El dolor es verdad

El boxeo se presenta en este ensayo como un remanente contemporáneo de nuestra propensión a lo cruel. ¿Se puede acaso explicar la violencia de este deporte sin reconocer nuestro propio regocijo ante la brutalidad?

POR Jimmy Tobin

Enero 27 2021

© Ron Koebeber•Getty Images

 

Es refugio de todo tipo de estafadores, una rueda de la fortuna accionada por una mezcla insoluble de dinero y sangre. Con su típica agudeza, John Schulian rotuló el boxeo como “el deporte más cruel”, e incluso los inexpertos pueden apreciar lo conveniente de dicho apelativo. ¿Qué se puede decir de un deporte cuyos practicantes más venerados –Joe Louis y Muhammad Ali entre ellos– son igualmente íconos del éxito y el sufrimiento? ¿Que el camino al estrellato emerge de un sombrío tráfico de carne, carroña y exhumación? El boxeo en sus peores facetas parece casi inimaginablemente cruel.

Que la gente tenga afinidad con el boxeo, a pesar de su crueldad, es obvio; pero las razones de dicha afinidad son difíciles de determinar. Para preservar su simpatía –aunque más probablemente para justificar sus propios gustos– los devotos defienden el boxeo. Algunos lo defienden como un medio para liberar al pobre de sus grilletes socioeconómicos. El legado del recientemente fallecido Emanuel Steward, cuyas proezas en el entrenamiento y la administración ayudaron a muchos chicos a dejar los barrios bajos y a convertirse en el foco de atención, es un ejemplo contundente del potencial del deporte en este respecto. Tal razonamiento, sin embargo, no hace ninguna referencia a la crueldad inherente al boxeo. Simplemente intenta justificarla, y puede hacerlo solo si se argumenta en defensa de su mera potencialidad, pues el boxeo es todo menos un camino seguro al éxito. Más aún, la falsa esperanza puede llevar a la ruina –y es una falsa esperanza alentada por argumentos que dependen de la excepción a la regla–. Hay crueldad en ese aliento, en apoyar la visión de una esperanza a menudo nublada a golpes.

Recurrir a la historia es otra táctica común para defender el deporte. Boxear es un deporte antiguo, dicen, y esto solo sirve como una prueba de su mérito. Ha sufrido persecución legal, la mano virulenta del crimen organizado; ha sufrido la tragedia entre las cuerdas y la marginación en los medios impresos y la televisión. Y aún así, el deporte persiste. El que términos como “nocaut”, “contra las cuerdas” y “aguantar los golpes” hayan sido apropiados por el vocabulario común sugiere que, por más repugnante que sea, es improbable que el boxeo vaya a abandonarse en un futuro próximo. La violencia siempre encontrará una audiencia. Y aunque el visto bueno de la historia pueda ayudar a su supervivencia, es difícilmente una defensa satisfactoria cuando es tu hermano, tu padre, o tu marido el que está siendo apaleado y explotado como mercancía.

La libertad personal es otro ángulo popular para defender el boxeo. La gente es libre de practicarlo, dice este argumento, y por lo tanto cómplice de los males que le sobrevienen. Pero si el trayecto al ring es uno de los únicos caminos a seguir por los desprovistos, ¿entonces qué tan libre es uno de escogerlo? Los apologistas argumentan que la gente es libre de preferir sus intereses, pero eso es un sinsentido. Podemos nutrir lo que nos gusta, pero no escogerlo, justo como no escogemos lo que nos disgusta: estamos inclinados, de un modo u otro, mucho antes de articular esta inclinación. Pero revisemos este argumento de elección y libertad nuevamente. En ningún lado enfoca la crueldad en el boxeo. ¿Es esta ausencia una admisión implícita de que, en efecto, la crueldad no puede ser justificada?

 

Una aproximación más honesta a la presencia de la crueldad en el boxeo es conceder la fealdad, “reconsiderar la crueldad y abrir los ojos”, como sugiere Friedrich Nietzsche. Para él, el romano en la arena, el cristiano en los éxtasis de la cruz, el español en el auto de fe, son ejemplos todos de indulgencia voluntaria ante la crueldad. El ring de boxeo no es la excepción. ¿Qué más puede ser para aquellos que celebran el drama de una vida potencialmente truncada, para aquellos que aclaman apasionadamente ante la destrucción de otro hombre, y que en su entusiasmo aceptan las pútridas maquinaciones que engendran las peleas profesionales, sino indulgencia ante la crueldad? No hay manera de mitigar la crueldad en el boxeo porque es precisamente esta –santificada en el lenguaje y espectáculo del deporte– lo que nos hechiza.

¿Por qué, entonces, nos atrae el boxeo? No puede ser simplemente por un ánimo de competencia, ya que esta no tiene que ser cruel. Tampoco el nacionalismo es una respuesta suficiente. Aunque es un tema dominante en el boxeo, aquel no siempre conduce a la crueldad. El Mundial de la FIFA y otras competencias globales dan amplia oportunidad para hacer ondear banderas sin ser partícipes de la crueldad. La conexión necesaria con lo cruel también está ausente del argumento según el cual el entusiasmo racial puede explicar el atractivo del boxeo. No, su atractivo va más allá de la competencia y el orgullo nacional o racial, más allá de la esperanza y la historia. 

En su ensayo, “Violence, Violence”, Ted Hoagland escribe: “El atractivo del boxeo es su drama y su gracia, una gracia tempestuosa que asciende a un ballet improvisado, exigente”. Uno se imagina a varios entusiastas del boxeo avalando esta explicación. El deporte alcanza su cúspide, la recompensa del espectador es mayor, cuando la acción es rica en drama. La segunda afirmación de Hoagland es más jugosa: que la “gracia” del boxeo contiene gran parte de su atractivo. Hoagland usa la gracia como un criterio estético, y la introducción de la estética a la discusión revela mucho acerca de la psicología de los fanáticos del deporte. Para nuestro propósito, la estética puede incluir tanto la belleza del combate como el mérito artístico de aquellos elementos de la pelea que pueden ser evaluados técnicamente (tales como la figura del peleador, su habilidad de adaptarse y la eficacia de su estrategia).

Tanto la estética como la apreciación técnica del boxeo sirven como artificio. Filtrar el deporte a través del lente artístico y del análisis técnico es una manera en que los entusiastas del deporte concilian la sed de sangre con la corrección. Pero a pesar de que este intento de reconciliación es suficiente para aplacar sensibilidades modernas, no puede limpiar del todo al deporte, ya que el boxeo, tanto en su historia como en su esencia, desafía tal limpidez.

Al apreciar una pelea estéticamente, uno glorifica la violencia y sus consecuencias. El lenguaje de lo estético supone aislar al que aprecia, de tal forma que no enfrente la verdad, induciéndolo a pensar que es una perspectiva más alta y refinada con la que disfruta viendo a hombres que se aturden los cerebros. Pero este lente no mitiga la brutalidad del evento. Más aún, a los asuntos más brutales se les atribuye el mayor valor estético. La salvaje primera pelea entre Arturo Gatti y Micky Ward, por ejemplo, es mencionada con tonos reverenciales a pesar de que la maestría boxística no es precisamente el mérito de ambos contendientes. Incluso el analista técnico piensa que interpreta esta dolorosa fisicidad desde la distancia. Aquí, una nariz rota es producto del posicionamiento, o del ritmo, o de haber capitalizado errores. Hay verdad en estas observaciones: los boxeadores sí establecen estrategias. Pero el analista, como sea que trate de intelectualizar la contienda, es guiado en sus observaciones por un interés en un deporte fundamentalmente cruel.

 

Si la pregunta de por qué la gente se siente atraída hacia el deporte más cruel encuentra respuestas en el uso de artificios, la pregunta se convierte entonces en: ¿a quién queremos evadir con este lente estético?, ¿y por qué?

En su ensayo “El deporte más cruel”, Joyce Carol Oates llama al boxeo “una imitación estilizada de un combate a muerte”. Es un equivalente de la lucha humana en términos de vida o muerte en el que, mientras más cercana sea la muerte, mayor el mérito de la contienda. Este mérito depende de la presencia de la brutalidad, la cual produce un placer atávico en el guerrero y lo que Oates denomina “el triunfo del genio físico”. El apoyador que en fútbol americano entierra al corredor en el césped, el delantero que clava la bola a pesar de ser cubierto por el defensa, el pitcher que congela al bateador con una bola rápida, son todos ejemplos del triunfo del genio físico. Para el entusiasta del boxeo, sin embargo, estas proezas palidecen en comparación con lo que se logra cuando un hombre de torso desnudo, manos enguantadas y malas intenciones pone de espaldas a su oponente. Pero el placer en esta actividad no puede conseguirse sin suprimir –por lo menos durante 48 minutos– la conciencia formada por valores modernos. Sin esta supresión la intención del boxeo y sus brutales manifestaciones repelerían, como a menudo lo hacen, a las sensibilidades modernas. Aquí es donde el artificio moderno se vuelve tan valioso. Ofrece un medio para evadir la angustia de la conciencia moderna clasificando al deporte más cruel como un arte –y el arte es aprobado sin importar cómo y a quién ofenda–.

Para el abolicionista, esta supresión es imposible. En la sociedad moderna el deporte más cruel debe ser tabú. Pero para los fanáticos del boxeo, la supresión temporal de los valores y la conciencia modernos es tan deseable como posible. Y es un recordatorio de que la humanidad, por sobre todos los adornos de la civilización, aún exalta al conquistador; que sin importar la iluminación de la modernidad, es la antigüedad y un estómago para lo cruel lo que la inspira. Con la trayectoria directa de un jab, el boxeo presenta un camino de vuelta a un mundo sin las restricciones de los valores puritanos, el humanismo y la supremacía de la razón –todos ellos símbolos de la modernidad–. El boxeo acepta el dolor como una herramienta pedagógica; hace de la búsqueda de superioridad, y de la capacidad de distanciarse del otro, una virtud.

Quizá parte del atractivo del boxeo radique en que su crueldad apela a la visión atávica.

“El dolor es verdad; todo lo demás está sujeto a la duda”, dice el coronel Joll en Esperando a los bárbaros, de J. M. Coetzee. Es un enunciado que uno puede imaginar garabateado sobre la pintura descascarada de una pared de gimnasio. El boxeo, como cualquier campo de pruebas, proporciona verdad, y esta verdad tiene la credibilidad adicional de ser forjada por el dolor. Cuando un hombre es golpeado por los puños de otro, el espectáculo atrae no solo por su violencia –y el triunfo del genio físico– sino también por su credibilidad epistémica. Es una credibilidad que aumenta por el dolor. La verdad que se encuentra entre las cuerdas es primaria; en su inmediatez se presenta sin mediación psicológica alguna. Aunque no cualquiera ha sufrido ante las manos articuladas de un boxeador, todos estamos familiarizados con el dolor. El dolor es innegable –no lo cuestionamos, no dudamos de él–. Si el dolor es en efecto verdadero, si el coronel Joll está en lo correcto, entonces el ring promete verdad.

Incluso en los casos en que la autenticidad del evento podría cuestionarse, la verdad de lo que se aprende es segura. Las malas decisiones, por ejemplo, a pesar de recompensar al peleador equivocado con la victoria, también ofrecen verdad, la verdad de que una injusticia ha sido cometida, que tales injusticias son posibles en el deporte; que la forma más eficaz de lograr la victoria es la más violenta, y que por ello el deporte es, sin lugar a dudas, cruel. Ejemplos menores de estas verdades incluyen al peleador que sonríe tras recibir un gancho al hígado y cuyo dolor es traicionado por su intento de enmascararlo, o la desganada súplica del peleador derrotado que desea continuar incluso después de la intervención final del réferi. En casos como estos, uno puede cuestionar la autenticidad del evento al mismo tiempo que adquiere verdades acerca del deporte, de los participantes y, por supuesto, de la audiencia. Este valor epistémico contribuye al atractivo del deporte. Tal vez el boxeo, despojado de sus laureles, es, en parte, una manifestación de nuestro deseo de saber. Queremos celebrar la fuerza descaradamente, queremos la dura verdad, la cruda realidad; queremos la autenticidad del dolor (así como la nuestra propia). Y es en el boxeo, el deporte más cruel, donde encontramos satisfacción.

 

ACERCA DEL AUTOR


Es profesor universitario de lengua inglesa. Su trabajo ha sido publicado en The Cruelest Sport, The Fight Network y actualmente escribe para 15Rounds.com