Un Cerón a la izquierda

Mucho esfuerzo ha invertido esta revista en criticar a la crítica y en cuestionar los excesos retóricos del arte contemporáneo. Un nuevo caso nos obliga a insistir en ambos temas. Jaime Cerón, uno de los curadores responsables de escoger la delegación de artistas que representaron a Colombia en Arco 2015, presentó como texto introductorio un artículo que no cumple ni con las normas más elementales de escritura.

POR El Malpensante

Enero 27 2021

© Stock xchng

 

En más de una ocasión, Antonio Caballero ha dicho que ser columnista en Colombia es condenarse a repetir siempre lo mismo. Cambia tan poco el país, permanecen tan inmóviles sus instituciones, se aplican con tanta insistencia los mismos remedios espurios que al final los columnistas tienen la impresión de estar escribiendo el mismo artículo –para criticar exactamente las mismas cosas– desde el ya lejano 7 de agosto de 1819.

 

Nosotros tenemos una impresión parecida. Desde que El Malpensante arrancó en 1996, nos ha tocado volver, una y otra vez, sobre un reducido grupo de temas: la inconveniencia de la guerra contra las drogas, los peligros de mezclar religión y política, el imperativo moral de escribir con claridad y, cuando sea posible, con gracia... Por eso, si usted, lector o lectora de El Malpensante, al finalizar este Iceberg queda con la impresión de que ya lo ha leído antes, sepa que no anda equivocado. Esta columna es la repetición involuntaria de otra que ya habíamos dado a la luz en marzo de 2011, cuando por azar nos encontramos los números 5 y 6 de Independientemente, una publicación dedicada a informar sobre los progresos del 42 Salón Nacional de Artistas.

Lo que entonces dijimos sobre esos papeles se podría aplicar, sin cambiar una sola palabra, al confuso y pomposo texto que el curador Jaime Cerón escribió para presentar a la delegación nacional en la trigésimo cuarta versión de Arco, la feria española de arte donde Colombia fue el país invitado.

 No es solo que uno encuentre en el artículo la misma ignorancia de las más elementales normas de redacción y el mismo castellano catastrófico de tantos críticos de arte. Es sobre todo que al señor Cerón parece importarle un carajo que su artículo sea un columpio entre la tontería y lo indescifrable. Al perfilar los principales rasgos de los artistas colombianos que hoy andan por los 40 años, es incapaz de decir algo distinto a que “todos tienen algún tipo de sitio web, en donde se pueden conocer sus obras” o que “todos han residido (o residen) fuera de Colombia o se han ausentado del país en varias ocasiones”. Peor aún: cuando quiere aislar un rasgo común a los artistas de la generación inmediatamente anterior –esa a la que pertenecen Doris Salcedo, José Alejandro Restrepo o María Fernanda Cardoso–,  Cerón sale con que todos compartían “la convicción de que era fundamental realizar obras como las que ellos hacían”. (Hombre, siquiera: ¡qué tal que hubieran compartido la convicción contraria!)

Pero esas majaderías palidecen frente a las incomprensibles descripciones que hace del trabajo de los artistas. Refiriéndose a la obra de Alberto Lezaca, Cerón señala que “suele trabajar en torno a la idea del lenguaje como una construcción cultural que determina la comprensión material del mundo que puede llegar a funcionar como una suerte de prototipo o idea subyacente a los objetos que nos rodean”. Con no menos enjundia, al reseñar los dibujos de Kevin Mancera nos informa que en ellos “es muy importante la relación con el lenguaje verbal, por su capacidad para hacer ver la existencia de un código tras la realidad, que se posee –cuando se habla una lengua– o que no se posee –cuando no se la habla–”. Despreocúpese el lector si fue incapaz de entender algo en estas descripciones; nadie –absolutamente nadie– ha sido capaz de hacerlo.

La participación colombiana en Arco tuvo el apoyo logístico y financiero de la Cancillería, del Ministerio de Cultura, de la Embajada de Colombia en España y de la Cámara de Comercio. En total, según datos oficiales, se invirtieron unos dos mil cien millones de pesos. Es decir, que hubo dinero para transportar las obras, para pagar el viaje de los artistas y los curadores, para darles viáticos, para cubrir los seguros, para hacer los respectivos montajes, para destapar champañita, para financiar un portal de internet, para imprimir un catálogo, para organizar foros y para pautar en los medios de la península, pero no para contratar a un modesto corrector que revisara el texto de Cerón y tratara, por lo menos, de evitar sus pajudos discursos de vendedor de sebo de culebra.

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