Los hijos que retornamos

Venezolanos en Colombia

Las cifras son alarmantes, pero insuficientes para transmitir lo que la inmigración masiva supone para cientos de miles de venezolanos. Estas cuatro crónicas arrojan luz sobre las leyes, las fronteras, las familias, la gastronomía y los acentos de la variopinta diáspora vecina.

POR Karem Racines

Enero 27 2021
Oleadas de venezolanos cruzan el Puente Internacional Simón Bolívar, principal vía terrestre que comunica ambos países, 2016

Oleadas de venezolanos cruzan el Puente Internacional Simón Bolívar, principal vía terrestre que comunica ambos países, 2016

 

 

Décadas después de una gigantesca oleada migratoria de Colombia a Venezuela, la corriente se ha invertido. Tres hijas de una diáspora son madres de la siguiente.

 

Nací en Caracas, pero cuando tenía nueve años mi familia se mudó al estado Vargas, que presta a la capital venezolana el principal aeropuerto y también el puerto marítimo con mayor actividad del país. Estudié en un colegio de monjas junto con hijas de españoles, italianos y portugueses que llegaron, precisamente, por esas costas, tratando de sobreponerse a la catastrófica situación que dejó en sus países la Segunda Guerra Mundial. En los ochenta, a muchos de estos inmigrantes europeos se les reconocía como comerciantes y empresarios prósperos. En cambio, los colombianos que migraron por esa época, quienes también habían llegado atraídos por los aromas de progreso que desprendía el petróleo, eran mayoritariamente asociados con labores agrícolas y domésticas, con falsificación y narcotráfico. Así que yo, que era muy popular en la escuela, prefería omitir el dato de que mi madre y mis abuelos eran colombianos, aunque fueran las personas más honestas y trabajadoras que hasta entonces hubiera conocido.

Según cifras presentadas por la socióloga venezolana Raquel Álvarez en un documento publicado por la Universidad de los Andes, se estima que desde 1970 hasta 1990 se radicaron en Venezuela entre 600.000 y 2.000.000 de colombianos, llegando a representar el 77% de todos los inmigrantes asentados en el país en ese período. Entre esas cifras se cuentan mis abuelos –barranquilleros los maternos y samarios los paternos– que, en una Colombia económicamente deprimida y con un conflicto armado interno en crecimiento, cruzaron la frontera en bus y se radicaron en el estado Zulia, en el noroccidente venezolano. Emigraron motivados por el auge económico de un país cuyos ingresos fiscales habían aumentado 250% en un año.

Esa Venezuela del bolívar fuerte y de la solidez petrolera quedó atrás, y el dramático giro agitó de nuevo el movimiento en la frontera. Desde hace aproximadamente una década se ha empezado a levantar una nueva ola migratoria entre ambos países, pero esta vez en dirección opuesta. Al principio eran solo unos pocos, pero conforme la situación política, económica y social en Venezuela se ha ido agudizando, la decisión de dejar el país ya no distingue estratos, niveles educativos o filiaciones políticas. Muchos han tenido que salir sin planificación, sin documentos, sin ahorros, incluso, sin ganas de hacerlo. Empezamos a emigrar tanto los que buscaban progresar con trabajo y esfuerzo, como oportunistas tras el dinero fácil. A algunos nos reciben como buenos vecinos y a otros nos ven como la causa del recrudecimiento de problemas sociales colombianos; en ambos casos, la reacción no atiende particularidades y generaliza la discriminación o la acogida tan pronto se escucha el acento.

Junto a mis abuelos también llegó a Maracaibo la hermana de mi mamá, Olga, que al poco tiempo se trasladaría a Caracas, donde tendría cinco hijos. Entre ellos está mi prima Johanna González, a la que también, como a mí cuando era niña, le tocó inventar el pueblo venezolano del que venía su madre para superar el veto de sus amigos.

Johanna y su esposo tenían empleo en Caracas, pero cada vez les era más difícil cubrir las necesidades básicas de su familia. Una noche, a finales de 2016, sacaron cuentas y concluyeron que debían irse. Por la cercanía con Venezuela, los pasajes accesibles y la posibilidad de que algunos familiares de su mamá les dieran una mano, el destino sería Barranquilla.

Este es también el caso de Jennifer Pernía, madre de unas gemelas de diez años y de un niño de seis. Al igual que Johanna y yo, es hija y nieta de barranquilleros. En la ciudad costera de Maracay, ella, su marido y sus hijos vivían en una amplia casa, que duraron años construyendo. Jennifer había dejado de trabajar en una empresa para dedicarse al hogar y comenzar un negocio familiar de postres. Sin embargo, en un punto resultó prácticamente imposible conseguir los ingredientes para casi cualquier preparación, y los postres estuvieron muy lejos del alcance de la mayoría de la población. Cuando su marido se quedó sin empleo, iniciaron los trámites para solicitar documentos de identidad colombianos y homologar sus títulos académicos. El proceso no había avanzado mucho, cuando ocurrieron dos hechos definitivos: unos delincuentes les vaciaron la casa y, a las pocas semanas, otros les robaron el carro a mano armada. “Nos llamaron por teléfono para exigir una cantidad grande de dinero a cambio de regresar el vehículo y, como nos negamos a pagarla, nos amenazaron con que irían por alguno de los niños. A los pocos días estaba con mis hijos y dos bolsos de ropa en casa de mis abuelos”, recuerda Jennifer.

Por lo pronto vive con sus abuelos en el sur de la ciudad, donde vende obleas y mecatos en la puerta de un colegio para garantizar la subsistencia de su familia. Está a la espera de la documentación que le permita superar la situación migratoria irregular, para poder independizarse y reiniciar su negocio en Barranquilla, ciudad de la que su mamá partió cuando tenía 18 años.

En cuanto a mí, cuando las decisiones de Hugo Chávez empezaron a limitar cada vez más el trabajo periodístico en los medios nacionales, me mudé a Bogotá para hacer una maestría. Como Johanna y Jennifer, escogí Colombia por la cercanía y por las facilidades de acceso con las que contaba: los hijos de colombianos estamos protegidos por el ius sanguinis, un criterio jurídico que reconoce nuestros derechos civiles y políticos en este territorio, entre ellos la nacionalidad. La cédula de ciudadanía abre puertas: aumenta las posibilidades de encontrar empleo, acceder a la seguridad social, solicitar créditos bancarios y garantizar la nacionalidad colombiana a los hijos.

Para nosotras, como para miles de venezolanos que comparten nuestra condición, lo que antes era motivo de vergüenza ahora es tabla de salvación. Cada vez somos más quienes arribamos a esta casa paterna. Veinte años atrás, solo un promedio de 950 venezolanos solicitaban anualmente el reconocimiento como ciudadanos colombianos a partir de su filiación sanguínea. La Registraduría Nacional confirma que 38.034 venezolanos hicieron ese mismo trámite en 2015, más de 56.000 en 2016, y hasta julio de 2017 ya se habían expedido registros civiles a 33.478 venezolanos hijos de colombianos.

 

 

 

En el territorio limítrofe hay tanto contacto y mezclas, que el resultado es una configuración binacional más fuerte que dos sistemas sociopolíticos antagónicos, y más permeada que los 2.219 kilómetros de frontera que demarcan la división. Somos de aquí y de allá.

La proximidad cultural es obviamente más fuerte en los territorios fronterizos y en las costas, donde el intercambio a través de varias generaciones ha sido mayor. Ese fue el motivo principal por el cual, tan pronto acabé mi maestría, me mudé de Bogotá a Santa Marta. En esta ciudad he notado cómo la forma de ser y los gustos que tenemos costeños de allá y de acá desvanecen las supuestas líneas que nos dividen. Al volver a las ciudades de donde nuestros padres salieron siendo niños, nos hemos encontrado con familiares que ni conocíamos pero que, ante la situación coyuntural de hambre, inseguridad y miseria que hay en nuestro país, nos han ayudado. Nos llaman “prima” o “sobrina”, y nos ayudan a darnos cuenta de que no somos tan diferentes. En las emisoras de Santa Marta, Barranquilla y Cartagena suena la misma música que en Zulia y Falcón, sus contrapartes venezolanas. Nos aproximan, también, esa espontaneidad risueña, la siesta a mediodía, la fiesta obligatoria de los viernes por la noche, las ocurrencias con doble sentido, la camaradería automática, la imprecisión a la hora de un encuentro, las creencias en brujería y en espantos, el gusto por la cerveza helada, y un montón de coloquialismos que insistimos en adoptar en contravía de nuestro amplísimo castellano.

Una larga conversación con el antropólogo Juan Thomas Ordoñez me ayuda a mirar desde otro ángulo las dinámicas de nuestra inmersión en este nuevo territorio. Somos más de 1.200.000 venezolanos en Colombia, y no conformamos una categoría discreta (claramente diferenciada del contexto), sino una continua, pues nos mimetizamos, nos fundimos.

A pesar de nuestras afinidades, los prejuicios que otrora nos llevaron a esconder el origen de nuestros padres ahora se replican aquí, volviéndose en nuestra contra. Es paradójico que este tipo de trato sea tan frecuente en el Caribe. Aunque Bogotá y Medellín son ciudades menos cercanas a nuestras costumbres, su condición cosmopolita les hace ver de forma más natural la permanencia de extranjeros en sus territorios. Con los años, ciudades costeras como Barranquilla o Santa Marta se han vuelto más endogámicas, viendo a los extranjeros como turistas, como pasajeros, y no como nuevos vecinos que se insertan en la realidad del barrio, de la vida cotidiana. Además, no se mira con los mismos ojos a la rubia que trae dólares o euros para pasear, que al mestizo que viene a ganarse la vida hombro con hombro. A ello se han sumado campañas mediáticas que pretenden vincular a nuestra diáspora, de manera inseparable, con los actuales problemas colombianos. La discriminación se acentúa con las cifras crecientes de la migración, y algunos de nuestros anfitriones nos recuerdan cada tanto que de este lado de la frontera somos intrusos.

Apenas nos delatamos como venezolanos –ya sea por el acento, la vestimenta o cualquier otra señal– nos convertimos para ellos en una categoría discreta, ajena, que no pertenece. Hace unos días, por ejemplo, estaba en una farmacia cerca de la bahía de Santa Marta y dos mujeres muy arregladas hablaban en voz alta con la cajera del lugar. “Los venezolanos, cuando llegan a Colombia, parecen marabuntas: se llevan los antibióticos, la crema dental y el papel higiénico sin ninguna mesura; se toman fotos con los estantes llenos de harina pan, se les nota el hambre y el atraso. Hasta compiten con vendedores ambulantes en El Rodadero, los pedigüeños en los semáforos y las putas en la plaza de Bolívar”, comentaban. Me sentí incapaz de defender a los míos. Ofendida, impotente y desarmada, me fui en silencio y sin comprar nada. El acento me hubiera echado al agua.

Vivimos en medio de colombianos, alternando entre muchos espaldarazos de solidaridad y experiencias amargas como esta. Muchos nos asocian con la inseguridad creciente (hasta nos ven como una carta política, en medio del agrio clima electoral, como fueron vistos los gitanos en la Francia de Sarkozy), nos tachan de ser una fuerte competencia en el ya complejo espectro laboral del país, nos quieren relegados a oficios menores, y muchos no reconocen las capas sociales de profesionales y académicos que nuestro país ha perdido y que ahora aportan algo nuevo al suyo. La historia suele cobrar deudas devolviendo injusticias: las muestras de xenofobia que hoy vivimos en muchas ciudades colombianas recuerdan las que hubo hace cuarenta años en Caracas y las que nosotras vivimos de manera sutil en nuestra infancia.

Ahora imagino a nuestros hijos y nietos en un futuro no muy lejano: las dos niñas de Johanna, los tres de Jennifer y los míos, si llegara a tenerlos, obligados a omitir la procedencia de sus padres o a inventar la ciudad colombiana donde hubiéramos podido nacer.

ACERCA DEL AUTOR


Ha sido colaboradora de El Nacional, Univision.com y Semana.