Contra los hipsters o cómo vivir sin ironía

Algunas veces la ironía es señal de fino humor y aguda inteligencia; otras –las más frecuentes en esta época– es solo una forma de evadir el compromiso, las ideas originales y el riesgo de la individualidad. Así viven los hipsters, una tribu urbana autocomplaciente a la que exámenes críticos como este le importan más bien poco. 

POR Christy Wampole

Enero 27 2021

Ilustración de Lorena Correa

 

Si la ironía es el ethos de nuestra era –y lo es–, entonces el hipster es nuestro arquetipo de vida irónica.

Los hipsters rondan en todas las calles urbanas, en todas las ciudades universitarias, y se declaran nostálgicos de una época que no es la suya. Estos arlequines urbanos contemporáneos se apropian de modas pasadas de moda (el bigote, los pantalones cortísimos), de sus aparatos (bicicletas con cambios manuales, tocadiscos portátiles), de sus aficiones (cerveza fabricada en casa, tocar el trombón). Cultivan la torpeza social y la excesiva conciencia de sí mismos. Antes de tomar cualquier decisión recorren todas las etapas del autoescrutinio. El hipster es un académico especializado en el comportamiento social, un estudioso de lo cool. Investiga incesantemente en busca de aquello que las masas han pasado por alto. Es una cita ambulante: su ropa hace alusión a muchas otras cosas además de sí mismo. Pretende negociar el eterno tema de la individualidad con objetos materiales en vez de conceptos.

Es blanco fácil de la burla. Sin embargo, al ridiculizar a los hipsters se les aplica una versión diluida de su propio malestar. No son más que un síntoma de la vida vivida irónicamente, y su manifestación más extrema. Para muchos norteamericanos nacidos en las décadas de 1980 y 1990 –miembros de la generación y, milenaristas–, en particular blancos de clase media, la ironía es el modo principal de hacer frente a la vida cotidiana. Basta pasar un rato en un espacio público, real o virtual, para darse cuenta de cuán extendido se encuentra este fenómeno. La publicidad, la política, la moda, la televisión: prácticamente no hay una categoría de la realidad contemporánea que no exhiba esta voluntad para la ironía.

 


Tomemos por ejemplo un mensaje publicitario que se define a sí mismo como un mensaje publicitario, se burla de su propio formato e intenta atraer a su público para reírse de él y con él. No tiene que provocar efecto alguno porque ha admitido preventivamente su propio fracaso. No tiene sentido enfrentarlo porque se ha encargado de aplastarse a sí mismo. El marco irónico funciona como un escudo contra la crítica. Lo mismo sucede con la vida vivida irónicamente. La ironía es el modo más eficaz de autodefensa porque le permite a una persona eludir la responsabilidad de sus decisiones, estéticas o de cualquier otra índole. Vivir irónicamente significa esconderse en público, ser flagrantemente indirecto, acogerse al subterfugio (palabra cuya etimología es “huida secreta”). En algún momento la franqueza se nos volvió insoportable.

¿Cómo llegamos a este punto? En parte por la convicción de que esta generación no tiene mucho qué ofrecer culturalmente, de que ya todo está hecho, de que un compromiso serio con cualquier tipo de convicción será aplastado por una convicción opuesta que hará que la primera parezca risible, en el mejor de los casos, y despreciable, en el peor. Esta vida a la defensiva funciona como una rendición preventiva y como una reacción, no como una acción.

La vida en la era de la red ha contribuido al florecimiento de una cierta sensibilidad irónica, y el medio se presta para la diseminación de su ethos. Nuestra incapacidad para lidiar con lo que tenemos a mano es evidente en nuestra utilización de la tecnología digital y nuestra creciente dependencia de ella. Damos prioridad a lo remoto sobre lo inmediato, a lo virtual sobre lo real, y en lo público y en lo privado nos dejamos llevar por pequeños aparatos que nos transportan a otra parte.

Los ciclos de nostalgia se han vuelto tan cortos que tratamos de inyectarle sentimentalismo al momento presente, al recurrir por ejemplo a ciertos filtros que dan a las fotografías un aire antiguo. La nostalgia exige el paso del tiempo. No es posible acelerar el florecimiento de recuerdos significativos.

Hemos adquirido nuevas habilidades (la sabiduría tecnológica, la capacidad de desempeñar varias tareas al mismo tiempo) en desmedro de las que poseíamos: el arte de conversar, el arte de ver a la gente, el arte de ser visto, el arte de estar presente. La sutileza, la elegancia, la gracia y la atención eran cualidades deseables en el pasado pero ya no gobiernan nuestra conducta. La introversión y el narcisismo mandan ahora.

Nací en 1977, en la estela de la generación X, y llegué a la mayoría de edad en la década de 1990, una década aprisionada entre dos derrumbamientos arquitectónicos –el del Muro de Berlín en 1989 y el de las Torres Gemelas en 2001–; una década que ahora parece relativamente libre de ironía. El movimiento grunge era serio en su postura y en su estética, y exhibía una actitud combativa contra la autoridad que el movimiento punk también adoptó. En mi recuerdo –quizás excesivamente tinturado de nostalgia–, el feminismo alcanzó en esa época cumbres insospechadas, las cuestiones ecologistas adquirieron importancia en todo el mundo, y el tema del racismo se discutió más abiertamente: todos estos movimientos estaban cargados de la misma energía y la misma euforia que caracterizan a las generaciones centenaristas o milenaristas.

Llegó el cambio de milenio, el famoso Y2K, y pasó sin eventos catastróficos. En los noventa teníamos esperanzas, pero la esperanza es una emoción demasiado vulnerable, y necesitábamos mecanismos de defensa –todas las generaciones los tienen–. El mecanismo de defensa de la generación x era la apatía diligente. Nos desentendíamos activamente. Nuestro arquetipo era el holgazán incomprendido, solo en su habitación, que vagaba por la vida con pantalones de algodón a cuadros. Y cuando nos aburríamos de que nada nos importara, nos sentíamos vagamente rabiosos y melancólicos, y consumíamos antidepresivos como si fueran confites. Desde esta perspectiva, el giro irónico era cómodo, fácil de obedecer sin esfuerzo alguno. La vida vivida irónicamente es un tema del primer mundo. Cuando no hay problemas financieros y se tiene acceso a una educación relativamente buena, la ironía funciona como una tarjeta de crédito que nunca hay que pagar. En otras palabras, el hipster puede invertir frívolamente en falso capital social sin que jamás deba pagar un centavo de sinceridad. No es dueño de nada de lo que posee.

Es evidente que los hipsters de cualquier sexo me producen una notoria irritación, que hasta hace poco no podía entender. Hasta que me di cuenta de que lo que me molesta en ellos es que, pese a la distancia desde la cual los observo, son una versión amplificada de mí misma.

Yo también tengo tendencia a la ironía. Por ejemplo, no me resulta fácil dar regalos sinceros. Con frecuencia doy objetos que en el pasado solo habrían sido admisibles en un intercambio de amigos secretos en la oficina: una pintura kitsch comprada en una tienda de dos por uno, una taza de café con imágenes chillonas de Texas, figuritas de plástico de luchadores mexicanos; divertidos durante un rato, pero poco valiosos en el largo plazo. Hay algo demasiado íntimo, demasiado trascendental en la responsabilidad de escoger un regalo personal, significativo. No resisto la idea de que a un amigo no le guste un regalo que escogí afectuosamente. El simple acto de constatar mi comportamiento autodefensivo me ha obligado a pensar en la toxicidad potencial de la actitud irónica.

Para empezar, indica una aversión profunda al riesgo. Vivir irónicamente, en función del temor y de la vergüenza preventiva, revela insensibilidad, resignación y derrota. Si la vida se ha convertido en una acumulación de objetos kitsch, en una serie de chistes sarcásticos y referencias pop, en una competencia para ver a quién le importa menos (o en la puesta en escena de dicha competencia), quizás vamos en la dirección equivocada. ¿Podría ser esta la causa de nuestro malestar existencial y de nuestro vacío? ¿O un síntoma?

A lo largo de la historia la ironía ha sido útil, por ejemplo, para evacuar retóricamente las tensiones sociales de las que no se habla. Pero el modo irónico contemporáneo es más profundo. Ha pasado de ser puramente retórico a convertirse en la vida misma. Este ethos retórico puede llevarnos a la vacuidad y a la insulsez de la psique individual y colectiva. Históricamente, los vacíos tienden a llenarse con algo –casi siempre con algo peligroso–. Los fundamentalistas no son ironistas; los dictadores nunca son ironistas; los jugadores en el campo de lo político nunca son ironistas, al margen de la convicción preferida.

¿En dónde hay más ejemplos de una vida sin ironía? ¿Cómo reconocerlos? No hay ironía entre los niños muy pequeños, ni entre la gente mayor, ni entre los que tienen profundas convicciones religiosas, ni entre los que padecen discapacidades físicas o mentales graves, o los que han sufrido, o los que provienen de lugares donde las dificultades políticas o las carencias económicas hacen que la seriedad sea el estado mental predominante. Mi amigo Robert Pogue Harrison lo explicó así en una conversación reciente: “Allí donde lo real se impone, la niebla de la ironía tiende a disiparse”.

Si uno observa a un niño de cuatro años en su cotidianidad se dará cuenta de que su comportamiento no tiene una gota de ironía. No se ha protegido con el velo de la ironía. Le gusta lo que le gusta y lo declara sin disimulo. No es particularmente consciente del escrutinio de los demás. No se esconde tras los modos indirectos del lenguaje.

En la naturaleza encontramos los modelos más puros de una vida no irónica: los animales y las plantas carecen de ironía, que aparece solo donde habitan los seres humanos.

¿Cómo sobreponerse a la tentación cultural de la ironía? Alejarse de lo irónico implica decir lo que pensamos, decir lo que queremos decir, y creer que es posible expresarse con seriedad y franqueza, a pesar de los riesgos inherentes. Implica el cultivo de la seriedad, de la modestia, de la humildad, implica degradar lo frívolo y lo kitsch en nuestra escala colectiva de valores. Podría también implicar un inventario personal honesto.

Comencemos así: mira el sitio en donde vives. ¿Te rodeas de objetos que realmente te gustan o de objetos que te gustan porque son absurdos? ¿Te has oído hablar? ¿Te comunicas sobre todo mediante chistes privados y referencias pop? ¿Qué porcentaje de las palabras que pronuncias son significativas? ¿Qué tanto recurres al lenguaje hiperbólico? ¿Finges indiferencia? Fíjate en tu vestimenta. ¿Podría decirse que parte de tu guardarropa está compuesto de disfraces que apuntan a un arquetipo específico (la secretaria, el vagabundo, el tipo de moda, tú mismo cuando eras niño)? En otras palabras, ¿tus prendas de vestir hacen referencia a otra cosa o solo a sí mismas? ¿Haces esfuerzos por verte raro o fea? ¿Por parecer un nerd? En otras palabras, ¿tu estilo es un antiestilo? Y lo más importante: ¿qué te parecería empezar un cambio silencioso, sin despliegue público, desde adentro?

En las últimas décadas se ha intentado en varias ocasiones desterrar la ironía. Las tendencias artísticas hacia una Nueva Sinceridad que han surgido desde los ochenta respondían al cinismo posmoderno, al desapego, a las metarreferencias. (Se asocia la Nueva Sinceridad con la obra de David Foster Wallace, las películas de Wes Anderson y la música de Cat Power.) Pero esta nueva era de Profunda Ironía demuestra que las tendencias fracasaron.

¿Qué pensarán las generaciones futuras de este sarcasmo rampante, del cultivo descarado de la tontería? ¿Será suficiente dejarles un archivo con videoclips en los que se ve a la gente hacer idioteces? ¿Se puede hablar de un legado irónico?

Vivir irónicamente es una forma de responder provisionalmente al problema de la demasiada comodidad, de la demasiada historia, de las demasiadas opciones, pero estoy firmemente convencida de que esta manera de vivir no es viable, y esconde muchos riesgos políticos y sociales. Que un segmento tan grande de la población pierda su voz como ciudadanos a través de la negación significa drenar las reservas culturales de la comunidad. Es posible que la gente decida seguir escondida tras el parapeto de la ironía, pero esta decisión equivale a rendirse en manos de entidades comerciales y políticas más que ansiosas de ejercer la paternidad sobre una ciudadanía que optó por infantilizarse. Así que en lugar de ridiculizar al hipster –afición favorita de los hipsters– es hora de averiguar si también estamos cubiertos por las cenizas de la ironía. Sacudírselas no exige demasiado esfuerzo.

ACERCA DEL AUTOR


Christy Wampole

Es profesora en Princeton University. Es especialista en literatura francesa e italiana del siglo veinte.