Ópera prima

Quince directores colombianos recuerdan su primera película en una serie de entrevistas publicadas como libro por Eafit. Esta selección de anécdotas reúne el tragicómico proceso de varios de esos primeros partos.

POR Javier Mejía

Enero 27 2021

 

Cuando se estrenó mi película Apocalípsur (2007), un periodista me preguntó cómo era comenzar a hacer cine en Colombia y lo único que se me ocurrió decirle es que era como hacer los Juegos Olímpicos de Invierno en Lorica o Cereté. Y es que la primera película de un director es por lo general su obra más visceral, en especial en un país donde la industria cinematográfica apenas está naciendo y donde llegar a hacer una segunda producción es algo muy incierto. Fue por eso que quise saber cómo había sido esta primera experiencia para quince directores colombianos, cuyas películas son emblemáticas en el cine nacional, ficción y documental por igual, realizadas en los últimos cincuenta años. De esas entrevistas nació el libro Ópera prima (Fondo Editorial Universidad Eafit) que acabo de lanzar en la x Fiesta del Libro de Medellín.

Las conversaciones que conforman el libro transcurrieron en Nueva York, México, Medellín y Bogotá durante los últimos dos años y, como intuía, tras cada película hay un universo de historias desfachatadas, esfuerzos titánicos, situaciones azarosas y un salpicón de anécdotas tan absurdas que hacen de este oficio el más bello del mundo y, si no, el más divertido. Si no me creen, voy a empezar por contarles un par de esas historias en las que aparece un director que siento muy cercano.

A Luis Ospina lo conocía de hace años, pero una casualidad nos juntó en el Festival de Cine de Amiens (Francia). Era final de año, el frío era acojonante y alguien nos invitó a fumarnos un porro. Nos fuimos a una esquina solitaria donde el viento helado se sentía hasta la médula. Allí, muy tranquilos, conversamos y fumamos cagados de risa. Cuando terminamos el porro nos dimos cuenta de que estábamos recostados en la puerta de la estación de policía de Amiens y nos agarró un ataque de risa. Luis me tendió su mano y me dijo: “Bueno, ya trabamos amistad”. La primera película de Poncho, como le dicen sus amigos, se llama Pura sangre (1982), exponente del llamado “gótico tropical”, en la que actúan Florina Lemaitre y, claro, Carlos Mayolo. Para recopilar información y escribir el capítulo sobre esa ópera prima, nos reunimos en su apartamento y humedecimos la palabra con ginebra. Según me contó Poncho, en el rodaje utilizaban perico de verdad, y en una escena a Florina le tocaba echarse una línea –fueron dos tomas e igual número de líneas– y, como ella nunca había metido eso, al terminar la escena estaba tan ansiosa y “energética” que tomó una escoba y barrió tres veces el set de punta a punta. Luego fue el turno de hacer el contraplano de Mayolo: “Hizo repetir la toma once veces para poder darse once pases; a todos nos gustaba y afortunadamente había”. Luego, entre risas, Poncho me contaba que la película se presentó en el Festival de Cine de Cartagena y en la rueda de prensa, luego del estreno, los críticos locales la estaban destrozando: “Todo el mundo me decía que eso era una mierda, me hacían preguntas como: ‘¿Por qué en la película se dice tanto güevón?’. Y yo contestaba: ‘¡Porque hay muchos, señor!’ ”.

Con Lisandro Duque me reuní en su apartamento en Bogotá, con la mala suerte de que su gata estaba en el primer celo, los maullidos eran lastimeros, y el que haya visto una gata en celo sabe de qué hablo. Lisandro, en vez de desesperarse, le decía con ternura infinita: “Gatica, por favor, cálmate”, y me miraba risueño: “¡Ay, yo la entiendo tanto!”. La primera película de Lisandro se llama El escarabajo (1982) y es la historia de tres amigos, uno de ellos un ciclista que quiere triunfar a punta de pedalazos. Por errores y malas decisiones del productor, el actor terminó siendo un mexicano que no sabía qué era una bicicleta. “Casi hubo que enseñarle a montar en cicla, era un desastre y me tocó filmar con él”. Para rematar, en una escena de la película el muchacho debía ganarle nada más y nada menos que al campeón de la Vuelta a Colombia, Patrocinio Jiménez. Cuando llegó el día de filmar la carrera, Patrocinio se le acercó a Lisandro y le dijo: “A mí lo que me duele es perder con un tipo que ni siquiera sabe montar en bicicleta”, y Lisandro le respondió: “Sí, yo sé Patro, es un táparo, pero el cine es así”.

Con el director de Perro come perro (2007), Carlos Moreno, me encontré en Ciudad de México, donde yo estaba viviendo y él estaba de paso en la posproducción de su última película ¡Que viva la música! (2015). Moreno llegó con tamales de Oaxaca para el desayuno y conversamos toda la mañana. Recuerdo en especial los graves problemas que tuvo con la piratería. Faltando un mes para el estreno de la película, se filtró una copia de su primer corte que era utilizada para concursar en las convocatorias del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico. No se sabe cómo ni quién lo hizo, pero Cali se vio invadida de esta copia, una versión de trabajo exclusivamente para jurados, con música de referencia, canciones de salsa famosas que no iban a poder incluir jamás por el alto costo de los derechos. Así que Carlos se fue al centro a buscar la copia y la encontró en un quiosco: “Me dijeron que la habían visto en el Veinte de Julio, salí para allá y me hice el güevón: ‘Ve, ¿esta película qué?’. ‘Ah esa es nueva, está buena’. ‘¿Y cuánto cuesta?’. ‘Tres mil pesos’. Le pedí una y el tipo me sacó Satanás, la de Andy Baiz, y me dijo: ‘Lleve estas dos por cinco mil’, y le dije que no, que la buena era la mía y compré fue esa”. Luego del estreno, comenzaron a circular dos copias piratas de Perro come perro, la pirata y la original –también pirata–, entonces Carlos volvió al quiosco del Veinte de Julio y preguntó por su película: “ ‘¿Pero, cuál tenés?’, y el tipo me dice: ‘La buena y la mala’. ‘¿Y cuál es la buena?’. ‘La buena es la larga, la que dura como dos horas, porque eso luego le quitaron un mundo de cosas y le cambiaron la música, ¡se la cagaron, marica!’. Uno es muy arrogante como realizador y eso me reconcilió con un poco de cosas”.

Con Spiros Stathoulopoulos hablamos sobre su primera película, pvc-1 (2007), un recuento en tiempo real –plano secuencia con cámara al hombro– del triste episodio del collar-bomba. La historia de cómo nació ese guion es bien curiosa, casi de no creer, y está muy lejos del escenario del conflicto y el dolor de esa tragedia. De nacionalidad colombo-griega, Spiros tenía claro que su primera película debía ser en Colombia, pero no tenía esa historia que lo apasionara y a la cual entregarse de cabeza. Spiros estudiaba en Los Ángeles, mientras andaba en esas vueltas de hacer su ópera prima. Entre los muchos intentos de encontrar la historia, una vez salió a caminar a las cuatro de la madrugada y se le ocurrió una rara forma de forzar la inspiración: “Voy a subir a la montaña donde están las letras de Hollywood y antes de tocar la O que está al lado de la D ya debo tener la idea de la película”. Arrancó el ascenso, estaba amaneciendo, ya estaba llegando a la cima y no se le ocurría nada. Llegó hasta un punto donde no lo dejaron pasar, se metió como pudo y llegó hasta la D, después logró avanzar hasta la O, “y ahí me di cuenta de que esa letra se parecía al collar-bomba que yo había visto en una imagen de la prensa en Colombia, y me dije: ‘Voy a hacer la historia del collar-bomba’, bajé y comencé a escribir, así nació la idea”.

Si hay desdichas que dieron origen a películas de ficción, hay películas cuyo rodaje transcurrió entre tragedias. Tiempo de morir (1985), la ópera prima de Jorge Alí Triana, estuvo acompañada por un sino trágico durante todo el rodaje, como ocurrió muchas veces en su vida. El guion de García Márquez parecía profético, una amenaza constante, pero aunque la producción se movió siempre al filo de la navaja, y a pesar de muchos problemas, lograron sacar la película adelante. Uno de esos momentos extraños que acompañaron la película tuvo lugar en París: Triana estaba trabajando en la copia final y en el guion de El coronel no tiene quien le escriba y “Gabo me dijo: ‘¿Qué vas a hacer esta noche?, ¿quieres venir a cenar conmigo y con Kundera en La Coupole? Yo le dije a Milan que tengo un amigo que habla checo y no me creyó, vamos a darle la sorpresa’. Estábamos haciendo tiempo en su apartamento, eran las cinco o seis de la tarde, no recuerdo, cuando él recibe una llamada telefónica y se pone pálido, blanco como un papel, y pensé: ‘Algo grave sucedió’. Cuando uno trabaja en esto, uno lee la mirada, la gestualidad, y uno ve todo. Entonces me hizo señas para que tomara el otro teléfono. Era José Vicente Kataraín, su editor, y le estaba contando que el m-19 se acababa de tomar el Palacio de Justicia”. Una semana después, Jorge Alí volaba a Brasil para participar en el Festival de Cine de Río de Janeiro –donde ganaría el Tucán de Oro a mejor película–, y el piloto les dijo: “Miren hacia su derecha el Nevado del Ruiz, anoche hizo erupción a las once y quince”, y desde el avión se veía la fumarola. Triana recuerda que “era una nube como de una explosión atómica”. El Hotel Pindarito, donde habían estado hospedados semanas atrás durante el rodaje, fue el sitio por donde entró la avalancha que borró a Armero del mapa.

Pero no todo es zozobra. Con Víctor Gaviria he vivido noches largas, viajes y anécdotas maravillosas. Hay una en especial que aún me hace reír al recordarla, e incluso me han despertado a medianoche desde algún festival para que los autorice a contarla. En una invitación que nos hizo Casa de América a Madrid, estábamos allí Gaviria y yo viendo a Alejandro González Iñárritu pavonearse por el Palacio de Linares y se me ocurrió preguntarle: “Víctor, ¿vos has visto 21 gramos?”, y sin pestañear me respondió: “¡¿Juntos?! No, parcerito”.

La ópera prima de Gaviria es tal vez la película colombiana que más me ha marcado, Rodrigo D: no futuro (1990). Cuando la vi, Medellín era un infierno, una sopa en bajo que bullía sazonada de maldad; y la película retrataba la ciudad con tanta verdad y con tanto poder, que aún hoy cuando la veo me logra transmitir esa angustia y ese azare que vivimos en las horrorosas noches de los años noventa. Tenía mucha emoción de conocer los secretos detrás de esa película, pero concretar a Víctor no es fácil; quienes lo conocen saben que él tiene serias dificultades para organizar su tiempo, además a nada le dice que no. Un día lo vi llegar a una cita con un retraso de seis horas. Cuando le hicieron el reclamo, dijo: “Si, llegué unas horas tarde, pero del mismo día”. Después de varios intentos, logramos encontrarnos en su productora, donde preparaba el rodaje de La mujer del animal (2016), su película recién estrenada en el Festival de Cine de Toronto. Yo siempre había querido saber si había algún plano o secuencia de Rodrigo D que Víctor recordara con especial afecto y esto fue lo que me dijo: “Las secuencias finales de la película son mis preferidas, fueron rodadas a las dos o tres de la madrugada, cuando la gente se dormía y el barrio quedaba como un escenario. Era como si estuviera ocurriendo de verdad; en esa mentira enorme del cine, cámara, luces y acción, esos muchachos, actores naturales, estaban tan vivos, improvisaban y no diferenciaban entre la vida real y el cine”. Y luego añadió: “Esas últimas secuencias son inolvidables para mí, sobre todo el momento cuando le hacen esa especie de juicio al protagonista: ‘Vos sos un botado, vos sos un regalado, un traído... ándate, encalétate o nosotros te encaletamos’, y lo destierran a ese otro mundo sobre el cual ellos tenían tantas preguntas, si era mejor que este, porque en este ellos ya estaban muertos”.

La excitación de la primera película es inolvidable, por lo general trabajas con tus amigos más cercanos, con los que has soñado por años el momento de dar el conteo y poder decir “acción” y que la magia del cine haga lo suyo. Quien haya vivido un rodaje sabe de qué hablo: de esa familia que se conforma, de los amores y odios que nacen y se olvidan, de esa burbuja hermosa que elimina el mundo exterior; una experiencia nueva e intensa que, al igual que ocurre con el sexo, es una primera vez que nunca se olvida.

ACERCA DEL AUTOR


Javier Mejía

Director y guionista de 'Apocalípsur', la Mejor Película Colombiana en el FICCI de 2007.