Bolívar soy yo

Fantasmas de la independencia

La cama del Libertador aún se destiende por las noches, su cuerpo todavía recibe heridas en combate, sus palabras siguen resonando en los televisores. El fantasma de Bolívar y sus múltiples reencarnaciones continúan rondando la América que el autor comienza a recorrer en esta crónica, la primera de una serie de seis dedicada a las sombras contemporáneas del caudillo.

POR José Alejandro Castaño

Enero 27 2021
Bolívar soy yo

© Stock Xchng


Una mujer asea la habitación del Libertador todos los días, excepto los domingos. Primero barre el piso y se arrodilla para asegurarse de que la escoba entre a los rincones debajo de los muebles. A veces sorprende ratones escondidos y los mata con una precisión de espadachín. Yolanda Vanegas, casi dos siglos después de la muerte del general, aún tiende la cama de Simón Bolívar. Retira el mosquitero, sacude el tendido de tablas, pasa un trapo seco sobre la madera inmunizada y alisa el cobertor: una bandera amarilla, azul y roja. Afuera el viento agita tallos enormes. En los jardines de la Quinta de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, se conservan algunos de los árboles que el Libertador contempló desde su lecho de enfermo. El más antiguo es un samán cuyas ramas se extienden por encima de los tejados de la hacienda. Algo increíble ocurre todavía, contra todo presagio: el tamarindo al que Simón Bolívar recostaba su silla cuando salía a tomar el sol aún insiste en florecer. Yolanda explica que es bendición de esta tierra a orillas del mar Caribe donde nada muere y casi todo permanece como al principio. Ni el salitre que llega envuelto en el viento durante las épocas de brisa y casi ahoga los brotes de los mangos parece perturbar al viejo árbol, flaco, alto, con ramas que parecen los brazos de un espantapájaros.

Yolanda recoge las vainas que caen al piso, retira las semillas, las pone a remojar en agua caliente y después licúa las pulpas con hielo, almíbar y ron blanco. Le dicen coctel libertario porque te libra de la agonía del sol y de la sed. Pero la bebida es solo para turistas ilustres, presidentes, ministros, cónsules, actores de telenovelas, cantantes de rock, futbolistas millonarios. Cualquiera puede entrar a la Quinta de San Pedro Alejandrino, pero no este lunes. Un canal de televisión alquiló las instalaciones para filmar un comercial. Yolanda no sabe de qué, podría ser de un poderoso detergente quitamanchas, o un champú contra la caspa, o un nuevo refresco para niños. Desde hace un tiempo, la última morada del héroe americano se arrienda por horas. Las familias más ricas de Santa Marta, por ejemplo, suelen escoger las instalaciones de la hacienda para celebrar allí el matrimonio de sus hijos.

Los fotógrafos tienen permiso para instalar luces detrás de los árboles y en las salientes de los techos, pero no pueden irrumpir en los cuartos. No hace falta. La mayoría de gente quiere ser retratada afuera de los altos muros, blancos unos, amarillos otros, todos pulcros, la luz jaspeada por las hojas de los árboles centenarios, los colores del jardín trinando como pájaros. Uno, dos, tres, ¡digan whisky!

Los invitados llegan vestidos con trajes de lino y algunos, por supuesto los novios, entran a la Quinta en carruajes tirados por caballos. Cuatro horas de alquiler cuestan cinco millones de pesos, unos 2.700 dólares. Por la mitad de ese precio, las adolescentes también pueden soñar con su fiesta de quince años en la hacienda donde Bolívar, enfermo de tuberculosis, los pulmones endurecidos, la calavera insinuada bajo la piel, escupió sus últimos remordimientos: “Los tres mayores necios de la historia son Cristo, el Quijote y yo”, dicen que musitó amargado, y que luego sentenció: “He arado en el mar”. Una vez, Yolanda descubrió una araña en la escupidera del Libertador, y estaba viva.

Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, como los héroes bíblicos, pertenece a la clase de los intocables. Se nos enseña a hablar de él con tanta reverencia, a citar sus palabras con tal sumisión, que terminamos creyendo que en verdad hablaba así, como dicen los manuales escolares, igual que si siempre leyera uno de sus discursos, aun en las escenas más endiabladas y sangrientas. Por eso será que nos cuesta imaginarlo tal cual era: tan bajito él, con la estatura de un adolescente, alopécico al final de sus días, en las batallas jamás limpio, todo lo contrario, como supone la lógica más simple: sucio, hediondo de sudor, de pólvora y de sangre, con saliva en las comisuras de los labios, insolente y lenguaraz, ¿o de qué otra forma le iban a entender las órdenes los soldados de su ejército de campesinos analfabetos? “Id al encuentro de las espadas que os oprimen y tened por cierta la victoria, pues el brazo que batís contra la esclavitud lo mueve vuestro corazón”. Suena increíble y ridículo, y sin embargo los libros insisten en ese Bolívar que siempre parece recitando salterios: “Juro delante de usted; juro por el Dios de mis padres; juro por ellos; juro por mi honor, y juro por mi Patria, que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español”.

Yo también, como han sido obligados y seguro lo seguirán siendo otros pobres niños bolivarianos, debí disfrazarme de prócer el día de la fiesta nacional y repetir aquellas retahílas improbables frente a todo el colegio, las manos en el pecho, los ojos cerrados, el rostro al cielo, las piernas enfundadas en unas botas de papel y debajo de todo eso el corazón saltándome, pero no de emoción sino de miedo. En cuarto de primaria, los niños del Fray Rafael de la Serna creíamos que Simón Bolívar era un pirata; será porque llevaba espada y se ganaba la vida en guerras. Cuando alguno de nosotros lo dijo en clase, delante del profesor de catecismo, el comentario fue elevado a la categoría de falta grave, casi como haber dicho una vulgaridad en mitad de la conversión del pan y del vino en la misa a la que los curas nos obligaban a asistir una vez por semana. Todos debimos hacer una plana con la frase: “El Padre de la Patria no fue ningún pirata”. Eso escrito cien veces. Vaya torpeza.

De haber aprovechado aquella invención infantil para hacernos creíble su figura, los frailes del colegio habrían conseguido que todos quisiéramos aprender más de nuestro padre nacional. Qué fue Bolívar sino, además, un bandido, un malhechor, un filibustero, un truhán, un mataespañoles, todo eso por la noble causa de la libertad. Fue, claro, un buen bailarín, y un eximio jinete, y un poeta, y un soñador, y un estadista. Pero es una ingenuidad hacernos creer que fue apenas eso.

En una de las paredes de la Quinta de San Pedro Alejandrino se ve al Simón Bolívar de los libros escolares. Viste su traje de gala: pantalón blanco ajustado, impecable, las botas lustrosas, la espada en funda de plata, victoriosa. Lleva sacoleva azul y rojo, y capa larga hasta el revés de las rodillas. Lleva hojas de laurel zurcidas en el pecho con hilos de oro, el cabello un poco desordenado porque un aire divino siempre sopla atrás de él, las patillas largas, geométricas, casi hasta la línea de la mandíbula, la frente alta, las cejas gruesas, ningún gesto en los ojos, inmutables, sabedores ya de las verdades terrenales. A veces, cuenta Yolanda, cuando pasan frente a la cama del superhéroe, los turistas se santiguan. Ellos pueden fisgonear por la ventana y el marco de la puerta, pero una cinta con los colores de la bandera les impide entrar. De todos los objetos allí, dos sobre todo llaman su atención.

Uno arriba de un armario y otro colgado en la pared, permanecen los relojes de entonces, con las manecillas congeladas en la hora exacta en que murió: una en punto de la tarde. El mito lo fue desde el principio y los turistas les toman fotos a los relojes. Creen, en eso también consisten los mitos, que nadie los ha tocado desde aquel lejano 17 de diciembre de 1830 y que, justo por eso, son testimonio inalterado. No es así. Al sacudir el polvo que cae del techo y el salitre corrosivo que trae la brisa desde el mar, las manecillas se han movido alguna vez, pero los dedos de Yolanda le dan cuerda a la historia y corrigen la postura de las agujas.

 
© René Aparicio


Acabada la autopsia del cadáver, que fue trasladado sobre la marcha de la Quinta de San Pedro a la casa que primero habitó el general Bolívar en Santa Marta, fue menester proceder a su embalsamamiento. Muy escasas fueron, si no faltaron, las preparaciones que se usan en semejante caso, hallándome solo para practicar esta operación. Se me hizo muy laboriosa la tarea, máxime cuando se me había limitado a un corto tiempo, y este trabajo se hacía de noche. Así que no se concluyó sino cuando era ya de día”, escribe Alejandro Próspero Reverend, el médico que atendió al Libertador en Santa Marta y que luego, tras hacerle la necropsia en la hacienda, se vio forzado a embalsamarlo porque el único boticario de la ciudad, a quien comúnmente se le encargaba esa tarea, estaba enfermo.

El cadáver fue levantado de la cama que Yolanda asea a diario y llevado once pasos en dirección a uno de los patios interiores de la Quinta, al cuarto de la repostería, donde se hacían las galletas, las milhojas, las tartas, los panes con corazón de guayaba, y se batían claras de huevo con mantequilla, y se mezclaban las conservas de mermelada, todo allí, lo dulce y delicado, próximo a la descomposición, protegido por las paredes más frescas de la casa. Es fácil imaginar la agitación de aquel momento:

Las mujeres de la servidumbre, antiguas esclavas, levantan los platos de la mesa, las cucharas, las jarras de leche, los frascos de mermelada aún tibios tras la última cocción, quitan el mantel y barren el suelo sucio de harina y azúcar. Rezan. Lloran. Traen una segunda mesa, más pequeña, en la que el médico Reverend dispone sus herramientas: un par de cuchillos, unas tijeras de plata, dos agujas, un cordel de hilo de cáñamo, una jeringa de vidrio, una escudilla de porcelana, un crucifijo, una sierra de arco. El cuerpo es colocado bocarriba, la cabeza apoyada sobre un madero. De la ciudad llega un carruaje a toda prisa con frascos de apoteca, dentro de ellos aceite de bermellón, trementina, lavanda, romero, espíritu de vino, sal de mar, todos pócimas contra la putrefacción.

Reverend tenía entonces 54 años y aún conservaba el pulso firme. Era francés. Había estudiado medicina en el ejército napoleónico sirviendo en los campos de batalla, esas plantaciones de cuerpos, de brazos, de piernas, de cabezas, de espinazos, todo exhibido por la contundencia de los cañones. Mientras el imperio francés doblegaba a un tercio del mundo, los médicos de la Ilustración se servían de la oferta siempre abundante de cadáveres para aprender anatomía. Ya en 1830 las técnicas de conservación se habían perfeccionado tanto que era posible velar un cuerpo tres días después de su deceso, aun en un ambiente excesivamente caluroso y húmedo como el de Santa Marta.

Las anotaciones hechas por el médico Reverend sobre la necropsia y embalsamamiento del Libertador son perturbadoras y hubo una época, pese a tratarse de un documento histórico de comprobada autenticidad, en que no se podían ir leyendo por ahí. Parece que no está bien que se describa con tanta exactitud la naturaleza mortecina de un héroe a quien el mito pretende mantener vivo. Sus observaciones, en medio de las pomposas celebraciones de la Independencia, se leen reveladoras, en efecto, como si describieran la geografía de nuestros países y de los males crónicos que los aquejan:

“Cadáver a dos tercios del marasmo, descolorimiento uniforme”. “El resto del cerebro y cerebelo no ofrecen en su sustancia ningún signo patológico”. “El pulmón derecho casi desorganizado presenta un manantial abierto del color de las heces del vino, jaspeado de algunos tubérculos de diferentes tamaños no muy blandos; el izquierdo, aunque menos desorganizado, ofrece la misma afección tuberculosa, y dividiéndolo con el escalpelo se descubre una concreción calcárea irregularmente angulosa del tamaño de una pequeña avellana”. “El estómago, dilatado por un color amarillento, no presenta sin embargo ninguna lesión ni flogosis”. “Los intestinos delgados están ligeramente meteorizados”. “La vejiga, enteramente vacía y pegada bajo el pubis, no ofrece ningún carácter patológico”. “El hígado, de un volumen considerable, está un poco escoriado en su superficie convexa; la vejiga de hiel muy extendida; las glándulas mesentéricas obstruidas; el bazo y los riñones en buen estado”. “El corazón no ofrece nada particular, aunque bañado en un líquido ligeramente verdoso”.

Contra su voluntad, Bolívar fue enterrado tres días después en la catedral de Santa Marta, muy lejos de Caracas, a donde pidió ser llevado. El viaje definitivo a su tierra natal solo habría de ocurrir doce años más tarde, después de una ceremonia de exhumación en la que tomaron parte delegados de Colombia y Venezuela. Hubo incienso esa vez, cantos religiosos, lágrimas, y en general un rictus de dolor y de respeto, pero solo hasta que el féretro fue abierto.

Unos y otros, políticos, militares y feligreses, se abalanzaron sobre los despojos y hurtaron los últimos mechones de la calavera, los dos dedos anulares y las segundas falanges de los demás dedos de ambas manos, excepto las de los pulgares. Los vivos también se llevaron los huesos de los metatarsos y los dedos de los dos pies y una muela, la cordal superior de la mandíbula izquierda. ¿Habrá sido coincidencia que ya para entonces nuestro símbolo nacional, colgado en el escudo en actitud de acecho, fuera un ave carroñera?

La rapiña de los restos de Simón Bolívar ocurrió el 20 de noviembre de 1842. Reverend estaba allí para constatar que el cuerpo era, en efecto, el que había embalsamado doce años antes. El médico reconoció el cráneo aserrado en forma horizontal y las costillas que cortara de manera oblicua. Los huesos de las piernas seguían enfundados en las altas botas de caballería que le calzó, pero mientras el cuero y el tacón de madera de la bota derecha estaban intactos, los de la izquierda estaban casi deshechos por los jugos de la descomposición. Reverend también reconoció la urna en la que había guardado el corazón, el cerebro y el resto de las vísceras cuando las escindió del cuerpo. “Es él”, dijo en voz alta el médico y la gente se abalanzó sobre el ataúd. Algunos, temerosos de estar cometiendo un sacrilegio, solo atinaron a llevarse puñados de polvo, o un trozo de tela que aún no terminaba de desaparecer.

Esa misma noche, como si el pillaje de los despojos no hubiera sido suficiente, los delegados del gobierno colombiano solicitaron a los venezolanos que les permitieran conservar la urna con las vísceras para colocarla de nuevo en el sepulcro de la catedral. Increíblemente, los funcionarios llegados de Caracas accedieron y el corazón y los demás órganos fueron regresados al altar. La osamenta que finalmente llegó al puerto venezolano de La Guaira el 17 de diciembre de aquel año fue eso, restos.

 
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En la Quinta de San Pedro Alejandrino, además de comerciales de televisión y matrimonios, se han filmado películas. Quizás la más célebre se llama Bolívar soy yo. Es la historia de un actor que encarna al Libertador y que se niega, como obliga el libreto de la novela que protagoniza, a dejarse fusilar. “¡No!, ¡no!, ¡no!”, grita en el último instante, cuando un grupo de soldados de la Nueva Granada está listo para dispararle. Todos en el set de grabación se agarran los pelos, desconcertados y furiosos. “¡No me aguanto más a este loco de mierda!”, dice el director del dramatizado y le ordena a la actriz que hace de Manuelita Sáenz, la ex novia del protagonista en la vida real, que por dios lo convenza de que se deje matar.

El actor, vestido como Bolívar, de sacoleva azul y rojo, de botas pero sin capa ni espada, huye de la Quinta hacia Bogotá y comienza la persecución de los productores de la telenovela.

La película fue estrenada en 2002, y aunque estuvo lejos de ser un éxito en taquilla, logra escenas memorables, como aquella del Libertador en un avión de Avianca, sentado junto al capitán: “Las cosas que yo hubiera podido hacer con uno de éstos”, dice mientras contempla los instrumentos de la cabina. O cuando, a media noche, en la Plaza de Bolívar, montado en un caballo, le reclama a la estatua del Libertador por los sueños convertidos en pesadilla y un indigente le ordena que deje dormir, que se vaya a gritar a la televisión.

El actor que hizo el papel se llama Róbinson Díaz, un antigalán bajito y narigón que ya entonces era considerado el mejor actor del país. Pero el papel no iba a ser suyo.

Jorge Alí Triana, el director de la película y el primero de la televisión nacional en producir seriados sobre la épica libertadora, había pensado en otro actor, en uno de sus bolívares más exitosos, el más recordado y querido por los televidentes: Luis Fernando Montoya, él sí un galán de revista, de facciones de estatua, nariz recta, mentón partido, manos cuadradas. Las mujeres le lanzaban besos al televisor cuando aparecía vestido como prócer, las patillas largas, las cejas expresivas, la espada en alto. Uno de los mayores atributos de Montoya era su voz solemne, de locutor radial. Las palabras del Libertador dichas por él eran siempre persuasivas, “divinas”, decían las señoras. Luis Fernando, nadie más, era el Bolívar declamador de los textos escolares, y si las madres aún insistían en disfrazar a sus hijos de libertadores en la fiesta de Halloween, todavía a pesar de la popularidad de Spiderman o Batman, era por su declarado amor al actor. Por eso, cuando se conoció la noticia, todos se sintieron defraudados, mudos, como si el caído en desgracia, en efecto, hubiera sido el mismísimo Libertador.

El 27 de mayo de 2001, Luis Fernando Montoya fue capturado en Miami con 950 gramos de heroína en el estómago. Tenía 42 años. “Cae Bolívar en USA”, tituló un periódico sensacionalista, y mostraba al actor en su estampa más recordada, arengando al ejército patriota, de nuevo la espada en alto.

“El tipo que me llevó la droga llegó a las siete de la noche. Era casi un kilo. Yo creía que cuando uno se metía en semejantes vueltas le daban un mejor trato. Pero no. Él puso todo encima de la mesa, me explicó el procedimiento y se fue a ver televisión”, reveló un par de años después el actor en una entrevista desde la cárcel en Estados Unidos. Había subido diez kilos de peso. Sus compañeros de celda le decían Robert de Niro porque les recordaba al gánster de la película Casino. A tantos kilómetros de distancia, vestido con el traje de los reclusos, Montoya ya no se parecía a ningún héroe libertario.

No era, por supuesto, la primera vez que un personaje de la farándula nacional caía preso por mula, que es la denominación colombiana para las personas que deciden arrendarles sus vísceras a los narcotraficantes. Reinas de belleza, futbolistas, empresarios, presentadores de televisión, campeones mundiales de boxeo, cantantes, otros actores, todos ellos ya habían posado para las cámaras de la policía en los aeropuertos de Estados Unidos y Europa. Pero el caso de Montoya era distinto, más significativo.

Nadie sabía entonces que el famoso actor, el Simón Bolívar de la televisión, llevaba meses sin trabajo, pasando hambre en una pensión del centro de la capital, defraudado por quienes se decían sus amigos y con la promesa incumplida de un último papel protagónico, uno que justo le casaba a la medida, el del Libertador, en una película cuyo título también parecía una frase escrita para él: Bolívar soy yo. Pero el papel se lo dieron a Róbinson Díaz y entonces, como pasa en estos casos, un mafioso –con el olfato de hiena que tienen, capaces de percibir una herida desde lejos– se ofreció a ayudarlo. “Usted es un actor: haga el papel y gánese el premio de su vida”, le propusieron. Él aceptó.

“No sentí miedo. Tantos meses de hambre, tantas mañanas sin desayuno, viviendo en un cuartico, arreglándome todas las mañanas con unos vestidos desgastados que ya no engañaban a nadie. Mis dos hijas eran mi mayor angustia. Yo quería, yo necesitaba darles algo más que amor, pero estaba estigmatizado: la televisión, que una vez me subió al cielo, ahora me condenaba al olvido”.

Montoya convenció al narcotraficante de que apresuraran el viaje. Temía que si esperaba muchos días iba a llenarse de preguntas y terminaría por arrepentirse. Mejor hacerlo de una vez, como decía el Padre de la Patria, “lo que haya menester de hacer se hará sin dilaciones”. Doce horas antes del viaje empezó a tragarse las cápsulas una a una. No eran tan pequeñas como creía, todas del tamaño de un dedo, uno gordo y frío, de látex. Él contó cuarenta cápsulas, quizás eran más. Las primeras las vomitó, pero después logró concentrarse. Asumió todo aquello como la preparación de un personaje, tal vez a la manera del método de Stanislavski, el director de teatro ruso cuyos libros había leído en sus años de aprendiz. En su primer viaje, una mula no suele tragarse tantas cápsulas, pero Montoya las ingirió todas. Su método de preparación mental resultó efectivo, al menos hasta entonces, porque solo se tardó tres horas, cinco menos de lo que calculó el hombre que veía televisión en el cuarto de al lado. A las cinco de la mañana llegó un taxi a recogerlo. Ya no era tiempo de arrepentimientos.

 
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La última escultura de Miguel Ángel es un Bolívar que casi no logra terminar porque tuvo que repetirle la cabeza una y otra vez. Un experto que debía aprobar el molde en yeso decía que no era del todo parecido, que aún debía retocarle las cejas, una línea de la frente, la comisura izquierda de los labios, este punto en la nariz, aquel detalle en la patilla derecha. Miguel Ángel Betancur admite que casi pierde la paciencia y que, cuando se marchaba el perito contratado por el municipio que le encargó la obra, se quedaba hablando con su Bolívar de yeso, preguntándole desde cuándo todos parecen saber tanto de los rasgos físicos del héroe. Una cosa es cierta, cree Miguel Ángel: el Bolívar de las esculturas es un hombre imaginado, una idea, eso apenas.

En Campamento, en las montañas de la cordillera central, uno de tantos pueblos tomados por la guerrilla de las Farc en la década de los noventa, el Bolívar del parque fue blanco de las balas. Ocurrió en 1999, ocho días antes de la fiesta nacional en la que se conmemora el Grito de Independencia. Yo estuve allí, enviado por el periódico para el que entonces trabajaba, uno cuyo nombre ya antecedía el drama de sus páginas: El Colombiano.

A pesar de las advertencias del ejército para que esperáramos a que los guerrilleros del frente 36 de las Farc terminaran de replegarse en la cordillera, mi compañero y yo, el fotógrafo Donaldo Zuluaga, decidimos entrar caminando. Fue una idiotez, desde luego. La carretera, una trocha de piedras y pantano, podía estar sembrada de minas explosivas. Yo iba adelante, tanteando el terreno con una improvisada bandera blanca que hicimos amarrando una camiseta a la rama de un árbol. A ratos, angustiado por los tiros de fusil que sonaban a los lejos, Donaldo me rebasaba y apuraba la marcha. Así, turnándonos la suerte de pisar una mina, llegamos al parque del pueblo una hora más tarde.

Allá, entre los escombros de la estación de policía y la alcaldía, donde habían muerto dos patrulleros y trece más habían sido heridos, me encontré con Héider, un amigo de la infancia. Estaba en piyama, descalzo, llorando en silencio sobre la culata de su fusil. Era policía.

Nos miramos de lejos y apenas movimos la cabeza, apresados cada uno en su papel: yo de reportero de guerra y él de combatiente humillado. A tres metros, partido en dos, estaba el patrullero Neftalí Vega, remitido el día antes del municipio de Briceño por petición de su esposa, que quería tenerlo cerca. Ella gritaba frente al cuerpo aferrada a una niña de dos años. Dos campesinos decidieron sobreponerse a su propio pavor y se quitaron las ruanas para cubrir el cuerpo. Faltaba, lo recuerdo bien, un cuarto para las doce del día.

En el parque también había cuatro guerrilleros abaleados que, supe después, Héider había matado desde el campanario de la iglesia. Uno de los policías heridos contaba que cuando comenzó la toma, a eso de las siete de la noche, el muchacho se subió al techo del hotel donde dormía y caminó hasta la atalaya del templo, a quince metros de altura. Desde allí empezó a dispararles a los subversivos tumbados atrás de las bancas del parque, los árboles de la calle y la estatua de Bolívar.

Amarrada a la piyama, Héider llevaba una bolsa de munición con doscientas balas, lo suficiente para dar la pelea. Y la dio. La fachada de la edificación, impactada decenas de veces, era prueba de la frustrada intención de los subversivos por reducirlo. Su ubicación era privilegiada, sin duda, y a pesar de las ráfagas de fusil que le impedían asomar la cabeza y apuntar con precisión, sus tiros cruzaron los cuerpos de varios guerrilleros, al parecer más de los que quedaron tendidos en el atrio de la iglesia. Los campesinos dijeron que los hombres de las Farc se llevaron varios muertos monte adentro.

A él fue al primero que saludó el comandante de la policía que llegó a Campamento una hora más tarde en un helicóptero artillado de la Fuerza Aérea. El oficial, después de recibir el parte de lo ocurrido, estuvo a punto de elogiar su valor, decisión y estupenda puntería ante los medios de comunicación que lo acompañaban, pero uno de los periodistas le recordó en voz baja que subirse al campanario de una iglesia a disparar, aun en una toma subversiva, era una falta grave al derecho internacional humanitario.

Antes de regresarnos, me acerqué a Héider y le estreché la mano. No recuerdo exactamente qué le dije, creo que le pregunté por su mamá y su hermano. La respuesta, sin rodeo alguno, derribó de un tajo la torpe evasiva con la que quise comenzar la conversación. No me sorprendió que con esa puntería hubiera salido ileso.

“De panadero a periodista”, me dijo, señalando con la trompetilla de su fusil el aviso de prensa en mi chaleco. “¿Y vos de dónde sacaste tantos huevos, Josepán?”. Me dio risa.

En mi casa, de niño, teníamos un pequeño taller de panadería y yo salía a vender el pan por el barrio. Los vecinos me llamaban así, Josepán. Lo irónico, se lo dije a Héider, era que su trabajo también me sorprendía. La muerte de su papá, un policía asesinado cuando intentaba impedir un atraco, pareció ensimismarlo de por vida. De todos los muchachos de la cuadra, él era el más callado y tímido. Las mamás solían ponerlo como ejemplo porque no decía groserías, ni aun cuando estaba molesto. En cambio su hermano Hánderson, dos años mayor, era el bravo de la calle 100D, el hombre rudo al que todos temíamos molestar y de quien los adultos decían que seguro se haría militar para perseguir ladrones y matar guerrilleros. A Héider, por su diplomacia y buenas maneras, todos lo veían terminando una carrera universitaria, quizás como profesor de idiomas o bibliotecólogo. Nadie, ni siquiera cuando creció y superó a su hermano en estatura, lo imaginó disparando un arma. “Ustedes los periodistas son muy atrevidos porque quieren. Nosotros los policías muy valientes porque nos toca”, sentenció cuando nos despedimos. Antes de marcharme del pueblo repasé la escena del combate y los cuerpos del policía y los guerrilleros muertos alrededor de la estatua del hombre que, dicen los textos escolares, luchó por la independencia de todos e imaginó una nación en paz, destinada a la grandeza, la convivencia y el progreso.

“Habéis presenciado mis esfuerzos para plantar la libertad donde reinaba antes la tiranía. He trabajado con desinterés, abandonando mi fortuna y aun mi tranquilidad. Me separé del mando cuando me persuadí de que desconfiábais de mi desprendimiento. Mis enemigos abusaron de vuestra credulidad y hollaron lo que me es más sagrado, mi reputación y mi amor a la libertad. He sido víctima de mis perseguidores, que me han conducido a las puertas del sepulcro. Yo los perdono.

”Al desaparecer de en medio de vosotros, mi cariño me dice que debo hacer la manifestación de mis últimos deseos. No aspiro a otra gloria que a la consolidación de Colombia. Todos debéis trabajar por el bien inestimable de la Unión: los pueblos obedeciendo al actual gobierno para libertarse de la anarquía; los ministros del santuario dirigiendo sus oraciones al cielo; y los militares empleando su espada en defender las garantías sociales. ¡Colombianos! Mis últimos votos son por la felicidad de la patria. Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”.

El busto del Simón Bolívar de Campamento tenía, los conté uno por uno, quince disparos, trece en su base de hormigón, y solo dos en el rostro. El lugar de los balazos era éste: uno en cada oreja. Aquél, después del combate, era un Libertador sordo. ¿Qué ha pasado once años después?

Hace unos días volví al pueblo. No hay mucho que contar. La carretera sigue siendo la misma trocha de piedras y de lodo y la estatua sigue ahí, sin orejas. A pesar de las promesas hechas por unos y por otros en época electoral, nadie ha levantado una nueva alcaldía y los funcionarios del municipio tienen sus oficinas en el segundo y tercer piso de la plaza de mercado, arriba de las tiendas de víveres y las carnicerías. A Miguel Ángel no le extraña.

El escultor conoce historias como ésa porque a veces también lo contratan como reparador de bustos y lo llaman de pueblos para que reviva a sus héroes. Ahora, por ejemplo, trabaja en el torso de otro prócer de la Independencia, Atanasio Girardot, a quien los paramilitares usaron como diana de entrenamiento para afinar la puntería de sus hombres en Puerto Valdivia, en la carretera que conduce de Medellín a la costa Caribe. Ése tal vez sea uno de nuestros récords patrios más desconocidos: decenas de pueblos en Colombia tienen plazas con estatuas de próceres amputados por esquirlas de granada, balazos de fusil, impactos de cilindros de gas y todo el arsenal no convencional que la guerrilla supo inventar en los últimos quince años: burros-bomba, bicicletas-bomba, cartas-bomba, niños-bomba.

“Un busto se repara con imaginación”, dice el maestro de pie en su taller, frente a una escultura que aún no termina. A veces, admite, mientras modela una pieza, corta la nariz de un prócer y la pone en otro. ¿Y ha usado el mentón, digamos de un Santander, a quien culpan de haber conspirado contra Bolívar, para completar un busto del Padre de la Patria? Miguel Ángel se ríe. Si aún no se ha fundido, responde él, una pieza siempre puede modificarse, después todo es historia.

 
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En el aeropuerto las personas lo reconocían y algunas, que no recordaban su nombre, le decían Bolívar. Él se detuvo a firmar un par de autógrafos e hizo bromas con los agentes antinarcóticos, entrenados para advertir mulas con solo detallar sus zapatos, la forma como hablan, sus signos de temor en los ojos, en las puntas de los dedos. Un policía recuerda que Luis Fernando Montoya se detuvo a acariciar el hocico de un perro olfateador de droga. Todo parecía tan fácil. Y superó los controles y subió al avión rumbo al cielo. “Por aquí pasó y le deseamos buen viaje. Un compañero le preguntó cuándo volvía a la televisión y él se rió”, recuerda el mismo policía.

Durante el vuelo, Montoya bebió y comió, habló, bromeó. Él sabía, eso había escuchado, que los pasajeros que no reciben nada, que solo duermen, despiertan siempre las sospechas de las azafatas y terminan reportados a las autoridades aduaneras. “Fui al baño tres veces. Me miraba en el espejo con cierta extrañeza. Me veía un poco pálido. Me echaba agua”. Tres horas después, el llamado para ajustar el cinturón de seguridad, luego el ruido del tren de aterrizaje listo para tocar pista, el frenazo de las llantas, las luces parpadeando afuera, las risas de los que sí estaban felices de haber llegado, al final la voz fatigada de una azafata deseando que la estadía en la ciudad del sol fuera feliz, todo eso, aceleró el pulso del actor. Él era consciente de que la presentación más importante de su papel aún estaba por ocurrir y que su público no serían más que dos o tres agentes antinarcóticos.

“Lo peor cuando uno va cargado son las manos. Uno puede ordenarles a los pies que no tiemblen, a los ojos que no rehúyan la mirada de los otros, incluso a la voz que no vacile, pero es imposible evitar que los dedos te suden”. Montoya le sonrió al oficial de inmigración que le pidió el pasaporte. Era cuestión de un minuto, quizás menos. Ellos confirman el visado, comprueban que no haya adulteraciones, miran las fotos allí y corroboran el rostro del viajero. A veces ni siquiera hacen todo eso y pasan a sellar el documento de una vez.

“¿Usted es Luis Fernando Montoya?”, preguntó el oficial. Uno se imagina de inmediato una respuesta irrebatible, cortísima, pero es seguro que el sujeto atrás de la ventanilla no habría entendido su poder evocador: “Montoya soy yo”.

Por alguna razón, quizás por algo en su rostro, en la manera como saludó, tal vez su excesiva confianza, o solo porque ya estaba previsto que el pasajero número tal fuera revisado, el actor fue conducido a un cuarto donde le pidieron someterse a la prueba de rayos equis. Él se negó. Dijo que aquello era una arbitrariedad, un abuso que no iba a permitir. Había estado en Nueva York protagonizando un par de obras de teatro, era conocido en Colombia, galán de muchas telenovelas, el Simón Bolívar que la gente reconocía en las calles, ¿qué tenían en su contra? Pidió a un abogado. Eran las nueve de la mañana. Su suerte ya estaba jugada.

Aunque el examen al que querían someterlo es del todo voluntario, los agentes antinarcóticos usan el tiempo como recurso para doblegar a los pasajeros que se niegan a hacérselo. Seis horas después, Luis Fernando Montoya seguía en ese mismo cuarto, insistiendo en su papel, que ya no era creíble. Su auditorio había decidido que mentía, y cada vez estaba más pálido, más sudoroso. Los agentes saben jugar sus cartas: quitan el aire acondicionado, ponen música, hacen ruido, o mucho silencio, entran, salen, comen delante del sospechoso, ponen a prueba sus instintos, fuman, van debilitando al animal que es cada mula. “Amigo: usted puede aceptar hacerse el examen e ir a la cárcel, o seguir negándolo todo y morir. Es cuestión de tiempo. Mañana estará muerto si no recibe atención de inmediato porque las cápsulas en su estómago se van a reventar. ¿Qué decide?”. Nueve horas después, agotado, rabioso, también con miedo, impotente, sin fuerzas para insistir en lo que ya nadie iba a creerle, Montoya aceptó que estaba cargado con heroína. El procedimiento fue el acostumbrado. Humillante.

Las mulas reciben un laxante y son sentadas en inodoros transparentes, altos como tronos, rodeados de oficiales antinarcóticos que llevan tapabocas y no dejan de mirar. Después las mismas mulas deben recuperar las cápsulas de entre sus propios excrementos. “Allí van a parar las ilusiones de chicanos, jamaiquinos, ecuatorianos, peruanos, colombianos, de todos los que se tragan el cuento de que pueden torcerle el cuello a la miseria”, diría Montoya años después. Esa vez estuvo sentado en el inodoro desde las nueve de la noche hasta las seis de la mañana. Al final fue puesto frente a las cámaras y reseñado por porte de narcóticos con intención de distribución. Ese mismo día, esposado de pies y manos, lo presentaron ante un juez y los noticieros de televisión de Colombia vendieron su tragedia con música de fondo.

 

A Colombia lo encontraron a un lado del camino que lleva al mar, en una platanera, con los brazos levantados, como pidiendo auxilio. A nadie le extrañó su muerte porque él mismo ya la había anunciado, y hasta había dicho quién iba a cometerla. Cinco meses y 18 días antes el Estado le había devuelto las 38 hectáreas de tierra que los paramilitares le robaron a su padre en la vereda El Tigre, del municipio de Turbo, en el Golfo de Urabá, una de las zonas agrícolas más importantes del país. Aquél fue un día de gozo.

Él y su familia, acompañados por unas cuarenta personas, caminaron hasta el predio devuelto, a tres horas de camino del casco urbano, y tomaron posesión entre abrazos, canciones y un sancocho de gallina que alcanzó para todos. Era tanta la alegría que ya nadie se acordó de las amenazas de Jairo Humberto Echeverry Bedoya, el terrateniente de la zona, dueño de mil hectáreas de campo en la parte oriental del golfo. El hombre les había salido al paso y les advirtió que si insistían en llegar hasta el predio devuelto, uno que él contaba como suyo, “no respondía”. Y también dijo: “Si suben los amarro”.

Ya tarde en la noche, en medio de la celebración, bajo un cielo de estrellas amontonadas y cocuyos titilando entre el pasto, con el resplandor del mar allá muy lejos, Colombia les mostró el lugar donde los paramilitares fusilaron a su padre y a su hermano. Él logró escaparse y ya nunca más volvió, hasta esa noche, trece años después. El gobierno acababa de entregarle un documento a Colombia en el que aparecía su nombre: Albeiro Valdez Martínez. Era el acta de restitución y él feliz se la mostraba a todos como si fuera un diploma de graduación.

En el papel, el Estado se comprometía a “acompañar a su familia en el restablecimiento de sus derechos, así como a prevenir nuevos hechos violentos”. Era letra muerta. El documento lo firmaban altos funcionarios del gobierno y las firmas de algunos de ellos se ven como autógrafos de futbolistas, con trazos amplios, presumidos, inútiles. Una tarde, apenas días después de volver a su tierra, dos hombres armados tocaron a la puerta de Colombia. Le dijeron que su casa ya tenía dueño, que no se hiciera matar. Se identificaron como miembros de las temidas Águilas Negras, uno de tantos ejércitos irregulares al servicio de los narcotraficantes del país. En total, 1.400 familias, unas 7.000 personas, están esperando la devolución de sus parcelas en Urabá. Hasta ahora solo 70 predios, de más de 1.000 que se calculan en poder de testaferros mafiosos, han sido regresados a sus legítimos propietarios. Pero la devolución no es garantía de nada. Fue el caso de Colombia.

Después de la visita de los dos hombres armados, el campesino logró que Francisco Santos, el vicepresidente de la República, lo escuchara en audiencia. Aquello fue una especie de cónclave en una oficina estatal, durante una entrega de asistencia a familias pobres de Urabá. Allí, en presencia de otros altos funcionarios del gobierno, a Santos se le ocurrió que hablaran con el terrateniente acusado de las amenazas y le advirtieran que nada podía pasarle a Colombia. Lo dijo así, muy decidido, mientras se acomodaba el peinado. Entonces lo llamaron desde el celular de un coronel del Ejército y pusieron el teléfono en altavoz. “Cuidado le ocurre alguna cosa a este campesino porque eso sería muy grave”, le dijo el oficial en presencia de todos. Echeverry Bedoya, advertido de que allí estaba el mismísimo vicepresidente de la República y otros tantos funcionarios, saludó a los asistentes con educación y dijo que no había de qué preocuparse. Pero Colombia no quedó tranquilo y al final de la reunión exigió que le dieran protección, entonces accedieron a hacerle un estudio de riesgo para saber si le asignaban escoltas. Tres semanas más tarde concluyeron que su nivel de peligro era “ordinario”, el mismo de un vendedor de periódicos.

El 10 de mayo de 2010, cinco meses y 18 días después de que el Estado le devolviera las 38 hectáreas de tierra que los paramilitares le quitaran a su padre asesinado, Albeiro Valdez Martínez fue hallado muerto. Se sabe que horas antes el campesino asistió a una reunión con las Águilas Negras en zona rural de Turbo, lugar al que fue citado para que explicara sus nexos con supuestas organizaciones defensoras de derechos humanos. A sus vecinos les dolió la noticia, pero nadie se mostró sorprendido. Ni siquiera con todo lo que pasó después.

En el acta del hallazgo del cadáver, los peritos de la policía afirmaron que las características del cuerpo, tirado a un lado del camino, con signos de arrastre y golpes en brazos, cabeza y espalda, permitían establecer que la causa de su muerte era violenta. Sin embargo, el médico legista que firmó el certificado de defunción, como muerte violenta, horas después cambió su dictamen por muerte natural. Aún faltaba una última agresión.

El 25 de junio de 2010, luego de una visita al predio, “y tras constatar que no se encontraba nadie allí ni quien opusiera resistencia”, una comisión oficial entregó las 35 hectáreas a un nuevo propietario a partir de la fecha: el terrateniente Jairo Humberto Echeverry Bedoya.

Apenas unos días antes de morir, con el único dinero que logró juntar por la venta de su vajilla de plata, Simón Bolívar, libertador de cinco naciones, abrumado por la soledad, triste, sucio de sangre en la boca y en sus sábanas, se anticipó al desconsuelo: “He arado en el mar”, dicen que dijo. Cualquiera que pase hoy en día por el cementerio de Turbo puede sentir la misma desesperación, el mismo desengaño que sintió el Libertador en sus últimas horas:

Albeiro Valdez Martínez fue enterrado sobre las tumbas de su padre y su hermano también asesinados. Como casi nadie lo conocía por el nombre, los familiares escribieron su apodo sobre el cemento fresco para que todos estuvieran seguros de que ahí, a trescientos pasos del mar, por decisión de los hombres y no de dios, yace Colombia.

Yolanda Vanegas acaba de tomarse una foto al lado de Hugo Chávez, en la última visita del presidente a la Quinta de San Pedro Alejandrino. En su álbum familiar se ven mandatarios famosos, no todos ilustres, admite ella, y algunos tan viejos que quizás ya nunca regresen. “Es que a las únicas que no les salen arrugas es a las estatuas”, suspira la mujer que tiene por misión diaria tender la cama del Héroe Americano. Nada tan cierto. Años después, con bastantes arrugas de más, tras cumplir su condena por narcotráfico, el Simón Bolívar de la televisión retomó su carrera y poco a poco logró que lo volvieran a incluir en novelas y seriados. Una de sus apariciones más recientes fue en El cartel de los sapos, una serie sobre carteles mafiosos en la que hizo el papel de otro venezolano, esta vez de Primo, un narcotraficante de Caracas que viste trajes de Armani y Hugo Boss y habla con voz de prócer.

Luis Fernando Montoya, más viejo que el Libertador, a una edad que nunca alcanzó el Padre de la Patria, también fue contratado para protagonizar otra de nuestras épicas de la vida real: la del congresista Luis Eladio Pérez, liberado en la célebre Operación Jaque junto con la ex candidata presidencial Íngrid Betancourt, tres contratistas norteamericanos y once miembros de las fuerzas militares de Colombia. A una de sus hijas la escogieron para el papel de Mélanie, la hija de la ex candidata presidencial. Nadie puede decir que la nuestra no es una realidad de película.

ACERCA DEL AUTOR


José Alejandro Castaño

Ha ganado el premio iberoamericano de periodismo Rey de España, el Premio Casa de las Américas y tres premios de periodismo Simón Bolívar. Es autor, entre otros libros, de Zoológico Colombia.