Ley y pecado

¿Realmente creemos tener una justicia laica? En España y sus antiguas colonias no han acabado de romperse las íntimas relaciones entre las leyes humanas y las divinas, la moral y los agüeros, la ley y el pecado.  

POR Mauricio García Villegas

Enero 27 2021
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Ilustración de Charles Waller

 

Jorge Luis Borges dijo alguna vez que se convenció de que los latinoamericanos estamos profundamente ligados a España el día en que leyó un pasaje del Quijote en donde el Ingenioso Hidalgo dice lo siguiente: “Señores guardas, estos pobres no han cometido nada contra vosotros; allá se la haya cada cual con su pasado. Dios hay en el cielo que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres”. Así como don Quijote le pide a la autoridad que perdone a esos condenados y deje el asunto en manos de Dios, que sí es un juez justo, Martín Fierro deja de perseguir a los ladrones y se une a los malos porque ellos sí son valientes. En estos pasajes, dice Borges, hay toda una concepción de la autoridad y del Estado que nos es tan común a los latinoamericanos como es ajena a los demás países europeos y sus ex colonias.

En el pasaje del Quijote se evidencia el poco aprecio que los españoles tenían por la autoridad civil y por la ley, sobre todo cuando ellas entraban en conflicto con sus intereses o con sus creencias. Los individuos no siempre respetaban a la autoridad porque, al fin y al cabo, “ella no es nadie frente a Dios” y la autoridad era complaciente con los criminales porque, después de todo, “ya tendrán quien los juzgue”.

Lo que quisiera mostrar a continuación es que ambas actitudes parecen venir de la misma fuente religiosa, que no es otra que una visión católica del mundo en donde todo está irremediablemente dominado por el pecado y por la imperfección humana. Esa manera de ver el mundo ha determinado, y de alguna manera lo sigue haciendo, nuestra concepción de la ley, la autoridad, el perdón y la justicia.

 

 

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En la Colonia española la Iglesia era complaciente con los pecados que se originan en las pasiones: matar por furia, robar por codicia, fornicar por lujuria, todo eso hacía parte de la naturaleza humana, frágil y pecaminosa. Por eso había que perdonar. Más aún, esas pasiones incontenibles y los deslices que se originaban en ellas eran la fuente del arrepentimiento, de la fe y de la sumisión a Dios y a la Iglesia. En este “valle de lágrimas” en el que Dios puso a los hombres, pecar y arrepentirse hacían parte del curso natural de la vida. Por eso la Iglesia católica no menospreciaba a los pecadores; al contrario, los acogía y los asistía y apenas les exigía que se arrepintieran. Ahí, en la sumisión de los arrepentidos, estaba la fuente del respeto por la Iglesia y, por supuesto, la fuente de su poder y de su autoridad. No en vano al creyente se le llama, incluso hoy en día, fiel.

La benevolencia de la Iglesia con los pecadores iba de la mano con la idea, también muy extendida en el catolicismo, de que Dios era infinitamente misericordioso y de que esa misericordia implicaba una extraordinaria capacidad para comprender a cada cual y para ser indulgente con sus pasiones. En su infinita clemencia Dios no solo perdona sino que entiende por qué se peca. Dios, que hizo al hombre y sabe mejor que nadie cómo siente y piensa, sabe también que el pecador no tiene más remedio que seguir en ese camino de la imperfección. De ahí las célebres palabras de don Juan Tenorio, el personaje de José Zorrilla:

Llamé al cielo y no me oyó
y, pues sus puertas me cierra,
de mis pasos en la tierra
responda el cielo, no yo.

Pero si la cólera de Dios contra el pecador persistente era mayor que su misericordia para entenderlo y perdonarlo, ahí estaba la Virgen María, que era como una madre buena, siempre dispuesta a interceder y aplacar la ira de ese creador justiciero. La enorme popularidad de la Virgen María en España y en América Latina, en especial de la Virgen del Carmen1, se explica quizás por ese poder que tiene en el imaginario popular para mediar entre la ley divina y las pasiones humanas.

En una sociedad en la que abundan los hijos abandonados por el padre, no era extraño encontrar esa veneración a la Virgen-Madre-de-Dios. Ella, que todo lo entiende y todo lo perdona, intercede ante el Dios todopoderoso y aplaca su rigor hacia los pecadores. En La Virgen de los sicarios, Vallejo cuenta cómo Alexis, el protagonista de su novela, deja de matar a un taxista que no le quiere bajar el volumen al radio simplemente porque ése es el día de María Auxiliadora.

Pero la Virgen María no era la única tabla de salvación de los pecadores. El imaginario religioso de los habitantes de las colonias estaba lleno de personajes mágicos que podían ayudar a los mortales. El Cielo era pensado como un reino, con un monarca a la cabeza y una serie de súbditos que lo adoraban, cada uno dotado de poderes específicos y de capacidades relativas, según su mayor o menor cercanía con el monarca supremo. Entre el rey de los Cielos y los mortales estaban las vírgenes, los ángeles, los santos –muchos santos, desde los más milagrosos hasta los más ordinarios– y finalmente las almas del Purgatorio. El Reino de los Cielos era pues una proyección del reino de la tierra; si los teólogos suponían que el hombre había sido creado a imagen y semejanza de Dios, los habitantes de las colonias habían hecho las cosas a la inversa: su reino celestial había sido construido a imagen y semejanza de la sociedad compleja y jerarquizada en la que vivían.

El orden y las reglas de la sociedad celestial estaban determinados por los jerarcas de la Iglesia, pero cada fiel les daba su toque singular, según el vuelo de su imaginación y las necesidades de su propia salvación. La salvación para los habitantes de las colonias era una empresa compleja en la que se necesitaba empeñar una buena dosis de habilidad, capacidad de negociación y buenos contactos. Cada quien escogía los santos de su preferencia, de manera similar a como en la sociedad terrenal escogía a sus padrinos y con ellos se entendía para tramitar requerimientos y recibir favores. Como en el mundo terrenal, en el celestial se conseguían avances o créditos para el pago de la salvación eterna y también bienes terrenales y socorros puntuales, todo ello a cambio de fidelidades y de rezos. Cada aspecto de la vida tenía un santo especializado que intervenía según las necesidades y de acuerdo con la fidelidad que recibía del acudiente. En Antioquia, por ejemplo, san Roque era el santo que curaba las enfermedades; san Higinio intervenía para que se acabaran los temblores; a san Antonio se le rezaba para casar a las hijas; santa Bárbara prevenía las tempestades; san Isidro era el guardián de los campesinos. Tan evidente era la lógica comercial en todo esto que algunos fieles en las colonias (también en España) castigaban a los santos cuando éstos desoían sus peticiones, y lo hacían poniéndoles la cara contra la pared o colgándolos de los pies.

Pero entre Dios y los mortales de a pie no solo estaban los santos y las ánimas del Purgatorio; también estaba la Iglesia, que era una especie de divinidad presente en cuerpo y alma. El poder que detentaban las autoridades eclesiásticas era sagrado: los obispos y los curas podían excomulgar, prohibir libros, promulgar mandamientos, expulsar a los demonios y bendecir a las personas y los objetos. Ante esos poderes delegados por el mismísimo Dios se imponía la sumisión de los fieles. En los pueblos coloniales y también en las ciudades, los obispos eran venerados y sus visitas pastorales eran acontecimientos más importantes que los concernientes a los funcionarios públicos del nivel central.

 

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1. Patrona de José de San Martín, que logró la independencia de Argentina, Chile y Perú. Considerada reina y patrona de Chile y de Bolivia. En Perú es la patrona del criollismo y en Colombia es la protectora de todos los conductores de medios de transporte, especialmente de servicio público. 

 

Convencido de que Dios lo entiende y por eso lo absuelve, si es necesario con la ayuda de la Virgen María, el pecador católico se arrodilla ante el Cielo y sigue pecando; de ahí ese dicho popular según el cual “quien peca y reza empata”, o aquel otro que dice “no hay puta ni ladrón que no tenga su devoción”. Por eso no es extraño que Tomás Carrasquilla cuente que en Yolombó (Antioquia), a finales del siglo XVIII, los españoles se acogían a la Santa Cruz “para poder vivir a sus anchas”. “Si pecamos –dice don José María, un personaje de su novela–, ahí estáis vosotros para absolvernos y... santas pascuas. Por eso te queremos, curita”.

Los peores crímenes quedaban así expiados en el instante en que el pecador se arrepentía y se confesaba. Por eso también la expresión española “el pecado se lava con un poquito de agua”. De la misma manera como un santo puede ir a parar a lo más profundo del infierno cuando la muerte lo captura sin haberse confesado, el más abyecto delincuente puede llegar al paraíso celestial si se arrepiente en el momento justo. En el Juicio Final, la vida del pecador no será apreciada en su conjunto, la contabilidad general de vicios y virtudes no será tenida en cuenta; lo único que valdrá, en ese tribunal de última instancia, será el hecho de haber tomado la decisión de ser un cristiano fiel al momento definitivo de la muerte. No hay injusticia o azar en tal regla de juego, dicen los que defienden esta doctrina; lo que hay es misericordia divina. “Mientras en los juicios humanos se castiga al que confiesa su culpa, en el divino se le perdona”, escribió José María Escrivá de Balaguer, el fundador del Opus Dei.

Es por esto que al católico español lo atormenta la posibilidad de que la muerte lo atrape sin haberle dado la oportunidad de arrepentirse. Para muchos es un riesgo remoto, insignificante, comparado con el disfrute de una vida larga dedicada al placer. Por eso el pecador apuesta con la muerte a que su arrepentimiento llegará primero que ella. Para don Juan Tenorio la vida es un juego de azar en el que espera tener la suerte de su lado y por eso exclama:

¡Estrellas que me alumbráis
dadme en este engaño suerte,
si el galardón de la muerte
tan largo me lo guardáis!

En la visión del mundo católico, pecar y rezar no son dos verbos en tensión; ni siquiera se puede decir que uno es el antídoto del otro; son más bien dos actos que se complementan y se explican por la fuerza de las pasiones que Dios puso en los hombres. Está bien entonces que ese pecado exista, pues en él se encuentra la fuente del arrepentimiento y de la adoración a Dios. En el pecado se construye la fe, y de ella depende, claro, la sumisión de los fieles y el poder de la Iglesia. El “temor de Dios”, que es la fuente de la sabiduría, no es incompatible con una vida disipada e indecente; al contrario, en la unión de estos dos elementos se garantizan la obediencia al Dios todopoderoso y la humildad del rebaño de la Iglesia.

Pero así como la Iglesia era tolerante con los pecados que se originaban en las pasiones, era implacable con los pecados del alma, y sobre todo con la herejía. El hereje, con su impiedad, pone en tela de juicio la autoridad de la Iglesia. De la misma forma en que el adúltero o el violador eran vistos como arrepentidos potenciales, el incrédulo que hacía públicas sus dudas, y sobre todo el que lo hacía sin ningún rasgo aparente de maldad, en pleno uso de sus facultades, era un peligroso enemigo de la Iglesia y del cuerpo social. Por eso iba directo a la Inquisición; allí se le aplicaba la ley, esta vez sí, con todo rigor. La fornicación era, por supuesto, un pecado; pero la Inquisición solo procesaba a los fornicadores que expresaban alguna opinión para justificar sus actos, de tal manera que pudieran cuestionar las enseñanzas de la Iglesia. Los enemigos de la Iglesia eran los enemigos del pecado, no los pecadores. El ateo era un enemigo; el pecador, un posible hijo pródigo.

Los protestantes del siglo XVIII, en cambio, veían las cosas a la inversa de la Inquisición. Los pecados de las pasiones eran más graves que los del intelecto y la voluntad. El círculo vicioso católico entre pecado, arrepentimiento, perdón y de nuevo pecado deja de existir en el protestantismo y es reemplazado por una poderosa ética del autocontrol de las pasiones –ascetismo, sobriedad y recato en la vida cotidiana y del trabajo–. Como lo explica Max Weber en su célebre estudio sobre la ética protestante y el espíritu capitalista, esta nueva ética se origina en la doctrina de la predestinación según la cual solo algunas personas han sido escogidas por Dios para salvarse, pero nadie sabe muy bien quiénes son.

De la terrible soledad que se desprende de ese postulado enigmático, explica Weber, nacen dos actitudes hacia la vida: en primer lugar, cada cual debe verse a sí mismo como elegido para salvarse –de lo contrario, habría allí un indicio de poca fe– y, en segundo lugar, una consagración total al trabajo, lo cual era también interpretado como una posible muestra de haber sido seleccionado para la salvación. La acumulación de riqueza era entonces bien vista, siempre y cuando estuviera acompañada de una vida sobria y sin excesos; una vida contenida, sin pasiones.

Es por eso que en el norte de Europa y en las colonias inglesas los pecados originados en las debilidades humanas, y entre ellos el adulterio, eran vistos como faltas sociales graves. Así como el problema del adulterio en las colonias fue enfrentado desde los púlpitos, en Inglaterra fue enfrentado desde los juzgados. Pero la prédica de los curas era más bien inocua frente al adulterio y no solo porque la sanción de la que disponían, el arrepentimiento, solía ser algo pasajero y repetitivo, sino porque en la Iglesia católica los curas nunca han dejado de tener condescendencia con los pecadores, de los cuales, como ya dije, obtienen su capital social, es decir su prestigio y sobre todo el aprecio de las víctimas, muchas de ellas esposas traicionadas por maridos infieles.

Los curas, arropados en sus sotanas, también tenían el privilegio de poder hablar abiertamente de sexo, tanto con el marido adúltero como con la mujer engañada. Por los confesionarios y por los prostíbulos transcurría toda esa lascivia creativa del género humano que la sociedad española se negaba en familia o en sociedad. La confesión, ese invento medieval tardío, dice Roberto Palacio en Pecar como Dios manda, no era más que un medio desesperado para saber lo que se hacía de puertas para adentro en una época en la que no había cámaras que ocultar ni micrófonos que plantar. Nada de extraño tiene entonces si muchos curas de la Colonia quedaron atrapados en esta práctica general de tener amantes, concubinas e hijos por fuera del matrimonio.

 

En la sociedad colonial el contraste entre las formas públicas y las prácticas privadas era muy grande. En los asuntos amorosos y sexuales, en los cuales el recato público convivía a hurtadillas con las licencias de la vida privada, esta incongruencia era aún más evidente. Por fuera del yugo matrimonial, en el escenario de la vida pública, los hombres y las mujeres hacían todo por separado. En la calle, en las reuniones, e incluso en las fiestas populares, cada sexo tenía su propio espacio y cumplía su propio rol. Pero la iglesia era la excepción. El templo del pueblo era un refugio de la libertad, dice Humberto Restrepo cuando explica cómo era la vida en los pueblos de Antioquia a finales del siglo XIX. Allí se encontraban los enamorados y se urdían los noviazgos y los compromisos amorosos. Por eso, dice Restrepo, uno se pregunta si el interés que mostraban los jóvenes antioqueños por el Mes de María o por las Cuarenta Horas era religioso o simplemente amoroso.

Así pues, en aquellos países donde el adulterio era concebido como una falta social grave, la tolerancia con los pecadores siempre fue menor y las mujeres podían imponer límites al comportamiento de los hombres. En los lugares donde el adulterio era visto como un pecado –remediable mediante el arrepentimiento–, la norma social que lo condenaba era endeble y las mujeres no podían hacer nada para impedir la conducta lasciva de los hombres. Mientras el primero es un caso de captura de la moral por parte de la sociedad, el segundo es el producto de la captura social por parte de la moral.

 
 

 

En España siempre hubo cierta confusión entre el delito y el pecado. Los delitos en la España clásica eran, ante todo, pecados –por la misma razón que la ley humana depende de la ley divina–, y por eso la sanción que les correspondía era la culpa y su remedio el arrepentimiento y la penitencia.

Pero la reducción del crimen al pecado entraña, sobre todo, una desvalorización o incluso una banalización del crimen. Si Dios perdona siempre y en un instante, ¿por qué no habrían de hacer lo mismo los jueces? ¿Qué autoridad sobre la tierra puede pretender ser más severa que Dios? Si todos somos pecadores, ¿qué más da que unos lo sean en mayor medida que otros?, y sobre todo, ¿por qué empeñarse tanto en castigar, cuando el juicio definitivo no les corresponde a los jueces de este mundo?

El acusado era un pecador, como todos, no un enemigo de la sociedad; si no fuera así, todos seríamos enemigos de la sociedad, porque todos somos pecadores. Por eso, el indulto está profundamente arraigado en esta manera católica de concebir el delito. Si pecar es algo que le puede pasar a cualquiera, ¿cómo no habría de ser condescendiente el juez con el delincuente? La bien conocida hipocresía católica, que predica mucho pero practica poco, no es otra cosa que el resultado de esa benevolencia que tiene el juez hispánico con el acusado, al cual mira como a un pecador. De ahí viene también la tradicional falta de sintonía ibérica entre la letra de la ley y su aplicación. Una cosa es el castigo en la letra de la ley, que debe ser implacable y severo, y otra muy distinta es la aplicación de ese castigo en la práctica, cuando el indulto y la amnistía pasan a ser la regla. Esto lo dice muy bien Ángel Ganivet: “Castigamos con solemnidad y con rigor para satisfacer nuestro deseo de justicia, y luego, sin ruido ni voces, indultamos a los condenados para satisfacer nuestro deseo de perdón”. Octavio Paz, por su parte, explica nuestra devoción por las formas en los siguientes términos: la doble influencia indígena y española se conjugó en nuestra predilección por la ceremonia, la fórmula y el orden; la religión, el derecho y el arte nos sirven para soñar con un mundo ideal que nos saque, aunque sea por un momento, de la dura realidad.

No sobra agregar que, en esta visión católica de delito, la simpatía por el acusado es igualmente proporcional al menosprecio por la víctima. El pecado es tan inevitable como las catástrofes naturales y por eso las víctimas son siempre el producto de la fatalidad. Los responsables son agentes involuntarios de una realidad social que de manera trágica se impone a todos sin que podamos hacer nada.

Como consecuencia de lo anterior, se reivindicaba un individualismo indómito, libertario, que no se debe a ninguna ley o autoridad terrenal. El español no obedecía ni siquiera al rey, como lo expresan estos célebres versos de Calderón de la Barca, dichos por Crespo, en El alcalde de Zalamea:

Al rey la hacienda y la vida
Se ha de dar; pero el honor
Es patrimonio del alma
Y el alma solo es de Dios.

De ahí la incomodidad del español con una ley que nunca podía ser superior a la justicia, que es la mismísima ley divina. Las autoridades que hacen y aplican esa ley se encuentran así sometidas al juicio personal de quien está llamado a obedecer; es él quien decide, como un juez, si acata o no la norma, según le parezca que aquellas hicieron bien o mal su oficio. Siendo la justicia un valor superior a la ley, no puede haber leyes injustas y por eso todo subordinado tiene derecho a revelarse contra la autoridad abusiva. Se crea así toda una cultura de la desconfianza frente a la ley y sus creadores. “No hay pueblo –dice Ángel Ganivet– cuya literatura ofrezca tan copiosa producción satírica encaminada a desacreditar a los administradores de la ley, en que se mire con más prevención a un tribunal, en que se ayude menos la acción de la justicia”. Eso se debe a que los españoles y sus descendientes latinoamericanos estimamos más la justicia que el orden y la legalidad. No solo tenemos esa preferencia; también creemos que nosotros, cada uno de nosotros, en nuestro fuero interno, es quien mejor conoce lo que es justo y lo que no lo es. Por eso somos tribunales de última instancia. Bolívar se refería a eso cuando decía que cada colombiano era un país extranjero y, además, un país enemigo.

 

 

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Alguien me dirá que todo esto es asunto del pasado y que por fortuna hoy tenemos un Estado laico, separado de la Iglesia, y una sociedad secularizada. No estoy tan seguro. En el derecho como en las religiones hay que desconfiar de las apariencias: las normas escritas y los ritos explícitos no siempre significan lo que dicen. Así como las cosas no necesariamente cambian cuando se promulgan en los códigos o en los mandamientos, el desvanecimiento de esos mandamientos o de esos códigos no necesariamente significa que la sociedad ha dejado de creer en lo que está escrito en ellos. La fuerza del derecho y de la religión va por dentro de las personas, en la visión del mundo de quienes interpretan sus normas y conviven con ellas. Por eso, como decía el príncipe de Lampedusa, es necesario que todo cambie para que todo siga igual (y viceversa).

La sociedad colombiana vivió por lo menos durante cuatro siglos y medio sumida en una religiosidad profunda. A mediados del siglo XX, como consecuencia de la urbanización y de otros fenómenos, la gran masa de la población dejó de seguir los ritos católicos y de creer en buena parte de lo que decían los curas. Pero la actual visión católica del mundo, y en particular la concepción de la ley, de la autoridad, del perdón, de la obediencia y de la justicia siguen, a mi juicio, estrechamente ligadas a esa tradicional visión católica del mundo. En estos asuntos, todavía no nos ha llegado el bicentenario de la independencia.
 

ACERCA DEL AUTOR


Mauricio García Villegas

Es actualmente profesor de la Universidad Nacional de Colombia y columnista del periódico El Espectador.