¿Respuestas a sus preguntas?

En las páginas de la London Review of books, el respetado colombianista y profesor de Oxford ensayó explicarles a sus compatriotas cuáles serían las características del conflicto colombiano. He aquí su audaz manera de armar nuestro cubo de Rubik. 

POR Malcom Deas

Enero 27 2021
Malcom Deas

Malcom Deas

¿Por qué razón Colombia no aparece con más frecuencia en las noticias? Allí mueren continuamente muchas más personas que en las pedreas y balaceras esporádicas entre israelíes y palestinos. ¿No debería prestársele más atención?

Las respuestas a estas preguntas no son tan sencillas. ¿Acaso se trata de un país remoto sobre el cual no sabemos nada? Ciertamente en Europa o en Estados Unidos pocas personas saben algo sobre Colombia, aunque siempre son pocos los que tienen conocimientos sobre los demás países, dondequiera que estén. Los británicos saben muy poco sobre la política de Bélgica que está al otro lado del Canal, y aún menos sobre Sierra Leona. Incluso los suecos cultos tienen ideas vagas y erróneas sobre Irlanda del Norte. Colombia tampoco está tan lejos: sin importar el tipo de mapa, Colombia está en el hemisferio norte, más bien cerca de Estados Unidos, y hay vuelos frecuentes entre su capital y Miami. El país es grande, fácil de ubicar en el mapa, y tiene una población de más de 40 millones de habitantes, lo que lo hace el tercero más poblado de América Latina después de Brasil y México.

Es de una complejidad apabullante: geográfica, racial, económica, política, militar y diplomática. La mayoría de países, quizás todos, son complejos cuando se observan con cuidado, aun los pacíficos: pensemos en Suiza, que tendría muy buenos argumentos para proclamarse como el país más complejo de Europa. Inclusive los países felices son felices de maneras distintas. Los infelices son más difíciles de comprender, y los editores tienen poco tiempo y cada vez menos dinero y espacio; no tienen paciencia para puestas en escena elaboradas. A la mayoría le desagradan los matices, así que dejan a Colombia de lado, salvo cuando se trata del toque de color ocasional que proporcionan las drogas y las guerrillas.

Nuestro compromiso moral o intelectual con los conflictos en el exterior, como afirma Michael Ignatieff en El honor del guerrero, es “claramente selectivo y parcial”. Colombia no parece ser un país estratégico. Ciertamente no lo ha sido durante la mayor parte de su historia como nación independiente. Un funcionario del servicio exterior británico de finales del siglo XIX escribió un comunicado desdeñoso a raíz de una pequeña demostración de fuerza para ponerle fin a un conflicto menor interminable, en el que decía que cualquier enredo con “la gran república colombiana” sería una pérdida de tiempo y de dinero, absurda hasta el punto del ridículo. Colombia se volvió menos estratégica aún con la pérdida de Panamá en 1904. Hoy en día ni siquiera Panamá es estratégica.

Colombia tampoco es suficientemente “occidental” como para despertar solidaridad. En Inglaterra seguimos (para no usar una palabra tan seria como estudiamos) lo que pasa en los Balcanes, en parte porque Ruritania siempre ha aspirado a pertenecer a Europa. Tiene teatros de ópera, trenes con vagones para dormir que la conectan con centros de la civilización como Viena, Berlín y París, pistolas grabadas con águilas de dos cabezas y maestros de esgrima, y está buscando ser admitida en la Unión Europea. Se da por sentado que su futuro democrático le concierne a Estados Unidos de manera activa y onerosa. Colombia tiene una tradición democrática más fuerte y larga que cualquier estado balcánico, su cultura e instituciones son igual de “occidentales”, aunque hace mucho tiempo se independizó de España, país que nos cuesta trabajo recordar como fuente de cultura occidental a pesar de su grandioso pasado imperial. La República de Colombia discute con la Unión Europea sobre bananos, fruta fácilmente ridiculizable, y está en la línea de aspirantes a formar parte de la zona de libre comercio norteamericana.

El conflicto colombiano no tiene una causa obvia. No hay luchas de liberación nacional, ni movimientos separatistas, ni regiones vinculadas históricamente a otro país. Aunque los países vecinos a veces se muestran recelosos, no participan en el conflicto. Incluso el presidente de Venezuela Hugo Chávez, sobre quien Richard Gott escribió recientemente en la tradición de reportajes de Sidney y Beatrice Webb, no ha hecho más que demostraciones ocasionales de populismo “bolivariano”. (La siguiente frase pertenece al libro In the Shadow of the Liberator. Hugo Chávez and the Transformation of Venezuela: “También invitó a participar en una conferencia sobre países exportadores de petróleo en Caracas a estadistas internacionales del calibre de Saddam Hussein de Irak, Muammar Gadafy de Libia y Mohammad Khatami de Irán...”. ¿El autor nos está exponiendo una parodia o enviando un mensaje cifrado?).

Durante los últimos dos siglos pocos países han permanecido tan alejados de las guerras internacionales como Colombia. Ésa puede ser una de las razones que explica por qué los colombianos pelean entre sí con tanta frecuencia, y ciertamente es una de las explicaciones de la indiferencia del resto del mundo.

Pero ¿por qué pelean tanto los colombianos entre sí? ¿Acaso no se trata de una lucha por la justicia social? ¿No hay allí guerrillas de izquierda, paramilitares de derecha, oligarcas corruptos y egoístas y un ejército al que no le importan los derechos humanos? ¿Estados Unidos no está a punto de embarcarse en una desastrosa intervención que puede resultar contraproducente?

En un debate reciente sobre Colombia en la Cámara de los Lores, uno de los oradores confesó que sólo había permanecido un par de horas de tránsito en el aeropuerto de Bogotá, pero que en cualquier caso para él era absolutamente claro que la raíz de la violencia del país era la injusticia social. Éste es un punto de vista común, y no tiene nada que ver con el aeropuerto, pero debe ser cuestionado y lo está siendo cada vez más.

Identificar y valorar todas las causas que contribuyen a la violencia en Colombia requeriría un libro tan extenso y meticuloso como el muy ilustrativo del fallecido John Whyte, Interpreting Northern Ireland; las comparaciones con esa parte del mundo, en efecto, ayudan a aclarar en algo las complicaciones de Colombia. La pobreza y la desigualdad ciertamente aparecen, pero están muy lejos de proporcionar una explicación suficiente, sin mencionar que la pobreza y la desigualdad se ven afectadas por la lucha actual y se aliviarían con su terminación.

 

Existen muchas sociedades pobres y desiguales que no tienen la historia ni el nivel de conflicto de Colombia. A partir del final de la Guerra Fría la academia les ha prestado mucha más atención a las guerras pequeñas e inmanejables y a sus causas, e incluso menciona de vez en cuando ese lugar del mundo que antes era invisible. Además de los ensayos de El honor del guerrero de Michael Ignatieff, está el libro de Mary Kaldor, New and Old Wars. Organized Violence in a Global Era, y los ensayos editados por Mats Berdal y David Malone bajo el título Greed and Grievance. Economic Agendas in Civil Wars. Este último contiene un artículo de una serie reciente de Paul Collier, actual Director de Investigaciones sobre el Desarrollo del Banco Mundial. Con la prevalencia actual de doctrinas económicas más o menos liberales y la moratoria en la financiación de embalses, parece que las mentes del banco tienen tiempo para divagar.

Collier analiza un gran número de conflictos y guerras civiles en décadas recientes alrededor del mundo, y pone a prueba correlaciones que podrían explicar su persistencia. La pobreza y la desigualdad son insignificantes estadísticamente. Las correlaciones que él identifica son el flujo de exportaciones básicas fácilmente gravables por parte de los rebeldes, una población joven relativamente iletrada y por lo tanto reclutable, un territorio extenso, un patrón de colonizaciones dispersas y una historia de conflicto. Colombia tiene todos estos elementos. El producto básico de exportación son las drogas, aunque no de manera exclusiva; el petróleo, el carbón, el oro y el banano también figuran en los esquemas tributarios de los rebeldes y los paramilitares. Este flujo de recursos hacia los guerrilleros y los paramilitares es más fácil de detectar que de reducir o controlar.

Los colombianos se han dado cuenta de que no es exactamente en las zonas más pobres del país donde florecen las guerrillas y los paramilitares. Las explicaciones locales están familiarizadas con la relación entre bonanza, migración y subversión; en ese diagnóstico hay lugar para la pobreza y la desigualdad —las bonanzas rara vez son igualitarias—, pero un elemento necesario para explotar esa situación para los fines de la lucha armada es la existencia de una organización determinada a hacerlo.

Pero ¿las organizaciones guerrilleras de izquierda que luchan por la justicia social y los paramilitares de derecha que las combaten no son la misma cosa?

Sólo hasta cierto punto. La organización guerrillera más grande, las FARC, tiene sus orígenes en los contendores agrarios de los conflictos predominantemente sectarios entre liberales y conservadores de la década de los cuarenta y los cincuenta, campesinos que se alinearon bajo la pequeña facción moscovita del Partido Comunista colombiano. Las FARC representaban las credenciales revolucionarias menos radicales del partido, tan necesarias en esa época de entusiasmo por la guerrilla que siguió a Castro para derrocar a Batista. Durante los últimos 40 años han crecido hasta tener un pie de fuerza de aproximadamente 20 mil hombres, con una red de amigos, relacionados y proveedores de cuatro o cinco veces ese número. Han multiplicado sistemáticamente el número de frentes, utilizando métodos en los cuales la popularidad y la capacidad de persuasión política no son fundamentales. Sus recursos no provienen del campesinado. La posición de los líderes revolucionarios frente a la popularidad, cuando sienten que deben tener alguna posición al respecto, es que puede esperar hasta después de la revolución.

El segundo grupo guerrillero, el Ejército de Liberación Nacional, ELN, fue en sus orígenes un “foco” conscientemente castrista. Su número de hombres es muy inferior al de las FARC, más o menos cinco mil, y no ha sido exitoso últimamente. Se ha especializado en la destrucción extorsiva de la infraestructura petrolera y eléctrica y en secuestros masivos.

En las numerosas encuestas sobre popularidad llevadas a cabo en Colombia, el lugar que ocupa la guerrilla es inclusive inferior al de los políticos, y está ubicada muy por debajo del ejército, el cual generalmente aparece de segundo después de la Iglesia. (Merecido o inmerecido, nunca he visto esa calificación en ningún otro país). Las encuestas son predominantemente urbanas, pero la población también lo es. Actualmente el apoyo a la guerrilla es del 3% aproximadamente. A la evidencia de las encuestas se le pueden agregar las demostraciones verdaderamente masivas a favor de la paz y contra la violencia convocadas por diferentes organizaciones ciudadanas alrededor del país, sobre las que casi no se informa en el exterior, y frente a las cuales los violentos responden con amenazas contra los organizadores. Por esta razón muchos colombianos se oponen a llamar guerra civil al conflicto interno, pues esta denominación usualmente denota una correlación entre una mayor politización y un nivel superior de participación popular con un bando u otro. Recientemente esto fue tema de un intercambio entre los presidentes Pastrana y Chávez, hasta que este último se retractó del uso del término. En cualquier caso, en muchas guerras civiles la identificación con alguno de los bandos puede desilusionar a los que se comprometen de verdad, y el conflicto colombiano produce dos o tres mil muertes al año directamente atribuibles a él.

El pensamiento político visible de los líderes guerrilleros sigue teniendo un tono fuertemente marxista, aunque pensamiento no hay mucho. Las FARC tienen un programa bastante escueto de diez puntos que muy pocos colombianos se molestan en leer, y sobre el cual hacen bien en abstenerse de llamar la atención: los programas, particularmente en Colombia, inmediatamente atraen críticas, así que hay más para decir dejándolo en un nivel vago. El secretariado de las FARC prefiere presentarse como el brazo que aplicará y garantizará la creación de la nueva Colombia, pero no la define; surgirá de la voluntad del pueblo, expresada bajo la protección de las FARC. Su tropa, conformada principalmente por jóvenes rurales o de pueblos pequeños, sin mucha educación ni perspectivas, es menos campesina que antes, y la mayoría probablemente no tiene mucho interés en un futuro agrícola o en la reforma agraria.

Entonces ¿por qué luchan las FARC? En principio, entre más generales, vagos y utópicos sean los fines que proclama cualquier organización de ese tipo —justicia social, igualdad, una “Irlanda socialista unida”—, deben ser interpretados como un signo de que la organización simplemente va a continuar luchando. Nadie en ninguna parte sabe cómo se negocian la justicia social y la igualdad; primero hay que reducirlas a lo concreto y a lo práctico, y los líderes guerrilleros son generalmente reacios a considerar asuntos prácticos. Conducen a discusiones dentro de organizaciones esencialmente verticales y autoritarias, y la discusión genera división. El insufrible moralismo y la pedantería de los líderes guerrilleros no son simplemente un rasgo común del carácter. Tienen un efecto funcional: para sobrevivir, los líderes siempre tienen que estar en lo correcto. El estilo de negociación de las FARC tiene el mismo encanto de la letra pequeña de una póliza de seguros, pero está ahí con un propósito y hay que leerla.

Haciendo un intento de adivinar, lo mínimo —y hago énfasis en lo mínimo— a lo que las FARC aspiran es a algún tipo de reconocimiento del lugar que han alcanzado en la historia del país después de cuatro décadas de supervivencia y expansión, y a una participación en el poder proporcional al que ejercen actualmente, aunque ni ellos ni nadie sabe cómo medirla, otorgarla o garantizarla adecuadamente. Hasta que eso no se aclare, lo más fácil, para ellos así como para tantos grupos guerrilleros, es más de lo mismo, seguir en la lucha, para mantener la disciplina, la moral y los ingresos.

Más de lo mismo consiste en general en ataques a poblaciones y municipios pequeños, casi siempre protegidos solamente por puestos de policía y donde el gobierno difícilmente puede responder de manera rápida. Estas tomas se han vuelto más destructivas desde que las FARC adoptaron como arma el sistema salvadoreño de hacer explotar un cilindro de gas. Ocasionalmente realizan operaciones más riesgosas y más grandes en las que concentran hasta mil guerrilleros, pero no pueden repetirlas con frecuencia y no siempre resultan exitosas.

También está el eterno problema de la sobrevivencia y la logística. La guerrilla es responsable de manera directa o indirecta de la mayoría de secuestros en Colombia, donde ocurren más de tres mil casos reportados anualmente, el mayor índice en el mundo. Esta sola actividad proporciona un flujo de ingresos enorme, y es la sanción que le garantiza a la guerrilla el pago de los demás tipos de extorsión. Así mismo, constituye un obstáculo a cualquier acuerdo de cese al fuego: es muy difícil para un gobierno acceder a una tregua que contemple la continuación del secuestro, y es difícil que la guerrilla renuncie a una porción tan importante de sus ingresos. Por otra parte, la coca y la amapola y las industrias y el comercio derivados de ellas también requieren atención. Colombia no figuraba en el comercio mundial de las drogas —ni siquiera de la marihuana— a comienzos de los sesenta cuando se crearon las FARC, pero ahora es el principal cultivador de coca, superando a Bolivia y a Perú en la última década, y también es un productor significativo de coca y de heroína. Tienen suficientes cosas para mantenerse ocupados.

Algunos líderes guerrilleros mantienen ambiciones militares importantes y hablan de un pie de fuerza de 30 mil hombres, de niveles de guerra nuevos, de movilidad de la guerra, de posiciones... Ciertamente las FARC continúan reclutando y armándose: hay grandes excedentes de armas en Centroamérica y tienen relaciones comerciales muy fluidas con la mafia rusa para intercambiar drogas por armas.

Naturalmente, para la guerrilla el cese al fuego y las treguas son un esfuerzo mayor que para el ejército regular. Las divisiones se hacen más evidentes y fomentan las suspicacias entre los líderes y en las filas. La paz ofrece perspectivas diferentes para cada tipo de líder: cualquiera que esté demasiado entusiasmado con ella se vuelve notorio y vulnerable. En los últimos años el mayor peligro para las vidas de los guerrilleros reinsertados a la sociedad en Colombia —esfuerzos de paz anteriores han producido un buen número de ellos— han sido los guerrilleros no reinsertados. Todo esto hace que los guerrilleros sean conservadores, dados a la rutina. (En el libro de J. Bowyer Bell, The Dynamics of the Armed Struggle, hay elementos relevantes para la situación colombiana, así como en el de M. L. R. Smith, Fighting for Ireland? The Military Strategy of the Irish Republican Movement). Los líderes del FMLN salvadoreño, que se involucraron en una guerra civil mucho más definida y ágil en términos políticos, siempre consideraron a las FARC un poco torpes.

¿Y los paramilitares de derecha? Se dice que suman por lo menos cinco mil hombres y que se están expandiendo rápidamente en la atmósfera de incertidumbre y frustración que han producido dos años de conversaciones de paz con la guerrilla en las que ha habido muy pocos progresos, a pesar del gran número de concesiones hechas por el gobierno. El gobierno colombiano enfrenta un problema con el que deben estar familiarizados los lectores británicos e irlandeses que siguen su propio proceso de paz con los devotos de la lucha armada más antiguos del mundo: demasiadas concesiones de un lado producen reacciones poco amigas de la paz del otro. En algunos lugares han surgido como reacción a la exasperación con los excesos de la guerrilla; los patrones locales en Colombia son muy variados, y desde lejos nunca es fácil estar seguro de quién le hace qué a quién y por qué. Entre sus partidarios hay personas muy ricas y los paramilitares están aún más interesados que las FARC en las drogas. Dicen que sus métodos se asemejan a los de la guerrilla, pero su especialidad son las masacres de supuestos simpatizantes de la guerrilla, igual que la contraguerrilla conservadora de los años cincuenta. En sus filas hay muchos excombatientes guerrilleros: el trabajo es parecido y la paga probablemente mejor.

La guerrilla insiste en que los paramilitares son una creación del Estado, del ejército. Hace un par de años las FARC, que tienen poco sentido de la ironía, se quejaron de que eran grupos “ilegales”. Desde el comienzo de la actual ronda de conversaciones de paz, las FARC han impuesto como condición la adopción de medidas gubernamentales severas contra los paramilitares, y una reunión sostenida entre el Ministro del Interior y el líder paramilitar Carlos Castaño, acordada por razones “humanitarias” y para liberar a unos políticos convenientemente secuestrados, fue motivo para que las FARC suspendieran las negociaciones a mediados de noviembre del 2000.

¿Y qué pasa con el ejército colombiano? ¿Tiene alguna consideración por los derechos humanos?

Sin duda ha habido colusión entre algunas unidades del ejército y los paramilitares, inevitable bajo estas circunstancias y estimulada por la falta de estrategias claras lideradas por civiles, dos décadas de conversaciones de paz intermitentes y vacilantes y relaciones mediocres entre los civiles y los militares. Parte de la propaganda guerrillera, especialmente para consumo extranjero, es el énfasis en estas conexiones entre el ejército y los paramilitares; son una de las principales razones que esgrimen los opositores a la ayuda militar para Colombia en Estados Unidos, donde la ley Leahy prohíbe dar ayuda a cualquier unidad extranjera con antecedentes cuestionables en el área de los derechos humanos. No obstante, los paramilitares tienen vida propia. Castaño, su líder, concede las mejores entrevistas para la televisión. (Prácticamente todo el mundo concede entrevistas en Colombia, dentro y fuera de la ciudad, dentro y fuera de la cárcel: no hay una señora Thatcher insistiendo en voces sobrepuestas, no hay censura).

Las estadísticas convencionales, producidas por el gobierno y por las ONG, atribuyen las violaciones a los derechos humanos a los paramilitares, la guerrilla y las fuerzas armadas y la policía, en ese orden; estas últimas son las menos culpables.

Colombia nunca ha sido una sociedad militarista. El alarde que se hace de que en 170 años de existencia independiente ha tenido menos de una década de gobierno militar es cierto. La doctrina del ejército defiende la Constitución; el desacuerdo de los soldados con las negociaciones de paz se expresa a menudo con críticas al Presidente por no respetar la Constitución y las leyes (Colombia siempre es legalista, pero con frecuencia anárquica). Las resistencias del ejército frente a las políticas del gobierno tienen más probabilidades de expresarse a través de lentitud en el ritmo de trabajo o con amenazas de renuncia, que con una conspiración, y mucho menos un golpe. Los oficiales no simpatizan con los comunistas, lo cual no es del todo sorprendente. La carrera militar ofrece más servicio que grandeza, y la habilidad de algunos soldados, incluyendo al actual comandante general de las Fuerzas Armadas, Fernando Tapias, para conservar sus cabezas y mantener un tono moderado en circunstancias extraordinariamente difíciles es admirable. Lo mismo puede decirse de la policía, el blanco más fácil de los asesinatos y la corrupción, el “blanco escogido” de la guerrilla.

Ni el ejército ni la policía son suficientemente fuertes o eficientes para los problemas que enfrentan. Colombia, un país tradicionalmente gobernado sin mucha firmeza, no puede superar las dificultades actuales sin un Estado más fuerte. No hay alternativas de la “sociedad civil” o no gubernamentales, y no es concebible un acuerdo entre los partidos que compense esa carencia. Para que sea posible una “sociedad civil”—la expresión está tan gastada en Colombia que queda poco de su significado— influyente y efectiva, se necesita un Estado fuerte; históricamente el gobierno, por definición, nunca ha sido el producto de las ONG. Un Estado más fuerte requiere numerosos componentes además de fuerzas del orden más poderosas, como por ejemplo una justicia ordinaria efectiva, pero las fuerzas del orden siguen siendo esenciales. Es posible que por sí solas no garanticen un mayor respeto por los derechos humanos, pero sin ellas no se puede hacer más que silbar. Finalmente, quienes contrarrestan a los paramilitares son los militares; es la fuerza.

Esto nos conduce a uno de los dilemas de la política americana: ¿Estados Unidos debe apoyar al gobierno colombiano con ayuda militar? ¿Con helicópteros? ¿Asesores? ¿Fumigaciones? ¿Guerra biológica contra la coca? ¿Vietnam?

Criticar la política de Estados Unidos frente a Latinoamérica es tan europeo como la tartetatin. La reacción europea generalizada frente al Plan Colombia, que es en lo que se ha convertido la idea inicial del presidente Andrés Pastrana de adoptar un “Plan Marshall” para sacar a su país de las dificultades actuales, es respaldar la inclusión de una suma modesta para ayuda humanitaria —no hay riesgo de que nuestra valiente Eurofuerza intervenga en Colombia rápidamente— y a la vez expresar diferentes grados de escepticismo y desaprobación frente a la parte militar, que representa más o menos mil millones de los 1.300 que Estados Unidos comprometió. (Hasta ahora, a Dios lo que es de Dios y a César lo que es del César, el mejor amigo de Colombia en Europa ha sido la señora Thatcher, quien le proporcionó ayuda efectiva al presidente Virgilio Barco en la época de la confrontación con Pablo Escobar, y quien tal vez ha sido la única entre los primeros ministros británicos que lee los informes provenientes de Bogotá).

El Plan también tiene muchos críticos en Estados Unidos. En un artículo publicado el 5 de octubre de 2000 en el New York Review of Books por Mark Danner, “Clinton and Colombia: The Privilege of Folly”, se resumen sus argumentos: las exageraciones, los absurdos y los fracasos de la guerra contra las drogas; la falta de franqueza que recuerda las políticas frente a Vietnam y Centroamérica —el Congreso no aprobaría jamás, afirma Danner, una ayuda para el gobierno colombiano exclusivamente destinada a combatir a la guerrilla—; las falencias de los esfuerzos de Estados Unidos contra las drogas dentro de su país... Una vez más, Colombia es descrita como el mayor receptor de ayuda militar norteamericana en el mundo, después de Israel y Egipto.

Este último argumento es débil por sí solo. No son muchos los receptores de ayuda militar norteamericana, y lo que se le está ofreciendo a Colombia no es gran cosa en términos militares. Su costo, para los lectores británicos, es más o menos el mismo que el de la necedad del Domo del Milenio, que no es una gran suma en la perspectiva de las necedades militares, si es que de eso se trata. La ayuda a ese nivel está muy lejos de proporcionar siquiera la ilusión de una solución militar para los problemas colombianos. Los helicópteros militares son muy costosos; un Blackhawk —y sólo les prometieron 15— cuesta entre 12 y 20 millones de dólares aproximadamente, dependiendo de los extras. Las FARC ya derribaron uno.

¿Qué deben hacer entonces? Para los colombianos la prueba del interés son las alternativas propuestas por los críticos, después de que éstos han expuesto los complejos compromisos interagenciales y entre el ejecutivo y el Congreso, que usualmente forman parte de la política exterior norteamericana, y que son demasiado visibles en el Plan Colombia.

Mark Danner enuncia sus “elementos para una política más sensata”: “fortalecer las instituciones del gobierno colombiano con el apoyo de la ayuda internacional; estimular la economía legítima de Colombia fomentando la inversión extranjera y reduciendo las barreras que mantienen sus productos por fuera de los mercados de Estados Unidos; implementar una campaña diplomática seria y sostenida (como los esfuerzos norteamericanos en Oriente Medio y en Irlanda) para propiciar una solución negociada a la guerra civil colombiana; y aumentar de manera significativa la inversión dentro de Estados Unidos para reducir el consumo ilegal de drogas...”.

Esto se parece más a una actitud que a una política. Las instituciones que hay que fortalecer, según Mark Danner, aparentemente no incluyen las fuerzas armadas: es mejor olvidarse del todo del Oriente Medio, pero el argumento no reconoce las décadas de esfuerzos por parte del ejército y la policía que están detrás de la precaria paz de Ulster. La sensatez pasa por encima del grado en que la inversión y la economía en general dependen de un nivel tolerable de orden público y no del “estímulo” o del “fomento”; la falta de acceso a los mercados norteamericanos no es un problema crítico para Colombia; la naturaleza de la campaña diplomática “seria y sostenida” que repetiría los éxitos de Irlanda del Norte y de Oriente Medio queda en el más absoluto misterio. Desde el punto de vista colombiano no es tan solipsista como los elegantes debates ingleses sobre la legalización del cannabis, pero no satisface los requisitos.

Colombia sí necesita ayuda militar. ¿Por qué un gobierno democrático acosado por las dificultades no puede recibir apoyo de Estados Unidos? La pregunta puede parecer poco sofisticada, pero la sofisticación no siempre es la mejor respuesta; Disraeli decía que generalmente prefería “medidas ordinarias en vez de extraordinarias... Si la casa está envuelta en llamas hay que traer la manguera de la parroquia”. Quizás lo que se necesita no sea exactamente el esquema de ayuda militar del Plan Colombia, pero no es ni posible ni deseable que el gobierno constitucional de Colombia elegido democráticamente se quede quieto y no haga nada respecto a la guerrilla y los paramilitares o la coca y la amapola. Sus enemigos no están cruzados de brazos y existen razones obvias, simples y tradicionales para que las FARC denuncien la ayuda militar al gobierno o las fumigaciones como una intervención imperialista que amenaza la paz; las FARC no son espectadores neutrales y no tienen ninguna intención de darse por vencidas a cambio de programas locales de desarrollo alternativo o de ayuda humanitaria.

Colombia también tiene un fundamento moral para esperar ayuda extranjera de Europa y no sólo de Estados Unidos, pues Europa también es un alegre consumidor de drogas. Aunque los colombianos lo repiten con demasiada frecuencia, es cierto que su país ha sufrido más que ningún otro las consecuencias del narcotráfico. Es el principal factor responsable del altísimo índice de homicidios del país, de la corrupción, y los dudosos beneficios económicos que pudo haber producido —el tráfico de drogas siempre ha producido efectos económicos negativos— se están erosionando.

¿Será que entonces, siguiendo la frase de Edwin Luttwak, “hay que darle una oportunidad a la guerra”? Esto no implica una solución militar total; puede significar mantenerse firme —lo cual es por sí solo muy difícil para un ejército en esas circunstancias— y aumentar la presión sobre la guerrilla para incrementar las probabilidades de que adopte un punto de vista más realista sobre sus perspectivas y acepte un acuerdo.

Existen numerosos riesgos. Una estrategia concebida exclusivamente con el fin inmediato de atacar la fuente de las drogas en el Putumayo y el sureste del país corre el riesgo de acercar a la población de esa zona —la mayoría conformada por inmigrantes que no son campesinos productores de coca por tradición— a los brazos de las FARC. El ejército aún carece de la infraestructura y de la capacidad para controlar el área, y un plan de esa naturaleza estaría expuesto a la acusación de estar más dominado por los intereses de Estados Unidos que por los de Colombia. La mayoría de los colombianos no es antiamericana: Bill Clinton fue recibido en Cartagena con la misma calidez que en Belfast y obtuvo una popularidad del 79% en la encuesta que inevitablemente le siguió a la visita, aunque las actitudes pueden cambiar. La necesidad política de Estados Unidos de presentar la ayuda como dirigida contra el tráfico de drogas y no contra la guerrilla, destinada a la creación de tres batallones especiales evaluados por su respeto a los derechos humanos en cumplimiento de la ley Leahy, corre el riesgo de crear dos clases de ejército y de distorsionar los esfuerzos militares colombianos: la ayuda americana no es gratuita; exige fondos de contrapartida y mucha atención por parte del gobierno, ambos recursos escasos en el país.

Los esfuerzos locales tampoco han sido suficientes. Como escribió Alfredo Rangel, el principal comentarista civil de asuntos militares, los colombianos no han reconocido aún la dimensión de los problemas que enfrentan ni el costo de las soluciones, y ninguna ayuda internacional va a ser la solución sin ese reconocimiento y sin una estrategia nacional consistente. La ayuda puede causar tanto adicción como debilitamiento.

Y está el tema de los derechos humanos. Paradójicamente, lo mejor puede estar en la combinación entre dar ayuda militar norteamericana y oponerse a ella. La “comunidad de derechos humanos” de Washington es poderosa; la presión del gobierno de Estados Unidos para desmantelar las unidades responsables de violación a los derechos humanos y juzgar, o por lo menos dar de baja, a los oficiales y soldados involucrados ha tenido sus efectos, aun bajo la administración de Samper cuando la política norteamericana era escéptica frente a la “narcoguerrilla” e ignoraba las necesidades del ejército. El gobierno de Pastrana ha purgado más de 400 oficiales y militares de otros rangos. Pero esa política por sí sola no va a mejorar las cosas en conjunto, y al contrario, podría empeorarlas; probablemente varios de esos 400 se van a unir a los paramilitares. El gobierno tendrá que tomar acciones adicionales contra ellos.


Quizás percibiendo un ligero cambio de aire o un enfriamiento ocasional en el ambiente, Castaño ha empezado a exigir reconocimiento, participación en las negociaciones, el mismo trato que el gobierno le da a la guerrilla. Las FARC suspendieron las negociaciones cuando un ministro sostuvo conversaciones con él; era una consecuencia predecible para los que leen la letra pequeña. Los grandes titulares de su comunicado de suspensión denunciaban la debilidad de Pastrana, a la oligarquía (“todo lo que no es guerrilla”, como definió un negociador del gobierno el concepto que tiene la guerrilla del término), a los partidos políticos tradicionales, al imperialismo americano, al Pentágono, la jerarquía católica, los latifundistas, el Congreso, el Fiscal, el Procurador, el Defensor del Pueblo, las altas cortes, el neoliberalismo, el Fondo Monetario Internacional, las fuerzas armadas, las organizaciones productivas, los medios de comunicación... La confianza no puede ser más frágil sobre este terreno.

Pero las FARC no quieren ponerle fin a la generosa y útil zona de despeje. Todo va a tomar mucho tiempo.
 

 

ACERCA DEL AUTOR


Malcom Deas

Fundador del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Oxford.