El herrero y la marimba

En un municipio remoto del Pacífico colombiano, dos percusionistas de orígenes distintos se encuentran para fabricar a cuatro manos un instrumento que simula el golpeteo de la lluvia sobre techos de zinc. Esta crónica detalla un trabajo artesanal que culmina marcando el ritmo de una región.  

POR Juan Pablo Liévano

Enero 27 2021
El herrero y la marimba

 

La marimba suena como si estuvieras escuchando llover; imita el sonido percutivo del agua cayendo sobre un tejado (que en el lluvioso Pacífico, gracias a este instrumento, se escucha incluso durante la canícula). Cuando Libardo Rosero termina de tocar le pregunto qué diferencia a la marimba de Barbacoas de la de otros lugares. “Tenemos otros ritmos que no conocen en otros lados: el currulao (o berejú), la caderona, la caramba, la agualarga y la aguacorta”, recita sin pestañear. “Aquí en Barbacoas tenemos bordones de berejú que son diferentes a los que tocan en Guapi y Timbiquí”.

“Mire”, continúa Libardo, “mi abuelo se llamaba Segundo Hilario Rosero, de Altaquer. Él era indio indio. Pero blanco blanco. Fue uno de los que se fueron allá al río Güelmambí a matar liberales. Todo era por el partido, los rojos contra los azules, y él era de los azules. Eso mataron harta gente, violaron mujer, se robaron el oro. Pero mi abuelo, Segundo Hilario, se enamoró de mi abuela Ambrosia. Una negra booonita. Esa sí era negra negra. Negra de verdad. Ella era liberal y lo protegió cuando lo iban a matar. Se enamoraron. Y ahí nació mi papá, en 1904, y de ahí vino la mezcla. Mi papá era de color quemadito, así como yo, y mi mamita sí es blanca. Pero mi abuelo, el papá de mi papá, era un indio blanco, ¡hasta el pelo lo tenía blanco desde pequeño!”. “¿Sería albino?”, le pregunto. “De pronto, pero era indio original, de Altaquer, aquí al lado de Junín”.

Apenas creo lo que oigo. Los toques de marimba que Libardo heredó provienen de un indígena albino de Altaquer, un pueblo ubicado en la parte alta de la Cordillera de los Andes, un territorio que hoy en día pertenece a los indígenas inkal-awá, los “hijos de la montaña”. También me parece increíble la fecha de nacimiento de su padre, ¡1904! Eso significa que el marimbero Segundo Hilario Rosero había bajado desde Altaquer a la cuenca del Telembí a matar liberales durante la Guerra de los Mil Días. Sin embargo, el indígena conservador había sido conquistado por Ambrosia, una liberal negra.

 

Libardo es el heredero de una música zamba. Una música hija de la mezcla entre los indígenas y afrodescendientes que han convivido en el Piedemonte del Pacífico nariñense desde principios de la Colonia. Libardo es también un buenavida, un hombre con espíritu pícaro pese a su máscara seria. Aprendió a tocar marimba yendo de fiesta en fiesta a los pueblos y veredas vecinos, con su padre como cómplice. Que en tal vereda había una fiesta, y los que sabían tocar marimba eran los Rosero de Barbacoas; allá llegaban padre e hijo y los atendían con comida y aguardiente, además de arrimarlos a mujeres bellas. En ese entonces había que tener contentos a los músicos porque no había electricidad para los equipos de sonido.

Barbacoas, histórico asentamiento minero fundado en 1616, es hoy un revoltijo de cemento y madera en peligro constante de ser devorado por el imparable avance del bosque. Sus contadas calles exhiben un pavimento resquebrajado por el continuo pasar de polvorientas volquetas, anticuados camiones y caóticos cardúmenes de motocicletas. Un pueblo alejado del litoral y ubicado en la frontera natural entre la Llanura del Pacífico y las más bajas estribaciones de la cordillera andina. Para lograr llegar hasta allí, había tenido que tomar una lancha desde Tumaco, penetrar el continente a través de los manglares del litoral, remontar el majestuoso río Patía y alcanzar las faldas de la Cordillera Occidental de los Andes navegando sobre las aguas esmeralda de su principal afluente, el río Telembí. Una travesía de once horas hasta el remoto paraje.

Ahora estoy cerca del taller del marimbero en el barrio Guayabal. Ingreso a La Primavera –el estrecho callejón sin salida que lleva hasta la casa de Libardo–. Al fondo de la calle diviso al músico, que me espera con impaciencia sentado en una silla de plástico. Apenas me ve entra a su casa y sale nuevamente a la calle con un costal lleno de guaduas. Me saluda sin mirarme y me dice: “Bueno, si va a grabar grabe porque vamos a comenzar”. De inmediato vacía el costal y empieza a organizar los palos según su tamaño sobre el andén elevado del vecino, un planchón de cemento con la altura ideal de un mesón de trabajo.

La marimba del Pacífico se compone de una estructura de madera que soporta dos grupos de teclas de chonta (nombre genérico de varias palmas, entre las cuales se usa la madera del pambil y la del ualte), ubicados sobre los respectivos cilindros de guadua, dispuestos en sentido vertical, que actúan como resonadores. Las guaduas amplifican el sonido de las teclas y a su vez las hacen estremecerse, gracias a una vibración empática.

“La guadua debe tener su sonido”, dice Rosero mientras golpea un bambú con otro, sin mirarme todavía a los ojos. “Si no suena desde un principio ya no va a servir. Si hay una que no suena toca botarla”. Tuk tuk tuk, continúa golpeando las guaduas, una por una, escrutando el sonido y buscando las imperfecciones de la madera. “Si está rota, no le va a sonar. Para asegurarse usted la sopla por aquí”. Entonces toma uno de los canutos, aprieta la boca de la guadua contra la suya –una boca que está en un eterno puchero de niño grande, aburrido y bravo, como una sonrisa al revés que al principio intimida– y sopla con fuerza hasta que se le inflan los cachetes. Al confirmar que no tiene agujeros continúa: “No debe salir aire, si no le va a sonar despacito, no va a tener resonancia”. Tuk tuk tuk, sigue escuchando las guaduas. “Para ponerle el sonido uno tiene que ir calibrando el canuto, a medida que uno lo va recortando el sonido es cada vez más alto”. El maestro se detiene por un momento, deja las guaduas de lado y me mira a los ojos como si repentinamente se hubiera acordado de algo importante. “Para poder ponerle el sonido se necesita estar en silencio. Que no haya música ni ruido, si no le queda mal el tono. Nuestros abuelos acostumbraban hacer esto por la noche, cuando todo el mundo estaba dormido. Ellos las armaban de las doce a las tres de la mañana. En silencio”, dice y luego vuelve su vista a las guaduas. “Ahorita vamos a hacer una marimba de veinte teclas”.

 

Luego de comprobar el sonido de las guaduas, Libardo toma la madera que habíamos comprado y recortado unos días antes. Cuando comienza a hacer las mediciones y los trazos para fabricar “el muerto” –la estructura de madera sobre la cual descansan las tablillas de la marimba–, entra al callejón un mototaxista sosteniendo un mofle y se aproxima hasta nosotros. “Espéreme un rato ya lo atiendo”, le dice Libardo y entra en su casa. Cuando sale trae consigo una marimba grande, sin patas ni canutos y cubierta de polvo; realiza cálculos en voz alta y los repite para sí mismo varias veces, como un mantra: “Dieciséis por dentro y hay que clavar por fuera. Dieciséis por dentro y hay que clavar por fuera”. Vuelve y compara las maderas que habíamos traído del aserradero con las del “muerto” de la marimba polvorienta. “Las puntillas tienen que estar pompas”, dice el maestro para sí mismo antes de volver a entrar en su taller. Saca su pulidora, la enciende y empieza a limar la cabeza de las puntillas, una por una, hasta que quedan planas. “Ahora sí venga y hagamos lo suyo rapidito”, le dice al mototaxista.

Con la misma habilidad que despliega para hacer un instrumento musical, Libardo se dedica ahora a los oficios de mecánico. Retira el cilindro de la moto, lo asegura en una prensa y empieza a taladrar el metal. “La experiencia hace al maestro”, dice el mototaxista con los brazos cruzados y asintiendo la cabeza, como por decir algo mientras observamos a Libardo agujerear el metal de la moto. Luego el maestro empieza a martillar suavemente una pieza sobre el yunque que hay en la entrada de su casa. Es lo único que el herrero no guarda al final de la jornada y deja dormir afuera, porque, como él mismo dice: “¿Quién se va a robar un yunque?”.

 

* * *

Al día siguiente, llego muy temprano al taller. He monopolizado la jornada laboral de Libardo. Durante la mañana el aire es fresco, pero a las once el sol empieza a entrar de forma perpendicular en el angosto callejón y La Primavera se hunde en un calor sofocante. Cuando llego trabajamos de un lado de la calle, haciéndole el quite a la luz bajo la sombra de las fachadas, y cuando el sol nos alcanza cambiamos de costado, moviéndonos con el taller portátil al otro lado.

“¿Cómo era la música antes, don Liba?”. El herrero me mira por un momento y luego aprieta el martillo y vuelve sobre las puntillas. “Antes la pieza musical demoraba una hora y media. Y hasta más, dos, cuatro horas”. Tak tak, estrella el martillo contra la puntilla y el “muerto”. No debe toparse con la chonta porque daña el sonido. “Antes la gente cantaba sobre sus vivencias en el campo. Si se cansaba un marimbero, venía otro. El que estaba en el bordón pasaba a la requinta y otro llegaba al bordón mientras que el primer marimbero descansaba y tomaba aguardiente. Antes también le echaban aguardiente a la marimba. Tomaban un trago y lo soplaban encima del instrumento y eso como que sonaba más bueno. El dueño de casa le daba trago a los músicos, y si no les daba, entraban en paro hasta que les trajeran su bandeja con aguardiente”.

Libardo entra a su casa y saca la marimba polvorienta. Mientras bajan las chontas me explica: “Para las tablillas de la requinta se usa el pambil y para las tablillas de los bordones se usa el ualte. Uno tiene que salir al monte y cortar la palma cuando no hay luna. Cuando la luna está nueva. Y luego tiene que dejar esa madera quieta de seis meses a un año, secando a la sombra. No le puede dar el sol porque se raja. Si uno no se aguanta y usa la chonta antes de tiempo la afinación no le dura, se le daña”. Li y corroborar los veintisiete centímetros de la primera tablilla, Libardo corta el pambil con su segueta. Luego coloca la tablilla recién cortada sobre el trozo restante de pambil y continúa de forma mecánica hasta completar las primeras ocho tablillas, la octava más alta de la marimba.

 

“Para verificar si sirven”, dice levantando una de las tablillas con la mano izquierda y un taco de marimba con la derecha, “ellas mismas se manifiestan. Ellas mismas dicen si van a tener buen sonido, y toca respetárselo. El sonido natural, el original”. Trin trin, Libardo golpea la tablilla de pambil cerca de su oído. “Las que no sirven suenan opaco”. Cierra los ojos y golpea la siguiente tablilla. Trin trin trin. Avanza repitiendo el mismo meticuloso ritual hasta que se detiene ante una que suena con mucho menos brillo. “Mmmm, tengo dudas”, dice y agarra su machete. Empieza a pulir el pambil con cortes rápidos y decididos. “Si hay una astilla suelta se va el sonido”. Vuelve a golpear la marimba. Trin trin. Una vez termina este proceso con las ocho tablillas, se dirige a la prensa y trae un cepillo de carpintería. “Ahora hay que pulirlas antes de buscarles el tono”.

Al terminar, pone las tablillas nuevas sobre “el muerto” con las almohadillas de caucho que hicimos el día anterior (recortes de una llanta vieja de moto que hacen las veces de colchón para impedir la fricción entre el cuerpo del instumento y las teclas): “Ahora sí, vamos con la primera”, dice el maestro. Golpea primero la tablilla de la polvorienta marimba modelo y la compara con el sonido de su homóloga. “Para bajarle el tono, uno le baja el grueso a la madera”, dice Libardo mientras agarra esa tablilla y la desbasta por debajo con el machete. Vuelve a escuchar ambas maderas y asiente satisfecho. “Yo aprendí de los de Timbiquí que si a uno se le pasa el tono, toca quitar madera desde la punta de la chonta, hasta una pulgada de distancia de la punta de la tablilla, no más”. “Don Libardo, ¿quién hizo esa marimba?”, le pregunto, señalando el instrumento polvoriento que servía de modelo para el sonido de la marimba que ahora construíamos juntos. “Marino Beltrán”, me responde. Beltrán, oriundo de Timbiquí, es uno de los intérpretes más reconocidos del instrumento a nivel nacional. Libardo sigue como si no lo hubiera interrumpido. “Entonces, quitándole el grueso uno le baja el tono y quitándole el largo se pone más aguda, ella se arrequinta”.

 

* * *

El 25 de diciembre, tres días después de haber iniciado la construcción, como traída por el mismísimo Niño Dios, la marimba de Barbacoas está terminada. Cuando acabamos, Libardo se toma un aguardiente Nariño y se pone a tocar para disfrutar del instrumento. El marimbero inicia su interpretación con tranquilidad y poco a poco las melodías del Piedemonte del Pacífico, catalizadas por el aguardiente, se van apoderando de él. Con cada repetición de los ciclos armónicos, los tacos de Libardo revuelan sobre las tablillas con más soltura, alcanzando notas nuevas. El maestro, ya entrado en calor, exhibe su estilo que nada tiene que envidiarles a la limpieza interpretativa de Hugo Candelario, ni al embrujo ancestral de Gualajo, representantes de la marimba del litoral caucano de Guapi. La marimba resuena y los niños del barrio, alumnos del marimbero, van llegando y se aglomeran a su alrededor. A falta de instrumentos reemplazan bombos y cununos con timbos de plástico y el currulao se derrama por La Primavera. Mi marimba llega al mundo con el privilegio de ser tocada en ese concierto callejero. Ya no puedo esperar para dar el siguiente paso: aprender a tocarla.

Con ese propósito vuelvo al taller de Libardo unos días después. La casa del herrero es más alta que ancha: una combinación de concreto, madera y tejas de zinc, de tres pisos y apenas seis metros de ancho. Subimos por una escalera muy empinada. En el segundo piso me encuentro una talanquera humana conformada por tres nietos que me miran dichosos, y su mujer, que tiene un moño alto y está en piyama. Me siento algo avergonzado y agradecido de participar en la intimidad de este momento matutino. “Vea, siéntese”, me dice Libardo señalando una butaca de madera. Me pasa un pocillo con un tinto azucarado y un pan, y luego se ubica mi lado. Me siento en confianza, así que le pregunto: “¿Qué lo hace a usted especial como marimbero?”. Libardo sorbe su tinto, se sienta derecho y me dice: “Que toco música tradicional que mi papá tocó antes. Y que hago mis propias creaciones musicales. Invento una canción, alguien viene y canta, y yo lo acompaño sin haber ensayado. También me hace especial que tengo la capacidad de tocar la música de otras regiones. Por ejemplo la de la Zona Andina, que es diferente a la de acá. Esa música es un poco más acelerada, más rápida. Es alegre pero no es de la Costa Pacífica. Son toques de la sierra, ‘La Guaneña’, ‘El sanjuanero’ y los toques de los carnavales de Pasto. Venga le muestro”. Bajamos las escaleras y sacamos la marimba al callejón. Libardo saca sus tacos y antes de empezar a tocar en la marimba recién construida me dice: “Esta es ‘La Guaneña’... ”.

Me sonríe cuando deja de tocar, y aprovecho para guiarlo hacia lo que he estado esperando. “Y entonces, ¿cuáles es que son los ritmos de Barbacoas?”. Libardo hace su eterno puchero. “Vea, esta es la aguacorta. Primero le muestro el bordón y después le muestro la requinta”, dice el herrero, mientras comienzan las lecciones de marimba. 

ACERCA DEL AUTOR


Investiga sobre músicas afrodescendientes. Actualmente cursa la maestría de antropología en la Universidad de los Andes.