Un genocidio en venta, ideas para un museo del terror

Hace algo más de 25 años, Camboya fue arrasada por el peor de los ciclones, el ciclón humano. En un abrir y cerrar de ojos, los Khmer Rouge sembraron la escalofriante cifra de 10 millones de minas quiebrapatas a lo largo y ancho del país. Con ellas pretendían mantener afuera al enemigo. No lo consiguieron. Lo que sí lograron fue ahuyentar del país toda esperanza de futuro.

POR Claudia Steiner

Enero 27 2021

 

Con su exquisita arquitectura de los años treinta, sus baños de baldosas verdes y negras, y una piscina como un espejismo en medio del calor asfixiante de julio, el Grand Hotel d’Angkor parece estar en el sitio y en el tiempo equivocados. El viajero se siente en una película francesa sobre Indochina, en la cual los meseros y meseras caminaran lentamente envueltos en sarongs y sirvieran aperitivos de champaña y vinos exclusivos. En el elegante comedor de este monumento a la nostalgia colonial se fusionan la cocina asiática con la francesa, y los platos tienen poco que envidiarles a los de la vecina Tailandia. El hotel es todo un lujo que contrasta con los veinte dólares diarios que cobra un guía por acompañar al visitante a las famosísimas ruinas de Angkor Wat, a sólo seis kilómetros de distancia, y con los cuatro dólares que se pagan por comer en el mejor restaurante del lugar. Si el turista decide no taparse los ojos mientras espera el taxi que lo llevará a las ruinas, podrá ver que en el paisaje no falta ninguna de las tristes realidades que denotan las estadísticas. En Camboya la expectativa de vida es de tan sólo 49 años, la mortalidad infantil la más alta de la región y el 65% de su población mayor de 15 años no sabe ni leer ni escribir. Casi todo el presupuesto del gobierno procede de la ayuda internacional, mientras el sector informal crece y crece, al igual que el negocio de la heroína.

Angkor Wat es uno de los monumentos budistas más espectaculares de Asia y fue construido con la intención de encarnar arquitectónicamente el cosmos. Desde allí se gobernó, entre los siglos ix y xvi, gran parte de lo que hoy es Tailandia, Laos y Vietnam. Sin embargo, todo lo que rodea a la magnífica ciudad templo se contrapone a las ideas de perfección. Valga un ejemplo: una noche, al salir de un restaurante, vimos un papel pegado en un poste de la calle. Habría sido fácil suponer que era el anuncio de un hotel barato para viajeros. Pero no; la nota, escrita a mano y en inglés, invitaba a ver el “Museo de la guerra civil”, un museo levantado, según quien la escribió, para mostrar los horrores de la guerra y al mismo tiempo para contribuir a la desactivación de las minas terrestres o “quiebrapatas”.

En Camboya, por más esfuerzos que uno haga, resulta imposible escapar de ese mundo defectuoso en el cual los períodos históricos se dividen en genocidios e invasiones, y en donde el odio le ganó miserablemente al budismo, la religión que más pregona la paz. Después de leer el tosco anuncio del museo, era difícil dejar de preguntarse si a los turistas les interesaría conocerlo. Probablemente no; con seguridad muy pocos estarían dispuestos a corresponder a esa enigmática invitación. Para la mayoría, ya era suficiente esfuerzo tener que caminar entre los laberintos de las ruinas evitando pisar mendigos mutilados.

O casi. Entre los fans de la adrenalina, la posibilidad de que alguna mina quiebrapatas se encuentre todavía en la selva sólo agrega —si acaso— un poco más de emoción a la aventura del verano. Y es que el turista corriente que viaja a Siem Reap en Camboya no va precisamente a encontrarse con los recuerdos del pasado cercano. Lo que los turistas quieren ver es pasado pasado, el muy lejano. Uno en el que puedan sentirse émulos de Indiana Jones en el Templo de lo que sea, sudando en medio de los espectaculares bajorrelieves tallados, esas dos mil apsaras, o bailarinas celestiales, que saltan de las paredes de piedra y cambian de tonalidad con el paso del sol.

Las construcciones de la ciudadtemplo, apabulladas por las raíces de árboles centenarios, más que por un acto de resistencia parecen sostenerse por el milagro de estar ubicadas en un lugar sagrado al que sólo hace un par de años comenzaron a regresar los monjes budistas. Ellos, al igual que miembros de las minorías étnicas, muchos intelectuales o simplemente personas con relaciones en el exterior, fueron expulsados o asesinados durante el intento de los Khmer Rouge de transformar a Kampuchea Democrática en una sociedad agraria, versión radical del maoísmo radical. Pero así como lentamente los arqueólogos franceses y japoneses restauran la ciudad, tímidamente también comienza a hacerse familiar el color naranja de las túnicas de los monjes. Algunas veces colgadas con discreción en los patios de las pocas casas cercanas a las ruinas, y otras, como manchas fugaces que se esconden tras los altares espontáneamente erigidos entre los laberintos. Las figuras esquivas de los monjes parecen disolverse entre el humo espeso de las velas y el olor a incienso encerrado en las piedras macizas de la ciudadtemplo.

 


Un museo de minas quiebrapatas

 

Camboya es quizá el país más densamente minado del mundo. Se dice que tras la derrota de los Khmer Rouge, éstos dejaron 10 millones de minas en el campo. Una por cada persona en Camboya. Y eso es, justamente, lo que el Museo de la Guerra Civil quiere recordar y, de paso, vender, como hacen todos los museos del mundo. Con una diferencia: aquí no se trata de exhibir los tesoros nacionales, ni de mostrar los grandes logros de la sociedad ni mucho menos de diseñar un lugar que permita a la nación convencerse de la existencia de un pasado común. El Museo de la Guerra Civil es el pequeño patio de una casa campesina en medio del campo desolado. Sobre unas tablas de madera, los dueños de la casa han dispuesto una gran variedad de artefactos militares. Minas, granadas, balas y ametralladoras inútiles yacen en un relativo desorden. Pegadas en las paredes, se pueden observar algunas fotografías y dibujos sacados de panfletos que pretenden educar sobre el peligro de las minas. En general, son ilustraciones de mujeres y niños en el momento de la explosión.

El museo es atendido por dos personas, un hombre y una mujer. Con un inglés limitado, el señor me cuenta que a los ocho años se incorporó a la guerrilla de los Khmer Rouge, que luego se unió al ejército vietnamita y que ahora desactiva minas con el apoyo de algunas ong’s y de las donaciones que los turistas dejan en el museo. Una vez termina su historia, me muestra algunas cartas del gobierno de Camboya y de otras organizaciones que reconocen su invaluable trabajo. El siguiente paso de la visita consiste en una demostración práctica de cómo se desactiva una mina, acto que lleva a cabo en una parcela sembrada con plantas y en la cual se aprecian, diseminadas por aquí y por allá, montones de minas inservibles. Su mujer hace notar entonces que es el momento de las fotos. Luego, me señala un estante, cerca de la caja para las donaciones, en el que se encuentran algunos objetos para la venta, así como fotografías de campos minados. Es el “souvenir shop” de este particular museo, cuyo principal atractivo parecen ser las camisetas. De color verde militar, reproducen los avisos de prevención de las zonas minadas: una calavera pintada con letreros en inglés y en camboyano, que anuncian la presencia de minas quiebrapatas.

Museo, de acuerdo con el Merriam Webster’s Collegiate Dictionary, viene del griego mouseion (“de las musas”) y es definido como una institución dedicada al estudio, cuidado, preservación y exhibición de objetos con valor e interés duradero. Los museos como instituciones de memoria serían parte de lo que el historiador francés Pierre Nora definió como lieux de mémoire. Algunas veces, sin embargo, estos “lugares de memoria” trascienden los espacios físicos de los museos. En el caso de Camboya casi que ni falta decirlo: los lieux de mémoire están en los campos desolados y sin cultivar, en las carreteras por las cuales raras veces pasa un carro, en los letreros que advierten permanentemente sobre la presencia de minas quiebrapatas, en la pobreza inmensa que dejó la guerra. La memoria se encuentra también en los cientos de mendigos mutilados y en los niños con abanicos que se abalanzan sobre los turistas acalorados con la esperanza de recibir alguna moneda.

Si de acuerdo con las definiciones los museos son lugares en donde se unen los objetos y las ideas de una sociedad para constituirse en lugares de memoria, el Museo de la Guerra Civil camboyano parecería transgredir su función. A diferencia de otros museos donde los objetos son exclusivos y están congelados en un tiempo estático, los del museo de Siem Reap son artefactos cotidianos de una vida que va más allá de las humildes paredes que resguardan la exhibición. Afuera están los mismos objetos, enterrados, esperando detonar su carga de odio sobre las piernas de alguien que tenga la mala suerte de pensar que lo que ya pasó, pasó. Casi se podría pensar que el dueño del museo, en una particular arqueología de la guerra, se ha dedicado a desenterrar el presente.

 

 

De pierna en pierna

 

Si hay algo que se demora en tener un pasado son precisamente las minas quiebrapatas, las cuales son sin duda armas bastante particulares. Por un lado, como lo documenta el investigador Frank Faulkner1, con las minas, a diferencia de otras armas, no se puede establecer un acto discriminatorio que permita seleccionar al blanco de ataque. Una vez dejadas en el terreno, no existe forma alguna de distinguir entre las víctimas: las minas estallarán sobre cualquier persona que pase por el lugar. Por otro lado, las minas permanecen en tierra mucho tiempo después del cese de hostilidades, de manera que aun en tiempos de paz siguen cobrando víctimas.

Es interesante anotar que gran parte de las campañas contra el uso de minas proviene del cuerpo médico, un dato obvio si tenemos en cuenta que son ellos quienes más contacto han tenido con el sufrimiento que producen las minas quiebrapatas. Muchos médicos han calificado a ese dolor de “innecesario” y  han pedido que tales armas sean consideradas un problema de salud pública en todo el mundo2. El argumento es que, dependiendo del tipo de arma, ésta pueda ser declarada ilegal si el daño que causa al combatiente se considera excesivo cuando se compara con la ventaja militar de su empleo. En el caso de las minas no existe ninguna duda acerca de dicha desproporción, lo que ha llevado a considerarlas no como un arma, sino como un crimen contra la humanidad. La pregunta que se hacen quienes lideran la campaña contra las minas es si puede justificarse el uso de un arma que mata o hiere alrededor de 2.000 personas inocentes al mes y que continúa siendo mortal décadas después de la terminación del conflicto que llevó a plantarlas3.

Según los expertos, el impacto sobre el cuerpo es inmediato, y la víctima, física y emocionalmente, arrastra las marcas del trauma toda su vida. La explosión tiene además el efecto de disparar desperdicios (plástico, metal, tierra, vegetación y bacterias) que se incrustan en el cuerpo de la víctima. El grado del daño se determina por la cantidad de carga explosiva, y lo menos que alguien puede esperar es perder un pie. Entre los niños, menos robustos que un adulto, el daño esperado es mayor. Pero si las consecuencias a nivel individual son desastrosas, no lo son menos en términos de su impacto en el cuerpo social. De acuerdo con el artículo citado anteriormente, se calcula que una mina puede comprarse por tres dólares, mientras que los costos para desactivarla van de los 200 a los 1.000 dólares. En 1996, las Naciones Unidas mantuvieron 5.000 expertos en el campo, que sólo consiguieron desactivar 85.000 unidades. Se estima que durante ese mismo período se colocaron 2,5 millones de minas nuevas.

El hecho de que las minas se encuentren casi siempre en las áreas rurales del Tercer Mundo también trae graves consecuencias. Las víctimas, generalmente campesinos que viven de su trabajo físico, una vez sufren la amputación de alguna de sus piernas, o de ambas, se convierten para sus familias en una carga que éstas rara vez pueden sostener. Según informes de quienes han seguido de cerca algunos casos, muchas de las víctimas terminan convirtiéndose en mendigos. Igualmente grave es la inutilización de los terrenos, ya que es casi imposible para los desplazados por la guerra volverlos a aprovechar. En el caso de Camboya, Faulkner calculó en 1997 que el país necesitaría transferir todo su pib hacia la limpieza de las minas para erradicarlas en los siguientes 5 a 7 años. De lo contrario, y si no existe un esfuerzo internacional para resolver este problema, dice el articulista, los camboyanos lo harán ellos mismos, pierna por pierna.

 

 

La memoria del presente

 

La característica más patente del museo es su total silencio sobre los dos millones de personas (de los siete millones de la población total) asesinadas durante los veinte años de violencia. No hay ninguna información que permita al visitante conocer algo de la historia de Camboya, de su desafortunada ubicación geográfica en medio de un conflicto en el que, al menos inicialmente, intentó mantenerse al margen. No se menciona por ningún lado a las superpotencias que vieron al país como un sitio estratégico para sus intereses imperialistas. Tampoco se habla de los ardides políticos y de las alianzas entre gobiernos que hicieron posible el surgimiento de la dictadura de los Khmer Rouge bajo el mando de Pol Pot. No se hace ningún esfuerzo por intrigar al visitante acerca de los responsables del genocidio.

Es precisamente esta negación la que hace importante al museo, pues en él se reflejan la memoria del presente y el legado de la guerra. Parecería que lo único persistente en la memoria de quienes la vivieron son los artefactos del genocidio, sin ninguna mediación política, sin explicaciones. El museo puede ser visto entonces desde cualquier perspectiva que elija el visitante: como un culto a las minas quiebrapatas, como una labor humanitaria o como una sencilla forma de supervivencia. En el mundo actual el turismo se ha convertido en una industria que genera grandes utilidades y afecta la vida social y cultural de los países (lentamente se convierte también en cátedra obligada de algunos departamentos de antropología). Ninguna sociedad puede sustraerse a sus encantos económicos. La esperanza de personas como el dueño del Museo de la Guerra Civil es que a cambio de unos pocos dólares se puedan vender también las memorias del horror. Pero el hecho no es tan simple: también refleja el pasado culpable y la necesidad de futuro de todo un país.

Sin embargo, el turismo en los países que apenas salen de la guerra tiene sus límites. Una cosa es sentir cierto peligro; eso le añade picante al paseo y a las historias que uno cuenta después de revelar las fotos del viaje. En cierto modo, es una especie de memoria corta y al mismo tiempo la prueba contundente de que estuvimos allí, más o menos como sucede en Vietnam, donde turistas y exsoldados se meten en las antiguas trincheras para imaginar, aunque sea un poquito, lo que pudieron sentir los que murieron en la guerra. Otra cosa es pagar para ver niños sin brazos o mujeres sin piernas como en Camboya.

 Al salir del museo, por una extraña peripecia de la memoria, recordé una conversación sostenida hace ya varios años en la Universidad Nacional con Henry Salgado, en ese entonces un estudiante que estaba terminando su tesis sobre movimientos sociales en Urabá. Me comentó que no era la cantidad de gente armada lo que más lo había impactado en la región. No; fue un día, cuando mataron a alguien en la mitad de la calle en Apartadó y una niña de diez años subió corriendo a su cuarto en el hotel y le preguntó con los ojos muy abiertos: “¿Quiere que le cuente cómo quedó?”. Y en el calor húmedo de Camboya vi claramente a esa niña: una guía del turismo del terror para nuestro futuro museo de la vergüenza.

ACERCA DEL AUTOR


Claudia Steiner

Ph. D. de la Universidad de California en Berkeley y docente universitaria. Hace parte del comité editorial de El Malpensante.