Cómo beber como un caballero

Lo que hay que hacer y lo que no, según un aprendizaje de treinta años

En 1935, dos años después de que la Ley Seca llegara a su fin en Estados Unidos, un agudo ensayista publicó esta sobria guía para recuperar el hábito del buen beber.

 

POR Henry Louis Mencken

Enero 27 2021
Cómo beber como un caballero

H. L. Mencken, en una caricatura de los años treinta • © The Granger Collection | Topfoto

 

Si a los teólogos morales que hoy ejercen entre nosotros los moviera algo parecido al celo apostólico, estarían dedicados en estos tiempos apocalípticos más que todo a enseñarles a beber a sus catecúmenos. Pues pocas cosas resultan más evidentes que la dolorosa necesidad de algún aprendizaje de ese tipo en nuestra gran república. Beber con gusto y habilidad es un arte tan poco natural como el del amor; o se aprende mediante un oneroso proceso de ensayo y error, o ha de ser enseñado. Sobra decir que la segunda opción es preferible, si bien no hay hasta ahora el menor signo de que los guías de ciegos adscritos a la tarea estén listos a asumirla.

El hecho en sí no es sorprendente, por supuesto, por cuanto la ciencia moral siempre se rezaga un poco, muy en particular en Estados Unidos. A nuestros supuestos moralistas les tomó al menos veinte años descubrir que los jóvenes requerían de alguna instrucción a la hora de descifrar los enigmas del sexo, e incluso hoy se hallan lejos del mejor pensamiento contemporáneo en la materia. Quizá gran parte de su atraso en el tema de la bebida, como en el del sexo, se deba a que los jóvenes saben muy poco de ambos. No abundan los clérigos que podrían considerarse, con alguna plausibilidad, bebedores informados y adeptos. La mayoría de ellos, o la cuasi mayoría, son abstemios. Entre los demás, conozco apenas media docena que distinga un burdeos de un borgoña sin tener que fijarse en la forma de la botella, y apenas dos o tres (todos extranjeros) saben por qué una cerveza tipo Pilsen es mejor que otra hecha al vapor; pero son excepciones. El clérigo promedio, aunque muchos envidien la aparente facilidad de su vida, vive con parsimonia, y no es frecuente que tenga acceso a licores o vinos de primera calidad. De modo que pedirles que iluminen a los jóvenes al respecto quizá sea demasiado.

Los maestros de escuela están en una posición todavía peor. Son, como clase, personas en extremo estúpidas, y es raro que averigüen algo antes de que los demás hayamos empezado a olvidarlo. Más aún, su naturaleza timorata los hace obedecer al primer gruñido. Durante los trece años de la Prohibición, el Movimiento por la Templanza se les fue encima con tal virulencia que tres cuartas partes de ellos se volvieron abstemios confesos, e incluso hoy tiemblan al pensar que los fanáticos vayan a reconquistar el país y los vuelven a señalar. Lo anterior deja el peso de la enseñanza en manos de la única agencia de instrucción moral restante, es decir, de la prensa; y, como uno de sus humildes carboneros, me apresuro a arrimar el hombro a lo que me corresponde. Mis credenciales, supongo, deberían quedar claras. He sido un estudiante de las bebidas alcohólicas por más de treinta años y he adelantado mis pesquisas a lo largo y ancho del área comprendida entre San Francisco al oeste, Estambul al este, Oslo al norte y Caracas al sur. He leído todos los libros de texto pertinentes y he realizado visitas personales a caracterizados santuarios de las artes de la bebida, como son Rüdesheim, Bernkastel, Nierstein, Burdeos, Beaune, Budapest, Málaga, Madeira, Curazao, Pontarlier, Cognac, Pilsen, Múnich, Kulmbach y Wurzburgo.

No he ido a estos lugares en plan de voluptuosidad ociosa: siempre me reuní allí con los baquianos locales, tome miles de notas y realicé exámenes de carácter científico, a veces corriendo riesgos considerables. En 1910, mientras hacía una investigación del Lacryma Christi, estuve a punto de ser sepultado por una erupción del Vesubio; en 1912 sufrí envenenamiento con arsénico estudiando el bíter inglés; y en 1922 me dio reumatismo en las catacumbas de la Bürgerbräuhaus en Pilsen. No conseguí toda esa información para guardármela. Al contrario, la he usado, libremente y para beneficio de la humanidad, en mis escritos. Durante los trece años de la Prohibición, redacté y publiqué no menos de 2.500.000 palabras, con y sin rima, denunciando este atentado contra nuestras libertades, y hube de resistir el vigoroso contraataque de sus partidarios. Algunos de ellos rezaban por mí en público de forma sugerente, pero la mayoría me maldijo y fui comparado aquí y allá con Leon Czolgosz, Lenin, Robert Ingersoll, Darwin y el káiser Guillermo II. En Arkansas se cree, hasta el día de hoy, que estoy en la nómina de Wall Street y de los bolcheviques al mismo tiempo, y en no menos de seis estados, incluida mi nativa Maryland, han propuesto abiertamente que sea quemado en la estaca. Tales son mis medallas y mis diplomas: lo que tengo para recomendar puede formularse casi con la misma brevedad. Dos principios sencillos sirven de base a todo el tema y pueden decantarse en dos reglas. La primera es que, cuando uno puede escoger, es siempre preferible el trago más suave; no solo menos dañino, sino preferible. La segunda es que ningún bebedor de veras lúcido toma cuando tiene trabajo que hacer. Hay más tela que cortar, claro, pero estas reglas son suficientes para el principiante, e incluso el virtuoso nunca ha de perderlas de vista.

La segunda es la más importante. De hecho, me parece asombroso que persista el error de considerar el alcohol un estimulante. Si los maestros de escuela tuvieran realmente la confianza de sus pupilos, este disparate no hubiera hecho carrera, pues durante años han estado enseñando que el alcohol no es un estimulante, sino un depresor: se trata, me atrevo a decirlo, de una de las pocas nociones indudablemente ciertas que enseñan. Sin embargo, multitud de gentes, engañadas en la escuela de otro modo, creen en el disparate citado y beben cuando esto solo puede hacerles daño, dejando de hacerlo cuando puede serles provechoso. Los efectos físicos y mentales del alcohol –sea la dosis grande o pequeña– son muy sencillos. Físicamente hace más lentos todos los procesos del cuerpo, exceptuando tal vez la digestión, y produce un leve y agradable mareo. Mentalmente funciona casi igual; esto es, eleva el umbral de la sensación, para usar el lenguaje de los psicólogos. El mundo exterior se aparta un poco y sus retos se vuelven menos apremiantes. El bebedor no está ya tan preocupado por lo que pasa en su entorno, de modo que su reacción es más amigable y tolerante. En simultánea, lo que pasa en su cabeza ya no lo perturba tanto y como consecuencia lo embarga una sensación de contento y bienestar.

No sorprende, pues, que nada de lo anterior lo prepare a uno para ejecutar un trabajo duro, sea físico o mental. Cuando alguien tiene trabajo que hacer, sus músculos y nervios han de estar alerta, y la mente ha de estar brincando de aquí para allá como una gacela, atrapando con avidez cada idea. Una sola cerveza bastará para incomodar y embrollar el proceso. El alcohol produce un aura, pero esa aura no es fruto de la energía sino de la indolencia. El bebedor se siente mejor pero es menos eficiente, y los prohibicionistas tienen razón cuando exhiben pruebas de que no podrá sumar con la misma precisión de una persona sobria, ni clavar la misma cantidad de puntillas en una hora, ni llevar a cabo en forma comparable cualquier otro tipo de trabajo. El bar del futuro será forjado por la ignorancia de los bebedores del presente y por la inteligencia de los bármanes del presente. Confieso que la mayor parte de la sabiduría que aquí mismo estoy poniendo por escrito proviene de Jack Fitzgerald, presidente y principal profesor del Bartenders School.

Antes de la prohibición, los bebedores sabían de licor. Ahora incluso el más sabio de nosotros irá a ciegas a menos que reconozca la botella que le presentaron la otra noche en casa de unos amigos. Por ende, el bar debe exhibir las botellas para que los clientes las reconozcan. En los viejos bares el arte tenía un sitio, digamos, para unas cuantas Venus bonachonas; ahora ese lugar en la pared lo ocupan botellas de imitación. Claro que es posible mantener los frescos y ubicar varias filas de botellas a espaldas del barman. En ambos casos las repisas han de ser de vidrio y con espejos de fondo. Así, lo que el bebedor muchas veces reconoce es el reverso de la botella. El bar ideal tendrá suficiente vidrio en el mostrador para que uno pueda ver lo que hace el barman. A un buen barman le gusta que lo miren mientras mezcla el trago. Se trata de una faena elegante.

“Estación” es el término técnico del lugar en que se mezclan los tragos. Son indispensables allí un pequeño sumidero, un escurreplatos, un recipiente para hielo triturado, compartimientos para el vermut, la ginebra, etc., y bandejas para las rodajas de naranja y de limón, las aceitunas, las cerezas y las limas. En los viejos tiempos la disposición era individual o aleatoria; hoy se ha estandarizado a la manera de las teclas de una máquina de escribir, y el barman sabe dónde encuentra todo. Las botellas han de ocupar su lugar adecuado, de modo que él pueda alcanzarlas en forma automática.

¿Se da usted cuenta de que su afición irreflexiva por los batidos de helado durante la Prohibición está ahora debilitando los músculos lumbares y hasta afectando los riñones del barman del presente? El despiadado o mal informado diseñador de bares de hoy los está moldeando según las fuentes de soda, y los congeladores, los receptáculos para botellas vacías y cualquier otra cosa que se le ocurra se colocan entre el bar y el barman, lo cual lo obliga a doblarse por la cintura. ¡Esta crueldad debe parar!

El bar ideal tendría que permitirle al barman mezclar de pie los tragos sin verse obligado a hacer ningún movimiento antinatural hacia adelante. Los recipientes para botellas vacías tendrían que ir bajo el mostrador. Encima irían las estaciones que mencionábamos. Las hieleras tendrían que estar a una altura conveniente en la parte de atrás del bar. Los bares son lugares para emociones espontáneas y generosas. Un gran número de antiguos bármanes, después de trabajar unos cuantos años por un salario modesto, pudieron reciclarse como dueños de sus propios negocios. Su capital, se presume, fue acumulándose involuntariamente a partir del pago por tragos que sirvieron y que, dada la camaradería del momento, se les olvidó contabilizar. El viejo propietario, a falta de la exaltación que produce estar en contacto directo con los clientes, se puso celoso de su barman y, con una mezquindad que marcó la época, instaló la caja registradora. El efecto de esta desalmada máquina sobre nuestro carácter nacional no se ha investigado todavía lo suficiente.

Debemos destacar aquí, sin embargo, la influencia que ejercerá sobre la colocación del barril de cerveza en el bar ideal del futuro. Dado que se servirá más cerveza que otra cosa, y como todos los tragos deben ser contabilizados, el espíritu científico insiste en que ha de instalarse una caja registradora por cada barril de cerveza. Aclaro que al decir “barril de cerveza” hablo simbólicamente, ya que habrá estaciones completas, con los grifos asomados sobre el mostrador, para servir las diferentes marcas disponibles en los barriles del sótano.

¿Quién quiere trabajar todo el tiempo? Solo gente muy tonta. La persona más racional sabe que hay algo todavía más importante en la vida, que se llama vivir. Esta persona está dispuesta a trabajar duro en el horario de trabajo, pero después quiere relajarse, estar a sus anchas y ser feliz. El propósito del trabajo, según lo ve esta persona, es dar a los seres humanos la oportunidad de desfogarse y de ser recompensados. Pues bien, es aquí donde entra a figurar el alcohol. En sus formas más ligeras y sabrosas, digamos el vino, pasados los siglos sigue sin tener competencia como fuente de alegría. Encuentra uno elocuentes elogios al respecto tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, y también en la literatura profana de los grandes autores. Los últimos años han visto grandes avances en farmacología, pero aún no se descubre ningún sustituto para el alcohol etílico disuelto en soluciones acuosas apropiadamente saborizadas y añejadas.

El momento de aprovechar su influjo es cuando el trabajo del día ha terminado. Que no es buena medicina en las mañanas lo demuestra el que nadie, a esas horas, busca nunca sus formas más suaves y benignas: el apetito entonces, si existe, pide dosis rápidas y fuertes. Tampoco tiene sus mejores efectos a mediodía, salvo que se trate de un día festivo en el que no haya ninguna obligación para la tarde. En cambio todos los días va de perlas con la llegada del atardecer y en las horas que siguen. Una buena cena es doblemente buena si se acompaña a la vieja usanza de la gente civilizada, y un buen sueño es doblemente bueno y refrescante si quien duerme desenreda primero sus nervios y aquieta el cerebro con unos tragos de algo apropiado.

¿Pero qué es algo apropiado? ¿Qué debe uno beber específicamente? Vuelvo a mi regla número uno. El mejor trago, cuando se puede escoger, es el más suave. El vino es preferible a un trago mezclado, un trago mezclado a un coctel y un coctel es mejor que un trago de alto contenido alcohólico en estado puro. Claro que a veces el sistema pide soluciones raudas y potentes. Quien acaba de salvarse de un naufragio, o es declarado inocente de un asesinato, no se contentará con una cerveza; querrá media botella de whisky y la querrá para bebérsela rápido. No obstante, semejantes urgencias incendiarias no son muy comunes en la vida normal.

La situación típica es mucho menos tormentosa. El día se acerca a su fin y ha llegado el momento de alimentar el cuerpo y relajar la mente. Hay compañeros agradables a mano y todo el mundo quiere estar a sus anchas y ser feliz. Cada uno ha guerreado desde por la mañana con tareas arduas y pesadas y ha padecido fastidios, y cada uno está ávido de soltar amarras, recoger la vela mayor y dejarse llevar por el suave vaivén de la tarde. ¿Se requiere acaso un golpe de alcohol al cincuenta por ciento para lograr este efecto benigno? ¿Se requieren cocteles llenos de ginebra, ron, whisky, brandy, y vaya uno a saber qué más, mezclados con otros licores, jugos de fruta y gotas amargas para camuflar su vergüenza desnuda? La respuesta por lo general es “no”, y en un mundo perfecto sería siempre “no”, pero siendo la vida lo que es, de tarde en tarde la respuesta puede ser un tibio “sí”.

Es preciso considerar dos variables: la compañía que se ha reunido y el prospecto de la cena. Si la compañía se conforma en su totalidad o en gran parte de patanes para quienes el único significado de beber es marearse, y si la cena que se avecina (como es probable en tales casos) promete ser incomible y estar mal servida, sin que haya ninguna bebida decente sobre la mesa para acompañarla, entonces pida un coctel de todas maneras, después otro y después todos los que caigan en sus manos. Porque lo que usted necesita en semejante situación no es algo que lo emancipe suave y bellamente de sus preocupaciones, sino algo que lo tire al piso. En otras palabras, lo que usted necesita no es un aperitivo sino un anestésico. El cloroformo sería ideal o una patada de mula, pero a falta de ambos tendrá que bastarle con un coctel.

Si usted, por el contrario, está con gente civilizada y encantadora, y ve venir una buena cena con vinos adecuados sobre la mesa, entonces hasta el mejor coctel estará tan fuera de lugar como un alarido en un matrimonio. El aperitivo para situaciones señoriales como estas ha de ser más suave y delicado: un vaso de jerez o de madeira, hasta uno de vermut sin ginebra. Y digo bien, un vaso, aunque dos no harán daño y, si ha llegado con más cuerda de la cuenta y necesita una dosis doble de medicina, puede extenderse hasta tres o cuatro. Pero beber licor fuerte antes del vino es un acto tan bárbaro como ir a la iglesia en vestido de baño o con los guantes de boxeo puestos. Usted simplemente estará insultando la velada y cometiendo suicidio papilar. Todo esto tendría que ser enseñado a los jóvenes por los líderes morales de la nación, pero queda dicho que no cumplen con su deber. Y cuando el asunto es abordado por los consejeros advenedizos que publican libros de cocteles, de cómo-volverse-enólogo-en-dos-lecciones y demás basura para incautos, se suele mezclar con tal cantidad de dislates tan pretenciosos como obvios que el neófito se siente repelido. Prácticamente todos estos libros enseñan doctrinas falsas; por ejemplo, que es blasfemia ante Baco tomar vino blanco con carne roja o vino rojo con pescado. Hay alguna verdad allí, pero poca. El vino blanco es por lo general demasiado suave y delicado para apoyar el fuerte sabor de un filete, pero por ahí derecho también lo es para acompañar muchos pescados. En cuanto al vino tinto, tiene que ser sin duda muy potente para empatar con un T-bone o incluso con una chuleta de cordero: la bebida que realmente va bien con estas viandas heroicas es la cerveza, y si es robusta, mejor. Un francés no lo dudará a la hora de beber vino blanco con carne vacuna. Preferirá, sin duda, el tinto, pero si solo tiene blanco a mano lo beberá con gusto, dando gracias a Dios. El vino tinto se usa en ese país para preparar uno de los mejores platos de mar, la bouillabaise, que se acompaña con más de lo mismo. Nuestros supuestos expertos locales están simplemente intoxicados con la exuberancia de su propio virtuosismo. Predican una perfección que repugna a la naturaleza.

Vivimos en Estados Unidos y debemos contentarnos con lo que nos ha sido dado. Si usted logra atrapar una buena botella de tinto de Borgoña, y el cocinero aporta un pollo al horno para la cena, no dude en aprovechar ese vino para diluir y adornar el ave. Nada malo le pasará, de no ser porque se levantará de la mesa más sabio y más feliz. En cambio, la próxima vez que vea una botella de whisky sobre una mesa servida, agárrela por el cuello y descárguela sobre la cabeza de su anfitrión. He dejado los derivados de la malta para el final, pues mi aprecio por los mismos se confunde con la veneración y me temo que, si me dejo llevar, me desharía en ditirambos y hasta terminaría llorando. Creo con total seriedad que el país sería inmensamente más feliz si este consumo se doblara, pero los políticos lo cargan de impuestos crueles, y en consecuencia no hay forma barata de tomarse un vaso de buena cerveza, sin hablar de dos. Hay niños en nuestros grandes centros industriales que crecen y nunca han visto a sus padres dejar de ser esclavos cargados de espaldas para convertirse en hombres libres de caminar animado, todo por cuenta de la magia casera encerrada en una lata que se compra en la tienda de la esquina. De cualquier modo, hay buena cerveza disponible para todos los que tengan algo de dinero en el bolsillo, y varias de las marcas americanas son de primera.

La cerveza es para el final del día. Comienza a ponerse buena a medida que el sol se oculta, y su virtud sigue creciendo hasta que a Cenicienta le suena la hora de partir. Es la bebida perfecta para la parte pulpa de la noche, cuando no sería sensato comer las viandas que van bien con el vino. Armoniza perfectamente con todas las agradables comidas ligeras: sándwiches, queso y pan, galletas y demás. Incluso casa con las ensaladas, las cuales riñen con el vino. Sacia la sed, apacigua el bulbo raquídeo, calienta el estómago y ventila la imaginación. Se ha compuesto más música de primera a la vera de una cerveza que del resto de las bebidas conocidas por el hombre juntas. El riesgo de sobredosis es muy bajo, pues la cerveza se transforma en sangre, huesos, pelo e ideas casi con la misma velocidad con que uno la ingiere. ¿Hay de veras gente a la que le disgusta? Parece que sí. No hace mucho invité a un prohibicionista a cenar y lo induje a tomarse un cuerno de cerveza, mientras le aseguraba que no le haría daño y contemplaba la esperanza de que se curara de su manía. Confesó luego que los efectos le habían parecido sorprendentemente agradables e inocuos. No perdió el uso de sus presuntas facultades y tampoco experimentó ningún impulso de patear la mesa o de partirle el cráneo al mesero. Pero algo tenía que objetar, de modo que se quejó del sabor. “Es”, dijo, “demasiado amarga. Me gustaría más si fuera dulce”. ¡Cata eso, Hedda, la Pilsner demasiado amarga! El personaje, cuando llegue al cielo, va a objetar el hecho de que los ángeles tengan alas.

 

ACERCA DEL AUTOR


Henry Louis Mencken

El 'Sabio de Baltimore', conocido por su humor mordaz, fue quizás el crítico literario más influyente de su época.