Esperando a los pájaros

Una conversación entre Ángel Unfried y César Acevedo sobre "La tierra y la sombra"

Es la película ganadora de la Cámara de Oro del Festival de Cannes. Más allá de la euforia generada por el reconocimiento en la historia del cine colombiano, ¿qué ocurre en la pantalla?, ¿cómo fue rodada la película?, ¿de qué hilos echó mano el director César Acevedo para tejer su ópera prima?

POR Ángel Unfried

Enero 27 2021

 

 

 

©Cortesía Burning Blue

 

Frente al Parque Nacional, César Acevedo fuma un cigarrillo mientras espera que comience la cuarta de siete entrevistas que dará este miércoles por la tarde. Así ha sido desde el pasado 23 de mayo, cuando ganó la Cámara de Oro, premio que reconoce a la mejor ópera prima del Festival de Cannes. Una entrevista tras otra. Primeras planas. Reconocimientos de la Alcaldía de su natal Cali. Una carta del presidente en la que lo felicita por el logro obtenido gracias a la nueva Ley de Cine aprobada durante su mandato.

Apenas dos días atrás, el 22 de junio, La tierra y la sombra, película que ha causado todo este revuelo, fue proyectada por primera vez en una sala colombiana. La prensa invitada pasó rápidamente de la expectativa a un silencio ahogado, claustrofóbico. Esa es la sensación que acompaña al espectador a lo largo de toda la película. Una tristeza creciente se va elaborando en la pantalla, una tristeza próxima, familiar.

“En principio, vos ya sabés de dónde viene la película –Acevedo responde en pausado caleño, sin poder evitar algunas de las respuestas muchas veces repetidas desde que los medios lo persiguen–. Yo perdí a mi mamá cuando era niño y mi papá se volvió una figura ausente. También mataron a mi abuelo y viví muy de cerca lo que mi papá sintió en ese momento: la resignación, el sentimiento de pérdida que se le ancló en el alma y que a mí en parte me tocó heredar. Esa era una realidad que yo no quería simplemente aceptar y dejar atrás. A través de la película quería mostrarle a la gente que eso no es algo normal, que no resulta natural simplemente renunciar al pasado”.

En esa intención de reivindicar el arraigo, la tierra  sostiene la película desde el primer plano. Alfonso, un viejo campesino, vuelve a su hogar después de una larga ausencia. La cámara lo espera al final del sendero, abierto en diagonal en medio de la caña. Al paso de un camión, la tierra se levanta hasta ocupar todo el plano, árida, como un abrazo violento. La misma locación y el mismo encuadre reaparecen en una escena posterior, casi idéntica, y su fuerte carga emocional se enriquece por un efecto de evocación inmediata.

A pesar de la sencillez de ambas escenas, la premeditación de los detalles técnicos y la intención narrativa no parecen encajar con el perfil de un joven realizador que está haciendo su primera película. Tampoco la elocuencia de sus respuestas, la cabeza brillante y la madurez con la que asume la inexperiencia harían pensar que César Acevedo tiene apenas 28 años.

 

 

“Cuando terminó el rodaje yo sentía que había fracasado totalmente. Yo soy consciente de todo lo que me falta por aprender. Hay un par de escenas que me chocan, en las que siento que me equivoqué y ya no puedo hacer nada más que esperar otras producciones para hacerlo distinto. Por ejemplo, ver la relación de poder que establece la cámara mediante la distancia con los personajes es algo que solo podés aprender haciéndolo, y sé que a veces no lo logré como quería”.

Ese temor parece materializarse en la segunda escena de la película. Alfonso, el viejo campesino, ha completado el camino y ahora se encuentra nuevamente en casa ante un nieto que no conoce. Las actuaciones acartonadas, los diálogos monosilábicos en los que alcanza a escucharse la voz vacilante del guionista y los personajes dispuestos sin mayor intención que caber en el plano roban fuerza al encuentro y remiten a las flaquezas de muchas películas colombianas anteriores.

“Esa es la escena que yo más odio. Me da muy duro verla. La repetí muchísimas veces. Fue la primera escena en la casa, el tercer día de rodaje. Yo tenía muchas preguntas sobre las emociones, los personajes, sus pasiones, el desarrollo de los lazos entre ellos. A mí esa escena no me gusta principalmente por la distancia de la cámara y por la posición de los actores. Luego he pensado que de pronto esa distancia funciona por tratarse de un primer encuentro; pero, de todos modos, no me siento contento y no tuve tiempo para reflexionar sobre ella y asumir que había quedado mal. Menos mal está al principio y después la película va creciendo, hasta que llega un punto en el que toda la sala está concentrada y el silencio es total”.

Los escollos interpretativos y los pocos planos débiles son superados a fuerza de persistencia: la atmósfera opresiva somete, los personajes van nutriéndose de humanidad en la rutina y la historia mínima que los une resulta cercana y contundente. Es un drama alejado de la tragedia, que alcanza gran verosimilitud en su simplicidad.

La casa a la que Alfonso regresa parece resistirse al paso de los años. Los antiguos lugareños de la zona han sido reemplazados por una interminable repetición de cañaduzales. Ya no queda nada ni nadie, solo los cuatro miembros de una familia que aguardan el retorno de un patriarca derrotado, mientras enfrentan la compleja decisión de dejarlo todo atrás o de conservar las raíces. Alicia, la abuela, se obstina en soportar cualquier adversidad con tal de no desprenderse del terruño; Gerardo, su hijo enfermo, es quien sufre más directamente las consecuencias de esta atmósfera; Esperanza, la esposa de este, vive contrariada entre la resignación y la urgencia de irse para alejar a Gerardo de las quemas que lo asfixian, y Manuel, el hijo de ambos, es un niño que empieza a descubrir los lazos y el desprendimiento, mientras pasa la mayor parte del tiempo solo, hasta el regreso de su abuelo.

A excepción de Hilda Ruiz, en el papel de Alicia, los demás son actores naturales. El niño, Felipe Cárdenas, incluso vive en una vereda cercana al lugar del rodaje.

“Fue un proceso de casting de tres meses, junto a Carlos Medina. Al principio yo quería trabajar con actores profesionales, por la carga dramática de la historia. Pero a mí no me interesaba solo la caracterización. Al tratarse de personas del campo, quería contar con esa verdad del cuerpo, con las huellas del trabajo sobre la piel. Que se sintiera que había una vida real en ellos y que pudieran transmitirla con su lenguaje, en especial por tener tan pocos diálogos”.

Fátima Toledo, coach de actores en películas como Ciudad de Dios y La jaula de oro, trabajó junto al elenco con su habitual método de confrontación con la realidad propia, para dar vida a una auténtica familia campesina del Valle del Cauca.

Conservar el punto de partida autorreferencial de una familia rota, atrapada, y llevarlo más allá de la realidad personal, recreando este hogar rural con fidelidad y riqueza de detalles, supuso para el director un proceso de distanciamiento de sí mismo y de acercamiento al contexto de la caña.

 

Las pinturas de Jean-François Millet constituyen una de las referencias más claras para retratar el contecto de la caña

 

Sin volver sobre el recurrente eje temático del conflicto armado, la película apunta a muchos aspectos de la adversidad cotidiana que viven las familias campesinas: el arraigo enfrentado con la carencia, la explotación como única alternativa de trabajo, el corazón dividido entre el apego a los padres y el futuro de los hijos. Son situaciones universales, enriquecidas aquí por la fuerza de un paisaje escasamente explorado por el cine colombiano.

“Desde la infancia, la caña hace parte del paisaje emocional de mi vida. Mi familia vivía regada por los pueblos del Valle y todos los fines de semana veía esas plantaciones desde la ventana del carro. Pero yo no podía quedarme ahí, no podía limitarme a hablar de mí mismo. Quería crear un microcosmos que hablara de temas universales.

”Conocí un poco de esa realidad por unos documentales en los que trabajé para la cvc, el organismo ambiental del Valle. Luego necesitaba regresar para terminar el guion, pero no tenía cómo. Entonces me acordé de que mi papá tenía una moto parqueada en Medellín. Yo no sabía de motores ni nada de eso, pero le dije: ‘Ve, papá, prestame esa moto’. Aprendí a montar en una semana y me la llevé para el Valle. Estuve haciendo viajes periódicos durante un año. Me metía horas por esos cultivos, me perdía, hablaba con la gente, y eso me ayudaba a entender esa sensación de vacío, de opresión, de desolación que se vive en esos lugares. Era la atmósfera que yo quería transmitir en la película. Pero lo más importante era conocer la forma en que ellos habían vivido sus vidas trabajando la caña, cómo habían sentido la tranformación de esos lugares. Hay un sentimiento generalizado de resignación, como de ‘estamos así y no tenemos cómo luchar ni para qué, ya no se puede hacer nada’. Además, mientras investigaba, hubo huelgas de corteros que confirmaron lo que yo estaba haciendo. Tenía que buscar un equilibrio entre la historia familiar y el conflicto social. Creo que logré un balance acertado; de pronto me hubiera gustado extenderme más en el contexto, pero eso daba para toda otra película”.

El balance entre esos espacios transcurre en dos niveles separados por las paredes pero constantemente vinculados por la luz. En La tierra y la sombra, el contraste entre interiores y exteriores va más allá del escenario en que tiene lugar la acción. Las ventanas dosifican esa relación entre ambientes, unas veces concentrando luz intensa desde afuera y otras filtrando su paso en mínimas líneas blancas sobre negro.

Mientras los exteriores toman como referencia el trabajo campesino retratado en las pinturas de Jean-François Millet, la oscuridad iluminada en los planos interiores se acerca a la composición pictórica de las películas de Pedro Costa. En ocasiones, la penumbra llega a ser casi total y sumerge al espectador en el mismo encierro emocional que viven los personajes.

“Era un riesgo trabajar una película tan oscura en los interiores. A los productores sí les preocupaba mucho, teniendo en cuenta que las salas en nuestro país no son de la mejor calidad; por eso aquí nosotros nunca podemos ver las películas como realmente son. De todos modos, Mateo Guzmán, el director de fotografía, y yo tomamos el riesgo de hacer la película no de acuerdo con los requerimientos de las salas, sino como tenía que ser desde el punto de vista narrativo. Ese juego entre la oscuridad y la luz no es fortuito, es algo que se construye y no es fácil lograrlo. Creo que lo conseguimos y eso fue muy satisfactorio al verla en la proyección de Cannes. Pero cuando la vimos por primera vez en Colombia, sentimos que no solo se veía lavada sino que la oscuridad no era tan viva; en algunos planos ni siquiera había sobre qué posar la mirada. Nosotros jugamos mucho con brillos especulares, pusimos pequeños objetos intencionalmente para que reflejaran, y todo eso se pierde para las salas colombianas”.

El cuidado de estos detalles llega hasta el punto de crear una locación a la medida de las necesidades. La casa fue construida para la película en función de ese juego de luz y sombra. Además de ser el principal espacio de encuentro familiar, representa la forma más concreta del terruño, del arraigo alrededor del cual orbitan las historias. Cuidadosamente levantada en medio de la nada, la casa constituye tanto un recurso técnico evidente como un personaje silencioso pero esencial.

“La estuvimos buscando desde el primer momento. Pero esa casa, como yo la imaginaba, hacía tiempo que no existía. Todas fueron arrasadas por el monocultivo. Entonces decidimos buscar un árbol grande en medio de los cañaduzales y construir allí. Afortunadamente, encontramos este samán en unas tierras privadas que nos podían arrendar, porque todos los alrededores pertenecen a los grandes ingenios azucareros y ninguno de ellos quiso ayudarnos con la película.

”En cuanto al diseño de la casa, resulta muy difícil hacer una película que transcurre en un lugar cerrado. Pero junto a Mateo y Marcela Gómez, la directora de arte, preparamos todo. Sabíamos que necesitábamos cierta distancia para la cámara y el tipo de lentes que queríamos usar; con muchas capas de pintura probábamos hasta encontrar el color de las paredes adecuado para cada luz; además, nos pusimos el reto de crear vida en el cuadro con el movimiento de los actores dentro del plano, y eso exigía cierto tipo de espacios que tuvimos que construir”.

Las paredes también separan la respiración dificultosa del paisaje exterior poblado por sonidos de la naturaleza. Sin embargo, este alivio provisional no supone que en el exterior los personajes dejen de estar atrapados. A cielo abierto, Alicia y Esperanza trabajan de sol a sombra como las únicas mujeres corteras de la plantación. El agobio de la extenuante jornada, la hiriente sensación de la ceniza sobre la piel, la caña afilada que corta las manos, todo eso empeora por el pago malo y a destiempo, y por el total abandono de un ingenio invisible que deposita el poder de la explotación en manos de un simple capataz.

“Me interesaba rescatar el sentimiento heroico que veo en esos corteros de caña. La forma en que tratan de conquistar su libertad y dignidad con un trabajo tan duro, y lo fuerte que debe ser que no haya una cabeza visible a la que vos podás exigirle tus derechos. No sé si esto genere una reflexión sobre el tema, pero en los próximos años viene una situación muy delicada en el Valle del Cauca y es que están llegando máquinas cortadoras; cada una reemplaza a 120 personas y no hay muchas oportunidades de otros trabajos. Es un panorama social difícil”.

Además de la complejidad socioeconómica, las plantaciones de caña del Valle del Cauca ofrecen una riqueza de paisajes, que define el lenguaje de los personajes. Acevedo recurre a ese mismo lenguaje y gracias a él convierte la naturaleza en una fuente de metáforas efectivas. El gran samán cubre el hogar con su sombra protectora, el sueño de un caballo encerrado que busca salir de casa despierta a uno de los personajes como una esperanza, los mirlos y los azulejos están muy cerca y el abuelo enseña a su nieto a imitar su canto. La naturaleza inmediata va tejiendo los lazos hasta convertir a estos personajes en una familia unida por elementos externos a sus problemas.

“Yo no me crié en esos cañaduzales. Los atravesé muchas veces sin estar dentro de ellos. Pero sí viví con mi padre muchos momentos de acercamiento con la naturaleza: volar cometas en el campo, silbar para llamar a los pájaros y esperar a que bajaran... Como la familia de la película está dividida y tiene muy poco tiempo para comunicarse a través de palabras –a veces ni sospechan lo que llevan dentro–, yo tenía que encontrar un mecanismo para que ellos exteriorizaran sus pasiones internas. Traté de tomar ese mundo que ellos conocen bien y destruirlo para crear algo nuevo con una intención poética. Estaba buscando un simbolismo simple que la gente entendiera no solo con la cabeza sino con el corazón.

”Para conseguirlo fue importante el tema del sonido. Junto a Felipe Rayo hicimos un gran trabajo. Felipe grabó mucho antes y mucho después. La posproducción la hicimos con gente de Chile. El mezclador vino desde Francia e hizo un gran aporte. Sin embargo, todo ese trabajo no se podrá apreciar en Colombia por el mal sonido de las salas. Es una lástima porque, además, en esta película el sonido no es solo lo que aparece en escena, sino que por momentos esos ecos del pasado solo son posibles por medio de estos recursos; como los pájaros que están presentes y vivos en la película gracias al canto grabado, aunque no existen en realidad”.

Los elementos simbólicos de la naturaleza no solo subrayan aspectos armónicos y protectores. También, quizá incluso más intensamente, remiten a fuerzas hostiles que entran en conflicto con los personajes. La ceniza es una presencia permanente, densa y abrumadora. La fuente de la que proviene, el fuego de la quema, aparece poco, administrado con rigor para acumular su tensión hasta que desencadena una reacción violenta. Se trata de una belleza sucia, ominosa, meticulosamente creada y capturada.

La calidad de la fotografía no se limita a una acumulación afortunada de postales bien encuadradas en paisajes bien escogidos. La “sombra” que anuncia el título es una atmósfera palpable. Los movimientos de cámara alternan la relación del espectador con las situaciones: en algunos casos permiten una perspectiva de testigo cercano, como cuando acompañan un pausado travelling lateral junto al abuelo y su nieto bajo el gran árbol. Y en otros involucran directamente aunque la acción salga del plano, como en la secuencia sobrecogedora, rodada entre el fuego y la tormenta, que desemboca en el fotograma promocional de la película.

“En cuanto al fuego, era muy importante para mí porque la quema es una parte habitual del trabajo con la caña. Desde el principio quería tener ese final, no solamente para darle una fuerza dramática, un clímax con signos de destrucción, sacrificio y muerte; sino porque llega un punto en el que ese infierno debe explotar, y quería mostrarlo de esta manera: como una modificación del paisaje en un ciclo que se renueva constantemente”.

Tanto el uso del fuego como elemento destructor y purificador, como los movimientos de cámara laterales, remiten a una de las referencias más frecuentemente mencionadas por César Acevedo. La influencia de Andréi Tarkovski también puede percibirse en el ritmo. En La tierra y la sombra, al igual que en películas del director ruso, como Nostalgia, el tiempo de cada escena es reposado para decantar las emociones, pero corre el riesgo de llegar al punto de volverse extenuante, aburrido, un reto para el público.

“Cuando estás comenzando en esto, es muy difícil saber en qué punto debe comenzar y terminar una escena. Eso es a mi parecer lo que los grandes maestros del cine dominan. Para mí, Tarkovski es una referencia en cuanto a la vida del tiempo dentro de las escenas. Yo quería que el espectador tuviera tiempo de sentir; que tuviera la oportunidad de experimentar, que lo que sucede no se agote en el instante en que lo está viendo sino que pueda encontrar un sentido más profundo. Por eso yo creo que este tipo de películas son de cierta manera un acto de resistencia. La gente cada vez está más acostumbrada a la excitación frente a ese alud de imágenes de las películas de Hollywood, que no te dejan pensar ni sentir nada. Y no es un problema solo de Colombia; todos los países de la región viven una especie de colonización a través de sus pantallas. Este tipo de películas representa cifras muy pequeñas en comparación, pero siento que en eso radica la lucha a través de este lenguaje. El cine, como yo lo entiendo, va por otro lado: el poder de las imágenes está en construirlas, vivirlas y sentirlas. Yo respeto mucho al espectador, pero no voy a hacer exactamente lo que espera, porque me interesa buscar otra manera de explorar el lenguaje y de contar historias”.

Una parte de esa lucha parecería estar ganada. El reconocimiento otorgado en Cannes a La tierra y la sombra, el más importante en la historia del cine colombiano, abre la posibilidad de que una cantidad de público no tan marginal pague la boleta y se tome el ritmo con paciencia hasta llegar a ese punto incierto a partir del cual la película impone su silencio en la sala. También este premio, al menos en teoría, permite garantizar a César Acevedo la realización de futuros proyectos a través de los múltiples estímulos que arañó con esfuerzo durante ocho años para materializar su ópera prima.

Esa sería la forma de justicia en que la Cámara de Oro volvería a tener incidencia directa sobre el cine, y no solo sobre los titulares de variedades que catalogan a César Acevedo como “hincha furibundo del Cali” y “bailarín experto de salsa”, pero que escasamente mencionan la película por la que fue galardonado.

“Para mí en cierto punto ya es muy aburrido seguir hablando de la Cámara de Oro. Estaba esperando con ansias a que la gente viera la película para entablar otro tipo de diálogo, que es el que me interesa. No quiero que me reconozcan. Sí sé que esto es parte del trabajo y trato de hacerlo de la mejor manera posible. Aunque acabás volviéndote una especie de robot que responde y responde. Lo que sí me ha decepcionado es que yo también estudié comunicación social y periodismo, y ahora que he tenido la oportunidad de entrar en contacto con muchos periodistas de distinto tipo he encontrado gente muy buena, pero la mayoría no respeta su profesión, no investigan nada, no son capaces de aprenderse el nombre de la película. En Cannes fue muy distinto. Hablé con los periodistas de los principales diarios y revistas, al igual que con blogueros que están comenzando. Lo que encontré fue un interés por entender el universo de la película y entrar en diálogo. Pero tan pronto regresé, un periodista me dijo: ‘Ah, estuviste en Cannes, ¿cierto?’, ‘Sí, vengo de allá’, ‘Bueno, ¿y qué tal Hollywood?’. No es fácil enfrentarse a esas cosas. Yo me tomo mi trabajo en serio y esperaría que la gente hiciera lo mismo”.

Meses antes de la explosión mediática, los ladrones se metieron al apartamento de Acevedo y lo saquearon. Recientemente, cuando regresó de Cannes con la Cámara de Oro (realmente de oro), la metió junto a trastos viejos, dentro de una bolsa de basura, en un baño cerrado del apartamento. Por las mañanas, se despertaba a mirarla, suspiraba sintiendo el brillo del oro reflejado en su calva. Recientemente, el miedo a los ladrones lo obligó a sacar la Cámara de su casa. Pronto será expuesta en un centro comercial, a pocos metros de la sala de cine, donde el público podrá tomarse fotos con el trofeo, haya visto o no la película.

Por ahora, en esta tarde de miércoles soleado, frente al Parque Nacional, César Acevedo da la cuarta entrevista del día y en ella se extiende por primera vez hablando sobre La tierra y la sombra con un medio colombiano. Al fondo, fuera del plano, se escucha el canto de los pájaros distantes, 

ACERCA DEL AUTOR


Ángel Unfried

Fue director de la revista El Malpensante. Ha colaborado en Diners, Shock, Bacánika, La República y El Heraldo. Editor y relator de varios talleres de la FNPI.