Control de calidad

Traducción del inglés de Santiago Vargas

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POR Edwidge Danticat

Enero 27 2021

© Ilustración de Roy Scott

En el avión, soñó que dos francotiradores le apuntaban a la cabeza. El anuncio de aterrizaje la despertó con un sobresalto.

El Aeropuerto Joseph Salvador estaba rodeado de muros con alambres de púas. Afuera, todo era peligroso. O al menos eso parecía indicar el edificio de concreto de inmigración y aduanas, semejante a un búnker. Le iría mejor tomando el próximo vuelo de regreso, pensó. Pero ya había aceptado escribir una complaciente historia sobre la primera dama de la isla, su antigua compañera de cuarto en la universidad.

Era el final de la tarde en la víspera de Año Nuevo, bajo unos ardientes 37 grados. En su mayoría, los otros pasajeros que estaban con ella en la fila eran expatriados; algunos arrastraban maletas repletas de productos norteamericanos, a duras penas escondidos, para el famoso estofado isleño de fin de año.

En otros tiempos quizás habría entrevistado a los otros pasajeros esperando el vuelo que se había retrasado. Pero un caso reciente de malaria y una temporal pérdida auditiva –causada por una lluvia de granadas que voló parte del techo del último hotel donde se hospedó– habían reducido su entusiasmo por cualquier cosa que no fueran los aspectos esenciales de su trabajo.

Casi era su turno en la fila de aduanas, cuando un soldado de pelo blanco y barba se le acercó. Sostenía un cartel con un retrato de ella, una vieja fotografía en la cual llevaba un casco y un chaleco antibalas mientras reportaba desde Damasco. ¿O era desde el Congo, El Cairo, Gaza o Kabul?

El anciano le hizo un gesto para que saliera de la fila y, tan pronto como lo hizo, una docena de soldados más jóvenes, vestidos con los mismos uniformes camuflados marrón-lagartija, se apresuraron a rodearla. La escoltaron hasta un lujoso salón lleno de sofás de cuero con botones y de pinturas que, por su enorme tamaño y la abundancia de detalles florales, podía adivinar que eran tesoros nacionales.

–La primera dama está ansiosa por verla –dijo el anciano en un perfecto inglés del medio oeste estadounidense. En sus ya diez años como corresponsal de guerra, siempre ha habido un déspota, o el asistente de un déspota, que habla un perfecto inglés o que se graduó entre los mejores de su promoción en una universidad de Estados Unidos. El anciano no tenía que contarle su historia. Ella ya la conocía, aun cuando no era la historia que había venido a contar.

Por petición de la primera dama, había sido escogida a dedo por los editores de su revista para escribir un artículo sobre cómo la pareja presidencial, sentada sobre la reserva de petróleo y gas natural más grande del hemisferio occidental, pasaría su primer Año Nuevo en el poder. El momento era oportuno, pues ella ya fantaseaba con la próxima etapa de su carrera. En las últimas semanas, dos periodistas, amigas suyas, habían sido asesinadas. A una le dispararon en su apartamento; la otra voló en pedazos por un carro bomba. Cuando era niña, viendo reportajes en vivo desde Kuwait, Afganistán y otros lugares, se dijo a sí misma que quería pasar el resto de su vida caminando esa delgada línea entre la vida y la muerte. Nunca imaginó el costo –no solo las arengas sexistas y racistas de los altos mandos militares, y hasta de algunos de sus colegas– ni la soledad que en general conlleva ser, con demasiada frecuencia, la única. Pero tampoco las muertes. Todas las muertes innecesarias.

Sin avisar, la primera dama salió de una habitación contigua. No había envejecido un día desde que compartían cuarto en Barnard. Llevaba puesto un bluejean sencillo y una camisa blanca de algodón, y todavía se alzaba metros sobre ella, especialmente con sus botas de tacón alto. Su pelo, negro y grueso, cortado en capas con extensiones, caía más abajo de sus hombros.

–Me alegra verte, Jess –la primera dama hablaba normalmente con un elaborado acento que mezclaba francés, inglés y español, los idiomas que creció hablando como hija única de uno de los errantes diplomáticos de la isla. Hace poco había viajado a Madrid para una conferencia sobre mujeres y sida, y por ello su acento era ligeramente castellano.

–Lamento llegar tan tarde... –dijo Jess.

–El avión se retrasó. Lo sabemos. Insististe en no aceptar nuestro avión.

–Gracias, madame, pero realmente no podía –Jess no estaba segura de cuál era el protocolo.

–Todavía soy Marlene –dijo la primera dama. Hizo un guiño al soldado de pelo blanco, quien se quitó su gorra militar y retiró la peluca blanca de su cabeza. Luego, se despegó la barba revelando un rostro joven color cobrizo.

–Te presento a mi marido –dijo la primera dama–. El presidente.

–Bienvenida –dijo riendo el presidente.

En la camioneta blindada, en medio de la caravana de diez carros que los llevaba a la residencia de la pareja presidencial en las montañas, el primer impulso de Jess fue preguntarles sobre el golpe de Estado que trajo a este joven coronel al poder, pero en cambio preguntó cómo se habían conocido. Mientras Marlene describía sus viajes de vuelta a casa y las muchas fiestas en las cuales ella y su esposo se topaban, Jess trató de mirar por la ventana para ver las calles, pero las ventanas eran demasiado oscuras, casi como persianas. Además, el presidente tenía un camino exclusivo, con barricadas altísimas que mantenían la ciudad fuera de vista.

Si hubiera estado escribiendo sobre política, este habría sido un buen punto para presionar al presidente. Pero la oficina de prensa de la primera dama le había dicho que este tipo de temas estaba fuera de cuestión.

La residencia privada había sido alguna vez un hotel cinco estrellas, con su propia discoteca, jardines botánicos, zona de caza y zoológico. Jess y sus anfitriones tomaron caminos separados frente a la fuente ubicada al interior de un lobby, bajo un techo de un kilómetro de alto.

–Te veremos en el baile –dijo canturreando la primera dama, mientras sujetaba la mano de su marido. Hizo un gesto con la cabeza para que un pequeño escuadrón de maleteros le mostrara a Jess su cuarto. Ella y su marido se veían aturdidos, como una pareja de recién casados que ha heredado un reino de billones de dólares.

La suite de Jess tenía una terraza con una vista panorámica tanto de la propiedad como de la ciudad, que había sido bombardeada por el ejército durante el golpe. Según los reportes más recientes, diez mil personas habían muerto.

A lo lejos, en el hermoso mar índigo, descubrió un barco en el que ondeaba la bandera roja y negra de la isla. Marlene había clavado una de esas banderas sobre su cama en el cuarto que compartieron durante su primer año en la universidad. “Rojo por la sangre de la gente”, había dicho, “negro por sus raíces”.

En la cubierta del barco, parejas de soldados recogían y arrojaban al mar bolsas negras del tamaño de un cuerpo. Jess deseó tener binóculos. Se apresuró a buscarlos en su bolso, pero en cambio se encontró con el largo vestido blanco de chifón, con corte de toga, que se aproximaba a lo que le pidieron traer para la gala blanca de víspera de Año Nuevo de la pareja presidencial. Entonces, escuchó música.

Desde la parte baja de la montaña llegaron los punzantes ecos de los tambores que los escritores de viajes siempre logran introducir en sus historias sobre este lugar. A los tambores pronto se unieron panderetas –cientos de ellas–luego el estruendo de las caracolas. Alguna vez, Marlene le había dicho que los ancestros esclavos de estos isleños usaban caracolas para enviarse mensajes entre ellos.

Cientos de personas con camisas de satín rojo brillante y máscaras de animales selváticos en papel maché (especialmente de tigres y leones) marchaban a lo alto de la montaña.

Jess agarró su libreta y bajó corriendo las escaleras.

La música se detuvo.

El presidente y la primera dama estaban frente a la puerta principal saludando a los músicos. La música empezó de nuevo mientras el grupo cantaba alegremente: “Madame Jess. Bienvenue. Bienvenida”.

En Barnard, la entonces Marlene Boyer estudiaba teatro. Jess la vio actuar en varias producciones universitarias: “La comadre de Bath” de Los cuentos de Canterbury, una Hester Prynne morena en versión moderna de La letra escarlata. Pero ahora Marlene tenía el escenario para ella misma. Y quería que Jess lo presenciara y se lo narrara al mundo.

 

Después de la serenata, Jess estuvo paseando por el lugar hasta el anochecer. En cada esquina había algún detalle revelador sobre el gusto de Marlene. Caminos sembrados con algunas de las orquídeas más raras y más caras del mundo conducían a una escultura alegórica de un artista de fama mundial. Bancos de felpa estaban dispuestos hacia algunas de las mejores vistas de la ciudad y del mar.

Cuatro hombres, vestidos con idéntico traje de lino beige, la seguían. Trataban de ser discretos, pero sus impenetrables gafas oscuras y el murmullo constante entre sus mangas los delataba.

Al final de un sendero bordeado por pinos todavía decorados para Navidad, se hallaba la primera dama. Se dieron el infantil abrazo que Jess había estado esperando en el aeropuerto. Luego se tomaron de las manos y se miraron la una a la otra de pies a cabeza.

–Pensé que te habrías ingeniado tu propio golpe para traer la democracia a este sitio –dijo Jess.

La primera dama se llevó los dedos a los labios.

–Oyen todo –dijo, señalando a los hombres que estaban cerca.

Las mujeres caminaron hasta uno de los bancos que miraban al mar.

–Nuestra vida no es como lo que dice la prensa mundial –dijo la primera dama. Los ojos de Jess se entretuvieron en el diamante con forma de corazón en su anular izquierdo–. No somos como nuestros padres. Somos jóvenes. Somos educados. Sí, somos ricos. Pero todavía hablan de nosotros como si estuviéramos atascados en la Edad Media, como si fuéramos salvajes.

–El registro de derechos humanos de tu esposo... –Jess no podía apagar por completo su viejo yo.

La primera dama fingió no haber escuchado.

 –Cuento contigo, Jess –dijo–. Justo como tú pudiste contar conmigo.

Jess ya se preguntaba en qué momento iba a surgir aquello. ¿Había llegado la hora de pagar su deuda?

Era la primera persona de su familia que iba a la universidad. Ella y sus padres se las habían arreglado para reunir suficiente dinero y auxilios escolares para su primer año, pero se quedaron cortos cuando llegó la hora de pagar los tres siguientes. Estaba a punto de aceptar un trabajo y estudiar medio tiempo, o retirarse del todo, cuando Marlene convenció a su familia de correr con todos los gastos. Y ahora Marlene quería una historia.

Jess fijó su mirada en aquella nave blanca, la único en medio del mar. La cubierta estaba ahora despejada, y el barco se desplazaba lentamente de vuelta a la orilla.

–¿Qué está pasando allá? –preguntó Jess, señalándolo.

–Normalmente, en víspera de Año Nuevo limpiamos la casa –dijo la primera dama–. Es control de la calidad.

El baile se llevó a cabo bajo una gran carpa en terrenos de la propiedad. Todos iban de blanco, lo cual, bajo la luz intencionalmente dorada que había al interior, los hacía ver como fantasmas festivos.

Marlene sonreía radiante mientras ella y su esposo saludaban a cada uno de los invitados. Su esposo parecía seguirle la corriente, haciendo exactamente lo que ella hacía.  Mantenía a algunos a un brazo de distancia, tiraba besos al aire y abrazaba a otros, ofreciendo el mismo nivel de entusiasmo que ella exhibía.

Jess esperó a que la fila se redujera y a que el presidente se apartara, antes de acercarse a Marlene de nuevo.

–Quisiera que escribieras un artículo sobre mí –declaró la primera dama–. Quizás no ahora, pero algún día. Y también quiero ser digna de merecerlo. “La primera dama (educada en Estados Unidos) ayuda a su gente”. Te puedo llevar a los orfanatos y a los refugios para mujeres, cosas que realmente estamos haciendo, con las que estamos ayudando.

Por primera vez desde que llegó, Jess notó una pizca de la antigua Marlene, la Marlene que, incluso con todo su dinero y conexiones, siempre se sentía un poco apartada.

Parte de la razón por la cual le había pedido a su familia pagar la educación de Jess era para asegurarse una amiga en la universidad, pero no una amiga para invitar a casa, o a su matrimonio. Un amiga de circunstancias.

Después de la cena, vino el baile. El presidente y la primera dama recrearon el primer vals de su boda, algo que al parecer hacían en cada fiesta desde entonces. Luego la música cambió, e intercambiaron parejas para que la primera dama y otro oficial pudieran bailar en silencio la misma balada lenta que Jess bailaba con el ahora inexpresivo y silencioso presidente.

Poco después, todos fueron conducidos afuera para ver los fuegos artificiales. Durante el explosivo final, su corazón corría tan rápido que Jess pensó que colapsaría. En el último año había estado demasiado cerca de demasiadas explosiones de verdad. Cubrió sus oídos y, de algún modo, encontró el camino a la residencia.

Al despertar a la mañana siguiente, Jess encontró un plato del estofado isleño de Año Nuevo en su mesa de noche.

Su cabeza todavía palpitaba, como si los fuegos artificiales siguieran estallando, ahora dentro de ella. Ignoró el estofado y fue tambaleando hacia el balcón buscando aire fresco.

El sol matutino brillaba de tal manera que el cielo se reflejaba en el mar. No había barcos esa mañana, y las calles en la parte baja de la ciudad estaban vacías.

Escuchó risas que venían de abajo. Sentados en uno de los bancos bajo su balcón, estaban el presidente y la primera dama. Todavía llevaban la ropa de la noche anterior, su traje blanco, su vestido de toga blanco. Estaban sentados, completamente quietos, mirando el mar y la ciudad abajo, como si solo ahora, finalmente, estuvieran asimilando su nuevo comienzo.

¿O acaso fingían?, se preguntaba Jess. Para ella. Para su gente. Para el otro. O para la última línea de la historia que la primera dama sabía que Jess terminaría escribiendo. «

 

ACERCA DEL AUTOR


Edwidge Danticat

(Haití, 1969) Escritora. Reside en Miami. Ha publicado Palabra, ojos, memoria, ¿Cric? ¡Crac! y Cosecha de huesos. Editorial Norma publicó en 2005 su libro El quebrantador.