Silvina Ocampo y las amantes de Bioy Casares

Las frecuentes fugas amorosas de Bioy Casares fueron minando las fuerzas y enriqueciendo la literatura de su esposa. Este fragmento del libro La hermana menor. Retrato de Silvina Ocampo, próximo a ser publicado por la Universidad Diego Portales, revive esas décadas de versos heridos y mutua resignación.

POR M Enríquez

Enero 27 2021
Silvina Ocampo y Bioy Casares estuvieron juntos casi medio siglo

 

 

A principios de los setenta, Elena Garro llamó a Bioy para avisarle que se iba a Francia y que, desde México, le mandaba a sus gatos para que los cuidara. Bioy no pudo decirle que no. Llegaron, entonces, los gatos de Angora. Eran cuatro, uno se llamaba Lafayette y se había enamorado de Silvina, que odiaba los gatos: ella era una mujer de perros. Recibir a los animales fue complejo y fue un acontecimiento: Bioy y un escribano tuvieron que ir a buscarlos al aeropuerto internacional de Ezeiza. No duraron mucho en la casa. Silvina, harta y seguramente enojada, los mandó a una guardería. Nunca más se supo de ellos. A Elena le mintieron. Recuerda Jovita Iglesias en Los Bioy: “Bioy le había dicho a Elena que los había llevado al campo, que allí estaban muy bien, para que se quedara tranquila. Pero ella, cuando lo supo, se volvió loca”.

Había muchas otras amantes, presentes en la casa de Posadas, que incluso trataban de hacerse amigas de Silvina. O que insistían para quedarse a dormir y con frecuencia lo conseguían. ¿Tenían los Bioy un pacto explícito de pareja abierta? Cuando Silvina murió, Bioy publicó detalles de sus aventuras en sus diarios, pero nunca habló de un pacto previo. En rigor, no habla demasiado de Silvina en sus diarios, como si ese fuera el pacto, preservar el misterio sobre su mujer. En Descanso de caminantes, por ejemplo, escribe: “Una situación que se repite. Llega siempre el día en que la amante pide que me separe de Silvina y que me case con ella; si todavía se limitara a decir ‘Vivamos juntos’ a lo mejor examinaría la petición... pero jamás me metería en los trámites de una separación legal; no sé si alguna mujer merece tanto engorro”.

Para amigos como Eduardo Paz Leston, “Silvina algo sufría, pero no era para tanto. Él siempre volvía con ella. Siempre estaba de vuelta para cenar, siempre dormía en la casa”. Jovita, en una entrevista, contó: “Se aguantaban el uno al otro. Eran muy cómplices. Una vez Adolfito estaba en su escritorio con una mujer, Silvina abre la puerta y los encuentra besándose. Entonces Silvina le dice: ‘Adolfito, por favor, no tanto’ ”. Para otros, como Juanjo Hernández, la publicación de estas confesiones es absolutamente desagradable. Le dijo en una entrevista a la periodista argentina Leila Guerriero: “Lo que aparece ahí es mera vanidad. Mencionar así su relación con Elena Garro, con Beatriz Guido. Por ahí estaba medio gagá, pero Victoria hizo quemar la correspondencia con Mallea, por ejemplo. Tenés que tener conciencia que hay cosas que no vale la pena contar. En ese libro Silvina aparece como un ama de casa. Dice: ‘Hoy Silvina quiso arreglarme con unas arvejas’. ¡Justamente ella, que en lo doméstico era un desastre! Vos ibas a la casa y encontrabas en la cocina cinco heladeras, y andaba una sola. No les importaba el mundo exterior. Yo le decía: ‘Silvina, qué divina mancha de humedad tenés ahí, por qué no le ponés un marquito, parece un cuadro de Klee’. ‘No seas malo’ me decía. ‘No seas malo’. No sé si él respetaba el trabajo de su mujer. Cuando murió Silvina, y le dieron ese premio… ese premio... el Cervantes... ¿compartido, no?... no sé... bueno… no importa, le preguntaron por Silvina. Y él suspiraba. Como si no pudiera soportar el dolor. Pero nunca tuvo una palabra de elogio, nunca dijo ‘mi mujer es una excelente cuentista, una buena poeta’ ”. Paz Leston coincide en algo: “Silvina nunca hubiera publicado algo así. Ella hubiera sido más leal. Más discreta”.

Es Jovita la que, en su libro, sostiene con más fuerza la imagen de Silvina sufriente. Cuenta en Los Bioy: “A pesar de conocer las aventuras de Adolfito, en una época no se lamentaba demasiado de su suerte. Lo que temía era cuando se sentía mal o discutían por alguna tontería, que él pudiese dejarla. Porque con sus miedos lo ponía mal. ‘Ay Adolfito, va a pasar algo’, le decía. Y él replicaba: ‘Pero no digas tonterías Silvina, siempre estás con esas cosas’. Para ella, que él la retara era gravísimo, creía incluso que era un motivo suficiente para que se fuera. Con los años sufriría también por otro motivo: el nacimiento de Fabián, otro hijo de Adolfito. Me lo contó ella misma y temía que el señor la fuera a dejar por alguna de esas hermosas mujeres con las que salía”.

El pico de la angustia de Silvina está simbolizado por el sillón que puso junto a la puerta de la casa de Posadas: ahí se sentaba a esperar el regreso de Bioy, todos los días. Edgardo Cozarinsky, cineasta y escritor, lo recuerda: “Muchas veces me recibía sentada ahí y, cuando escuchaba el ascensor, salía corriendo”. Jovita también: “ ‘Qué hace aquí en la oscuridad’, le pregunté la primera vez. Me contestó algo parecido a ‘soy la guardiana de la puerta’. Ahí se quedaba y de allí nadie la movía. Cuando él regresaba y se aprestaba a tomar el ascensor en la planta baja, ella ya sabía que era él. Entonces se levantaba de un salto y ahí no ha pasado nada. ‘No vayas a decirle que lo espero ahí sentada’, me pedía, ‘porque si no me mata’ ”.

Silvina escribió un poema sobre esas noches de inquietud, “Espera”:

Cruel es la noche y dura cuando aguardo tu vuelta

al acecho de un paso, el ruido de la puerta

que se abre, de la llave que agitas en la mano

cuando espero que llegues y que tardas tanto.

Crueles son en las calles los rumores de los coches

que me dan sueño cuando estoy junto a tus ojos.

Cruel es que todo sea precioso hasta el retorno

de la espera, y el lento padecer del amor.

...Y es cruel aún después tener que ser humana

no convertirme, al verte, en perro de alegría.

Para Ernesto Montequin, es injusto considerar a Silvina la víctima en la relación con Bioy. “Eso la pone en un lugar de minusválida. La relación con Bioy fue muy compleja; ella tuvo una vida amorosa bastante plena. Ponerla en el lugar sufriente es una condescendencia hacia ella que no merece. El libro de Jovita es una pincelada dentro de un gran retrato, pero es desde una perspectiva muy naif. Interpreta cosas desde su punto de vista y por eso la cree una mujer que sufre. Pero toda esa complejidad Silvina la transformó en literatura; la espera es uno de sus temas, los celos también. La relación con Bioy podía hacerla sufrir, pero también la inspiraba”.

El soneto “Amor”, del libro Amarillo celeste, dice:

Huir de la ansiedad que está en mis quejas,

poder a veces ser lo que soy, nada,

 

no tener nunca miedo de perderte

con variación y honda infidelidad,

jamás llegar por nada a concederte

 

la tediosa y vulgar fidelidad

de los abandonados que prefieren

morir por no sufrir, y que no mueren.

En sus Memorias, Bioy escribe: “A veces me he preguntado, a lo largo de la vida, si no he sido muchas veces cruel con Silvina, porque por ella no me privé de otros amores. Un día en que le dije que la quería mucho, exclamó: ‘Lo sé. Has tenido una infinidad de mujeres pero has vuelto siempre a mí. Creo que es una prueba de amor’ ”.

 

Villa Ocampo, casa veraniega de Victoria y Silvina, en San Isidro • © Archivo fotográfico Villa Ocampo

 

Bioy y Silvina viajaron a Europa cinco veces juntos: en 1949, en 1951, en 1954, en 1970 y en 1973. Todos los viajes fueron en barco: Silvina Ocampo nunca viajó en avión. En los setenta les escribía desde el barco a Jovita y Pepe: “Todas las mañanas me baño en la pileta y almorzamos en la cubierta. Todo resulta tan caro que no puedo sacar una fotografía. Tengo que lavar mi ropa y la de Adolfito. Por lavar y planchar una camisa nos cobran más de un dólar. Creo que voy a comprarme, a pesar de los precios tan elevados, ropa interior de nylon, camisones, combinaciones y algunas blusas. Nunca he tenido una sirvienta peor. Si se le ofrece algún día le recomiendo no tomarla, se llama Silvina Ocampo”.

Nunca hacían fiestas ni reuniones importantes. Bioy les tenía miedo; a él tampoco le gustaba trasnochar. Las cenas de Navidad y Año Nuevo solo se diferenciaban por alguna botella de champagne, y los regalos y el arbolito para Marta. Jorge Torres Zavaleta cree que estaban muy aislados: “Silvina vivía encerrada y Bioy también, a su manera. Yo creo que la isla de La invención de Morel también representa los miedos. Se dedicaron mucho a su oficio pero me parece que también eligieron aislarse. Viajaban muy poco y en los últimos años, al campo y a Mar del Plata no fueron más. Es una opción, pero también descuidaron muchas cosas. La casa de Mar del Plata se cayó. Rincón Viejo tenía un tanque australiano tan sucio que parecía, no sé, vivo”.

Francis Korn recuerda devociones: “Ella se quedaba a dormir cuando a él lo operaron, el cuarto no tenía un divancito, entonces Silvina se quedaba sentada en un sillón. Y roncaba. Adolfo me decía: ‘Por favor llevátela de acá, sacámela’ ”. Entre el 2 y el 26 de junio de 1978, Bioy Casares fue sometido a dos cirugías: de tiroides y de un adenoma de próstata. Silvina pasó todos esos días ahí: “No la podíamos sacar, no tenía ni dónde bañarse”, sigue Francis Korn. “Yo le llevaba en un termo sopa de zapallitos”. Silvina nunca cuidaba enfermos; ni siquiera visitó a sus hermanas cuando estuvieron cerca de la muerte. Les tenía miedo a los hospitales y a las enfermedades, pero por Bioy hacía la excepción, y la llevaba hasta límites obsesivos.

Jovita Iglesias, en su libro, retoma el hilo de la triste vida de Genca. Cuando los Bioy vivían en Posadas, Genca ocupaba el cuarto piso. No subía nunca a ver a Silvina; no tenían relación –eso, al menos, recuerda Jovita–. Pero cuando en los setenta los Bioy se fueron a Europa con Marta embarazada, y tuvieron que dejar a Diana, la perra que estaba enferma de moquillo, Silvina dejó encargado que consultaran a Genca, porque conocía a un buen veterinario. Ella se hizo cargo del tratamiento de la perra; también de Jovita y Pepe, que hacía meses no recibían su sueldo porque Silvina, trastornada por el embarazo de Marta, olvidaba pagarles (“Silvina no entendía lo que era la plata”, cuenta Francis Korn. “No entendía que hacía falta, tenía miedo que se terminara, tenía la relación más estrafalaria posible con el dinero”). Genca pasó los nueves meses del viaje visitando el quinto piso de Posadas, todos los días. Estaba deprimida, a veces subía en camisón; era alcohólica. “Silvina no quería que visitara la casa y por otro lado Genca estaba muy ocupada atendiendo a su padre a quien apodaban el Mono. Estuvo muchísimos años enfermo en silla de ruedas. Tenían un montón de enfermeras pero él no dejaba que nadie más que su esposa Francisca lo atendiera en determinadas situaciones. Era algo muy triste, desde el quinto piso oíamos a veces sus gritos y se nos erizaba la piel, no sabíamos si gritaba por dolor, desesperación o qué. La señora Silvina cerraba las ventanas para no oírlo. ‘Qué es eso’, preguntaba yo. ‘Es mi cuñado, que está muy mal’, me respondía”. Cuando el padre murió, Genca quedó sola, con su mucamo Ismael, a quien cuidó tanto como a su padre. Marta Bioy la eligió como madrina de su hija Victoria. Genca murió el 24 de septiembre de 1986, a los 67 años. Bioy ya no era su amante, pero la seguía viendo. A principios de los setenta la fotografió. Ella lleva un sencillo saco negro, cerrado, la mirada baja y melancólica, la boca sensual, lobuna. Tiene 50 años y es una belleza.

***

Oscar Giménez fue el lustrabotas de Bioy. Todavía es el lustrabotas de La Biela, el mítico bar frente al cementerio de la Recoleta; ahí se lo puede encontrar todos los días. En La Biela, la mesa de la entrada recuerda a Borges y a Bioy con dos estatuas sentadas, tomando un café y charlando: no son estatuas muy lindas y tienen algo desagradable. Una vez más, nada recuerda a Silvina, la otra vecina ilustre. Oscar conoció a Bioy en 1980: al principio le lustraba en La Biela, pero pronto accedió a lustrarle en su casa de la calle Posadas. “Él me daba todos los pares de zapatos y se sentaba al lado mío, como un compañero. Charlaba conmigo de todo. Yo le preguntaba por qué se enamoraba tanto, él decía que se enamoraba de todas, tenía siete u ocho novias al mismo tiempo, él las quería y las amaba, las atendía, les llevaba flores, les llevaba bombones”.

–¿Y al final, ya grande, también tenía tantas novias?

–No tantas, pero algo tenía. Yo lo conocí en su ocaso. Su furor habrá sido a los 40 años. Era muy bonito, tenía unos ojos celeste espectaculares, educadísimo, unas manos llenas de venas, jamás una mala palabra o un levantar de voz. Un hombre bueno, te pagaba bien, no era mezquino en absoluto, miserable para nada, pagaba lo que uno le pedía y pagaba más incluso.

–¿Hablaba de Silvina?

–De Silvina no hablaba casi nunca, no la metía en las conversaciones, creo que por respeto. Él no quería contar que Silvina estaba postrada o que sufría, por la intimidad de ella. La cuidaba. Era un ángel. Le gustaba estar en su casa, era muy casero, porque estaba muy pendiente de Silvina. Cada desayuno, cada merienda y almuerzo, ella escribía. Eso me contaba. Yo la vi postrada en la cama. Ella escribía en las servilletas que venían con la comida que se hacía traer de La Biela, y Bioy las agarraba y me decía: “Quiero hacer un libro con todo lo que ella está escribiendo, recopilar todo esto”. Estaba en eso, no sé si lo hizo. Ella estaba perdida, pero igual escribía. Él sufrió mucho cuando ella murió, quedó muy triste, muy solo. Con Silvina tenía una compañía.

–Su muerte lo dejó destrozado.

–Pero todavía seguía adelante. Él se desbarrancó cuando murió Marta. Me cuentan, incluso, que se quedó mudo.

En los diarios publicados de Bioy Casares (las más de mil páginas de Borges, el también larguísimo Descanso de caminantes, las Memorias de 1994 y la crónica de viaje Unos días en Brasil, reeditada en 2010) casi no hay referencias cariñosas o románticas a Silvina. Hay referencias simpáticas, de compañerismo, de afecto. Pero no hay una sola línea de un hombre enamorado. Una carta desde Francia, de 1967, para Silvina y Marta, termina diciendo: “Las quiero, las extraño. Ustedes son mi mundo”. Alicia Dujovne Ortiz escribe en un artículo, para el diario La Nación, lo que Pepe Fernández le contó: que cuando Silvina enfermó de meningitis a fines de los años cincuenta, Bioy “llora como un chico, repitiendo: ‘Pero yo qué voy a hacer si Silvina se va, qué voy a hacer sin Silvina’ ”.

Ernesto Montequin asegura que, entre los papeles inéditos que él tiene a su cuidado, guardados en una oficina del centro de Buenos Aires –otra parte del archivo está en Villa Ocampo, la casa familiar de San Isidro que hoy es un centro cultural–, hay un tesoro: el epistolario entre Silvina y Bioy. Hay planes de editar su correspondencia, dice, pero no sabe cuándo. Tampoco, lamenta, puede dar detalles específicos sobre el contenido de las cartas, ni permitir que sean citadas. ¿Pero puede describirlas, un poco? ¿Hay rastros del amor de Bioy ahí? Claro, asegura. Se escribían todos los días. “Hay 180 cartas de Silvina y 100 de Bioy en un período de dos años. Son muy largas, no tienen fecha. Y son, digamos, muy exaltadas”. ¿Muy? “Apasionadísimas”.

ACERCA DEL AUTOR


Periodista argentina.