quien acababa de tener una hija.

“Éramos dos monstruos”, diría Idea Vilariño, mucho después. Ese año publicó su cuarto libro, una plaquette de cuatro o cinco poemas, todos anteriores a Onetti. Lo llamó Por aire sucio.
 

Las cartas. Sus cartas de belleza cancerígena, escritas con el desdén tóxico –irresistible– de una joven ya desencantada. A Pedro Salinas, en 1948: “No sabe lo que me cuesta escribir a usted, a Salinas, de negocios. Seguro que usted no sabe quién es Salinas para mí. Es un poeta. Es uno de los poetas que más he amado”. A Juan Ramón Jiménez, en 1948: “Aquí es el verano, la gloria. Todo está dorado, el aire, el amor; yo estoy dorada... quisiera, quiero recibir noticias suyas... Si no, se me hará sueño que lo vi alguna vez. Todo... Tengo su retrato y su rosas. Escríbame”. Y él, que le contesta: “Me gustaría verla ahora, haber seguido viéndola, querida Idea enlutada con verde mirar lento, para haber llegado a besarle de veras su corazón (que siempre puede besar el invierno a la primavera), y la quiero, la quiero, Idea Vilariño”.

Las cosas que hacía con sus cartas. Las cosas que le hicieron.

 

–Yo creo que la relación con Onetti fue una relación literaria, una relación para la biografía –dice Silvia Campodónico.

–Yo nunca pude saber si Idea lo quería. Fue la única persona que la maltrató de maneras muy bajas. Pero ella en un momento empezó a jugar un poco con esa situación –dice Numen Vilariño.

–Yo creo que si Onetti la hubiera elegido, ella hubiera dicho que sí, porque fue su gran amor, y ella lo fue construyendo como un gran amor –dice Ana Inés Larre Borges.

–Yo creo que a Idea lo que le importaba mucho era hacer una pareja tan especial. El mejor escritor, la mejor poeta. Él le propuso muchas veces casarse, pero ella dijo que no porque consideraba que una relación permanente era imposible –dice María Esther Gilio.

“Había un hombre que llegaba a mi casa sin aviso, a cualquier hora –le decía Idea Vilariño a Hilia Moreira, para la revista Punto y Coma–. Cerrábamos las puertas y las ventanas. Se detenían todos los relojes. Ya no sabíamos si era de día o de noche o si era sábado. Nos transformábamos en enemigos, en parientes, en desconocidos. En alguna oportunidad, llegamos a pasar días, encontrándonos a tientas, invocando algo que era como dar la vida. Era una experiencia de éxtasis... Una vez me propuso que nos casáramos. La propia intensidad y belleza de esos juegos los vuelve peligrosos, acaso al borde de una línea sin regreso. No son ceremonias que puedan repetirse a menudo”.

En 1953 Juan Carlos Onetti se separó, pero no para estar con Idea sino para casarse con Dorotea Muhr, Dolly, una mujer que su propia ex le había presentado.

–Idea me contó que él le dijo: “El jueves me tengo que ir a Buenos Aires” –cuenta María Esther Gilio–. Y ella le preguntó: “¿Por qué?”. “Porque me tengo que casar”. Y yo le pregunté: “¿Y vos qué le dijiste?”, y ella me contestó: “No debo haber dicho nada. Éramos muy especiales”.

En 1955 Onetti y Dolly se mudaron a Montevideo y empezaron a vivir en un apartamento helado, en el que él cultivaba oscuridad, alcohol, los cigarrillos. Idea, mientras tanto, trabajaba, escribía, enseñaba, vivía en una casa con luz, con biblioteca y piano, con las plantas.

–Una vez la encontré a Dolly con una bolsa llena de latas, y me dijo: “Voy a casa de Idea, porque Onetti va a vivir con Idea unos días y ella no le da de comer, entonces le llevo latas” –dice María Esther Gilio–. Le dije: “Pero Dolly, ¿cómo es que no te importa que Onetti tenga otras mujeres?”. Y me dijo: “Onetti trabaja con mujeres en sus libros. ¿Puedo pedirle que no conozca mujeres?”. Ella quería que él fuera feliz.

“Teníamos la relación más difícil y más imposible –decía Idea Vilariño en Construcción de la noche–. Es el último hombre de quien debí enamorarme... El sexo era para él una manera de explotarte, de torturarte, de revolverte el corazón y de hacerte decir hasta lo que no querías... Discutíamos, nos dejábamos de ver, pasaban meses, yo comenzaba otra relación y cuando estaba en lo mejor llamaba Onetti y se iba todo al demonio... Una noche me llamó desesperado para que fuera a verlo. Yo estaba con alguien que me amaba y lo dejé. Y recuerdo que lo único que hicimos fue ponernos de espalda, él leyendo un libro, y yo otro. A la mañana siguiente le agarré la cara y le dije: sos un burro, Onetti, sos un perro, sos una bestia. Y me fui”.

En 1954 Onetti le dedicó su novela Los adioses. Ella, porque el director de Marcha, Carlos Quijano, puso reparos a su poema “El amor”, de 1952 –“Hoy el único rastro es un pañuelo / que alguien guarda olvidado / un pañuelo con sangre semen lágrimas / que se ha vuelto amarillo”–, renunció a seguir escribiendo allí. En 1955 publicó Nocturnos.

 

“Quisiera estar en casa / entre mis libros / mi aire mis paredes mis ventanas / mis alfombras raídas / mis cortinas caducas / comer en la mesita de bronce / oír mi radio / dormir entre mis sábanas. / Quisiera estar dormida entre la tierra / no dormida / estar muerta y sin palabras / no estar muerta / no estar / eso quisiera / más que llegar a casa”, escribe en “Volver”, de 1954.

“Mi desdén / mi crueldad y mi congoja / mi abandono / mi llanto / mi agonía / mi herencia irrenunciable y dolorosa / mi sufrimiento / en fin / mi pobre vida”, escribe en “Eso”, de 1950. “Si muriera esta noche / si pudiera morir / si me muriera / si este coito feroz / interminable / peleado y sin clemencia / abrazo sin piedad / beso sin tregua / alcanzara su colmo y se aflojara / si ahora mismo / si ahora / entornando los ojos me muriera / sintiera que ya está / que ya el afán cesó / y la luz no fuera un haz de espadas / y el aire no fuera un haz de espadas / y el dolor de los otros y el amor y vivir / y todo ya no fuera un haz de espadas”, escribe en “Si muriera esta noche”, de 1952.

Si hasta entonces sus poemas conservaban rémoras de modernismo, imágenes, adjetivos, Nocturnos inaugura una etapa “de versos breves, entrecortados, desprovistos de puntuación, regidos por una sencillez (aparentemente) franciscana, y cuyo ritmo íntimo parece descansar, casi siempre, en el... diálogo entre el dolorido Yo... y un Tú deseado apasionadamente y sin embargo inalcanzable: el Amante, el Mundo, la Muerte”, escribe Luis Gregorich en el prólogo a Poesía completa (Cal y Canto, 2002).

–Escribe en la lengua de todos los días, que es lo que hacen los buenos poetas del tango y que no era nada frecuente en el momento y menos en una mujer –dice Rosario Peyrou.

“Son pocos los temas de la poesía de Idea Vilariño –escribe Ana Inés Larre Borges en el prólogo a la antología En lo más implacable de la noche (Colihue, 2003)–. Una sed de absoluto que se sabe perdida, la conciencia de la muerte, la finitud del amor, la intensidad de algunas rebeldías y la intensidad también del deseo, pero sobre todo la terca actitud ética de mirar esos límites con valor, de no engañarse”.

 

Reunión de la revista Número, en casa de Emir Rodríguez Monegal • © Tomada del libro Idea Vilariño: vida escrita

 

“Siempre convivieron en mí la capacidad de hacer cosas, el amor por vivir y por hacer, y el desistimiento –decía Idea Vilariño a Jorge Albistur, en una entrevista de 1994–... En los tiempos en que hacíamos Número, me levantaba a las cuatro, a veces sin haber dormido, por mi asma. A las ocho estaba dando mis clases en Nueva Helvecia; a las dos de la tarde estaba en mi Sala de Arte de la Biblioteca del Museo Pedagógico. Y a la salida, a las ocho, había a menudo reuniones de Número. Sé hacer fuego, pintar paredes, traducir, hacer un jardín, enseñar a un perro, encuadernar, hacer ginebra. Me dividía entre el deseo de muerte y el amor por aquellas tareas y por la vida. Y el amor. Tanto que amé, tanto que me amaron. Y las clases y los estudios sobre ritmo al mismo tiempo que la poesía desgarrada. Y la necesidad de soledad y la militancia gremial y política”. Señalaba, allí, dos incoherencias: “Una, que sintiendo hasta las heces ese deseo de muerte que fue una constante de mi vida, no me haya matado. Otra, que careciendo de la más mínima necesidad de comunicarme, haya publicado... En cuanto a lo de seguir viviendo, me lo he explicado a veces como una consecuencia de las terribles enfermedades que periódicamente asolaban mi vida. Después de un año, de dos, de tres de padecimientos indecibles, sobrevenían unas ganas ingenuas y ardientes de vivir un verano más, de recobrar el uso feliz de mi cuerpo. Lo de publicar comenzó siendo circunstancial. A cierta altura, dejé de buscar explicaciones. Simplemente, seguí”.

En 1957 publicó Poemas de amor y lo dedicó –desembozada– “A Juan Carlos Onetti”.

Años más tarde quitaría esa dedicatoria, y él, ya viejo, sentiría rabia. Rabia.

 

“Amor / desde la sombra / desde el dolor / amor / te estoy llamando / desde el pozo asfixiante del recuerdo... con todo lo que tengo / y que no tengo / con desesperación / con sed / con llanto / como si fueras aire / y yo me ahogara / como si fueras luz / y me muriera. / Desde una noche ciega / desde olvido / desde horas cerradas / en lo solo / sin lágrimas ni amor / te estoy llamando / como a la muerte / amor / como a la muerte”, escribe en “Te estoy llamando”, de 1957. “Ya no será / ya no / no viviremos juntos / no criaré a tu hijo / no coseré tu ropa / no te tendré de noche no te besaré al irme / nunca sabrás quién fui / por qué me amaron otros... / no sabré dónde vives / con quién / ni si te acuerdas. / No me abrazarás nunca / como esa noche / nunca. / No volveré a tocarte. / No te veré morir”, escribe, en 1958, en esa enumeración atroz que es un poema y que se llama “Ya no”.

 

“Para esta poesía el amor es la experiencia más terrible y aniquiladora –escribe Rosario Peyrou en el prólogo de la antología Vuelo ciego (Visor, 2004)–. La voz que canta en sus poemas ya no es pasiva, no entra en el estereotipo tradicional de la ‘poesía femenina‘. Aunque la suya es una voz de mujer siempre reconocible, estos poemas hablan de una experiencia que cualquier lector, hombre o mujer, puede hacer suya”.

En “Cuatro notas en torno a la poesía de Idea Vilariño” (Dossier número 6, 2007) el crítico español Ignacio Echevarría dice que quizás “haya una forma de amor, y de desamor, que tuvo su sede original en el cuerpo femenino. La poesía mística, tan cargada de sensualidad, invita a esta pregunta, como invitan a hacérsela esos retazos de voz llegados de tantos siglos atrás y que suenan todavía con voz inconfundible de mujer. La misma pregunta vuelve a repetirse con la poesía de Idea Vilariño, que en su cada vez más absoluto desnudamiento arranca al lector, cualquiera que sea su sexo, un gemido de mujer”.

 

“–¿Cuál es el principal rasgo de tu carácter?

–El rigor.

–¿Tu principal defecto?

–La intolerancia.

–¿Tu ocupación preferida?

–Mis indagaciones sobre los ritmos poéticos. Las plantas”.

 

En esos años –fines de los cincuenta– sus días transcurrían entre la Biblioteca Pedagógica, las clases, la traducción (tradujo, con Rodríguez Monegal, un Hamlet que se considera insuperable), el análisis de la obra de Rubén Darío. Publicó, en 1958, un trabajo sobre la métrica titulado Grupos simétricos en poesía y estudió con ahínco las letras del tango, declarando su devoción por aquellos compositores que le gustaban mucho más que los poetas. “Lo que habitualmente se llama poesía no me gusta. Ser jurado de concurso es una experiencia frustrante porque me veo obligada a leer montones de esa cosa horrible”. “El ritmo es fundamental en todo hecho poético. Un poema es un franco hecho sonoro –sonidos, timbres, estructuras, ritmos. O no es”, le decía a Jorge Albistur.

En 1959 dejó la Biblioteca Pedagógica para dedicarse a la docencia en el Instituto Alfredo Vásquez Acevedo (Iava).

–Los que fueron alumnos dicen que era muy exigente y aburrida, porque eran clases magistrales, dictaba y todos tenían que copiar –dice Ana Inés Larre Borges.

–Sí, dicen que era aburrida. No fue mi profesora, pero la veía en el patio y era una mujer con un aura mítica –dice Rosario Peyrou–. Tenía atrás la leyenda de su relación con Onetti, con Manuel Claps, con Oribe, en una Montevideo de los años cuarenta. Y esa cosa de no importarle lo que decían hizo que su leyenda estuviera viva aún en los sesenta. Tenía una sexualidad muy libre pero muy discreta.

Anotaba, en una libreta, los nombres de todos los hombres con los que había estado. Cuando le preguntaron si eso no resultaba escandaloso, respondió: “A Mario Benedetti nunca le pareció escandaloso. Los demás pensaban que yo era una ordinaria”. Cuando le preguntaron si la poesía amorosa era el centro de su vida, respondió: “No. El centro de mi vida ha sido una corporalidad invasora, ávida, que asediaba mi trabajo de escritura”.

 

“Entonces / todo se vino / y cuando vino / y / me quedé inmóvil / tú / tú te quedaste inmóvil / lo dejaste saltar / quejándote seis veces. / Seis. / Y no sabes qué hermoso”, escribe en “Seis”, de 1970. “Dejá dejame hacer le dice / y cuando inclina / cuando va a hundir el rostro suavemente / en la dura pelambre / en la oscura maraña entreverada / sobre la piel tan pálida / ve el espejo es decir ve en el espejo / una cabeza rubia –no– dorada”, escribe en “El espejo”, de 1970.

“El suyo es un erotismo lleno de delicadeza que sin embargo no teme usar imágenes fuertes, audaces, palabras nunca antes usadas en el lenguaje amoroso femenino. Y justamente son esas palabras tan cuidadosamente elegidas las que transmiten esa impresión de verdad, de ausencia de afeites que deja su poesía”, escribe Rosario Peyrou en el prólogo de Vuelo ciego.

 

Era agosto de 1961. Cuando una bala destinada al Che Guevara –que daba una conferencia en Montevideo– mató al profesor Arbelio Ramírez. Idea Vilariño y Juan Carlos Onetti llevaban tres días de encierro en la casa de la calle Durazno, “iluminados todo el tiempo con luz artificial, casi sin alimentarse, amenazados de extenuación amorosa”, se lee en Construcción de la noche. En mitad de eso sonó el teléfono. Era una llamada del gremio de docentes para convocar a una asamblea. Idea se vistió, le dijo a Onetti que volvía en dos horas. “Cuando estaba por salir me dijo: ‘Si te vas, no me ves más’ –decía en Construcción de la noche–. Entonces volví. Me dice: ‘No, si te vas a quedar de esta manera es mejor que te vayas’. ‘¿Si? Bueno, entonces me voy’, y cuando llegué a la puerta agregó: ‘Te vas a arrepentir de esto. Vos sabés que yo no me puedo ir solo, pero me voy a ir de cualquier modo’. Conocía la manera de retorcerme el corazón. Regresé hasta él. Ahí nos volvimos a pelear y entonces sí, me fui”. Cuando volvió a su casa, tres horas después, Onetti ya no estaba. Había dejado una nota, insultándola, y los poemas de amor, que ella le había dado, arrojados a los pies de la cama. “Cuando empiezo a ordenar, llena de tristeza, encuentro la inyección que debía darse ese día. Como no podía interrumpir el tratamiento, me fui hasta su casa. Toqué el timbre y me atendió Dolly... ‘Pasá, me dice, pasá que Juan está muy mal’... Estaba desesperado y triste, ya no tenía nada que ver con aquel tipo que me había estado amenazando toda la tarde. ‘¿Y los poemas? ¿Dónde están los poemas?’, me preguntaba. ‘Creí que formaban parte del insulto’, le dije. ‘No, no’, dice, ‘se me cayeron, yo quiero esos poemas’ ”.

 

Juan Carlos Onetti, a finales de los años cincuenta • © Imagen tomada del libro Idea Vilariño: vida escrita

 

Por esos días, cuando Idea volvió para ver cómo seguía, Dolly le preguntó: “¿Cómo es que queriéndolo así, de esa manera, tú puedes andar después con otros?”. “Tú lo tenés y yo no –le dijo Idea–. Vivo sola, soy joven, a veces me paso años sin verlo, no puedo estar dependiendo de un hombre que se acuerde dentro de tres meses que existo. Ahora, lo que yo tampoco comprendo es cómo hacés tú para tolerar su relación conmigo y con otras mujeres”. “Mirá”, contestó Dolly, “lo que lo hace feliz a él, me hace feliz a mí. Yo quiero que él sea feliz”.

–Idea no fue ninguna víctima –dice Rosario Peyrou–. Para ser esposa de Onetti había que tener un grado de entrega y abnegación que ella no tenía.

“Porque me voy, dijo; porque estaré con D; porque querrías que viviese contigo. No, no, que se muriese por mí, tal vez. Vivir, no; no nos dejaríamos vivir”, anotaba Idea Vilariño en sus diarios, en 1959.

Sea como fuere, ese episodio de 1961 pareció marcar cierta distancia. Cierta, quizás, separación.

 

En 1963 Idea Vilariño rechazó un premio oficial –haría lo mismo con varios, y hasta 1987– alegando que discrepaba del criterio de formación de jurados. En 1965 publicó Las letras de tango. En 1966 un nuevo libro, Pobre mundo, que entre otras cosas reunía varios de sus poemas políticos: a Guatemala, a Vietnam, a Nicaragua, al Che. En 1967 volvió a Marcha, donde publicó un texto sobre la muerte de Guevara: “Nunca ya, creo que nunca ya, me importará la suerte ni la revolución ni la miseria, ni lo que sea, de Bolivia. Creo que me sonreiré con odio, dado el caso, que no toleraré que mi querido amigo boliviano me vaya a hablar de su revolución”. En 1968 viajó a La Habana como jurado del Premio Casa de las Américas. En 1970 adhirió al Frente Amplio, una coalición política de izquierda, y escribió la canción “Los orientales”, que devendría himno de la democracia y sería el punto de partida de un interés sostenido por escribir letras de canciones: lo haría para Alfredo Zitarrosa, Pepe Guerra, Daniel Viglietti.

–La relación con músicos populares abría una posibilidad de comunicación con un público grande que a ella le interesaba más por razones ideológicas que por halago de su vanidad –dice Coriún Aharonián, musicólogo y compositor que la conoció en los años sesenta.

Publicó Antología de la violencia (textos políticos y poéticos de diversos autores en torno a la violencia) y, en junio de 1973, el presidente de Uruguay, Juan María Bordaberry, disolvió el Parlamento con el apoyo de las Fuerzas Armadas y así comenzó una dictadura militar que duraría doce años. Ella no fue detenida pero perdió casi todas sus horas de clase.

–Se fue a vivir a Las Toscas, donde tenía una casa en un médano en el que había hecho un jardín impresionante –dice Irina Bogdachevski.

–En la casa de Las Toscas cada dos por tres se presentaba la policía –dice Numen Vilariño–. Y ella, a su vez, iba a otro balneario donde se reunía con gente del MLN.

El MLN, o Movimiento de Liberación Nacional, o Tupamaros, fue un movimiento de izquierda radical que tuvo como líderes, entre otros, a Pepe Mujica, el actual presidente de Uruguay, y a Raúl Sendic, de quien Idea era muy cercana.

Ese año, Juan Carlos Onetti, y otros miembros del jurado de un concurso organizado por Marcha, fueron detenidos por premiar un cuento que resultó subversivo para el gobierno de facto, que cerró la revista. Onetti, por problemas de salud, fue trasladado a un hospital. Allí, después de años sin verse, el 15 de marzo de 1974 Idea Vilariño fue a visitarlo. Esa misma noche escribió un texto que se reproduce en Construcción de la noche y que empieza con Dolly dejándolos solos. “Quedamos solos y callados... Me miraba por momentos; por momentos volcaba la cabeza; se mordía el labio superior, con una expresión ¿ de impotencia, de desesperación? ‘Así que yo no sé lo que es el amor. Vos sufrís de amnesia. La primera vez que entré a tu sala del Museo quedé loco por vos’. ‘Nunca me lo dijiste’. ‘Nunca entendí aquel deseo de posesión. No te dejaba ir a clase. Y no se trataba de deseo; si no, no sentiría esta horrible ternura que siento por vos... Lo que nunca pude recordar, lo que nunca pude saber, fue cómo terminó lo nuestro, cómo te perdí de vista, qué pasó’ ”. Ella le recordó la noche de 1961, la muerte del profesor, la discusión, el abandono. “ ‘Mirá, dijo, yo borracho, lloré una o dos veces en mi vida, vos sabés; pero en seco, nunca. Y siento que voy a llorar’. ¿Qué hacía yo ahí supremamente conmovida, inclinada hacia él desde mi silla, impotente, desesperada? Pensé que tal vez era la última vez que lo veía. ‘Tengo sesenta y tres’, dijo. ‘Se supone que es la edad de la impotencia. Pero no estoy impotente, y me acuerdo de tu amor, de todo, de tu boca, como si hubiera estado anoche contigo’. Estábamos como declarándonos. Entre otras cosas le dije: ‘Tuve años tu robe de chambre, aquella que fue de no sé quién, y que tú usaste, colgada allí, recordándote. Durante mucho tiempo la olía a veces, hundía la cara en la seda hasta que perdió aquel olor’... temí que iba a llorar. Me levanté y quise tocarlo, tocar su mejilla con la mía. Apenas llegaba a él cuando me agarró con un vigor desesperado y me besó con el beso más grande, más tremendo que me hayan dado, que me vayan a dar nunca, y apenas comenzó su beso, sollozó, empezó a sollozar por detrás de aquel beso después del cual debí morirme... Estábamos como enfermos de emoción... Era lo de siempre; me tenía en sus manos, me partía en dos. No me olvidaba de L. ni de D. Si no, si hubiera cedido a mi emoción, creo que me hubiera arrodillado junto a la cama, y le hubiera dicho: ‘Lo que quieras, como quieras’ ”. Entonces entró Dolly e Idea dijo que tenía que irse. Cuando se acercó a saludarlo, Onetti la besó en la boca. “Ella me acompañó hasta la puerta, y no me volví a mirarlo. Esperé largo rato el ómnibus con ganas de llorar o de morirme”.

Onetti se iría, poco después, a España. Se verían dos veces más pero nada indica que, luego de esa noche, volvieran a encontrarse allí, en Montevideo.


–Ella me mostraba las cartas que le mandaba él desde España –dice Irina Bogdachevski–. Le decía que no podía vivir sin ella, y estaba en otro país con otra persona. Pero ella también era bastante cruel, definitiva: si no es así, entonces que no sea nada.

“Yo muy a menudo decía que no –le decía Idea Vilariño a María Esther Gilio–. Pero no tenía más remedio que decir no, salvo que estuviera dispuesta a dejar que me pisara la cabeza”.

“Cuando una mujer se siente amada totalmente, se entrega como una niña y es feliz siendo niña. Es el estado del amor”, le decía Onetti a María Esther Gilio, en 1965. En 1991, cuando Gilio le preguntó con qué poema de los que le había dedicado Idea se quedaría, Onetti dijo: “Ya no” y, hojeando Poemas de amor, se lamentó:

–Lo único que no me gusta de esta edición es que ya no me la dedica.

–Bueno, ella añadió ahí poemas que no son para ti.

–No me interesan las explicaciones racionales. Me interesa que ya no estoy más allí... Yo nunca sentí que ella estuviera enamorada de mí... No digo que no estuvo, sino que nunca sentí que estuvo. Yo creo que lo suyo era algo muy cerebral, intelectual.

–¿Nada más?

–También es cama.

–Pero supongamos que sea verdad, que ella no te amó. ¿Y tú a ella?

–Andá a saber. Sé que ahí hubo un alto porcentaje de cosa sexual.

La entrevista llegó a oídos de Idea Vilariño. “Me enojó mucho –decía en el documental Idea–. Tener todos esos poemas de amor ahí y estar exhibiendo tu corazón deshecho, y que él después con unas frases así, livianas, desdiga todo eso, lo niegue. Eso me chocó, me dolió. ¿Cómo podés decir que una persona que escribió eso tuvo un amor intelectual por él? No sé. Era difícil este hombre. Decía que creía que yo estaba creando un amor para la historia de la literatura. Algo tan imposible. Vos no podés hacer eso cuando estás queriendo tanto y cuando estás escribiendo las barbaridades que yo he escrito para él”.

 
A finales de los sesenta, los años de más intensa militancia • © Tomada del libro Idea Vilariño: vida escrita
 

–Hay un personaje público de Idea, que fue el que ella quiso crear, y yo prefiero no intervenir ahí, pero ella es mucho más que las dos semanas que pasó con One-tti –dice Jorge Liberatti, crítico literario y ex marido de Idea Vilariño, el único marido que esa mujer tuvo–. Nos casamos en 1975, nos divorciamos en 1986, aunque ya separaditos estábamos en el año ochenta y pico. Pero nos conocíamos desde 1968, y en ese año ya habíamos sido personas que se querían. Ella fue mi profesora en el Iava y me llevaba 22 años. Vivíamos en Las Toscas. Hacíamos manuales de literatura para estudiantes, traducciones. Hay una versión de Idea que es mitológica y mucho menos interesante que la real. Tenía ese aspecto complicado de la violencia política. Estuvo muy comprometida con Raúl Sendic. Yo no quería casarme, me daba miedo casarme con una persona tan mayor. Pero Idea me lo puso como condición. Cuando murió mi padre ella se asustó un poquito porque pensó que íbamos a tener que cargar con mi madre. Quizás quiso casarse para, no sé, ponerse en primer lugar. Y nunca quiso divorciarse. Me divorcié por cuestiones de orden económico. Ella veía venir la vejez, pobrecita. Sufría mucho. Todas sus mañas, sus enfermedades de la piel. Por eso, cuando veo parejas desiguales, les digo: “Miren que van a terminar mal”. Era muy trabajadora. Pintaba los mueblecitos, hacía las plantitas, y se ponía a traducir. Era un burro de carga. Y eso que el asma era un tema complicado. Llegaba a ahogarse mucho, y en Las Toscas no había médico. Yo le tenía que dar las inyecciones, un corticoide fuertísimo. Y luego tenía ese problema de sensibilidad y de huesos. Cualquier cosa que tocaba le sacaba un moretón. Pero yo creo que le hice mal. Ella se quejaba de que yo había interrumpido su carrera de poeta. Y era cierto. Ella era un bicho de la soledad. Y yo tenía conciencia plena de eso. Ésa fue mi parte mala. Yo le destruí la soledad.

 

“Jorge había sido alumno mío –le decía Vilariño a María Esther Gilio–. Yo sentía que era muy joven para mí, pero estaba viviendo una época de allanamientos. La policía venía a cada rato a allanar mi casa. Dejé de lado los escrúpulos. Él se había expuesto varias veces por mí. Recuerdo un día en que llegamos a Las Toscas y nos encontramos veinte milicos, barriga en tierra, apuntando hacia la puerta de mi casa. Jorge atravesó esa escena y respondió al interrogatorio que le hicieron, cuyo final nadie podía prever”.

–Con Jorge pasó un tiempo muy tranquilo –dice Silvia Campodónico–. Pero no sé por qué se casó con él. No creo que tuviera un gran amor. No sé cuáles fueron sus grandes amores. Tal vez fue Oribe. Onetti creo que no. Cuando me dijo que se casaba con Jorge yo no lo podía creer. Si ella quería ser independiente. Me dijo que habían pasado años muy felices pero ella hablaba más bien por el lado sexual.

En 1980 Idea Vilariño publicó un nuevo libro. Lo llamó No y lo dedicó a Jorge Liberatti.

“Qué asco / qué vergüenza / este animal ansioso / apegado a la vida”. “Si te murieras tú / y se murieran ellos / y me muriera yo / y el perro / qué limpieza”. “Tendría que sentarme en un banquito / y esperar que termine”. “Cómo acepta la falta / de savia / de perfume / de agua / de aire. / Cómo”. “Inútil decir más. / Nombrar alcanza”.

En No los poemas no tienen título, se enumeran del uno a 58, nunca superan los once versos y están formados por palabras –perro, asco, banquito– llegadas de una galaxia limpia y triste que se despliega como un ruido blanco o un silencio perfecto. “Cada vez me prohíbo más desarrollar o explicar, y por lo tanto los poemas son mínimos”, le decía a Jorge Albistur. “Parece sencillo, pero es allí donde reside su misterio: con esos temas y ese lenguaje que casi no tiene diferencia con el más cotidiano, sería fácil caer fuera del ámbito de la poesía. Pero Idea imanta sus palabras de tal forma que las vuelve únicas”, escribe Rosario Peyrou en El País Cultural. “La técnica de la omisión de la anécdota llega aquí a su grado máximo”.

 

Se dice mucho.

Se dice que ella se quiso divorciar porque no quiso ser su carga. Que no soportó que él llevara a vivir con ellos a la madre. Que la madre nunca fue a vivir con ellos y que fue él quien le dijo a Idea que se fuera de la casa. Que dejaron de hablarse por un devuélveme ese cuadro. Sea como fuere, las cosas entre Idea Vilariño y Jorge Liberatti quedaron tensas durante años y por eso, cuando él descubrió que en el collage de fotos que cierra La vida escrita –un recuento de todo lo que importa: Idea con Numen, Idea con Benedetti, Idea con Manolo Claps– había una suya –pescando, frente al mar–, la llamó y le dijo su extrañeza. Ella se rió, coqueta, y preguntó: “¿No fuiste mi marido?”.

No hay, en esa selección final, ninguna foto de Juan Carlos Onetti.

La técnica de la omisión de la anécdota llega, aquí, a su grado máximo.

Hacía cosas como éstas: permitir que Coriún Aharonián, entre febrero y agosto de 1998, la grabara leyendo sus poemas –con el fin de hacer un disco– y luego vetar, disconforme, el resultado. Rechazar, aun después de haberlas aprobado, todas las ilustraciones que Ana Inés Larre Borges le había sugerido para un libro llamado Última antología, en el que quiso incluir solo los poemas que le gustaban (eran pocos). Hacía esas cosas.

 

En 1981 murió su hermana Alma. En 1982, cuando atravesaba una situación económica precaria, quisieron proponerla a la Beca Guggenheim, pero se rehusó. “Por razones de moral política –le dijo a Jorge Albistur–. Siempre pensé que dentro de lo poco que pueden hacer los artistas está dar ejemplo de conducta. Pensaba que por ahí podían andar los dineros que mataban en Vietnam o en Granada”. Poco después, en 1985, la democracia volvió a Uruguay. El 18 de mayo Los Olimareños, músicos populares prohibidos durante de diez años, cantaron en el estadio Centenario, ante 50.000 personas, el himno que había escrito Idea Vilariño: “Los orientales”. Fue una noche de lluvia y ella estaba allí, rodeada de desconocidos que cantaban con garganta de leones aquello de “De todas partes vienen, sangre y coraje, para salvar su suelo los orientales”. Se sintió bien. Le pareció que había logrado alguna cosa.

 

“Adriana y Néstor se conocieron hoy gracias a Idea Vilariño y el PVP”, dice el grafiti en una pared de Montevideo (el pvp es el Partido por la Victoria del Pueblo, de tendencia marxista).

“Idea te dejamos un beso. Siempre vas a ser una mostra”, decía la tarjeta rosa que cinco adolescentes dejaron sobre su ataúd.

El 24 de abril de 2008 el cantante del grupo de rock uruguayo Los Buitres, en mitad de un show, anunció que querían homenajear “a alguien a quien le hemos robado muchas cosas”. Mientras una foto de Idea Vilariño ocupaba las pantallas, ellos tocaron“Es decir”, un tema que le tienen dedicado: “Te quiero / te espero / rosa de mi rosal. / ¿Qué vieron tus ojos? / ¿Quién te hizo soñar? / Herir tus versos / no dejarlos ir”.

 

En 1985 muchos de quienes habían participado en Marcha fundaron Brecha, un semanario donde empezó a colaborar. En 1987 volvió a dar clases, ahora en la Universidad de la República, y viajó a la Sorbona como invitada. Pasó por Madrid y visitó a Onetti. No hay muchos registros de ese encuentro: solo una foto –él viejo; ella mirándolo con desdén o con ternura o las dos cosas– y una declaración, del año 2000, en la que dijo que aquel había sido “un encuentro fácil y hermoso”. Volvieron a verse una vez más, en 1989, en otro de sus viajes a Madrid. En 1990 vendió la casa de Las Toscas y compró otra en la calle Anzani 2129 Montevideo. En 1993, cuando Brecha publicó un artículo crítico sobre la revolución cubana, hizo lo de siempre: renunciar. Y en Madrid, en mayo, en 1994, Onetti se murió.

 

 A mediados de los noventa, Murió Onetti, el amor suyo • © Tomada del libro Idea Vilariño: vida escrita

 

“Quiere avisarme que él está internado, que está grave, que todo indica que esto es el final”, anota en su diario el 28 de mayo de 1994, después de recibir una llamada de Raquel, la prima de Onetti. El texto sigue con un ruego (ella, que no creía en nada: con un ruego): “Que no se dé cuenta. Nunca quiso ni pensar en la muerte. En un cti. No sabe estar enfermo. Que no se dé cuenta”. El 30 de mayo, después de hacer una llamada a Madrid, escribe: “Me atiende Paquita llorando. No hay esperanzas, no hay esperanzas”. Se queda allí, llorando, pero cuando la radio dice que ha muerto ya no llora. Se queda laxa, tratando de recordar. Empiezan a llamar los diarios, pero ella dice no, no, y solo atiende a los amigos. La llama Manuel Claps. La llama Mario Benedetti. Alguien, le dicen, vio a Onetti el 8 de mayo, delgado, piel y huesos. “¿Cómo yo no supe eso? Le escribí esa carta que, dice Mario (Benedetti), llegó cuando ya había muerto. Muerto él”.

Muerto él.

“De tarde dicen que ya lo incineraron. Es un poquito de cenizas, todo aquel hombre, el amor mío”.

El amor suyo.

“El amor mío”.

 

“Creo que la actitud más lúcida, más sana, es tener presente que la vida y el amor se acaban. Ver a los otros y a uno mismo caminando a la muerte, vivir el amor a término, tal vez hagan el amor y la vida más terribles pero también digo que los hacen más intensos y más hondos”, le decía a Mario Benedetti, en una entrevista publicada en Marcha en 1971.

“De Dios ni hablar. No es un problema, no es una preocupación. Todo se acaba. El amor, la vida, el mundo. Para hacer planes con tu obra o con tu cuerpo tenés que estar loco. Y bueno, ésa es la cosa. Nada de Dios”, decía en el documental Idea.

“Como un perro que aúlla interminable / que aúlla inconsolable / a la luna / a la muerte / a su tan breve vida. / Como un perro”, escribía en el poema número 44 de su libro No.

 

En los últimos veinte años no escribió demasiado. Sus libros se tradujeron al ruso, al inglés, al portugués, al alemán, al italiano y se reeditaron en español. En cada reedición agregó, a ese corpus –Nocturnos, Poemas de amor, Pobre mundo, No– algún poema: si en el principio Nocturno tenía dieciséis, en Poesía completa llegó a 41. Si Poemas de amor tenía una decena, en Poesía completa llegó a 67. Pero los agregados después de los años ochenta son muy pocos. En 1999 murió Manuel Claps. En 2003 viajó a La Habana para operarse los ojos, que siguieron sin ver. En 2007 murió su hermana Poema, que vivía con ella desde principios de siglo. Por motivos que prefiere no aclarar, y en una relación que nunca había sido fácil, su hermano Numen se distanció definitivamente.

–Idea era una persona muy hermosa, y tenía un grado de bondad muy especial, de fineza. Todas las cosas que se puedan decir son verdad. Pero en los últimos años nos alejamos mucho, por el entorno de ella y porque se puso más inflexible, más intransigente. Pero ella no hubiera querido vivir de otra manera.

 

Se dice mucho. Que Numen habría intentado vender la casa de la calle Anzani con ella en vida. Que en los años del final Idea no recibió más ayuda que la de una mujer adinerada, americana, Louise Popkins, ni más visitas que las de Ana Inés Larre Borges, Rosario Peyrou, Coriún Aharonián y pocos más.

Se dice mucho.
 

–Una sola vez la vi desesperada –dice Coriún Aharonián–. Cuando en la etapa final de su vida una buena amiga le robó el arma calibre 22 que tenía guardada para quitarse la vida. Idea sentía que ése era el momento pertinente, pues su vida había perdido dignidad. El robo fue, al entender de esa amiga, una buena acción. Para ella significó lo contrario.

–En un momento se suicidó una poeta uruguaya y ella me comentó: “Yo tendría que haber hecho lo mismo” –dice Rosario Peyrou–. Pero quizás rozar la muerte y la enfermedad debe haberle dejado una apetencia de vida terrible. Porque lo que ella decía y escribía solo podía desembocar en el suicidio.

“Como un disco acabado / que gira y gira y gira / ya sin música / empecinado y mudo / y olvidado. / Bueno / así”, escribía en el poema número 47 de su libro No.

 

Cultivó, hasta el final, el amor de los hombres. Rubén Cosito, su novio de la infancia, reapareció en 1995. La llamaba a menudo, regocijado en lo que, decía, habían sido “ochenta años de amor”. El escritor uruguayo Felipe Polleri contó, en El País Cultural, que desde los primeros años del nuevo siglo hablaban cada noche. “La relación, casi siempre telefónica, entre un viejo de cincuenta y pico y una joven de ochenta y pico. Si la describo es para convencerme de que pasó: de que la quise y me quiso”.

–Al final yo no le tenía tanta simpatía –dice María Esther Gilio–. Decía cosas fantasiosas, como que el que había sido marido de ella, el día que se casó con otra, a las tres de la mañana llegó a su casa con una champaña en la mano y la levantó en brazos. Oíme. No. Alimentando su propio mito. Dejame.

 

El día de su cumpleaños –el 18 de agosto de 2008– Irina Bogdachevski la llamó por teléfono pero no la encontró. La atendió Selva, una empleada que la cuidaba desde hacía tiempo.

–Me dijo que la habían internado y que iba a estar bien. Días después Idea me llamó para decir que había vuelto a casa. Pero cuando llamé un mes más tarde, Selva me dijo que, como ya no se podía mover, había preferido ir a una casa de salud que era como una clínica y un geriátrico. “¿No piensa volver?”, le pregunté”. “Sí, sí, va a volver”.

–Estuvo ahí, muy sola –dice Ana Inés Larre Borges–. Íbamos a verla Coriún, Selva y yo. Esa soledad fue elegida pero también padecida. Por un lado todo el mundo hablaba de ella, y por el otro lado no había quien fuese a verla. Pero también fue su elección de vida. Una consecuencia de sus muchas elecciones.

–Los últimos fueron años duros para su amor propio –dice Coriún Aharonián–. Estaba en una habitación amplia y soleada, con vista al parque, pero ya no podía tenerse en pie. Tampoco podía leer ni escribir. La conversación era muy espaciada, porque la medicación le producía suspensiones en el habla, lo cual le daba mucha rabia.

Pasó diciembre, pasó enero. Se internó varias veces en un sanatorio –el Centro de Asistencia del Sindicato Médico de Uruguay– hasta que en abril de 2009 –el 28– la llevaron allí para operarla con urgencia –el intestino– y entonces se murió: Idea Vilariño se murió.

Pocos días después, el 17 de mayo, murió Mario Benedetti. El gobierno decretó duelo nacional y velatorio en el Congreso. Al panteón del Cementerio Central, donde lo llevaron, fueron dos mil personas.

Al funeral de Idea Vilariño, en cambio –empresa Rogelio Martinelli, Canelones 1450– no fue nadie. O sí: diez. Dos eran funcionarios del gobierno.

 

“–¿Qué quisieras ser?

–Un arqueólogo. Un artesano.

–¿Donde desearías vivir?

–En un médano frente al mar donde viví en Las Toscas, cuando aquello era un solitario paraíso.

–¿Tu sueño de dicha?

–La soledad”.

 

–Éramos pocos en el velatorio –dice Rosario Peyrou–. Después la llevaron al paraninfo de la universidad y ahí fue un poco más de gente. Pero al Cementerio del Norte apenas fuimos diez.

Selva, la empleada, fue la depositaria de las instrucciones: un papel en el que, con letra vieja, Idea Vilariño había escrito lo que esperaba de allí en más. “Nada de cruces. No morí en la paz de ningún señor, etc. Empresa Forestier Pose o Martinelli. Decir allí murió Idea Vilariño. Cremar”: la técnica de la omisión de la anécdota llegando, aquí, a su grado máximo. Selva le dio el papel a Coriún Aharonián y entonces él –y Ana Inés Larre Borges– salieron a buscar un ataúd sin cruces. 

ACERCA DEL AUTOR


Leila Guerriero

Periodista y editora para el Cono Sur de la revista Gatopardo. Su último libro, 'Una historia sencilla', fue publicado en el 2013.