Confesiones amorosas de un emo

Una vida sentimental llena de tropiezos adolescentes en plena adultez resulta cada vez más común para los miembros de una generación que creció entre baladas rockeras cursis e idilios amorosos en pantalla gigante. El autor de este ensayo cuenta una versión de los hechos.

POR Chuck Klosterman

Enero 27 2021
Confesiones amorosas de un emo

Ilustración de Diego Estebo

 

Ninguna mujer podrá satisfacerme nunca. Ahora lo sé y jamás intentaría negarlo. Pero en realidad eso está bien porque yo nunca satisfaré a una mujer.

¿Debería estar escribiendo estos pensamientos? Tal vez no. Tal vez sea una mala idea. Definitivamente puedo prever un escenario en el que ese primer párrafo podría volver a atormentarme, en especial si llego a volverme marginalmente famoso. Si me vuelvo marginalmente famoso, con seguridad seré entrevistado por alguien de los medios y esa persona preguntará: “Hace quince años usted escribió que ninguna mujer podría satisfacerlo. Ahora que lleva casi cinco años de casado, ¿esas palabras siguen siendo ciertas?”. Y tendré que decir: “Dios, no. Esas son las palabras de una persona completamente diferente, una persona con la que ya no me identifico. Honestamente, no puedo imaginar mi vida sin _________. Ella me satisface en formas que ni siquiera había llegado a considerar. Ella salvó mi vida”.

Entonces, estaré mintiendo. En realidad no me voy a sentir así. Pero voy a decir esas palabras y las voy a pronunciar con la mayor sinceridad, aunque los sentimientos no estén ahí. En ese momento, sin duda, el entrevistador va a citar ese párrafo y me recordará que juré negar mis verdaderos sentimientos, yo me reiré y diré: “Vamos, señor Rose. Solo era un recurso literario. Usted sabe que yo nunca creí eso”.

Pero esta es la cuestión: yo lo creo. Es la verdad ahora y lo será en el futuro. Y aunque no estoy exactamente feliz con esa verdad, tampoco me hace triste. Sé que no es mi culpa.

En verdad no es culpa de nadie. O tal vez es culpa de todos. Debería ser culpa de todos porque es un problema de todos. Bueno... no de todos. No de la gente aburrida ni de los profundamente retrasados. Cada vez que conozco a un estadounidense dinámico y sin retraso, me doy cuenta de que todos comparten una característica unificadora: la inhabilidad para experimentar el tipo de relación romántica trascendental y alucinante que ellos creen que es una parte normal de vivir. Y alguien tiene que asumir la culpa. Entonces, en lugar de no culpar a nadie (lo cual es un poco cobarde) o de culparlos a todos (lo cual no tiene sentido), voy a culpar a John Cusack.

Alguna vez amé a una mujer que casi me amó, pero no tanto como amaba a John Cusack. Bajo ciertas circunstancias, hubiera estado bien: Cusack es relativamente atractivo, parece una buena persona (por lo menos le gustan The Clash y The Who) y ciertamente tiene millones de dólares en el banco. Si Cusack y yo estuviéramos compitiendo por la misma mujer, podría aceptar la derrota con facilidad. Sin embargo, no siento que John y yo hubiéramos estado “compitiendo” por la mujer de la que hablo, ya que su relación con Cusack se limitaba a verlo como una proyección bidimensional, pretendiendo que ambos eran personajes realidad inexistentes. Ahora, hubo un tiempo en el que habría pensado que esa separación me podría haber dado una gran ventaja sobre Johnny C., teniendo en cuenta que mi relación con esa mujer incluía cosas como “hablar por teléfono” y “acariciarnos la nariz debajo de un paraguas” y “comer pancakes”. No obstante, he llegado a comprender que percibía esta competencia de la forma equivocada: era una batalla injusta, pero no a mi favor. Era injusta en favor de Cusack. Yo nunca tuve una oportunidad.

Parece que incontables mujeres nacidas entre 1965 y 1978 están enamoradas de John Cusack. No puedo entender cómo no es la estrella número uno de taquilla en Estados Unidos, porque todas las mujeres heterosexuales que conozco venderían su alma para compartir una malteada con ese hijo de puta. Para las mujeres ambiciosas entre los veinte y los treinta años, John Cusack es el nuevo Elvis. Pero hay algo de lo que ninguna de estas mujeres parece darse cuenta: ellas no aman a John Cusack. Aman a Lloyd Dobler. Cuando ven al señor Cusack, siguen viendo al adolescente optimista y locuaz que interpretó en Un gran amor (Say Anything), una película que salió hace más de una década. Ese es el hombre que ellas piensan que es. Cuando Cusack interpretó a Eddie Thomas en La pareja del año (America’s Sweetheart) o al asesino sensible en Un asesino algo especial (Grosse Pointe Blank), todas sus fans sabían que solo estaba actuando… pero asumían que, cuando la cámara dejaba de grabar, él volvía a su ser genuino… que era alguien como Lloyd Dobler… que, en realidad, era alguien que es Lloyd Dobler y alguien que sigue teniendo un romance de cuentos de hadas con Diane Court (o con Ione Skye, dependiendo de cómo lo vea uno). Y estas mujeres ambiciosas no están solas. Todos nos convencemos de cosas como esta –no necesariamente sobre Un gran amor, pero sí sobre cualquier representación ficcional de un romance que nos llega donde es y cuando toca–. Es por esto que ninguna mujer podrá satisfacerme completamente y que nunca podré satisfacer al tipo de mujeres que encuentro atractivas. Ambos vamos a medir nuestra relación contra el prospecto del amor falso.

El amor falso es una cosa poderosa. La mujer que adoraba a John Cusack tuvo la oportunidad de pasar un fin de semana conmigo en Nueva York en el Waldorf-Astoria, pero en cambio eligió viajar a Portland para ver la primera presentación de Coldplay en Estados Unidos, esa banda británica cuyo éxito se debió a su habilidad para escribir canciones melodramáticas de rock alternativo sobre el amor falso. No importa que Coldplay sea la peor banda que he escuchado en mi vida, ni que suene como una fotocopia mediocre de Travis (que suena como una fotocopia mediocre de Radiohead), o que su mayor logro artístico sea un video en el cual el desabridamente atractivo líder camina por una playa en una puta tarde nublada. Nada de eso importa. Lo que importa es que Coldplay fabrica amor falso de manera tan frenética como la Ford fabrica Mustangs, y eso era todo lo que esta mujer escuchaba. “For you I bleed myself dry”, canta el vocalista idiota, informándonos inteligentemente que las estrellas en el cielo en efecto son amarillas. ¿Cómo voy a competir con esa mierda? Ese estúpido adormidolado ni siquiera canta algo con sentido. Simplemente chorrea emociones prefabricadas sobre cuatro melancólicos acordes de guitarra y eso termina sonando como amor. ¿Eso qué significa? Significa que ella viaja a la puta Portland para escuchar dos horas de música inglesa aficionada y sentimentaloide mientras yo duermo en un hotel de 270 dólares en Manhattan. Espero que EMI bote a Coldplay y sus integrantes terminen como Stone Roses, que a fin de cuentas era mucho mejor grupo.

No es que yo esté amargado por eso. Acepto que pude haber tomado este ejemplo de una manera un poco personal, pero pienso que es una muestra perfecta de por qué casi todas las personas que conozco son abierta o secretamente infelices. Las canciones de Coldplay dan una interpretación amorfa e irrefutable de cómo debe sentirse estar enamorado, y la gente termina queriendo esa sensación en la vida real. Esperan que los hombres las adoren como Lloyd Dobler lo haría, quieren que las mujeres piensen como Aimee Mann, y esperan que todas las discusiones suenen como las de Sam Malone y Diane Chambers. Creen que todo va a salir bien al final (exactamente como pasó en El diario de Bridget Jones, la novela de Helen Fielding, y en Alta fidelidad, la de Nick Hornby), y no dejan de creer porque Steve Perry, el cantante de Journey, les dice que nunca deberían hacerlo. En el siglo XIX los adolescentes simplemente aspiraban a tener un matrimonio que fuera mejor que el de sus padres; personalmente, yo nunca habría estado satisfecho a menos que mi matrimonio fuera tan bueno como el de Cliff y Clair Huxtable (o por lo menos, tan enigmático como el de Jack y Meg White).

Los expertos siempre culpan a la televisión de volver a la gente estúpida, a las películas de insensibilizar a la gente ante la violencia, y al rock de hacer que los niños consuman droga y se suiciden. Esas cosas deberían ser nuestras menores preocupaciones. El principal problema con los medios masivos es que hacen imposible enamorarse con cualquier tipo de apariencia de normalidad. No existe lo “normal” porque todo el mundo es deformado simultáneamente por las mismas fuentes. Uno no puede comparar su relación con la pareja divertida que vive al lado porque ellos probablemente están tratando de parecerse a Chandler Bing y Monica Geller. Gente real está tratando de vivir como gente falsa, por lo que la gente real es igual de falsa. Cada comparación es poco práctica. Por eso lo no práctico se ha vuelto aceptable, casi parece bueno. La mejor relación que he tenido fue con una periodista que era tan loca como yo, y a algunos de nuestros compañeros de trabajo les gustaba compararnos con Sid Vicious y Nancy Spungen. En aquel tiempo solía pensar: “Sí, es completamente válido: peleamos todo el tiempo, nuestro amor es autodestructivo, y –si ella fuera asesinada misteriosamente– estoy seguro de que yo sería arrestado injustamente por homicidio en segundo grado antes de morir de una sobredosis”. Incluso vimos Sid & Nancy en el sótano de la casa de sus papás y nos reímos todo el tiempo. “Son como nosotros”, decíamos con júbilo. Y, como dije, fue la mejor relación que tuve. Sospecho que también fue la mejor relación que ella tuvo.

Claro, esta transferencia de los medios no es del todo mala. Ciertamente ha funcionado a mi favor, así como a favor de todos los hombres modernos que lucen y hablan y actúan como yo. Todos le debemos nuestras vidas a Woody Allen. Si Woody Allen no hubiera nacido, estoy seguro de que yo habría estado condenado a una vida de celibato. ¿Recuerdan a la mujer que amaba a Cusack y a Coldplay? No hay ninguna forma de que yo hubiera salido con ella si Woody Allen no existiera. En términos tangibles, ella estaba a años luz de mi alcance, así como casi todas las otras mujeres con las que me he acostado. Pero Woody Allen lo cambió todo. Woody Allen hizo aceptable que mujeres hermosas se acostaran con nerds que usan gafas. Todo lo que necesitábamos era fabricar la ilusión de humor intelectual y ahora, de alguna manera, teníamos una posibilidad. La ironía es que muchas de las mujeres susceptibles a este engaño ni siquiera han visto una de las películas de Woody, ni querrían tocarlo si alguna vez tuvieran la oportunidad (especialmente desde que se comprobó que es un fenómeno hiperpervertido). Si les preguntaran, la mayoría de estas atractivas damas no clasificaría a Woody Allen como alguien sexy, atractivo ni incluso agradable. Pero es así como la descentralización de los medios funciona: crean un arquetipo que termina minimizando su origen. En la actualidad, la “personalidad tipo Woody Allen” tiene mayor importancia cultural que el hombre mismo.

Ahora bien, podría argumentarse que todo esto es bueno para el torrente sexual de la cultura estadounidense, y que todas estas “mujeres que desean a Woody” son condicionadas inconscientemente para ser menos superficiales de lo que su sociobiología dicta. La inteligencia autodenigrante se ha convertido en una virtud. Al menos en la superficie, las películas y la televisión promueven activamente salir con personas no hermosas: si algo hemos aprendido de los medios masivos es que las únicas personas que nos pueden hacer felices son las que no nos parecen particularmente deseables. Ya sea en Jerry Maguire o en Dieciséis velas (Sixteen Candles) o en ¿Quién manda a quién? (Who's the Boss?) o en Una maravilla con clase (Some Kind of Wonderful) o en Meteoro (Speed Racer), se nos recuerda constantemente que los inalcanzables íconos de perfección que deseamos nunca podrán satisfacernos como los aliados platónicos que siempre han estado ahí. Si tomáramos los mensajes de los medios por su valor aparente, todos estaríamos acostándonos con nuestros mejores amigos. Y eso pasa, a veces. Pero aquí está la trampa: también nos han entrenado para pensar que las cosas siempre van a terminar bien, lo que nos condena a la decepción, porque a la hora de la verdad realmente no queremos tener sexo con nuestros amigos… a menos que sean sexys. Y a veces queremos tener sexo con nuestros enemigos… asumiendo que sean sexys. A eso se reduce en la vida real, sin importar lo que le pasó a Michael J. Fox en De pelo en pecho (Teen Wolf).

Los medios masivos causan desorientación sexual: nos incitan a necesitar algo más profundo de lo que queremos. Es por esto que Woody Allen ha vuelto interesantes a los “don nadie”; hace que la gente asuma que hay algo profundo en tener una relación basada en conversaciones ingeniosas y discursos intelectuales. No lo hay. Es solo otro engaño, y no es diferente a querer estar con alguien porque es flaco o es rico o es el antiguo cantante de Whiskeytown. De hecho podría ser peor, porque una relación intelectual no es real. Mis charlas ingeniosas y mi discurso cerebral siempre son planeados. En este momento tengo suficiente material para tres citas y media, material que finjo decir espontáneamente. Esta es mi estrategia: si logro llevar a una mujer hasta la segunda mitad de la cuarta cita, cualquier cosa puede pasar. Le gané al sistema, rompí el código, maté al Minotauro. Si salimos de esa cuarta noche sin algún tipo de desastre conversacional, seguramente le gusto. O al menos ella piensa que le gusto, porque quien le gusta no soy realmente yo. Tristemente, nuestra relación no va a durar 93 minutos (como en Annie Hall) o 96 minutos (como en Manhattan). Va a seguir por días o semanas o meses o años, y habré usado todo lo que está en mi repertorio. Muy pronto no tendré nada más que decir y en el desayuno estaremos sentados uno frente al otro sin tener nada de que hablar. Ella se sentirá traicionada y como una tonta, y yo me encontraré intentando evitar pasar tiempo con una mujer con la que ni siquiera merecía estar.

Tal vez lo anterior suena deprimente. No es mi intención, es lo normal. No hay mucho que decir durante el desayuno. Quiero decir, uno se acaba de despertar, ¿saben? No ha pasado nada. Si ninguna de las personas tuvo un sueño especialmente extraño y nadie quemó las tostadas, el desayuno solo es tiempo para masticar los Cocoa Puffs y/o desear seguir durmiendo. Pero nos han convencido de no pensar así. Se supone que el silencio solo debe darse como una manifestación de la actualización suprema, en la que ambas partes se hallan tan en paz con su conexión emocional que esta no se puede expresar a través de las herramientas rudimentarias del léxico. De otra manera, el silencio es prueba de que la magia se ha ido y la relación se acabó (de ahí la frase “es que ya no hablamos”). Para aquellos de nosotros que crecimos en la era de los medios, el único silencio bueno es el que describe la banda de metal Extreme. “More than words is all I ever needed you to show”, “todo lo que necesitaba era que me dieras más que solo palabras”, explicó Gary Cherone en el álbum Pornograffitti. “Entonces no tendrías que decirme que me amas, porque ya lo sabría”. Esa es la diferencia entre arte y vida: en el arte, no hablar nunca es la extensión de no tener nada que decir; no hablar siempre significa algo. Y ahora que arte y vida se han vuelto completamente intercambiables, estamos forzados a vivir en los acordes acústicos de Nuno Bettencourt, aunque muchos de nosotros no sepamos necesariamente quién putas es Nuno Bettencourt.

Cuando Harry encontró a Sally fue estrenada en 1989. No la vi hasta 1997, aunque me la podría haber saltado. La película en sí no es mala (lo que es increíble ya que la protagonizan Meg Ryan y Billy Crystal), hay partes que son graciosas y partes que son tiernas, diálogos inteligentes, y –considerándolo todo– es un ejemplo bien ejecutado de un cierto tipo de entretenimiento. Sin embargo, ver esa película en 1997 fue como ver el play-off de 1978 entre los Yankees y los Red Sox en ESPN Classic: aunque nunca me he sentado a ver el lanzamiento que llevó a Bucky Dent a hacer un jonrón de tres carreras, sé exactamente qué pasó. Siento que lo recuerdo, aunque no sea así. Y –más importante– sé lo que significa. Saber de deportes significa saber que Bucky Dent es la encarnación viviente de la inutilidad de los Bo Sox. No tuve que ver el partido para entender la razón de su existencia. Tampoco necesitaba ver Cuando Harry encontró a Sally. En los tres años siguientes a su estreno, clasificar cualquier amistad intensa como “una situación Harry encontró a Sally” tenía un significado reconocible para todos, sin importar si habían visto la película o no. Y ese significado se mantiene claro y consistente: significa que dos conocidos platónicos se niegan a admitir que están enamorados el uno del otro. Cuando Harry encontró a Sally aumentó la plausibilidad de esa noción y les dio esperanzas a muchas personas desesperadas. Hizo que fuera realista sospechar que tu mejor amigo pudiera ser tu alma gemela, e hizo que desear esa situación fuera cómodamente convencional. El problema es que “la situación Harry encontró a Sally” está, casi siempre, trágicamente desbalanceada. La mayor parte del tiempo, las dos personas no son realmente los “mejores amigos”. Inevitablemente una de las dos personas ha estado enamorada de la otra desde el día en que se conocieron, mientras que la otra: a) está arruinada por la culpa y las presiones, o b) es completamente inconsciente de la atracción del otro. Todas las relaciones son en esencia una lucha de poder, y el individuo que tiene el poder es al que menos le gusta el otro. Pero Cuando Harry encontró a Sally le da al impotente, al amante no correspondido, una razón para vivir. Cuando esta persona se emborracha y les dice a sus amigos que está enamorado de una mujer que solo lo ve como un amigo, ellos le van a decir: “Estás equivocado. Ustedes son el uno para el otro. ¡Es como en Cuando Harry encontró a Sally! Estoy seguro de que ella te ama, simplemente no se ha dado cuenta”. Nora Ephron accidentalmente arruinó muchas vidas.

Recuerdo haber tomado un curso en la universidad llamado “Comunicación y sociedad” y que mi profesora estaba obsesionada con la creencia de que los cuentos de hadas como “Hansel y Gretel” y “Caperucita Roja” eran malvados. Ella decía que eran parte de un código social latente que esperaba suprimir a las mujeres y a las minorías. En aquella época me sentí escandalizado al pensar que mi matrícula apoyaba esa clase de porquería. Años después, he llegado a recordar esas conferencias pseudoastutas como lo que más me gustó de la universidad. Pero sigo pensando que probablemente fueron inútiles: incluso si esas teorías fueran ciertas, no tienen mayor importancia. “Los tres cerditos” no es la historia que está jodiendo a la gente. Historias como Un gran amor son las que están jodiendo a la gente. No debemos preocuparnos por los arcaicos mensajes secretos que absorben las personas inconscientemente cuando tienen seis años; debemos preocuparnos por los mensajes entretenidos que están aceptando conscientemente cuando tienen 26. Esos son los que nos atrapan porque son los que tratamos de volver realidad. Quiero decir: desearía poder creerle al idiota de Coldplay cuando me dice que las estrellas son amarillas. Extraño a esa mujer. Desearía ser Lloyd Dobler. No quiero que nadie se pare sobre un pedazo de vidrio roto. Quiero amor falso. Es todo lo que quiero, y es por eso mismo que no lo puedo tener.

ACERCA DEL AUTOR


Chuck Klosterman

Ha publicado ocho libros, entre ellos Sex, Drugs, and Cocoa Puffs.