Un gran bostezo

Tedio, esplín, jartera: son muchos los sinónimos para referirse al aburrimiento. Pero, filosóficamente hablando, ¿qué significa estar aburrido?

POR Andrew Anthony

Enero 27 2021

Ilustraciones de Sergio Membrillas

 

Puede que no sea la noticia más emocionante del momento, pero el aburrimiento vuelve a estar de moda. Y no el aburrimiento en el sentido de tumbarse en un estudio marrón sin ningún tipo de expresión, una práctica que, en mi experiencia, nunca ha dejado de estar de moda, salvo como un objeto (en lugar de un producto) del estudio académico. En años recientes, un tema que había caído en una especie de letargo analítico, ha sido reanimado por un número importante de libros académicos. El último de estos textos es Boredom: A Lively History “El aburrimiento: una historia animada”, escrito por Peter Toohey, un profesor de clásicos australiano que vive y trabaja en Canadá –país que carga con la desafortunada reputación de ser muy aburrido–.

¿Qué es el aburrimiento? ¿Se trata de un estado de ánimo, una emoción, una aflicción, una forma de protección social, una puerta hacia la esencia del yo o una afectación moderna? Desde la Ilustración, esta pregunta ha inquietado a filósofos y pensadores, primordialmente porque el aburrimiento comparte territorio con conceptos que se escriben con mayúscula como Ser y Tiempo.

No puedo pretender que mi propio interés en la materia haya sido siempre así de elevado. La mayoría de las veces que pienso en el aburrimiento lo hago con un interés personal básico por un estado que deseo evadir a toda costa. Desde que era un niño he sentido una aversión extrema por situaciones potencialmente aburridas.

Esas tardes interminables de domingo de verano que transcurrían entre el final de The Big Match y la hora de acostarse, todavía con luz, rondan en mi memoria con insistencia proustiana. No puedo evitar pensar en las noches ciegas de la adolescencia, las visitas obedientes a los parientes, las reuniones laborales no menos deprimentes que vinieron después, las horribles obligaciones sociales de la vida adulta y todos los demás eventos sin eventualidad, como trozos de tiempo vital que me han sido robados irreemplazablemente, interludios o premoniciones de la muerte.

Mi temor se ha enfocado, entonces, en lo que el psicólogo alemán Martin Doehlemann llamó “aburrimiento situacional”, el tipo de aburrimiento que experimentas mientras esperas que la pintura se seque, y que es tan viejo como la pintura misma. Hay grafitis del siglo I en Pompeya que se refieren al aburrimiento con la irónica sensibilidad de un Banksy antiguo. Uno de ellos dice en latín: “Muro, me pregunto por qué no has caído en ruinas cuando tienes que cargar con todo el aburrimiento de los que sobre ti escriben”.

Doehlemann estableció una distinción entre este aburrimiento situacional de vieja data y su primo intelectual más reciente, el “aburrimiento existencial”, que llega al mismísimo centro de la modernidad posterior a la Ilustración (el verbo “aburrir” no llegó a algunas lenguas hasta la segunda mitad del siglo XVIII). Este aburrimiento se refiere al desaliento indolente que resulta de la muerte de Dios, la búsqueda romántica de significados personales y el encuentro metafísico con la nada, sobre el cual legiones de escritores de Flaubert a Ballard han vertido baldados de tinta.

Si bien el aburrimiento existencial no está ligado a una situación temporal como una tarea doméstica molesta, no por eso deja de ser fruto de las circunstancias en tanto proviene de un cierto grado de riqueza y ocio. En general, los campesinos iletrados que trabajan todo el día en el campo no pueden darse el lujo de desesperarse por el colapso incesante de significados que se genera culturalmente en un universo sin Dios.

Dejando de lado estas clasificaciones por un momento, es razonable decir que el aburrimiento no es un asunto simple. Para empezar, ¿hay una relación directa entre el que se aburre y lo que es aburrido? Está claro que no es posible identificar algo que produce aburrimiento sin aburrirse en algún sentido. Sin embargo, en este tiempo, estar aburrido es apenas más aceptable que ser el causante del aburrimiento. Como notó Kierkegaard, el aburrimiento solía ser una expresión de nobleza, y eso no es muy bien visto en nuestra era democrática. Mostrar que estás aburrido sugiere mala educación, superioridad, e incluso desdén, ninguna de los cuales es una cualidad entrañable.

Entonces, el aburrimiento es, de alguna forma, un secreto o un vicio solitario. Sin embargo, es evidente que quienes se aburren no están solos. Según una encuesta de 2009 realizada en internet, el británico promedio soporta seis horas de aburrimiento por semana. Esta pieza de información, curiosamente precisa y sin embargo mal definida, lleva a dos preguntas: ¿existe algo más aburrido que una encuesta sobre el aburrimiento? (Fuera de esperar tres horas en un aeropuerto a que salga un vuelo retrasado de una aerolínea barata, trotar, los teóricos de la conspiración, los programas de cocina, los spas de salud, los festivales de libros, los mercados de pulgas, la homeopatía, el insomnio, los pensamientos motivacionales, los tatuajes, las competencias de críquet, el arte neoconceptual, la música pop contemporánea, la marihuana, el 95% del teatro (incluso todo el que escribió Becket) y Twitter. )Y, segunda, ¿únicamente seis horas?

¿Qué pasa con las treinta horas de televisión que según la misma encuesta acumula un británico cada semana? Como alguien cuyo segundo empleo es ser crítico de televisión, me cuesta aceptar que me pierda al menos veinticuatro horas de programación no aburridora a la semana. Lo cual nos lleva a otra pregunta controvertida: ¿hay mayor virtud en exponerse a una experiencia y no percibirla como aburrida que en saber que uno está aburrido y quejarse al respecto?

Otro reporte hecho por el centro de estudios de la New Economics Foundation (un nombre que viene empacada con un bostezo sofocado) encontró que el Reino Unido era la cuarta nación que más se aburre en Europa. A primera vista, es una estadística que nadie envidiaría. ¿Quién quiere pertenecer a una de las naciones que más se aburren en el mundo occidental? Sin embargo, ¿quién quiere hacer parte de una de las que menos se aburren? Sin duda, aburrirse muy poco demuestra una carencia fatal de discernimiento o, al menos, una apreciación limitada de los placeres de la vida. ¿Cómo se pueden escalar las cumbres del júbilo sin haber visto al menos los desiertos de la opacidad?

Encontré las encuestas mencionadas sobre el Reino Unido en Boredom: A Lively History. En este libro Toohey incluye también una prueba diseñada por los psicólogos Norman D. Sundberg y Richard F. Farmer (¿puedo agregar a mi lista previa de cosas aburridas las iniciales que usan los académicos norteamericanos en medio de sus nombres?). La prueba, conocida como la Escala de Tendencia al Aburrimiento, está compuesta por 28 afirmaciones como: “Tengo proyectos en mente todo el tiempo, cosas que hacer” y “La mayoría del tiempo me siento a no hacer nada”.

Ilustraciones de Sergio Membrillas

 

Al encuestado se le pide que enumere las afirmaciones según una escala de siete puntos: 1 significa estar fuertemente en desacuerdo, 4 una postura neutra al respecto y 7 estar muy de acuerdo. El rango promedio de los resultados oscila entre 81 y 117. Por encima de 117 en la Escala de Tendencia al Aburrimiento, prácticamente estás tendido junto a él; por debajo de 81 apenas si conoces el significado de la palabra. Yo completé la prueba y obtuve un resultado de noventa y tanto, es decir, un puntaje absolutamente promedio.

Habitualmente, quien participa en una prueba de personalidad suele tener una idea de qué resultado preferiría obtener –uno que muestre que es extrovertido o inteligente, por ejemplo–. En este caso, me encontré ante una situación en la que ninguna opción me parecía atractiva. No quería ser alguien que se aburre fácilmente, que nunca se aburre o que lo hace como el promedio de las personas.

Cuando llegué a la afirmación “La mayoría del tiempo me siento a no hacer nada”, me di cuenta de que podía responder con todos los números del uno al siete. El hecho es que la mayoría del tiempo no hago más que sentarme a no hacer nada. A eso se le llama escribir o, como sucede casi siempre, no escribir. Ahora mismo, por ejemplo, mientras esperaba la frase siguiente, miraba por la ventana a unos trabajadores que descargaban bolsas de cemento en un camión. Ellos no estaban sentados sin hacer nada. Pero no quisiera tener que decir qué actividad es más susceptible de producir aburrimiento: pensar en lugar de hacer algo o descargar cemento.

En cualquier caso, a pesar de que odio la posibilidad de aburrirme, no soy ajeno al aburrimiento; bien sea en forma de desesperación, saciedad, tedio, hastío, apatía, monotonía, lasitud, inquietud, depresión o insatisfacción dolorosa, conozco todos su tipos, y en este caso la familiaridad ciertamente produce desprecio. En consecuencia, me aproximo a la amenaza de aburrimiento de forma muy similar a como un claustrofóbico saluda un ascensor lleno.

La analogía no es del todo extravagante. Según una definición, el aburrimiento es un tipo de confinamiento. En su delgado pero esencial volumen Filosofía del tedio, Lars Svendsen escribe: “El aburrimiento siempre incluye la conciencia de estar atrapado, en una situación en particular o en el mundo como totalidad”. Leer esas palabras me transporta instantáneamente a estar confinado en una silla durante una comida insufrible o en la mitad de la platea durante una obra de teatro insoportable.

Todas las fobias tienen su raíz en el miedo a la muerte, y el miedo al aburrimiento es el miedo a morirse de aburrimiento, como la frase familiar indica. Cada uno de nosotros tiene probablemente una visión de lo que implicaría ese destino nefasto. Por ejemplo, al final de Un puñado de polvo de Evelyn Waugh, el desventurado héroe, Tony Last, es condenado a pasar el resto de su vida en medio de la selva amazónica leyéndole Dickens a su aburrido y siniestro captor, el señor Todd (Tod significa muerte en alemán).

Una vez viví mi propia versión de un final semejante. Cuando tenía dieciocho años, trabajé dos pisos bajo tierra haciendo cajas de cartón ocho horas al día mientras me suministraban por la fuerza dosis de los éxitos de la BBC, con toda su banalidad de los años ochenta. Yo estaba estacionado en un apretado recoveco con mi compañero de trabajo, un devoto observador de aviones que sentía respecto a su bitácora de vuelos de Heathrow –de la cual a veces me leía seriales de aviones– lo mismo que el señor Todd sentía por Dickens. El reloj no se movía por horas.

Waugh tomó el título de su novela de un verso de La tierra baldía, el texto insigne del modernismo escrito por T. S. Eliot: “Te haré ver el miedo en un puñado de polvo”. Si bien la poesía de Eliot está evidentemente abierta a la interpretación, una lectura de ese verso podría ser la imagen del aburrimiento existencial, la sensación de que el mundo es aleatorio y por ello escalofriantemente carente de sentido. Ése es el sentimiento que Jean-Paul Sartre exploró en su novela La náusea, donde el antihéroe Antoine Roquentin ve la realidad convertirse en polvo a medida que se da cuenta de que la libertad lo aprisiona, de que todo es fútil porque la existencia es arbitraria.

La novela pone en práctica muchas de las ideas del existencialismo que posteriormente Sartre desarrollaría en su tratado filosófico El ser y la nada. Además, romantizó la idea de la alienación total, del individuo solo en guerra con la autocomplacencia atrofiante de la sociedad burguesa. Svendsen describe el aburrimiento como una ausencia de significado, y en este sentido La náusea hizo del aburrimiento un acto de rebelión. De repente, quedar estupefacto ante el sinsentido de todo fue visto como algo cool, aunque solo para estudiosos y adolecentes.

Nadie es capaz de igualar la capacidad de aburrirse del adolescente, aunque en mi memoria la ausencia que se siente tan fuertemente en la juventud es la de la experiencia, no la del significado. Recuerdo vívidamente cómo las horas se ensanchaban en la expectativa de esos años, y cómo se hacían más intolerables por no saber qué era lo que esperaba. Si el aburrimiento existencial es la certeza de que todo puede suceder, y que por ende nada tiene un significado, el aburrimiento adolescente es la conciencia de que nada puede pasar y la convicción de que nunca pasa nada.

Para romper con esta sensación de impotencia, es típico que los adolescentes lleven a cabo pequeños desafíos –fumar marihuana o andar con la gente inadecuada–. Hoy en día, se dice a menudo que los mismos adultos han quedado atrapados en una adolescencia detenida. Nosotros –con lo que obviamente quiero decir “yo”– a menudo nos encontramos envueltos en un ciclo de transgresión o su alternativa socializada, el consumismo, en los cuales cada experiencia nueva pierde rápidamente su atractivo y exige ser reemplazada con la siguiente distracción.

En otras palabras, el aburrimiento es inflacionario, se multiplica por sí mismo. Svendsen argumenta que nos estamos volviendo más aburridos a pasos agigantados: “Mientras que hay razones para creer que la alegría y la rabia han permanecido relativamente constantes durante la historia, la cantidad de aburrimiento parece haber aumentado de forma dramática”.

La afirmación suena convincente –¿de qué otra forma más se puede explicar el éxito de Coldplay o de la serie Ven a cenar conmigo?–. Pero, ¿podemos saber si estamos más aburridos que los grafiteros de Pompeya o, llegado el caso, que un campesino en su tierra? Se presume que únicamente podemos estarlo si la vaga enfermedad que tantos escritores diagnostican es realmente una característica distintiva y generalizada de la modernidad occidental.

Sin embargo, Toohey duda de la existencia del aburrimiento existencial, y dice, sospechando de las pretensiones como buen australiano, que es una condición de la que “se lee y discute más de lo que en realidad se experimenta”, un mito literario o una enfermedad que bien podría ser catalogada como depresión.

Con todo, se pueden decir bastantes cosas para defender la idea de un aburrimiento que va más allá de una situación, pero es más abrumador que deprimente. En su encarnación más difícil de soportar, el aburrimiento situacional tiene el potencial de convertirse en algo parecido al aburrimiento existencial, en el cual uno se ve forzado a cuestionar no solo el sentido de un evento sino de la vida misma. Cuando digo esto pienso en una comida en particular –el crisol del aburrimiento según Heidegger– en la cual la primera hora transcurrió con los invitados discutiendo las rutas que cada uno tomó para llegar al lugar. En medio de esa experiencia traumática, ni el tiempo ni el espacio pueden contener el vacío adormecedor que ataca el alma, un vacío que no se llena con ninguna cantidad de rape a la parrilla y Sauvignon frío.

Es más, si hay una crisis de la modernidad, incluye no solo la ontología sino la estética. En el curso del siglo XX se hizo cada vez más difícil emitir juicios de valor acerca del arte y argumentarlos con algo más sustancial que la opinión personal. “Bueno” y “malo” se volvieron categorías desacreditadas y fueron suplantadas, como anota Svendsen, por “interesante” y “aburrido”. Nadie sabía –ni le preocupaba– si algo era bueno; lo importante era que resultara interesante.

El problema, como ha sido bien documentado, es que las sacudidas producidas por lo nuevo generaban cada vez menos resultados. Lo que era fresco y provocador pronto se convirtió en un lugar común fatigado. El aburrimiento se reafirmaba de forma inevitable, entrópica. En 1997 asistí a la primera noche de la exposición “Sensation”, de Charles Saatchi, que incluía obras del celebrado grupo de jóvenes artistas británicos como Damien Hirst, Tracey Emin y los hermanos Chapman. Recuerdo la sensación de desconexión ante un futuro que ya había pasado, una inmediatez que se desvanecía en la distancia.

Sería demasiado severo decir que estaba aburrido –para empezar, había demasiadas personas interesantes que mirar como para estarlo–, pero sí experimenté un vertiginoso sentimiento de insignificancia, vi colapsar ante mis ojos el sentido que entraña la cultura. El libro de Toohey contiene un buen número de ilustraciones de obras de arte en las cuales los personajes exhiben el aburrimiento de varias formas: bostezando, estirándose, etc. Lo que no incluye es la expresión con ojos vidriosos, presente en muchos visitantes de galerías, cuando se les pide que aprecien una obra de arte en un contexto no muy distinto al de un comprador de supermercado frente a un pasillo lleno de detergentes con empaques brillantes.

A pesar de sus propias luchas con el aburrimiento, tanto Toohey como Svendsen presentan lados positivos del argumento, sugiriendo que podríamos, por decirlo de alguna manera, aburrirnos hasta vivir. Para Toohey, el aburrimiento es una característica adaptativa en sentido darwiniano. La habilidad de estar aburrido, sentimiento que él describe como una forma ligera de repugnancia, es benéfica para la humanidad; así como se ha visto que el asco nos permite evadir ambientes que albergan enfermedades, el aburrimiento nos aparta de situaciones que podrían ir en detrimento de nuestra salud mental. Toohey va más allá y argumenta que el aburrimiento no es únicamente una función negativa, sino que, a menudo, es un requisito para la creatividad.

Svendsen rodea elegantemente y luego rechaza la tesis densa, y para algunos aburrida, de Heidegger sobre el aburrimiento, que no es fácilmente condensable en un resumen breve. Sin embargo, aquí va: en el curso normal de los acontecimientos, el tiempo nos mata; en el aburrimiento, nosotros matamos al tiempo. Sobra decir que ni Svendsen ni el gran filósofo alemán lo pusieron de esa forma, pero Heidegger sí creía que lo que él llamaba “aburrimiento profundo” era una forma radical de acceder a la esencia del ser. De la misma forma, creyó, o por lo menos así lo escribió alguna vez, en la “grandeza y verdad internas” del Partido Nazi. El aburrimiento, en su forma política que es la apatía, tiene una tendencia a incubar extremismo.

Finalmente, el aburrimiento, ya sea inspirador, descorazonador, aniquilador o trascendente, solo es aburrimiento. Quizá, como el clima, es algo sobre lo que tenemos pocas opciones diferentes a vivir con él. Svendsen llega a una conclusión de estoicismo similar: “Madurar”, dice, “es aceptar que la vida no puede permanecer en el reino encantado de la infancia, que la vida hasta cierto punto es aburrida, pero al mismo tiempo darse cuenta de que esto no la hace invivible”.

Es poco probable que este entendimiento más evolucionado ponga freno a mi propio temor al aburrimiento, pero puede ayudar a fortalecer mi determinación en el momento en que llegue. Y en ese mismo espíritu de tolerancia, me siento obligado a recordar una memoria incómoda.

Hace algunos años, asistí a una fiesta de un amigo donde volvieron a presentarme a Muriel Gray, la aguda presentadora de televisión escocesa, a quien había ayudado con alguna tontería algunos meses antes. Cuando me agradeció por cualquiera que haya sido la acción irrelevante que yo había hecho, yo comencé a explicar, excesivamente, según resultó ser, que no era nada. Apenas unos segundos después, ella me detuvo y dijo: “Auch” –su cara se contrajo con dolor existencial–, “eres muy aburrido”. Y con eso se dio la vuelta y fue en busca de una compañía más entretenida. A propósito, no fue aburrido. No, de verdad, déjenme explicarles...

ACERCA DEL AUTOR


Andrew Anthony

Tiene en su haber libros como 'El desencanto: el despertar de un izquierdista de toda la vida'.