Cógele el golpe

Bailarines legendarios de salsa en Bogotá

En esta crónica, que recorre tres generaciones, los pasos regados por cuatro feroces rumberos a lo largo de las pistas salseras bogotanas derriban con ritmo y sabor el viejo estereotipo según el cual nadie sabe bailar en la capital.

POR Ángel Unfried

Enero 27 2021
Cógele el golpe

Jesús María Solarte, Chucho "Bonbonbum", en 2012 • ©Margarita Mejía | IDPC

 

Chucho “Bonbonbum”

Descalzo, el niño arañaba con las plantas de los pies el piso de barro. Por cada paso de baile, su abuela le daba una moneda de cincuenta centavos con la cara de Rojas Pinilla acuñada en metal oscuro. Era la década de los cincuenta y Jesús María Solarte apenas pasaba de los cinco años. Negro, flaco y con el ombligo pelao, soltaba pasos que le salían tan naturales como nadar en las aguas del río Cauca a la altura de Quinamayor, el pueblo de pescadores donde creció, a dos horas de su natal Cali.

Al igual que varios de los más grandes bailarines de salsa, Chucho no puede precisar cuándo “aprendió” a bailar esta música. El momento en que su cuerpo comenzó a traducir esos sonidos en movimientos según él responde a una suma de sabor natural de la raza negra, instinto puro y los ojos atentos de un niño que en sus visitas a Cali se colaba en las casetas para ver bailar al Chato, al Veinte Millas y a Jimmy Bugalú.

Pronto, Quinamayor le quedó pequeño y se mudó a Cali. Allí haría parte del Ballet Nacional de la Salsa, junto a bailarines mucho mayores. Estuvo en el ballet por casi tres años, durante los cuales comenzó a visitar la capital cada vez con más frecuencia.

Yo viajé a Bogotá por primera vez en el año sesenta y pucho. No te voy a decir la fecha porque me cogés trucutú con la edad. Iba y venía mucho. Una vez volví a Cali y encontré a la gente más arrugada. Entonces pensé: ¿pero cuál es la clave…? Y lógico, la carne en la nevera se conserva; en cambio si uno la saca al calor se pudre. Yo no me quería envejecer rápido, entonces venía a la nevera, aunque el frío no es pa’ negros, ¿me entendés?

Cuatro décadas en la capital no han atenuado su marcado acento valluno y negro. Expresiones como “trucutú”, “vive y vacila” y el espanglish boricua, muy de moda en el medio salsero en los años setenta, se acumulan con su voz áspera en parrafadas emotivas de recuerdos de la vieja guardia. Ya no lleva el afro esponjado con el que en su juventud recorría las pistas de baile bogotanas; ahora su escaso pelo está cubierto por lo que él llama “blancas azucenas”. Una barriga dura le ha ganado espacio al cuerpo flaco que puede verse en sus fotos de rumba, y los pies rapidísimos al bailar, que le merecieron el apodo de “el rey del picao”, ya no tienen la misma feroz velocidad y ahora le obligan a cojear a causa de un tobillo malo.

A finales de los sesenta, cuando Chucho empezó a visitar Bogotá, la palabra “salsa” aún no existía, pero la mezcla de ritmos afrocaribeños que acabarían siendo abarcados bajo ese nombre ya se bailaba en los barrios caleños y comenzaba a entrar con fuerza en Bogotá, principalmente a través de la diáspora valluna. 

Cada vez que Chucho visitaba Bogotá se iba metiendo más en sus noches. Los viajes de ida y vuelta se hicieron menos frecuentes, hasta que un comercial de televisión, en el que aparecía bailando con un dulce en la boca, lo hizo aún más famoso entre los rumberos y cambió su apodo por el de Chucho “Bonbonbum”. Entonces Cali le quedó tan pequeña como años atrás le había quedado Quinamayor. Se retiró del Ballet de la Salsa y llegó a Bogotá para quedarse con las Estrellas Latinas del Ritmo, un grupo de baile integrado por Fanny, Zamira, Nilsa, el Negro Viáfara, Salsita y Chucho.

Mi época de esplendor, mi epopeya, es bogotana. En esa época Bogotá era una ciudad muy sana, muy sabrosa, uno podía salir toda la noche y no pasaba nada. Con los Latinos del Ritmo hacíamos presentaciones y nos quedábamos de rumba en los sitios. En una noche íbamos a tres o cuatro discotecas. No había horarios, la noche era una vagabundería y así era los siete días de la semana. Había mucha vida en toda la ciudad, también en el sur, pero el rumbero bueno, el que quería realmente darse a conocer, tenía que venir al centro y subir a Chapinero. Si no se veía por el Palladium, El Scondite, Escalinata o La Montaña del Oso, entonces no era rumbero, no era nadie. 

Las jornadas de baile se emprendían en grupo. Los rumberos armaban galladas según el barrio en el que vivían, según el trabajo que hacían o la ciudad desde la que habían llegado a buscarse la vida en la nevera. En el caso de Chucho y su combo los unía la nostalgia por el sabor valluno de la comida y del baile. Niche, Patillas, Pedro Puentes, Carecorzo, Condorito, Carlos Prado y Chucho, todos caleños, se encontraban a comer arroz con guacarí en un local valluno de la calle 53. Cuando llegaba la noche salían de ahí y se encendían a bailar por todo Chapinero.

En el sur estaban Gilberto, Zamira y su combo. En el occidente, Carlos Espinosa y los rumberos de La Estrada. En Usaquén, Dirimo y la gallada del norte. En el combo del Bravo Páez, cerca al Cementerio del Sur, se reunían el Cucho, doña Martha, Lionel, Nilsa, el Zurdo, el Negro Viáfara y Tito, varios de los mejores del momento. También estaba el combo de Juan Garzón y sus amigos, que trabajaban como marroquineros; un grupo de rumberos de Santa Marta, a quienes apodaban “los galeones”, y hasta una gallada en la que bailaban un par de hermanos que de día trabajaban adivinando la suerte.

Para esa época, por ahí corticos los setenta –recuerda Chucho–, en las galladas nadie se conocía por el nombre, todos teníamos apodos: Cupido, Mamboloco, la Tortuga, el Satánico Doctor No, Bollo Grueso... Ahora que lo pienso, todos ellos eran gente blanca pero muy rumbera. En ese tiempo creo que en Bogotá éramos poquitos los negros bailando: un muchacho al que le decían Salsita, el Conde, el Negro Viáfara y yo, que era el mejor de los cuatro. Es que yo tengo un estilo impresionante. 

Chucho se levanta de la silla, pasa a mi lado cojeando y busca un espacio despejado en la sala. No hay música. Rompe el silencio con una palmada seca y la tela de su pantalón comienza a dibujar curvas mientras reemplaza un pie por otro y gira en punta con ambos. Los hombros, los cinco dedos de cada mano y los músculos faciales también se estremecen al ritmo de lo que está sonando en su cabeza. Son solo un par de segundos. Deja un paso incompleto, cierra con otra palmada y simula una expresión de escaso esfuerzo mientras vuelve, cojeando, a sentarse.

–A mí me tocó la mejor época de la rumba en Bogotá. Bailé con Amparo Arrebato, la caleña grandota a la que Ricardo Ray y Bobby Cruz le dedicaron un número. Me presenté con la Fania, con Daniel Santos, con Rolando Laserie, con Bienvenido Granda. Gané el concurso de baile Travolta y el de la kermés. Yo bailé con los mejores y en la mejor época de la rumba. Si vos no me conocés a mí, no podés decir que sos vieja guardia.

–¿Y quiénes eran los mejores bailarines de esa época? –pregunto.

–No, bailarines no. Dejá que te explique: una cosa es ser bailarín, otra ser bailador, otra showman y otra ser un artista. Yo soy un artista. El artista tiene un nombre y hace que ese nombre sea diferente a los demás. Yo no bailo igual a nadie. He respetado a muchos rumberos y he aprendido con ellos, pero tengo mi estilo único. De Cali he admirado a Watusi, y de Bogotá a Mamboloco, a Marino, a Charly, a Payaso, a Orlando Vargas, a Timbalín, al Gran Pikín y a Rubén Toledo. Pero incluso comparado con el de ellos, mi estilo es muy bravo. Es que el negro en el baile marca diferencias, es muy pícaro pero siempre con elegancia.

–¿Y cómo te parecen los bailarines de las nuevas generaciones?

–Yo conocí a Rubén Toledo cuando era un muchachito flacuchento y me impresionó. Pero él ya no es ningún pelao –se toca la cabeza simulando una calva–. De los nuevos hay un par, pero no recuerdo a ninguno.

–¿Qué opinas de Nicolás Carreño?

–No sé cuál es ese. Pero, como te digo, de los jóvenes casi ninguno entiende los géneros, todo lo bailan igualito.

–Rubén Toledo opina que Nicolás es uno de los mejores de esta generación, y de los que más han aprendido el estilo de la vieja guardia.

–Bueno, tendré que conocerlo.

Chucho cruza las piernas con un gesto de escepticismo. El pantalón gris se pliega y revela unas medias negras. También lleva zapatos negros y una camisa verde de tela fresca bajo una chaqueta ligera. Su atuendo parece un acertado acuerdo entre el calor caleño y el frío bogotano, entre el ritmo salsero y la velocidad de la capital.

Después de sufrir durante los primeros meses la torpeza de vestirse con ropas desacostumbradas para el frío, comenzó a usar lo que la rumba salsera bogotana dictaba en los setenta: pantalón bota campana de cinco prenses, correa delgada de cuero y camisa de lino con cuello almidonado, apretada en los antebrazos y bombacha en los hombros para acentuar los movimientos de los miembros superiores. Usaba “la mota”, un afro que lo hacía visible aunque la pista estuviera llena. La mayoría de rumberos llevaban patillas pobladas y los que no tenían, según Chucho, se las pintaban. También usaban zapatos con tacón de madera a los que llamaban “el segundo piso”. Nadie que se considerara rumbero de verdad iba a bailar con tenis. Después llegó el tacón cubano, grueso atrás y terminado en punta adelante, el diseño más cómodo para bailar.

La cercanía entre la estética salsera y la de los narcos de Miami y Nueva York también llegaría a las pistas bogotanas. La moda impuesta por los mágicos en los setenta y principios de los ochenta incluía camisas neoyorquinas de seda, pantalones de texturas brillantes y zapatos italianos que volvían locos a los bailadores, pero que solo los narcos podían pagar. Las imitaciones locales, a la medida, las hacía un zapatero amante de la salsa que tenía un pequeño local en el Restrepo. 

Quien me enseñó a vestir fue Luis Cardona, el famoso Mamboloco. En la época de los Latinos del Ritmo nos subíamos al escenario con camisas verde biche, pantalones rosados y zapatos blancos, una cosa horrible. Mambo me cambió la forma de vestir y marcó mi vida.

 

Mamboloco junto a José Lebrón en Nueva York • © Archivo personal de Marino Carvajal

 

Luis Cardona Montes, “Mamboloco”

Chucho había conocido a Mamboloco en una caseta de Cali, meses antes de mudarse definitivamente a Bogotá. Desde el primer momento lo que más llamó su atención fue la elegancia de ese tipo que vestía chaqueta de cuero y zapatos italianos en medio del calor caleño. Por su parte, después de ver a Chucho bailando, Mamboloco –pequeño, narizón, flacucho, pálido y vestido como una suerte de Al Pacino tropical– lo llamó a su mesa. Se presentaron. Los nombres “Luis” y “Jesús” no significaron mayor cosa, hasta que Mamboloco se levantó de la mesa y salió a acabar con la pista.

Alternaban canciones. Nunca bailaban al tiempo. Se miraban de reojo con el respetuoso celo de dos estrellas que no comparten la pista para no opacarse mutuamente. Comenzaban los setenta y ambos tenían poco más de veinte años.

Mambo era chiquitito, pero su porte, su postura, lo hacían ver gigante cuando saltaba a la pista –recuerda Chucho–. Tenía un estilo muy particular, daba pasitos cortos y finísimos, como un gatito. Se rebuscaba pasos por aquí y por allá, y bailaba siempre cagado de la risa. Era un placer verlo, algo inolvidable, único, no se parecía a nada que yo hubiera visto antes, ni en Cali ni en Bogotá ni en ningún lado.

Luis Cardona Montes nació en Bogotá en 1946. Hijo de un abogado y una modista del barrio Sevilla, era el mayor de tres hermanos. Desde pequeño fue alegre, amiguero y tenía una seria dificultad para quedarse quieto. A los seis años se voló de la casa huyendo de un regaño por faltar a clases, y sus pasos –aún previos al baile– lo llevaron hasta Cali, donde su mamá lo encontraría un par de años más tarde. Había recorrido fincas del Valle trabajando en lo que le ofrecieran, se había hecho querer y llamar por todos “el Rolito”. Tenía ocho años cuando volvió a su casa y solo soportaba quedarse encerrado en esa sala, frente a los espejos que rodeaban la máquina de coser de su mamá, practicando pasos de baile que copiaba de las películas de Fred Astaire.

Así son los primeros recuerdos que de él conserva su hermana Teresa, antes de que bailara en El Club del Clan, un programa de talentos presentado por Alfonso Lizarazo a comienzos de los sesenta. 

Lizarazo fue el que lo vio y dijo: “Mira cómo baila ese mamboloquito” –recuerda Teresa–. Luis tomó el nombre desde ese momento. Era un muchacho todavía, tendría como quince años. 

Sus apariciones en televisión y una poderosa fuerza de atracción lo mantuvieron desde muy joven rodeado de amigos y seguidores. A finales de los sesenta, decidió reunir cada sábado en su casa a ese grupo de rumberos, en fiestas que se extendían hasta las diez de la mañana. Encuentros como estos no solo ocurrían en esa casa de la carrera 12 con calle segunda sur. En los años previos a la apertura de las discotecas Mozambique y Palladium, era común que las barras de jóvenes del Quiroga, del Samper Mendoza y Kennedy se citaran en casas de amigos para azotar baldosa hasta amanecer.

Con la apertura de las grandes discotecas de Chapinero, la rumba empezó a trasladarse hacia el norte. Luis Cardona ganaría fama en las matinés del Palladium y el nombre de Mamboloco se convertiría en leyenda. Esa fue la época en que se acercó a los miembros de la Orquesta Aragón. Muchas cartas y postales enviadas desde distintas ciudades del mundo dan cuenta de una estrecha amistad que duró años y llegó a tal punto que Rafael Lay, director de la orquesta, se refirió a él como “su hijo colombiano”.

A mediados de los setenta, Mamboloco era famoso no solo entre rumberos sino en todo el medio de la salsa. Se había convertido en el mejor bailarín de la ciudad y se había hecho un nombre como coleccionista al abrir la caseta La Matancera junto a Miguel Granados Arjona, “el viejo Mike”. Pasaba los días dedicado al comercio y en las noches recorría pistas de baile. En una de ellas coincidió con otro bailarín, coleccionista y melómano; una especie de espejo suyo veinte años menor. La noche que lo vio en Escalinata aún era prácticamente un niño, y solo cuando salía a la pista a bailar resultaba comprensible que lo hubieran dejado entrar al lugar. Era flaco y veloz. Se llamaba Rubén Toledo y se convertiría en uno de los más entrañables amigos y compañeros de rumba de Luis Cardona. 

Para mí, Mamboloco es el mejor bailarín que ha existido en Bogotá –afirma Toledo–. Su estilo mezclaba la elegancia del swing y el tap con la fuerza del baile latino. Era como estar ante Fred Astaire bailando un mambo o una pachanga. Tenía un vigor en la pista que lo convirtió en el más grande. Además, con la facilidad de apropiarse de cualquier personaje e imitarlo, podía perfectamente pasar del estilo de Astaire al de Watusi.

Rubén Toledo fue uno de los pocos rumberos que llegó a trabar auténtica amistad con Mamboloco. Los otros habían sido Ignacio Montoya, “Resortes”, y Guillermo Duque, “Cupido”. Los demás, como Chucho, pasaron muchas noches junto a él pero no alcanzaron a verlo más allá de la versión rumbera: conquistador, elegante, pequeño pero siempre seduciendo mujeres más grandes, hábil con las palabras y los negocios, impecablemente vestido. 

Mambo se formó como bailarín con la Orquesta Aragón –afirma Rubén Toledo–. Se la pasaba junto a Tomasito, el percusionista, con quien aprendió la chaonda, un estilo inventado por la Aragón que se bailaba arrastrando los pies como si fueran gelatina. Incluso dicen que fueron los de la Aragón quienes lo bautizaron al verlo bailar el tema “Mamboloco”, de Luisito Valdés... En verdad no hay muchos detalles. Él hablaba poco de su pasado. Era un hombre lastimado, muy triste. Bailando era como se desahogaba. Siempre se le veía acompañado, pero en el fondo era un tipo muy solo. En sus últimos ya no era el mismo, la vida lo había golpeado tanto que eso se reflejaba en su forma de moverse en la pista. Además, estaba agobiado por las deudas, y yo creo que por eso fue que hizo lo que hizo. 

Luis Cardona visitaba Nueva York desde mediados de los setenta para surtir de música su caseta. El baile le había permitido hacer muchos contactos y a través de ellos encontraba discos excepcionales. Según Miguel Ángel Duque, un amigo coleccionista para quien trabajó como dj una temporada, estas rarezas musicales lo acercaron a gente del bajo mundo, pues algunos de sus acetatos eran tan costosos que solo los mágicos podían pagarlos.

En uno de esos viajes, ya entrados los años noventa, Mamboloco se embarcó cargado. Además de la lista de discos que le habían pedido, los zapatos escogidos cuidadosamente y la ropa prolijamente doblada, su equipaje incluía droga. Las versiones sobre cómo lo agarraron son contradictorias. Miguel Ángel Duque cree que fue delatado por los mismos traficantes que lo habían enviado y, según él, pasó meses en prisión, en medio de torturas, para que revelara quiénes eran:

Un día llamé a su hermana Teresa y me enteré de que Mambo estaba preso en Estados Unidos; entonces contacté a una amiga que trabajaba en la dea. Ella confirmó que él estaba en Nueva York. Mi amiga fue a visitarlo y me contó que lo encontró muy mal. Parece que le habían puesto choques eléctricos para que dijera quiénes lo habían mandado, estaba muy débil. Cuando lo deportaron, ya no había nada que hacer.

Teresa Cardona no da crédito a ninguna duda sobre la inocencia de su hermano. Según ella, Mamboloco estuvo preso durante más de dos años por error. Al regresar a Colombia, con un permiso especial, aún se le veía sonriente y de buen ánimo. Pero apenas dos meses después de haber vuelto a casa, los malos tratos en la prisión y las largas caminatas que había soportado en el frío invernal de Nueva York comenzaron a minarlo hasta su muerte el 8 de agosto de 1994.

La versión de Rubén Toledo sobre los años finales de Mamboloco es distinta en los detalles, pero comparte el trasfondo de lo que cuenta Miguel Ángel Duque y otros rumberos amigos: 

Antes de viajar a Estados Unidos, él me dijo que se iba cargado. Yo no sé si él ya había viajado con droga, nunca me había dicho nada. Cuando llegó a Nueva York, pasó los controles de aduana sin problema. Al salir del aeropuerto un amigo lo esperaba en un carro. Estaban eufóricos porque no los habían agarrado y, en vez de bajarse de todo eso, se fueron a celebrar. Parece que se accidentaron en el carro, nada grave, pero de todos modos llegó la ambulancia. Durante el chequeo se dieron cuenta de que Mambo iba cargado y salió de la clínica directo para la cárcel. Hay quienes dicen que cuando se accidentó, una cápsula se le abrió en el estómago, y que el efecto de esa droga pura fue lo que lo mató. Estuvo preso unos meses, pero muy mal. De la cárcel lo mandaron a Colombia para que muriera en su país. Cuando regresó, su familia fue muy reservada con la situación. Pasaron casi dos años desde la última vez que lo vi hasta el día en que murió. Fue a finales de los noventa, él tendría como cincuenta y pico, aunque es muy difícil saber porque Mambo, siempre con su carita de yo no fui, era un comeaños... Luis Cardona y yo fuimos los mejores amigos, aunque me llevaba casi veinte años. Algunos coinciden en que el único que copió el estilo de Mamboloco fui yo. Édgar Estrada me dice siempre: “Usted no quiere enseñarle a bailar a nadie y se va a llevar los secretos de Mambo a la tumba”. Y yo creo que de pronto sea así.

Rubén Toledo hace una pausa larga y desvía la mirada hacia la puerta entreabierta. La luz que entra por la ventana ilumina las paredes tapiadas de discos de salsa y llega hasta el centro de la sala. Ya tiene casi cincuenta años, pero aún hay cierta picardía infantil en su mirada. Quizá, si no le faltaran los mechones de pelo arrancados por el tiempo, también él podría ser un comeaños.

Su esposa Martha, sentada a su lado, lee su tristeza y estrecha su mano. Él vuelve a suspirar profundamente.

–¿Tienes más preguntas?

–No, mejor hablemos de ti... 

 

Rubén Toledo y Martha Vanegas, en Rumbaland, 1982 • © Archivo personal de Rubén Toledo

 

Rubén Toledo y Martha Vanegas

Rubén Toledo comenzó su carrera como bailarín desde los siete años. Su padre, militar retirado, melómano y radiotécnico, había montado un equipo de sonido potente con el que hacía rumbas hasta de cuatro días. En la sala de esa casa del barrio San José los parlantes soltaban a todo timbal canciones de Tito Rodríguez, La Sonora Matancera y las orquestas de Machito y Noro Morales. Rubén bailaba en su cuarto, a escondidas de la disciplina militar de su padre y de las miradas críticas de sus tíos, expertos bailarines de mambo.

Un día, cuando tenía siete años, mi mamá me vio bailar y quedó impresionada. Nos reunió en la sala y le dijo a mi papá: “Le tengo una sorpresa”. Yo estaba temeroso de salir. Pusieron una descarga de Noro Morales, “Vitamina”, y cuando mi papá me vio bailar no lo creía. Ese día no me pidió ni tablas de multiplicar ni nada, y me dio una paleta.

Lo traía en la sangre: la herencia bailadora de sus tíos y la melómana de su padre. Pero no solo eso, también tenía fija en la mente la imagen de un hombre que había visto en televisión: se movía como si no tuviera huesos, agitaba unas piernas que parecían de caucho bajo el pantalón bota campana. Era el Watusi de Cali, según Rubén el mejor bailarín del mundo en ese momento.

A principios de los setenta, cuando Rubén Toledo apenas superaba los diez años, sus padres lo llevaban a hacer presentaciones y a participar en competencias. En ese tiempo fue a La Jirafa Roja, a Escalinata y a El Scondite. Eran lugares que otros bailarines de su generación no conocían, porque estaban muy jóvenes para que los dejaran entrar, pero fue allí donde rumberos mayores como Chucho Bonbonbum  y Mamboloco lo vieron crecer. Con los más jóvenes compartía otros espacios.

En distintos barrios organizaban las matinés o cocacolas bailables. Se llamaban así porque íbamos puros jóvenes y, como no podíamos beber, tomábamos Coca-Cola. Primero fueron las del Palladium, copiando las agualulos caleñas. Yo tenía apenas doce años y era un bailarín experto. A mí me llevaban por los premios: daban una botella de aguardiente y un pollo asado a los ganadores; los mayores se quedaban con el trago y me daban la comida. Yo no quiero sonar pedante, pero no recuerdo que haya perdido un solo concurso de salsa. Todos los de la Nueva Gaité y El Sol de Medianoche me los ganaba yo, incluso compitiendo con bailarines profesionales reconocidos a nivel nacional, como Salsita, Galleguín, el Negro Viáfara y el Faisán.

La mayoría eran concursos de bailarines solistas. Fue en 1981 cuando se realizó el Primer Concurso Nacional de Baile en Parejas, en el barrio San Fernando. Rubén y su novia Martha llevaban un par de años bailando juntos y decidieron competir. Se habían conocido en 1979.

Martha era una niña estudiosa y guapa, tenía un cuerpo que revelaba sus genes vallunos y el entrenamiento constante de baloncesto. A pesar del frío bogotano, se vestía como calentana, con camisas cortas y jeans ajustados. Rubén era un rumbero profesional, no era el más aplicado en las clases y comenzó a llevar por el mismo camino a un amigo de Martha. Del reclamo por andar con “esa mala influencia”, Martha pasó a la curiosidad por saber qué era lo que hacían esos dos cada tarde de domingo. Un día se vistió, dijo que iba a jugar bolos, y salió con algunas primas y hermanas para El Sol de Medianoche.

Toda la familia de mi papá es de Palmira y de Cali –dice Martha–. Nosotras éramos cuatro mujeres. Vivimos en Cali un tiempo, pero mi papá nos trajo a Bogotá pensando: “¡Qué tal que me salgan rumberas!”. En esas matinés la rumba empezaba a la una de la tarde. Yo ya sabía que los que estaban de zapato blanco eran los que más bailaban. Cuando uno de ellos me sacaba, yo le decía que no. Había dos pistas, la de atrás era la de los bailarines bravos, allá se hacía Rubén. El ambiente era pesado. O bueno, a mí me parecía pesado, porque éramos niñas muy sanas. Allí se armaban tremendas peleas y Rubén estaba metido en casi todas.

Martha recuerda que la primera canción que bailaron fue “Cógele el golpe”, de Cachao. A Rubén le encantaba lucirse y al bailar amacizaba a su pareja. Esa noche bailaron cerca de diez canciones, un poco a la fuerza. Se dieron un primer beso en la pista, sin saber si les tocaba ser novios, y empezaron a bailar en pareja.

Rubén me educó el oído –recuerda Martha–, siempre haciendo énfasis en que bailar un mambo, una pachanga o una descarga era muy diferente. Él me decía: “Oiga los discos e intente aprendérselos, sepa cuándo viene un solo de percusión, de vientos o de piano”.

Además de un oído educado, coordinación y destreza, la otra clave para bailar en pareja es la comunicación. Al respecto, Rubén no tiene dudas:

Una pareja se compenetra después de mucho bailar. Cuando eso pasa, ya no hay ni que hacer señas. Se sabe cuándo viene una vuelta o cuándo entra un solo y cambian los pasos. No es algo racional, es una conexión a otro nivel y se vuelve tan fuerte que llega a ser incluso más poderosa que el sexo.

Martha sonríe, se muerde el labio y asiente enfáticamente con la cabeza, antes de comenzar a recordar la noche del Primer Concurso Nacional de Baile en Parejas.

En el salón del barrio San Fernando estaban reunidas veinte de las mejores parejas de Bogotá, Cali y Barranquilla, cada una en representación de un rumbeadero. Rubén y Martha iban patrocinadas por Salsoul. Las parejas tenían que bailar cuatro canciones, entre ellas un mambo, una pachanga y una descarga. Martha no olvida el nerviosismo de los minutos previos a su salida al escenario:

Cuando Norman salió con su pareja y empezaron a bailar con ese estilo arrebatado, yo pensé que Rubén y yo estábamos muy alejados de eso. Nosotros creíamos que tantas maromas hacían perder la feminidad que debe caracterizar a la mujer en el baile. Por eso me acerqué al que ponía la música y le pedí que no nos pusiera un mambo. Nunca me he considerado una gran bailarina y el mambo es el ritmo en el cual la mujer demuestra su destreza sin estar pegada al hombre. Cuando salimos, lo primero que hizo el dj fue preciso lo que le pedí que no hiciera: nos mandó un mambo descarga bien bravo. Y nos soltamos a bailar. Yo no sé cómo fue eso, pero algo debimos haber hecho bien porque ganamos.

El ambiente era tenso. Muchos malandros y gente del bajo mundo de la salsa estaban en ese salón. La expectativa por el premio y la presión de la hinchada de cada bailadero calentaban los ánimos a la salida de las parejas. En los camerinos, otras bailarinas amenazaban a Martha con cortarle la cara si ganaba. Le decían que iban a rayarle las nalgas con una cuchilla y que se olvidara de seguir bailando. Al final, cuando anunciaron los ganadores, Rubén y Martha tuvieron que salir escoltados entre aplausos discretos y abucheos enfurecidos. El Negro Viáfara era uno de los más molestos por haber ocupado el segundo lugar.

Además de la envidia local, estaba la competencia regional. Cuando Martha empezó a soltar pasos, el público le gritaba: “Tú no eres ninguna rola, tú eres caleña”. La noticia en El País de Cali decía: “Unos rolitos les ganan el concurso nacional de salsa a caleños y barranquilleros”. Rubén y Martha tenían 18 y 19 años, respectivamente.

Pocos después de ese triunfo, mientras el noviazgo de la pareja ganadora tambaleaba y Rubén se iba a prestar el servicio militar para pasar el mal de amor, la familia Toledo preparaba la inauguración del emblemático salsódromo Rumbaland. Tan pronto fue anunciado el estreno del sitio, corrió la voz entre los rumberos. Inauguraron un domingo de junio de 1981, en un cuarto piso de la carrera 30 con calle octava sur. En la matiné de apertura, las escaleras estaban taqueadas desde la mañana, y a mediodía la fila para subir al cuarto piso era tan larga que muchos se quedaron afuera. Los bailadores no cabían, apretujados en una pista con capacidad para 400 personas.

El lugar había sido concebido para rumberos y melómanos. Tenía una gran pista central con piso de parqué y nichos redondos alrededor, bajo la premisa rumbera de que el alma de la discoteca tiene que ser la pista y los bailadores deben estar en el centro. También había una cabina para el dj, acondicionada de tal forma que separaba el sonido interno de la pista de baile. En esa cabina, Rubén pasó noches enteras bebiendo y bailando su propia rumba, junto a Mamboloco y unos pocos amigos.

En junio de 1982, celebraron el primer aniversario con un “baile blanco”, evento que se volvería tradicional con el paso de los años. Las fotos de la época muestran la gran pista de baile completamente llena; todos vestidos de blanco, Los Blistons en vivo, un canoso José Toledo con micrófono en mano, Rubén aún flaco, aún joven, aún con pelo, y la pareja ganadora del concurso anual de baile levantando el trofeo. Martha y Rubén no competían. “Nosotros ya no teníamos nada que demostrar”, afirma Rubén levantando la mirada en un gesto de confianza.

Martha apoya sus palabras. Rubén se levanta de la silla. Cuando pasa a mi lado, pienso que está a punto de confirmar con pasos de baile quién era él en ese momento. No es así. Avanza serenamente entre sus discos y se sienta frente al computador a mostrarme más fotos. Ya no tiene nada que demostrar.

Lo que hacía grandes a los rumberos de esa época era que cada quien forjaba su estilo. Nadie nos dijo nunca “venga le enseño”. Los bailarines de ahora, sin quitarles mérito, bailan todos muy parecido. Hay básicamente dos estilos: el baile en línea, que viene de San Francisco, y el baile acrobático, arrebatado, a lo caleño. Los bailarines de cada vertiente han adquirido un mismo estilo porque aprenden el baile como técnica, repiten los pasos, saltos y levantadas. En nuestra época había un estilo más clásico, con alguna que otra caída. Pero lo importante es que cada cual tenía sus pasos e inventaba nuevos movimientos. Era posible distinguir a Chucho o a Mambo sin siquiera verles la cara. Lo otro que se ha perdido es el conocimiento de los géneros y la forma de bailarlos. Las academias no educan el oído; de pronto un par de ellas sí, pero no la mayoría. Y no digo que falten maestros jóvenes, hay grandes bailarines en esas academias. La mejor pareja es la de Nicolás Carreño con Catherine Estrada. ¿Pero sabes por qué es la mejor? Porque ellos aprendieron de nosotros y siguieron el mismo estilo de Mamboloco y otros de la vieja guardia.

 

Catherine Estrada y Nicolás Carreño, academia Paso Latino • Margarita Mejía | IDPC

 

Nicolás Carreño y Catherine Estrada

Nicolás también creció en una familia salsera. Su padre Ismael ha sido coleccionista y dj; su tío, un rumbero consagrado; su madre, una bogotana que vivió diez años en Cali y pasó muchas noches de juventud bailando en Juanchito. Cuando Nicolás tenía once años, su padre ponía música en las fiestas de los Neira, famosas en Kennedy. En una de ellas conoció a Édgar Estrada, patriarca de otra familia salsera, bailarín aficionado y amigo de los grandes rumberos de la vieja guardia. Gracias a él, desde pequeño Nicolás pudo ver bailar a Chucho Bonbonbum y a Rubén Toledo.

A mí el baile de Édgar siempre me gustó, pero el de Rubén Toledo era único –afirma Nicolás–. Su estilo completamente innovador y muy elegante tuvo una gran influencia en mí. Después empecé a conocer mucha gente que a pesar de ser bogotana bailaba muy bien. Había un bailarín al que le decían Tatú, era bajito y murió hace años. Conocí también a la Momia, a Zapatico, a Chucho Bonbonbum, todos grandes exponentes de la salsa en Bogotá. Mis ídolos.

La admiración entre Rubén y Nicolás es mutua. En ellos parece repetirse la historia que veinte años atrás protagonizaron Mamboloco y el mismo Rubén: un bailarín consagrado, todavía joven, encuentra en medio de rumberos salvajes a un niño que tiene algo especial, único, y en quien ve reflejados raramente algunos de sus pasos, la elegancia y el estilo.

Yo conocí a Nicolás en las fiestas de Kennedy –recuerda Toledo–. Él se metió en el cuento de vernos bailar cuando era un peladito. Luego volví a verlo y quedé muy impresionado. Había aprendido mucho, tenía un estilo como el mío o el de Mamboloco, pero con su marca personal.

Nicolás, sin embargo, no era un prodigio precoz como lo fue Rubén, ni instinto puro y negro como Chucho Bonbonbum. Aprendió poco a poco, viendo a los grandes y practicando horas enteras de la mano de Édgar Estrada. En esos ensayos conoció a las hijas de Édgar, todavía muy niñas para que las dejaran salir a los rumbeaderos. Nicolás tenía 17, y Catherine, la mayor de las Estrada, 14 años, cuando comenzaron a bailar juntos.

En esa época ella bailaba mucho mejor que yo –recuerda Nicolás–. También creo que la idea de convertirme en bailarín maduró al conocerla. Yo le dije un día a mi papá que quería bailar y entonces se lo comentó a Édgar Estrada. Él reunió un grupito muy familiar con las hermanas de Cathe y con los míos y así nació la academia Nueva Generación de Mambo y Chachachá. Ahí fue donde Cathe y yo comenzamos a bailar juntos. A finales de 2003 ya éramos campeones distritales. Antes de enamorarme de ella como persona, me enamoré de su baile, de su delicadeza, de sus movimientos, de su expresión corporal.

Lejos de los grandes bailarines solistas como Mamboloco, y de seductores empedernidos como Chucho, Nicolás siempre ha bailado con la misma mujer. Junto a ella ha concursado y levantado trofeos desde hace trece años. A su lado abrió la academia Paso Latino, en cuyas paredes solo hay fotos de ambos bailando juntos. Desde que Catherine sufrió un esguince de tobillo, Nicolás ha cancelado decenas de presentaciones importantes. No tiene sentido improvisar. Son una pareja desde que con ella, y por ella, él aprendió a bailar.

Juntos, bajo la dirección de Édgar Estrada, hicieron una de sus primeras presentaciones en el montaje coreográfico El loco, en 2005. Durante los años siguientes se presentaron en cada versión de Salsa al Parque. En 2009 y 2010 ganaron el Campeonato Suramericano de Salsa celebrado en Rosario, Argentina. También en 2010, obtuvieron un tercer puesto a nivel mundial en San Francisco, California. Aunque han representado a Colombia en congresos con sede en Francia, España, Estados Unidos, Chile, Perú y Argentina, lo más alto que han llegado en una competencia nacional ha sido un tercer puesto.

–Ganar en Colombia es mucho más complicado porque el favoritismo lo tienen los caleños –afirma Nicolás.

–Ahora hablas del favoritismo de los caleños y hace un rato, cuando te referías a los grandes rumberos, usaste la expresión “a pesar de ser bogotanos”, ¿por qué “a pesar”? –pregunto.

–Lo que pasa es que cuando la gente habla de bailarines de salsa, se refiere directamente a Cali. A los bogotanos siempre nos discriminan. En cierta manera, el hecho de ser rolo es sinónimo de no saber bailar. Por el contrario, el caleño es el bailarín por excelencia.

–Rumberos como Chucho Bonbonbum y Rubén Toledo piensan que uno de los problemas es que los nuevos bailadores bogotanos no diferencian los géneros.

–Sí, eso puede ser cierto. Nosotros tratamos de que los alumnos de la academia aprendan a escuchar y a conocer cada género y estilo. No solo dentro de la salsa.

La preferencia por ciertos sonidos como la descarga y el mambo, y la elección de formas de bailar acrobáticas, no son dictadas por el gusto de los bailarines sino muchas veces por las tendencias de la competencia.

 A mí me encanta el chachachá y el bolero –afirma Nicolás–. Lo que pasa es que los temas de salsa rápida son los más usados para competencia, y si no compites no te das a conocer. Yo concursé una vez con chachachá frente a gente que bailó salsa. Era arriesgado porque es un ritmo más lento, más romántico y pausado; en cambio la salsa es con toda de principio a fin y tiene figuras acrobáticas. El reto con la salsa es lograr pasos únicos. Nosotros tenemos un movimiento que hasta el momento nadie ha podido imitar, y es muy gratificante porque, si alguien consigue hacerlo, esa figura ya tiene nuestro nombre. Le decimos “la carpa”. Ella se dirige hacia mí, de frente y sin impulso, yo la levanto por la cintura, la lanzo, ella da un giro en el aire, completamente en extensión, y cae al otro lado sentada en una pose sobre mis muslos. Decidimos ponerle “la carpa” porque es un salto mortal, y en extensión se llama “mortal carpado”.

Enfrentar la lesión que Catherine sufrió en el tobillo les ha recordado lo duro que es para ellos estar alejados del baile. En los últimos años han perdido el hábito de salir de rumba. El cansancio después de largas jornadas de clases y la mala experiencia de bailaderos repletos, en los que es imposible moverse y ocasionalmente una pareja se acerca para retarlos, les han ayudado a entender que su forma de vivir este placer es íntima y que la satisfacción de compartirlo no consiste para ellos en exhibirse sino en enseñar a otros. Algunos de sus alumnos más destacados ya hacen presentaciones por su cuenta y han viajado a representar a la academia en concursos internacionales.

Disciplinado, poco noctámbulo, dueño de una técnica sorprendente, amante de la música en sí misma, Nicolás Carreño parece más cercano a un atleta de alto rendimiento del baile que a los rumberos incansables que conquistaron las pistas de la ciudad, noche tras noche, durante casi cuatro décadas de salsa.

 

 Chucho "Bonbonbum" bailando con Nilsa en El Tunjo de Oro, en 1974 • © Hernando Villareal

Chucho y Nicolás, un epílogo

Nicolás y Catherine acaban de regresar de San Francisco, donde una pareja de su academia ocupó el cuarto lugar en una competencia mundial. Catherine avanza en su recuperación y ya ha comenzado a bailar de nuevo.

Rubén Toledo pasa las primeras tardes de diciembre entre mis preguntas sobre su pasado rumbero, la investigación para su programa radial y los preparativos para una gira del Grupo Taboo, en el que toca las congas. Agradece mi atención discretamente, mientras su esposa Martha se desvive entre abrazos y besos.

Las despedidas después de cada encuentro con Chucho son aún más largas. Las palabras y los pasos de baile no se le agotan. Cada mañana después de una entrevista llama a decir que olvidó un detalle imprescindible. Su memoria contiene los recuerdos de toda una generación y muchas noches largas. Al final de nuestro tercer encuentro en Teusaquillo, me pregunta:

–¿Cómo es que se llama el muchacho ese que me dijiste el otro día?

–¿Cuál?

–Ese, el que Rubén Toledo dice que baila.

–Nicolás, Nicolás Carreño.

–¿Y dónde es que da clases?

–La academia se llama Paso Latino y queda en la Caracas con 48. Yo voy para allá ahora a buscar unas fotos.

–Ah, bueno. Yo voy contigo. Es que tengo que hablar una cosa muy importante con él.

Caminamos juntos, muy despacio, poco más de diez cuadras. Chucho cojea a mi lado sin perder el sabor. Sigue sumando nombres y fechas a la narración de sus recuerdos, hasta que llegamos a las escaleras que abren paso al segundo piso donde funciona Paso Latino. Chucho analiza la pista de madera perfectamente pulida y repara en las paredes cubiertas de espejos y afiches con fotos de Nicolás y Catherine. Me mira aprobando el lugar con un gesto de la boca.

La clase acaba de terminar, la música se ha apagado y algunos estudiantes se están cambiando para irse.

Me acerco a Nicolás y a Catherine. Chucho está a mi lado.

–Maestro, ¿cómo está? ­–dice Nicolás extendiendo la mano a Jesús María Solarte.

–Muy bien, joven –responde Chucho–, ¿vos sí sabés quién soy yo?

–Claro, el gran maestro Chucho Bonbonbum.

–Hm, ¿vos sos el niñito ese que bailaba con Estrada?

–Sí, Édgar es el papá de Catherine, mi pareja.

–Mmm, ¿y cómo siguen esas blancas azucenas? –pregunta Chucho entre risas, mientras toca sus propias canas.

Tomo las fotos y me despido. Chucho me dice que se irá de nuevo conmigo, pero que lo espere un minuto. Se acerca a Nicolás disimuladamente, toma su hombro y le susurra al oído:

–Vení, echémonos unos pasitos.

–¿Así, con estos zapatos? –pregunta Nicolás señalando sus tenis, y Chucho asiente con la cabeza y la risa.

Catherine prende la música. Nicolás y Chucho ocupan el centro de la pista. El viejo marca los pasos y el joven maestro lo sigue. Son apenas un par de minutos de baile. Los zapatos de Chucho golpean la madera, los pies de Nicolás imitan sus movimientos hábilmente. Ninguna canción completa. Tap, foxtrot, chachachá y mambo. No alcanzan a sudar la primera gota. Chucho marca con las palmas el ritmo de Nicolás y después de un paso final se aplaude a sí mismo antes de sentarse. El aplauso se multiplica en el eco de un público conformado por alumnos de la academia.

Al salir a la avenida, dejamos atrás el sonido de zapatos acariciando la madera y el aplauso ahogado de la nueva generación. Avanzamos unos metros por la Caracas con el Transmilenio como única música de fondo, hasta que Chucho Bonbonbum rompe el silencio y me pregunta:

–¿Sí oíste cómo me saludó?

–Sí.

–¿Cómo me saludó?

–Maestro.

–Sí, maestro.

ACERCA DEL AUTOR


Ángel Unfried

Fue director de la revista El Malpensante. Ha colaborado en Diners, Shock, Bacánika, La República y El Heraldo. Editor y relator de varios talleres de la FNPI.