Un concierto con Elgar

¿Cuál es la peor compañía para ir a un concierto? La angustiosa experiencia de asistir a una presentación de la Sinfonía fantástica junto al compositor Edward Elgar parece insuperable.

POR Compton Mackenzie

Enero 27 2021

Edward Ekgar, en una foto circa 1900 • © Cortesía del Wyevalley Festival

 

Hace unos diez años, un sábado por la tarde en el antiguo club Savile del número 107 de Piccadilly, compartí una mesa del comedor con el compositor Edward Elgar. Durante todo el almuerzo me aseguró de manera muy enfática que ya no tenía el menor interés en la música. Después de almorzar fuimos al salón de billar, donde me habló de su placer recién descubierto: el microscopio. Fue entonces cuando el escritor Walter James Turner, quien estaba sentado al otro extremo del largo sofá, se levantó para retirarse del club y mencionó de paso que iba al Queen’s Hall a escuchar una interpretación de la Sinfonía fantástica. Tal vez esa tarde fue el comienzo de la devoción de Turner por la música de Berlioz, que culminó con la escritura de su excelente estudio sobre la obra del compositor.

Tan pronto como la puerta del salón se cerró detrás del escritor, Elgar se volteó con vehemencia hacia mí:

–¿A dónde dijo que iba?

Le conté, y de inmediato me preguntó si ya había oído la Sinfonía fantástica.

–No –le dije.

–Tiene que oírla. Claro que una buena porción de la obra no tiene mucha importancia, pero “La marcha al cadalso” es una de las cosas más tremendas que se han hecho en la música. Vea, dígale al portero que telefonee al Queen’s Hall y reserve un par de asientos para mí. Yo lo invito.

Salimos del club antes de las tres, tomamos un taxi a la sala de conciertos, y mientras Elgar esperaba en el vestíbulo yo fui a la taquilla a reclamar las entradas.

–¿Creo que tiene usted dos asientos para sir Edward Elgar?

–Veinticuatro chelines –dijo el dependiente.

–¡Pero son para sir Edward Elgar! –insistí.

Me miró con una cara inexpresiva y repitió el precio. No quise contarle a Elgar que su nombre era desconocido entre los empleados de la taquilla, así que terminé pagando por los dos boletos. Me impactó la torpeza del dependiente porque, recuerdo bien, el vestíbulo estaba lleno de carteles que anunciaban un próximo concierto en el cual Edward Elgar iba a dirigir la orquesta interpretando sus composiciones.

Nuestros asientos estaban en la cuarta fila del lado derecho de esa gran sala circular. No puedo recordar quién era el director aquella tarde, pero el concierto se abría con el poema sinfónico Don Juan, de Strauss. Elgar parecía estar aburrido. Sin embargo, en cuanto se inició la Sinfonía fantástica, se incorporó y se puso alerta. Cuando la sinfonía llegó a su cuarto movimiento, “La marcha al caldaso”, Elgar sudaba y musitaba: “Oh, Dios mío, Dios mío”. Y alzó tanto la voz que, un par de veces, unas señoritas que estaban sentadas adelante se voltearon con cara de enojo y nos chistaron.

–Vea, Mackenzie –me dijo cuando la orquesta empezó la marcha–, ahora le voy a marcar el ritmo en su rodilla.

De hecho, marcó el ritmo en mi rodilla, en mis costillas, en el brazo de la silla, sudando cada vez más y secándose la frente con un pañuelo gigantesco. Luego empezó a preocuparse por la manera como estaban tocando los platillos.

–¡Así no! –exclamó imitando con las palmas al percusionista–. ¡Así, zoquete!, –y pasó su brazo izquierdo por encima del derecho para marcar el ritmo, como él quería que sonara, en uno de mis muslos.

Para ese momento, todos los que estaban en las sillas de adelante se volteaban a mirarnos, y la gente de nuestra propia fila nos mandaba a callar.

Al final de la marcha hay un silencio repentino y vuelve a surgir la melodía principal, tocada solo por el clarinete, antes de ser interrumpida por un golpe que representa la caída de la cuchilla de una guillotina. El clarinetista miró hacia donde estábamos y al parecer reconoció a Elgar, porque la expresión de su rostro mientras interpretaba aquel solo se convirtió en la de un hombre que iba a ser ejecutado de verdad. Entonces los acordes distanciados marcaron el final del movimiento. Elgar, que no paraba de secarse la frente, se levantó.

–¿No se va a quedar a escuchar el concierto de Rachmaninov? –le pregunté.

–No, no, no. Ya le he dicho que hoy día la música no me interesa en absoluto.

Y así salió caminando por el pasillo, seguido por las miradas indignadas de las señoritas, en tanto que la orquesta iniciaba el último movimiento, “Sueño de una noche de aquelarre”.

 

© The Gramophone 1935

ACERCA DEL AUTOR


Compton Mackenzie

En 1923 fundó, en compañía de su cuñado Christopher Stone, la revista de música 'The Gramaphone'.