T.Q.M.

Un cuento.

POR Luis Miguel Rivas

Enero 27 2021
T.Q.M.

Fotografía de Steve Prezant


De tanto escribirle mensajes de amor ya me estaba enamorando de Armando. Le escribía en las horas de trabajo, sentado en el cubículo de comunicador social (ése era el nombre de mi cargo en la empresa), alentado por la gerente, respetado por los demás empleados, gozando de completa libertad y hasta del estímulo para abusar de la metáfora, agotar la sinécdoque, exprimir la metonimia y llevar el hipérbaton hasta sus últimas consecuencias. Había decidido sentar cabeza. Llevaba medio año sin beber y tres meses trabajando en esa oficina. Astrid, la nueva gerente, estaba recién contratada y recién enamorada. Amaba su trabajo como puede amarlo quien lleva un mes en él y adoraba a Armando con toda la pasión de sus seis semanas de noviazgo. Vivía para su trabajo y su amor, pero carecía de la suficiente habilidad para expresar sus sentimientos al objeto de su devoción. Por eso me mandó llamar a su oficina.

–La gerente me dijo que le dijera que quiere decirle algo –me dijo Dianita, recepcionista de la empresa, confidente y amada mía–. Debe ser algo bueno –remató sonriente.

La jefe había acabado de leer el texto escrito por mí para las tarjetas de navidad que la empresa regalaba a clientes y asociados:

Que sea éste el tiempo de los corazones limpios y los ánimos reconciliadores. Que esta navidad y año nuevo constituyan el nacimiento de lo mejor que hay en nosotros y el comienzo de una nueva etapa en la que “prosperidad” y “generosidad” vayan de la mano. Desea a ustedes la Cooperativa de Vendedores de Seguros de Antioquia, COOPEVENSANTI, siempre al lado de los vendedores de seguros.

Parece que la prosa la había impactado ostensiblemente porque me recibió en su oficina con una sonrisa sublime que nunca imaginé en la cara de un gerente. Me dijo que el mensaje estaba hermoso y de inmediato, sin preámbulos, pasó a desnudarme su corazón como si fuéramos un par de amigas de la secundaria. Me dijo que tenía un novio del que estaba “superenamorada”, que llevaban mes y medio y que se llamaba Armando. Abrió una larga billetera de cuero que casi no encuentra en el bolso y entre la ringlera de tarjetas plásticas extrajo una foto en la que se aburría un cachetón colorado, con el pelo lambido y cejas gruesas y amenazantes, metido en un saco discreto, de alguna marca costosa.

–¿Lindo, verdad? –me dijo absolutamente convencida.


–No tengo mucho criterio para juzgar en estos casos, pero si yo fuera mujer me parecería atractivo –se me ocurrió decir para no responder con un silencio ofensivo.

Entonces me contó la razón de su llamado: Armando salía de viaje al día siguiente y ella quería escribirle algo que hablara del dolor de las separaciones por muy cortas que éstas fueran (iba a un viaje de negocios por dos días) y de cómo la distancia acrecienta el amor. Aprovechando nuestra reciente intimidad y mi posición de subalterno, me pidió que le escribiera lo que ella quería escribirle a Armando y no podía, pero de manera “bien poética”. Así como el mensaje de navidad.

–Bien poética –repetí buscando en su rostro alguna muestra si no de vergüenza por lo menos de pudor. Pero solo encontré los gestos indefensos de una mujer verdaderamente enamorada. –Bueno, vamos a ver qué puedo hacer –dije y me di vuelta.

Volví al escritorio y me senté a escribirle a Armando la inmensidad del amor que Astrid sentía por él, escrito por ella. Como no me salía nada, traje a la memoria el rostro de la foto. La estrategia casi anula mis precarias reservas de inspiración. Entonces opté por el camino de la metafísica sentimental:

Amado Armando
Tal vez la ausencia sea una misteriosa manera de estar juntos. Cuando vuelvas no podré decir que has regresado porque nunca te fuiste. Estaré a tu lado cada segundo de este viaje que emprendes, aun cuando tus ojos no me perciban. Lo esencial es invisible a los ojos, decía un poeta. Si quedarse es otra forma de partir, parto contigo. Esta separación no es más que un sueño, inferior a la única y verdadera realidad: nuestro amor.
Te espero,
Astrid

 
© Corbis 
 

Pensé en el carácter asfixiante que sugería aquello de estar al lado de Armando cada segundo del viaje, pero no le di largas a la autocrítica. Fui directo a la oficina de la gerente y puse el texto a su consideración. Mientras leía abrió los ojos de par en par y suspiró. Me dijo que estaba hermoso y me pidió que esperara un momentico. Presionó un botón y le dijo a Dianita que la comunicara con su amiga Gloria. Gloria pasó al teléfono y Astrid le pidió que escuchara lo que le había escrito a Armando. Leyó inspirada como si él estuviera ahí a nuestro lado. Cuando colgó se quedó mirándome con una sonrisa incompleta.

–¿Qué dijo? –le pregunté.

–Le encantó, pero me hizo dos observaciones.

No me produjo ninguna gracia la intervención de un lego advenedizo en mi trabajo, pero mantuve la compostura. La primera observación tenía que ver con el final del texto. Según Gloria, era un final muy simple para un mensaje tan bonito. Rematar solamente con “Astrid”, a secas, no le parecía adecuado y proponía anexar algo más cálido como la abreviatura de “Te Quiero Mucho”, TQM. La segunda observación se refería a la frase “te espero” que, según Gloria, no tenía mucha lógica porque si Astrid le había dicho antes a Armando que él nunca se había ido, entonces para qué iba a esperarlo.

Me quedé lelo. Sentí un ardor titilante encendiendo mi cara. Cuando logré aclararme, la miré a los ojos:

–En cuanto a la corrección del “te espero” –le dije–, Gloria puede tener razón y es posible hacer una modificación al mensaje en aras de la claridad. Pero la inclusión del TQM me parece aún más impersonal que el nombre de Astrid solo. Tu nombre ahí solito –nuestra intimidad me permitía tutearla–, al final del mensaje, da una sensación de sobriedad autoimpuesta, de sentimiento inquietante. Como cuando, incapaces de controlar la fuerza de nuestros sentimientos íntimos, nos desbordamos intempestivamente en torrentes de emotividad que nos dejan desnudos y tardíamente avergonzados, ante lo cual reaccionamos ocultándonos tras un laconismo pudoroso que, paradójicamente, resalta aún más la pasión de lo ya expresado: ¡Astrid! ¿Ves la fuerza?

–Tenés razón –dijo después de mirarme en silencio unos segundos–. Pero ponelo como dice Gloria.
Volví al escritorio y corregí el texto.

Al día siguiente Astrid llegó radiante. Armando se había emocionado con el mensaje. Las palabras habían tocado una fibra hasta antes desconocida por ella y quizás por él mismo. Esa noche el verbo, por fin, se había hecho carne y, al parecer, de un modo inexpresable con palabras.

Me convertí en un ser importante para la gerente. Y Armando en un ser esencial para todos en la oficina. La atmósfera de los cubículos se fue transformando con cada carta, con cada frase, con cada verso, escritos para él. Una red de amables lazos invisibles empezó a envolver la atmósfera de COOPEVENSANTI. Astrid y yo, Astrid y Armando, Dianita y yo, Astrid y Dianita, Armando y yo, estábamos cada vez más unidos. Luego de aquel primer viaje le escribí para el día de su cumpleaños una nota que hablaba de la fugacidad y lo ilusorio del tiempo. Dado que Armando había estudiado en Estados Unidos, la gerente y yo decidimos hacer uso del idioma inglés como una manera de inocularnos en sus más dichosos recuerdos de adolescencia y entrar en lo más profundo de su ser, irrumpiendo incluso en esa zona de la mente en la que él usaba otra lengua para pensar.

Armando Amado:
“¿What is the time?”, se pregunta un filósofo inglés. “The time is money”, responde el espíritu utilitarista de nuestro siglo. “¿Is the time money, really?”, cuestiono yo. “Not”, me contesto. Y una voz enérgica, producto de la conciencia de tenerte cerca, afirma: “¡The time is gold!”. Sí, Amado Armando: a tu lado el tiempo es una preciosa, escasa y esplendorosa joya otorgada por los dioses. Estar contigo en la fecha de tu onomástico es como poder palpar con las propias manos el tesoro que se encuentra al final del arco iris. “Happy Birthday, my love”.
TQM,
Astrid

Esta carta en particular consolidó los lazos de una relación que ya no conocía barreras idiomáticas. Por esa época Astrid llegaba a la oficina con sus vestidos de flores, tarareando canciones ingenuas y felices. Algo de sonriente, plácido y enamorado manaba de todos los empleados, sin que ninguno se lo propusiera y sin que se dieran cuenta. Durante muchas jornadas olvidé que aquel lugar era una oficina.

El amor evolucionó y la variedad de motivos para hablarle a Armando fue creciendo. Le escribí para pedir disculpas por una actitud infantil de Astrid, para decirle que lo estaba pensando sin ton ni son, para celebrar la fecha de nuestro hermoso encuentro, para regalarle la luna, para dedicarle una canción, para nada y para todo, con tanta dedicación, con tanta entrega que me sorprendí pensando en él durante las horas no laborales.
Un sábado en la tarde, mientras nos comíamos un helado en el parque de Boston, Dianita me dijo:

–Vos estás como raro. ¿En qué vivís pensando?

–En Armando.

Movió la cabeza hacia atrás, alzó las manos y levantó los hombros.

–En serio, estoy pensando en Armando –le dije.

Soltó una carcajada, como hacía cuando no me entendía. Nos reímos con ganas y nos dimos un beso delicioso.

Días después, un miércoles por la tarde, yo estaba concentrado en el teclado cuando escuché la voz mil veces imaginada. Levanté la cabeza y sentí que algo en el interior de mi abdomen se desprendía y flotaba. Lo reconocí de inmediato, aunque lucía muy distinto al de la fotografía: pelo desgreñado, ojeras descomunales que empezaban a colonizar los cachetes y un enflaquecido cuerpo dentro del traje de marca costosa. La extraña mezcla de un filósofo existencial y un hombre de éxito. Se anunció ante Dianita sin ningún aspaviento, casi con timidez, desentendido de quién era para nosotros, para el mundo. Lo miré de soslayo, pero con detenimiento. Si me gustaran los hombres no me habría gustado ese Armando que estaba allí, al que sin embargo quería irremediablemente. Comprendí que uno puede amar a alguien que no es específicamente la persona que está amando en el momento, pero que es también y exactamente esa misma persona que uno está amando en el momento. Cuando Astrid describía al “hombre de su vida” enumeraba una larga lista de características no solo distintas sino completamente opuestas a las de Armando, que era el hombre de su vida. En ese instante lo entendí.

Después de ser anunciado, cruzó frente a nosotros lanzando un general y apocado saludo. Una hora después salió con paso lento, cansado y se despidió con una amabilidad ausente y forzada. Luego apareció Astrid en la puerta de la gerencia y me bastó ver su mirada y las manos caídas a los costados del vestido de flores para saber que algo frágil e irrecuperable, como una burbuja de jabón, acababa de romperse.

Armando había vuelto con su esposa. No es que nos hubiera estado engañando. Todos sabíamos (Astrid, Gloria, Dianita y yo) que estaba recién separado. Fueron sensatas las palabras con las que se lo explicó a Astrid, las mismas con las que Astrid se lo contó a Gloria por teléfono antes de repetírmelas a mí y con las que yo se lo conté a Dianita: “Los hijos, un matrimonio construido durante diecisiete años, el amor familiar que no muere tan fácil, en fin: no eres tú, soy yo”. Pero aunque todos lo entendíamos (Armando era un tipo tan correcto que aceptábamos esa decisión como lo que él había planteado: es lo mejor para todos), la comprensión no disminuía para nada el dolor.

Esa noche la gerente y yo nos reunimos en la oficina, escribimos la despedida y, sin necesidad de discutirlo, decidimos no volver a hablar del asunto.

Astrid estuvo destrozada casi dos semanas. Solo dos semanas. Es lo que nunca pude comprender, lo que nunca le perdonaré. Yo volví a la bebida. Empecé a llegar a la oficina con los ojos inyectados de sangre y un pertinaz aliento a alcohol que convertía cualquier conversación conmigo en una experiencia desinfectante. A mitad de la mañana, al medio día, al comienzo de la tarde, en cualquier momento, salía a buscar un trago en la tienda de la esquina para volver al escritorio a seguir redactando lánguidos informes o vacíos mensajes institucionales en los que decía que nuestra empresa era la mejor del mundo. Mi deterioro se hizo evidente. “Tenés que superarlo”, me decía Dianita, “mirá a Astrid, con la madurez que lo ha asumido”. “No es madurez”, contestaba yo, “es insensibilidad”.
Un día a las once de la mañana Astrid se detuvo al pasar junto a mi escritorio.

–Aquí huele a trago.

–No, cómo se le ocurre –le dije evitando tutearla.

–Sí, aquí huele a trago, Rodrigo. Yo lo conozco muy bien. ¿Usted está tomando? –me contestó sin tutearme.

–No, cómo se le ocurre.

–Usted está tomando. No me mienta.

–Vea que no –le dije.

Me puse de pie, descargue todo el peso de mi cuerpo sobre la pierna izquierda, levanté el pie derecho, lo crucé sobre la pierna de apoyo y me mantuve en equilibrio, haciendo con mi cuerpo la forma de un número cuatro. Así, como un flamingo al atardecer, permanecí mientras veía la transformación de su rostro.

–¡No, no me salga con esas cosas! –dijo sulfurada–. ¡Está tomando! Y no es la primera vez. Usted se está gastando el tiempo de la oficina en su degeneración: “The time is money!”, no lo quiero volver a ver acá –tronó señalando la puerta con el dedo.

–Okay –fue lo único que atiné a contestar.

Yo no podía creer tamaño acto de insensibilidad ante el dolor ajeno. Tal desagradecimiento con el más fiel escribano de sus sentimientos. Sin dejar de guardar equilibrio, sin deshacer el número cuatro, le hablé mirándola a los ojos.

–Está bien Astrid, deme unos minutos yo dejo el escritorio organizado.

Salió con paso firme hacia su oficina. Bajé el pie y me quedé pensando en mis deudas, en mis cuotas, en mi vida de nuevo al garete. Me senté frente al escritorio, tomé un papel y escribí:

Querida Astrid
Partir es otra forma de quedarse. Me voy porque así lo ha decidido usted. En su caso, yo también hubiera tomado tan drástica aunque dolorosa decisión. La entiendo, y sé que sus actos solo se rigen por el firme deseo del bienestar para la empresa. Reconozco que mi comportamiento no ha sido el más adecuado para el funcionamiento de una institución seria y pujante como coopevensanti. Pero quiero que sepa que mi circunstancial refugio en la botella no es un simple asunto de degeneramiento, como usted ha dado en llamarlo. Hay en el mundo, Astrid, espíritus sensibles que no soportan la rudeza de este orden de cosas prosaico y que encuentran en el áspero sudor del alambique un sedante para sus nervios a flor de piel. Salgo agradecido de esta empresa. Mi corazón se queda con todos y en especial con usted, cuya presencia ha sido un mástil para mi alma tumultuosa durante unos meses en los que por fin había creído encontrar un norte. Sé que la vida le proveerá de vientos favorables porque hay en usted un espíritu emprendedor y fuerte que sabe sobrellevar los más duros retos. Yo por mi parte voy a enfrentarme con el rugido salvaje del mar inhóspito, armado con el precario escudo de mis sentimientos. Hasta siempre, querida Astrid, y espero que el mar de la vida nos vuelva a reunir. Yo seguiré viento en popa hacia la deriva. Ése es mi sino.
Suyo,
Rodrigo

Estampé mi firma y fui hasta la recepción. Dianita, sentada ante su escritorio, hacía pucheros con los labios.

–Me voy –le dije pasándole la mano por el pelo y mirando con dignidad hacia la puerta–. Voy a estar en el estanquillo de la esquina. Allá te espero cuando salgás para que hablemos. Entregale esta carta a la gerente.

Salí raudo hacia el estanquillo con una doble sensación de hombre libre y niño expósito.

Pedí media botella de aguardiente y música de despecho para pensar en Armando, en Astrid, en Dianita, en las cuotas, en el alquiler de la casa, en los acreedores. Me había tomado cinco aguardientes dobles y el mundo empezaba a encajar dentro de mí, cuando apareció Dianita en el estanquillo.

–¿Qué pasó? ¿También te echaron? –dije y corrí una silla de plástico.

–No, cómo se te ocurre –contestó rechazando la silla–. Lo que pasa es que la gerente leyó la carta y se puso a llorar. Que vengás mañana a trabajar a las ocho.

No me fue posible llegar a las ocho. Promediaba la mañana cuando estuve frente a mi escritorio y el silencio casi sólido de la oficina solo era interrumpido por el teclear de los computadores. Astrid no me hizo reproche alguno, pero apenas me dirigió la palabra para asuntos estrictamente necesarios, con el mismo laconismo de quien se ha desbordado intempestivamente en torrentes de emotividad hasta quedar desnudo y avergonzado. Me apliqué a mi labor tratando de amar el trabajo como quien lleva un mes en él y forzándome a querer la empresa con la pasión de quien ajusta seis semanas de noviazgo. A partir de ese momento puse de mi parte y hasta obligué a mi espíritu sensible a retirarse del áspero sudor del alambique. Pero algo se había roto irremediablemente. La oficina volvió a ser una oficina y solo quedaron los horarios, las tareas, las jornadas, la vida a palo seco.

No había pasado un mes cuando Astrid apareció con un nuevo novio, un corredor de bolsa atlético cuya sonrisa irradiaba una prosperidad humillante. Nadie dijo nada. Nadie protestó por semejante traición a la memoria de un ser sagrado. Yo respondí con un silencio ofensivo. Me volví aislado, huraño. Ni siquiera Dianita pudo soportarlo y una tarde me dijo que lo mejor para los dos, para la empresa y para su estabilidad laboral era distanciarnos. Retorné a la bebida en jornada continua y un día abandoné la oficina antes de que Astrid me echara por segunda vez. Nunca volví.

No hace mucho, caminando por el pasaje Junín, me encontré casualmente con Dianita. Estaba más acuerpada y se veía más madura. Nos dio alegría vernos y fuimos a tomar un café. Andaba feliz, enredada con un ejecutivo casado. No entró en muchos detalles porque tenía una cita a escondidas con su hombre, pero alcanzó a darme noticias de todos. Astrid se había ido a vivir con el corredor de bolsa, que nunca le pidió poemas. Gloria estaba divorciada de su marido y tenía un novio al que le escribía cartas copiadas de las mías, que le enviaba después de leérselas a Astrid por teléfono.

–¿Y Armando? –le pregunté a Dianita.

–Nunca nadie supo nada más –me contestó sonriendo–. ¿Todavía te acordás de él?

Sonreí y me quedé en silencio. Miró el reloj, nos pusimos de pie y nos despedimos con un abrazo cariñoso. La vi alejarse, contenta, con sus brinquitos de adolescente madura y su paso todavía bamboleante, en medio de la gente. Hubiera querido decirle que sí, que todavía pienso en Armando, que a veces empiezo vislumbrando la foto borrosa de un cachetón colorado de pelo lambido y que a través de esa imagen accedo a un lugar sin tiempo en el que hay tesoros al final del arcoíris, donde los sentimientos son la única realidad, la geografía es una ilusión, la distancia una manera de estar juntos, partir otra forma de quedarse, lo esencial invisible a los ojos, the time gold... y que luego el chirrido de un carro que cruza o el grito de un transeúnte enervado o el ladrido de un perro me trae de nuevo a las citas, a las deudas, a las órdenes, a la oficina donde trabajo sin beber ni escribir poemas.

 

ACERCA DEL AUTOR


Luis Miguel Rivas

El Fondo Editorial Eafit publicó a comienzos del 2007 una selección de sus cuentos titulada Los amigos míos se viven muriendo.