De cómo llegué a escribir Deborah Kruel

Una novela de espías nazis, con chismorreos de corredor en un juzgado promiscuo y submarinos acechando el Caribe colombiano, eso es Deborah Kruel. En vísperas de una nueva edición, el autor narra la génesis de su exquisito delirio tropical.

POR Ramón Illán Bacca

Enero 27 2021

© Corbis

 

El poeta y escritor ya desaparecido, Jorge García Usta, me preguntó alguna vez cuáles serían los elementos a considerar en la génesis de la producción literaria de un escritor que se había quedado viviendo en la costa. La respuesta se diluyó porque los dulces árabes que en ese momento degustábamos nos hicieron cambiar de conversación y por último reconocí que mi paladar no tenía tradición árabe, pero sí mora, como todos los hijos de la Conquista.

Después, cavilando, pensé si haber nacido frente a una bahía prodigiosa, la de Santa Marta, me condicionó. En realidad me siento un escritor sin connotaciones locales que escribe en español, pero los temas, no lo niego, son reiterativos y los espacios geográficos donde se desenvuelven pertenecen a la costa Caribe colombiana.

“El mar, el mar, sin cesar empezando”, dijo Paul Valéry. Sin embargo, era un tanto sorprendente para mis ojos infantiles que el baño de mar fuera tan restringido. Ni las mujeres de mi familia, ni las de mis amigos se bañaban conmigo en el mar. Más aún, el sol y el mar eran los enemigos naturales de algo muy alabado por los poetas y muy considerado por todos: la belleza alabastrina. “Sé blanca y sé triste / lo demás no importa/”, decía el poeta Barreneche, una gloria local, en las coronaciones de las reinas cívicas. Fieles a ese mandato, las muchachas de clase media y alta no se dejaban ver en el camellón sino a partir de las cinco de la tarde portando sombrillas. Con los brazos entrelazados cantaban “Vereda tropical” mientras lanzaban miradas coquetas a los contertulios del Park Hotel. Algunas usaban aquellos peinados de ondas ascendentes. A la que más se destacaba, blanca lechosa y de un bucle y otro y otro en ascenso, la bautizaron “mar de leva”. Por eso cuando apareció aquella muchacha, que leía revistas gringas, salía en bata de baño dos cuadras antes de la playa, pasaba frente al palacio episcopal y se daba largos baños de mar y de sol bronceándose, la ciudad no soportó la transgresión. La bautizaron “diablito frito” y “brudubudura” (por una crema bronceadora) y una silbatina la acompañaba a su paso.

He escrito sobre la guerra submarina en el Caribe con frecuencia, pues es algo que llenó mi infancia. Para mí, el primer indicio de la guerra fue un dirigible (los mayores todavía lo llamaban zepelín) que sobrevoló la Bahía de Santa Marta en una tarde, gris como todas las tardes de la guerra. Quienes lo vieron lanzaron conjeturas. “Sale del Canal de Panamá y llega al Cabo de la Vela para avistar a los submarinos nazis”, dijo en forma sentenciosa mi tío Nicolás, quien había hecho unos estudios en Lovaina de algo que nunca se aclaró del todo, pero cuya indiscutible maestría en bailar tango, danzón y foxtrot lo hacía una persona muy escuchada. Después, las emisiones de la bbc de Londres con los tres toques de la quinta sinfonía de Beethoven –La llamada del destino– y un inmenso radio dando noticias condicionaron la infancia de mi generación. ¿Por qué no hay manzanas? ¿Por qué no hay uvas pasas? ¿Por qué no me compran un velocípedo? Y la respuesta siempre era: “Por la guerra, hijo, por la guerra”.

Una noche, mientras se representaba La toma de Granada –obra teatral de Antonio Álvarez Lleras– en el Colegio de la Presentación, se oyó el ruido de un avión que pasaba volando bajito sobre el patio. Alguien gritó: “Es un avión alemán”. Hubo una estampida general y, antes de ser tomado por los Reyes Católicos y la reina Isabel, el castillo de cartón cayó en las piernas del obispo, quien, famoso por su mal genio, gritó: “María Poussepin, no llegarás a ser santa”. Desconozco si se ha cumplido su afirmación.

Otra vez mi tío Nicolás fue el oráculo, pues afirmó que el radio de acción de un Messerschmitt no daba para atravesar el océano. Muchos años después, en mi cuento “La apoteosis de Marí Puspán”, publicado en el libro Marihuana para Göering, recreé este episodio que posteriormente pasó a ser un capítulo de Deborah Kruel.

Fue muy comentado en las sobremesas de mi casa el hundimiento de un submarino alemán por uno de nuestros barcos de guerra. El submarino dejó una estela de aceite, demostración irrefutable de que estaba hundido. “Brillante victoria de la marina colombiana, hundido un submarino nazi por el arc Caldas en el mar Caribe”, decía El Tiempo el viernes 21 de marzo de 1944. Posteriormente nuestros marinos hicieron una entrada triunfal a la plaza principal de Cartagena. Los datos están recreados en el libro Colombia nazi, de Silva Galvis y Alberto Donadío. Sin embargo, en algún recorte de periódico, fechado el 13 de septiembre de 1984, el prominente historiador naval alemán Jürgen Rohwer señalaba que el último submarino alemán que operó en el Caribe lo hizo a finales del 43 y a principios del 44, lo que da paso a múltiples dudas sobre nuestra hazaña marina. Pero yo prefiero creerle al tío Nicolás y no al historiador Rohher. Además, según el escritor Carlos Flores, el Caldas era un barco inglés que alguna vez había pertenecido a la Armada de Portugal y fue vendido después a nuestro país. Por eso las instrucciones para el lanzamiento de las bombas de profundidad estaban en portugués. Doble hazaña de nuestros marineros.

Todo este Caribe secreto pareció terminarse cuando los gringos de la Yunai, las mujeres belgas con sus maridos colombianos, un judío alemán o polaco que portaba una bandera de la Unión Soviética –pues él solo constituía el comité de ayuda a la Unión Soviética–, más una multitud heterogénea, desfilaron por el camellón celebrando ruidosamente el fin de la guerra. Por los parlantes se transmitía el porro del momento:

Ya la guerra se acabó
Ya por fin llegó la paz
Ya el Japón se rindió
Con dos bombas nada más…

El Caribe volvía a tornarse en un mar para comerciar y bañarse y para que los jóvenes que fumaban marihuana, traída de la Sierra Nevada, fueran a sentarse a la playa y mirar hacia el norte pues allá estaba “La Habana, mi hermano, La Habana...” .

La influencia cubana y mexicana

Durante mi adolescencia en los años cincuenta, iba a la peluquería de Paco, el cubano, donde se encontraban rimeros de revistas de la Isla: Bohemia, Carteles y Vanidades. La revista Cromos solo circulaba en las peluquerías del interior del país. Las radiodifusoras de La Habana eran las que se escuchaban, los dichos cubanos eran los que circulaban. Sus grandes orquestas eran las que nos visitaban. Sus radionovelas eran las preferidas, series como El derecho de nacer y Las aventuras de Chan Li Po, el detective chino radicado en La Habana, que decía en su tema musical los siguientes versos:

Chan Li Po, Chan Li Po
Por una linda cubana
En la Habana se quedó
Chan Li Po, Chan Li Po


La moda incluía en los estratos populares el tacón cubano y en los medios y altos la guayabera con corbatín. Todo establecía un agudo contraste con el mundo andino. La presencia cubana en esos años cincuenta alcanzó un punto que no ha sido estudiado detenidamente e indica que, en este litoral, lo que teníamos claro era que pertenecíamos al mismo mar.

Pero adonde va esta crónica nostálgica es a esa nueva visión de la guerra que nos daban las revistas cubanas, donde las memorias de los espías aliados y del Eje constituían parte esencial de su popularidad. El Caribe aparecía como un lago donde las tripulaciones de submarinos nazis desembarcaban en las playas alejadas (entre nosotros, las de la Guajira) y comerciaban combustible y provisiones con los contrabandistas locales. Años después, al escribir Deborah Kruel –que, insisto, es una novela calificada como de espionaje pero en realidad es un cotilleo samario con el telón de fondo de la Segunda Guerra Mundial– solicité a Eduardo Posada Carbó, entonces estudiante de historia en Oxford, que me enviara material sobre esa guerra submarina y secreta que se dio en el Caribe. Me lo envió dos años después de mi petición y cuando ya había terminado la novela. La parte fuerte de espionaje la titulé “La operación pelícano”, y para escribirla me agarré de un dato suelto de Carteles, en donde se hablaba muy someramente de los aviones alemanes que debían sobrevolar y bombardear el Dique de Gatún y así poner fuera de servicio el Canal de Panamá.

Aun así, me interesó el escrito que me había enviado Posada y que era un informe al Departamento de Estado hecho por el vicecónsul norteamericano Terry B. Sanders, comisionado en 1941 para echar un vistazo por la Guajira.

A pesar de su prosa árida, Sanders revela con gran detalle la complicidad de algunos políticos y gamonales con los embarques de aprovisionamiento a los nazis. Es interesante advertir que varios militares reputados como simpatizantes del Eje ocuparon altos cargos en los gobiernos posteriores y que uno ellos, comandante de un puesto perdido en la Alta Guajira, el coronel Forero, promovió en 1957 un golpe de Estado fallido. Sobre este coronel, teniente para esa época, el informe dice que una de las pruebas de su nazismo era su pluma fuente con una esvástica. El documento clasificaba las simpatías nazis o probritánicas de los funcionarios, pero a veces el cónsul perdía la mesura y se desbocaba contando situaciones de suspenso en las calles solitarias de Riohacha, donde él veía, parapetados tras las esquinas, espías y contraespías, como en cualquier película de la época.

Mis indagaciones me llevaron hasta Riohacha, donde vecinos de larga memoria me contaron que en junio de 1942 el hundimiento de un mercante americano había sido provocado por los submarinos nazis que lo acosaban como lobos feroces –por algo se llamaban los lobos de mar–. El capitán de la policía, en la única medida a su alcance, ordenó apagar todas las luces, o sea los pocos bombillos somnolientos, las lámparas Primus de gasolina, las velas encendidas de las habitaciones y los cirios de la iglesia. Al día siguiente se apresó a los alemanes Eikhoff y Malher, dueños de una miscelánea especializada en clavos y cemento. Los deportaron y se incautaron sus bienes. Entonces se dijo que el juego de luces era la señal para que los submarinos entraran en acción. “¿Cuáles luces?, si desde que llegamos no hemos vivido sino en un solo apagón”, era la respuesta perpleja de los acusados.

Los Eikhoff eran la bestia negra del vicecónsul norteamericano, que los acusaba de enviar ganado robado a los Estados Unidos. En su segundo informe se le ve furioso porque en la aduana se pone la simple frase: “Destino de las mercancías: Altamar”. (“Así no se puede”, se le escapa en algún momento en el informe.)

Este escrito me confirmó que “no se me había ido la mano”, como se dice coloquialmente. También tuve que parar los caballos pues tal como iban las cosas terminaría escribiendo algo así como Los capítulos que se me olvidaron en Deborah Kruel o un Diario de la novela (porque cuando no escribo las cosas, escribo por qué no lo hice, y a veces esos textos resultan más largos que la idea inicial).

Mientras le daba vueltas a esa novela con un Caribe de espías –obra de la que hablé durante veinte años, antes de escribir la primera sílaba–, el cine y sus mujeres misteriosas, “las vampiresas”, me surtieron de imágenes para configurar a la Deborah espía que pugnaba por salir. Las motivaciones incomprensibles del eterno femenino de pronto se me revelaban en una frase. En la película Una mujer cualquiera con María Félix, cuando se le pregunta: “¿Por qué te fuiste con él si sabías que iba a traicionarte?”, ella contesta con su voz ronca, mientras alza la ceja: “Tú no puedes saber... son cosas de mujer”.

Ésta fue una de las setecientas películas mexicanas que vi en Fonseca, durante los dos años en que estuve como juez promiscuo municipal. Es obvio que las fuentes para escribir Deborah Kruel fueron los folletos de espionaje de las revistas cubanas, los dramones mexicanos, las canciones de moda y el cotorreo parroquial, todo con un fondo de mar Caribe.

Decidí que escribiría esa novela y que me informaría bastante. Leí mucho y hubo un momento en que estaba sobresaturado de información. Me pregunté: “¿Pero, por qué estoy zambullido en la Segunda Guerra Mundial si lo que tengo que hacer es simplemente escribir de mi infancia samaria con la guerra como telón de fondo?”.

© Library Of Congress

 

La improbable Deborah

Se puede decir que la novela fue como un barco a punto de naufragar ante tantos escollos. A pesar de los muchos sobresaltos y la inseguridad que me producían, decidí escribirla. Le mezclé diligencias judiciales –porque aún era abogado en ejercicio–, frases de alguna lectura, porque siempre apuntaba algo que me había llamado la atención, que había oído en la calle, algún dato histórico interesante, alguna joya preciosa de una crónica que me había gustado y de la que yo hablaba con frecuencia. Sin embargo, pasaba el tiempo y no escribía una sílaba, aunque en todas mis libretas encontraba frases como ésta: “¡Ojo, leer Isis sin velo para idear a la pitonisa!”. Esta situación siguió así hasta que un día Roberto Montes Mathieu me dijo: “Tu novela no se va a llamar Deborah Kruel sino La improbable Deborah”.

Me dolió el comentario pero tenía razón porque, teniendo todo para hacer la historia, no me decidía.

Me pasaba lo mismo que con algunas películas que se anuncian en los cines de Barranquilla: dan cortos y avances pero se demoran hasta un año para exhibirlas. Escribía cuentos y artículos que vislumbraban un tema más amplio, con mayor respiración, pero la novela no llegaba. En cierto momento estuve completamente enredado. Como quería hacer una novela con fondo histórico, pasaba horas en las hemerotecas indagando para sacar algún pequeño dato desechable, como las máquinas que remueven toneladas de tierra para sacar una pepita dorada. Ahí es cuando se comprueban las desventajas comparativas del que investiga en Barranquilla: no había una buena hemeroteca, ni un buen archivo fílmico, ni una buena colección de fotografías. Ahora hay una leve mejoría. Con la limitación de no tener en donde buscar, en ese año 85 me puse a escarbar y encontré algunos datos para el caso Mamatoco y sobre el hundimiento de un barco alemán en las costas de la Guajira. Para esos días, leí por casualidad en El Tiempo una nota titulada “Datos históricos”, sobre los alemanes en Colombia, y ahí estaba todo lo que me había costado tantos meses de rastreo. Lo publicaron en un dominical cualquiera sin hacer alarde porque esos datos los tenían a la mano.

Nunca me faltaron sobresaltos. Estuve durante semanas cortejando a una vieja alemana neurótica e hipersensible con el fin de sacarle alguna información. Fui muy diplomático con ella para lograr mi objetivo, pero cuando estaba cerca del tesoro siempre me decía: “Puedo mostrarle unas fotos que le van a interesar, pero no sé si debo dárselas. Vuelva el próximo sábado”. Cuando ya estaba en un estado de felicidad y ansiedad, esperando que la mujer cediera, salió Colombia nazi, el libro de Silvia Galvis y Alberto Donadío, donde estaban todas las fotos de los nazis en Barranquilla y la información pertinente. Todo lo que la señora me iba a decir ya estaba publicado. El asunto fue que, por un instante, me sentí ahogado y me dije: “¿Ahora qué hago?”. En esos días llegó R. H. Moreno Durán a Barranquilla y me dijo: “Me ha dicho Germán [Vargas Cantillo] que estás escribiendo una novela sobre los alemanes en el Caribe, pero sucede que ya Sergio Pitol [escritor mexicano] escribió El desfile del amor, que trata sobre el mismo caso, la guerra en el Caribe”.

La nueva preocupación ahora, además del desánimo que me trajo, fue cómo conseguir la novela de Pitol para ver de qué se trataba. Al fin Germán Vargas, que era un buen amigo, llegó de un viaje y me trajo El desfile del amor. Lo leí con avidez, pero afortunadamente no tenía nada que ver con lo que yo estaba haciendo. Lo que ocurría en Ciudad de México y en nuestra costa Caribe eran dos historias completamente distintas.

Cuando al fin terminé la novela, el sobresalto llegó de donde menos lo esperaba. Se la entregué a un amigo que me dijo: “Tienes que pasarla en computador”. En 1987 el computador era una total rareza. Mi amigo tuvo la novela un mes y no transcribió una sola palabra; en lugar de eso perdió el mamotreto entre los papeles de su oficina. Ninguna de las tres o cuatro personas que trabajaban con él sabía nada, se echaban la culpa unas a otras, hasta que al fin, después de dos semanas, la novela apareció milagrosamente dentro de un fólder que iban a botar.

La rescaté y se la entregué a una secretaria de nombre Colombia para que la transcribiera. Cuando iba por la mitad me la devolvió y me dijo: “No voy a perder más el tiempo, págueme los once mil pesos que me debe y le entrego esto”. Entonces cogí la novela, se las di a un par de amigas y les pedí el favor de que terminaran de pasarla. Cuando me la entregaron empecé a revisar y encontré que un personaje, llamado Colombia en la primera parte, en la segunda se llamaba Francia. Fui adonde Colombia y le pregunté: “Cuando tú me transcribiste esto, ¿qué pasó?”. Me respondió: “Es que usted está empleando el nombre de Colombia para uno de sus personajes y yo no tengo ningún interés en que salga mi nombre en su novela”. Quedé mudo.

Lo malo es que alguna gente de mi generación está leyendo la novela como si tuviera claves y se la pasan buscando parecidos. Así me encontré con un médico en Barranquilla que me dijo: “Pero esa Mona Navarro en realidad es Raquelita Pereira”. “Pero, ¿quién es esa Raquelita?”, pregunté. “Ésa que tengo aquí –y me mostró una foto–, tú te inspiraste en ella”. “Lo siento –le dije– pero yo no conozco a Raquelita, no me pude inspirar en ella”.

Un concurso bizarro

Después de tantas dificultades, mandé Deborah Kruel a un concurso de Plaza y Janés. Tenía algunas correcciones: me vi obligado a tachar y poner en lápiz el otro nombre, y eso es malísimo porque si hay algo que los jurados detestan es que se hagan correcciones encima de los textos que les mandan. Lo sé porque yo también he sido jurado. Como un mes después de haberla mandado al concurso, cuando ya iban a dar el fallo, no tenía muchas ilusiones. De pronto me enviaron un telegrama que decía: “Sírvase reclamar el pasaje para que venga a Bogotá”. Me dije: “Si me envían el pasaje es que mínimo estoy de finalista”.

Cuando llegué a Bogotá, se me había olvidado exactamente a dónde era que tenía que ir. Fui a Plaza y Janés y allí me dijeron: “No señor, no es aquí la ceremonia sino en el hotel Hilton”. Corrí con mi maleta hasta el Hilton, pero nadie me dio razón. Me preguntaba: “¿Qué hago en Bogotá con tan poca plata? ¿Qué voy a hacer?”. Desesperado, llamé a algunos amigos a ver quién me daba alojamiento. Inútil. Nadie respondía. Me decía: “¿Cómo es posible que me esté pasando esto?”. Hasta que reconocí en un transeúnte al gerente de Plaza y Janés que iba para el hotel. Corrí y me presenté. Me dijo: “Creíamos que ya no venía. Usted tiene una reserva en este hotel”. Regresé, me bañé en la tina, bajé oloroso a agua de colonia y optimista a observar los resultados. Entonces empezaron a anunciarlos. Era por puntos y salí de cuarto. “Bueno, no está mal”, me dije. Después salió la tercera escogida. Era una novela que se llamaba Ily, Iny, Iwy. El título me pareció horrendo.

El asunto era que el nombre estaba en inglés y significaba I love you, I need you, I want you. Después tuvieron que cambiar el título por el anodino de Esposa o amante. Cuando le entregaron el cheque del premio, la autora, Martha Luz Madriñán, se levantó y empezó a dar los agradecimientos: “Agradezco porque ésta es la primera vez que una mujer se hace presente en la novela colombiana...”. Al lado mío estaba Lucy Barco de Valderrama, que había ganado diez años antes el Premio Esso de Novela con La picuá se va.

Doña Lucy se iba a levantar a protestar y señalar que la otra no era la primera mujer premiada en concursos de novela sino que había sido ella, pero los familiares no la dejaron. Yo estaba divertidísimo y disfruté el momento. El segundo premio fue para una novela que se llamaba Largo ha sido este día, de un poeta natural de Ciénaga, José Manuel Crespo, que vive en Bogotá, y el primer premio fue para Tomás González con Para antes del olvido. Esa novela sí me gustó. Pero creo que Deborah Kruel merecía mejor suerte en ese concurso. Después con el paso del tiempo la novela caminó sola, con buena crítica y malas ventas. Parece que llegará a ser “una novela de estimación” (una mala traducción de la frase en francés). Algo es algo.

ACERCA DEL AUTOR


Ramón Illán Bacca

Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar 2004 por su artículo "Voces de Barranquilla", publicado en El Malpensante No. 46. Ha publicado las novelas 'Marihuana para Goering'.