Y fueron feministas para siempre

Jovencitas ingenuas y hacendosas o gobernantes aguerridas y solteras, las Princesas Disney son hoy parte inevitable de la canasta familiar. Pese al conservadurismo tradicional de Hollywood, estas mujeres no han sido ajenas a los cambios que el género ha vivido en la sociedad norteamericana desde mediados del siglo XX.

POR Jorge Francisco Mestre

Enero 27 2021

Ilustración de Óscar Carvajal

 

El reino en quiebra

Érase una vez una empresa en problemas y sin príncipes para rescatarla. Después de la muerte del fundador, Walter Elias Disney, la Walt Disney Company entró en un período de crisis que parecía no tener final. Entre 1967 y 1989 solo los parques de Florida y California producían utilidades significativas, y la sección de cine –en especial el departamento de animación– estuvo a punto de cerrar.

Durante aquel período, los animadores de esa compañía que revolucionó el mundo del séptimo arte habían perdido el rumbo en materia creativa y no eran capaces de producir un nuevo éxito de taquilla; después de la última película del fundador, El libro de la selva (1967), la serie de largometrajes de fábulas animales con la cual la corporación intentó seguir con su legado no lograba cosechar mayor cosa. Es cierto, no era la primera vez que la empresa vivía tiempos difíciles: Disney ya había sufrido grandes pérdidas con filmes como Fantasía (1940). Pero luego de que las acciones cayeran en un 18% en 1983, la empresa entró en el radar de especuladores financieros como Saul Steinberg, un pirata de los negocios dedicado a comprar compañías al borde del naufragio para hacerse con un buen botín tras su liquidación.

Entraron en escena entonces los billonarios hermanos Bass e inyectaron 500 millones de dólares para quedarse con el 25% y así apoderarse de la junta directiva. Estos herederos de operaciones de petróleo y gas reorientaron a Disney al contratar a Michael Eisner para dirigirla y a Jeffrey Katzenberg para la sección cinematográfica. Eisner y Katzenberg venían de la Paramount Pictures, que pasaba por años de gloria con filmes como Fiebre de sábado por la noche (1977) y Star Trek (1982). Con la participación de otros miembros (como Frank Wells y Andy Mooney), el equipo de empresarios –epígonos de la figura del yuppie– fue conocido mediáticamente como “el Disney Team”. Por más de una década, este equipo diseñó la estrategia comercial y, sobre todo, el perfil de los personajes que admiraría la naciente generación millennial. Idearon, además, la operación global que hoy en día le resulta tan familiar a cualquiera.

La fórmula inicial consistió en sincronizar a escala masiva la distribución de productos y atracciones fabricados con base en las películas, para convertir a los imberbes espectadores en incansables consumidores: ves el filme, compras la mercancía, terminas en el parque de diversiones y el ciclo se repite. Sin embargo, no fue sino hasta 1989 que la estrategia sinérgica de mercadeo del Disney Team tuvo un primer triunfo, siguiendo una de las fórmulas más exitosas del fundador del reino y su arma secreta: una princesa de cuento de hadas. En este caso, La sirenita. Pero vamos un poco más atrás en esta historia.

Una vieja y rentable historia de amor

Las princesas de Disney fueron desde el inicio un símbolo de los períodos de abundancia en las arcas de la compañía, aunque curiosamente a nadie se le ocurrió producir películas basadas en estas rentables jovencitas durante los años de crisis. El conjunto de películas de la marca Princesas Disney es un campo de batalla para académicos y periodistas que debaten alrededor de temas como género y raza. Por épocas, la discusión ha girado en torno a los ilusorios sueños de amor que ofrecen estos personajes a las niñas. Sin embargo, el mito del príncipe azul no es desde luego invención del risueño tío Walt.

El príncipe azul, guapo y valiente, que salva a la princesa por medio de un beso de amor, es una imagen heredada del folclor europeo, recogida y modificada en obras literarias, y a su vez manoseada por las productoras estadounidenses. Dos de los más grandes exponentes de la literatura infantil, Charles Perrault y los hermanos Grimm, han sido fuentes recurrentes de las adaptaciones de Disney. Al adaptar, la productora conserva la mayor parte del relato y agrega detalles –entre otras cosas, el afamado beso de amor–, aunque suprime muchos elementos que ya podían ser escandalosos a comienzos del siglo XX.

Pongamos por ejemplo la Blancanieves de los Grimm. En el cuento recogido por los hermanos, una madre celosa envidia la belleza de su propia hija y desencadena una amplia serie de intentos de asesinato. Obligada a buscar refugio en casa de unos enanos, la princesa termina muriendo al morder una manzana envenenada. Más tarde, un príncipe ocioso que vaga por el bosque oye hablar del cuerpo intacto de una doncella muerta y se anima a ir por este. Incluso llega a ofrecer dinero por el cadáver a los enanos, quienes finalmente se lo entregan sin pedir nada a cambio. De camino al castillo, la hermosa muerta revive insólitamente cuando el féretro se les cae de las manos a los siervos del príncipe haciéndola escupir el pedazo de fruta envenenada que traía atorado en la garganta. Durante la recepción del matrimonio que cierra el cuento, la protagonista y su nuevo esposo condenan a bailar con zapatos de hierro encendido a la malvada madre-suegra, que muere durante la presentación a modo de entretenimiento para los convidados.

Blancanieves y los siete enanitos (1937), con la primera princesa animada de Disney, se basó en este cuento aunque suprimió dos intentos de homicidio, convirtió a la mamá en bruja y reemplazó la oferta de compra del cadáver por un romántico beso de amor. ¿El héroe? Un muchacho que solo había aparecido al principio cantándole cositas a Blancanieves, mientras esta se ruborizaba en un balcón. La película, ya lo anticipamos, resultó todo un éxito y se convirtió en la entrada de Walt Disney a la historia del cine: fue el primer largometraje animado en color y con sonido, toda una experiencia de progreso y fantasía para la época.

Para reinar en el hogar

Blancanieves y los siete enanitos (1937), La Cenicienta (1950) y La bella durmiente (1959) hacen parte de esa primera generación de princesas creada por el fundador mismo y son símbolos de la mujer pin-up de mediados del siglo XX. Estas películas mantienen la misma trama de los relatos originales, aunque reemplazan la crueldad por jovialidad hogareña. Nada más ajeno a nuestros recuerdos que el final justiciero del cuento en que los pájaros les sacan los ojos a las hermanastras de Cenicienta, ya cojas por haberse cortado los pies para tratar de ajustarlos al zapato. En nuestra memoria, en cambio, Cenicienta remite a productos para dejar pisos brillantes –las baldosas que debía fregar en casa de la madrastra– y al beso en el carruaje, después de la boda, con que cierra el filme.

El beso que Disney instituyó hasta el hastío y que Hollywood reproduce en tantas películas de acción real no tiene precedentes en el canon literario de cuentos de princesas –ni en Perrault, ni en los Grimm, ni en Hans Christian Andersen–. Claro, habría que excluir los besos que Rapunzel y su novio se pudieran dar durante las tardes de sexo que se insinúan en el cuento temprano de los Grimm y que son la causa de la desgracia de ambos: cabe recordar que en aquella versión de Rapunzel, la joven queda embarazada y por ello es desterrada por el hada madrina. Pero esa es otra historia.

Aparte del beso, estas películas de mediados del siglo XX tienen la particularidad de mostrar a las jóvenes princesas como verdaderas amas de casa, felices y satisfechas con su hacendosa vida. No solo Cenicienta se dedica a los oficios domésticos. Como salida de un comercial de productos para el hogar, Blancanieves limpia la desastrosa casa de los enanos –que en el cuento de los Grimm aparece impecable– y prepara un pastel con la alegría de quien se siente realizado en la vida. Esto tiene una posible explicación, como lo demostró Betty Friedan en La mística de la feminidad: tras el regreso a casa, los ex combatientes de la Segunda Guerra Mundial que ingresaron al mundo editorial y publicitario promovieron la divulgación mediática, por más de veinte años, de una imagen de la mujer como esposa perfecta y complaciente ama de casa de sexualidad pasiva (pensemos en la bella durmiente inmóvil, yacente, receptiva). Para colmo, esta influyente y hostigante representación demostró ser de una eficacia mercantil sin parangón: la infelicidad de las amas de casa, al estilo de La señora Dalloway de Virginia Woolf, las hacía compradoras insaciables. ­

Como veremos más adelante, Disney solía medir el clima de la época, produciendo relatos que se ajustaran a representaciones de la mujer comunes o aceptadas según el momento, lo que reducía el riesgo de inversión. Durante los años de Walt Disney en la dirección, esa mística de la feminidad de la que habla Friedan fue el telón de fondo para personajes pasivos que, más allá de coser, cocinar y limpiar, solo se permitían desear ser salvadas mediante el mismo recurso: casarse con un príncipe azul, un marine llegado del frente en Alemania, el Pacífico o Corea, con quien podrían tener hijos, comprar una casa en los suburbios y limpiarla eternamente.

De la complacencia a las armas

Hicieron falta treinta años, décadas de crisis, antes de que Blancanieves, Cenicienta y la bella durmiente tuvieran sucesoras al trono. La generación noventera de princesas llegó a un mundo muy distinto, en el que la segunda ola feminista había logrado la aceptación de distintos puntos de su agenda; por ejemplo, la vigencia del trabajo femenino y de los derechos reproductivos. Había mujeres importantes en el deporte, en el mundo empresarial y en el gobierno. A pesar de estos cambios, Hollywood no venía demostrando mucha acogida al fenómeno. Desde mediados de los setenta hasta los ochenta, los estudios de la Costa Oeste fueron más bien tímidos en temas de género, con contadas excepciones como Alice Doesn’t Live Here Anymore (1974), dirigida por Martin Scorsese.

De modo que no debería sorprender que La sirenita, película con la que el Disney Team volvió a poner la productora a la vanguardia, incluya una princesa que hace patente la timidez inicial de Hollywood. Si no la calca, sí conserva mucho del tipo de narrativa de sus precursoras. Ariel es rescatada por un niño bonito y rico que, aparte de la valentía demostrada en el enfrentamiento con Úrsula, versión Disney de la Bruja del Mar de Andersen, no hace mucho más. Disney suprime de nuevo la crueldad del cuento de Andersen. En este, la joven sirena se convierte en mujer gracias a una pócima que le parte la cola de pez en dos afiladas y carnosas piernas, y luego muere porque el príncipe azul prefiere quedarse con otra –no solo eso, ¡el descarado tiene el coraje de casarse frente a ella!–. Para rematar, la película omite que, como pago por la transformación, la nueva bípeda debía caminar sintiendo a cada paso un centenar de agujas y cuchillos bajo los pies, y viendo cómo de ellos manaba sangre.

Como lo dejó dicho en entrevistas, Jeffrey Katzenberg aprendió a suprimir la crueldad de los cuentos originales del mismísimo Walt Disney visitando uno de los lugares mejor custodiados de la compañía: los archivos. Allí revisó a sus anchas las notas y consejos de realización que dejó por escrito el fundador. Así que no nos debe extrañar que, al sellar el pacto con Ariel, Úrsula le indique que solo podrá conservar la forma humana si le logra sacar el consabido beso de amor verdadero al señor príncipe. Ariel ya no trapea ni cocina; simplemente es una jovencita decidida a conquistar a un muchacho. Una actriz de reparto en su propia historia. La misma suerte les esperó a Bella, en La bella y la bestia (1991) y a Jazmine, en Aladdin (1992). Pero no a las siguientes.

En 1990, el éxito de Pretty Woman –producida por Touchstone, una compañía Disney– alertó a la casa matriz sobre la renovada tolerancia moral del público. Que nadie clamara por censurar una película sobre una prostituta abrió campo para distanciarse de las princesas dulces y hacendosas, y redirigió el estudio de animación hacia otro tipo de historias. Una joven con un conflicto asociado a su padre y a la vida a que aspira se convierte en la línea argumental característica del nuevo período. Pocahontas (1995), además, experimenta el primer noviazgo frustrado y la primera historia no basada en un cuento de hadas de la serie de princesas.

En Hércules (1997) encontramos otra joven innovadora: Mégara, novia del héroe, empieza el relato en el bando contrario. La sensual flaca de voz coqueta cae enamorada del poco elocuente fortachón mientras intenta hacerlo caer en las trampas de Hades, dios del inframundo. Finalmente, Mégara entrega su vida para que Hércules enfrente a Hades, justo después de revelarle que ha estado sirviendo al enemigo; renuncia increíble que será clave en la construcción de los príncipes de la siguiente generación. Sin embargo, su sinceridad no es tan grande como para contarle al héroe el detalle que la vuelve pionera en temas de pareja en las películas Disney: es la primera de las protagonistas que ya había amado a alguien –un tipo que la dejó por otra– y que tuvo que pasar el trago amargo del desamor sirviendo en el lado oscuro del Olimpo. Vale anotar que se trata de una adaptación muy libre de la mitología griega. Gracias a este proceso, Meg pasa de ser la víctima de un uxoricidio en los mitos, a ser la femme fatale que nos presentaron en el filme.

Sin embargo, los noventa cierran con la princesa menos princesa de todas las que ha producido la compañía.

Mulan (1998) es un relato basado en una balada tradicional china de los siglos IV-V d. C. En el poema, dos versos claves cierran el relato de la joven que partió a la guerra por diez años para proteger a su padre, quien no tenía hijos varones en edad de combatir:

 

Dos liebres corren juntas a través del campo,

¿Cómo podrían saber si soy macho o hembra?

 

Al principio de la película Mulan debe vestirse como geisha (¡una geisha china!) para conseguir marido. Luego de fracasar rotundamente, parte al ejército y poco a poco se encuentra con una identidad femenina de guerrera que le resulta más cómoda que la que se esperaba de ella en un inicio. Al salvar a China gracias a su coraje, disciplina y astucia, Mulán conquista también a un hombre. Shang, general del ejército y novio de Mulan, había dado confusas muestras de interés por quien parecía ser un valiente joven. Las tensiones en materia de género, en Mulan, llegan al límite en la escena del Palacio Imperial, donde compañeros del ejército se visten de coquetas señoritas para entrar al palacio y ganar la batalla final. Como en Troya, pero con baticas y labial.

Las princesas de los noventa son muestra de una etapa de transición en materia de realización y de públicos. Éxitos del renacimiento de la compañía que exploraron otros colores de piel, temas y relatos de nuevas fuentes. El rey del período es representativo de esta ampliación. El rey león (1994) resultó ser una adaptación –siempre tan libre– del Hamlet de Shakespeare, aunque para nuestra historia es más importante destacar que su relato fue escrito por la primera mujer que escribió guiones de cine animado para Disney: Brenda Chapman (quien ya había participado en La bella y la bestia). Escritora y directora que luego ganaría el Oscar por una película de la generación de princesas que veremos a continuación.

El relevo de poder

El Disney Team se desintegró en una guerra de odios, derivada en parte de la incapacidad para seguir produciendo éxitos en taquilla. Michael Eisner salió de la compañía en 2005, tiempo después de la renuncia de Katzenberg (quien creó una gran rival, DreamWorks, junto a Steven Spielberg) y de una racha de películas poco exitosas, iniciada con Las locuras del emperador (2000) y Atlantis (2001). Sin embargo, una de las adquisiciones de Eisner, cuando todavía dirigía la compañía, el conglomerado televisivo abc, incubó la mente maestra que luego llegaría a la dirección de la Walt Disney Company y llevaría el valor en bolsa al sorprendente nivel de 110 dólares la acción en 2015, el más alto de su historia.

Bob Iger entró a la dirección cuando la batuta de la animación en Hollywood estaba en manos ajenas: desde Toy Story (1995), Pixar reinaba cómodamente manteniendo una serie de éxitos insuperables para la compañía de Mickey Mouse. Irónicamente, DreamWorks les pisaba los talones gracias a Shrek (2001), una película en que se hacía sátira de todos los rasgos de los filmes de princesas y cuentos de hadas que le habían traído a Walt la gloria pasada. Por si fuera poco, aún faltaba por llegar la crisis de 2008 que golpeó el negocio de los parques de Florida y California, al afectar directamente el poder de compra de la inmensa clase media estadounidense que antes consumía en ellos sin parar. En medio de este escenario de desesperanza, Iger propuso en 2006 un negocio que cambió drásticamente a Disney –y a las princesas, claro–: la adquisición de Pixar por una extravagante cuantía.

En 2009, la compra rindió frutos: John Lasseter, la nueva cabeza de los estudios de animación (tanto de Disney como de Pixar), lanzó La princesa y el sapo, una nueva película de princesas que abrió el camino para las actuales herederas al trono.

Negra, emprendedora, working class, la princesa Tiana inicia la película más o menos como algunas de las precursoras: limpia, cocina y sirve comida, solo que ahora en un restaurante. Ese último detalle agrega algo a la ecuación: el oficio remunerado se tiñe con el entusiasmo capitalista. Esta incansable mujer ahorra y trabaja como loca para abrir su propio restaurante. Por otra parte, el príncipe de la historia se ha transformado mucho: es un vago desheredado, guapo y charlatán. El relato los reúne mediante una magia caribeña, nueva para el folclor de hadas europeo en que se basa el filme: el vudú. En resumidas cuentas, la princesa se desvía de su naturaleza correcta y, tanto ella como el príncipe, por facilistas y embaucadores, terminan transformados en sapos y corren el riesgo de quedarse así para siempre. Pero como antes en Hércules, ambos renuncian a sus aspiraciones y sueños para ayudar al otro, llegando incluso a aceptar la condición de sapos. Al final, gracias al matrimonio (como en los cuentos de Grimm, Perrault y Andersen) y a un beso (como en el Disney temprano) vuelven a la forma humana y abren un nuevo restaurante donde trabajarán juntos para ganarse la vida. Un infaltable par de entrepreneurs para esta monarquía animada.

Este ejemplo de igualdad de condiciones en la pareja es uno de los elementos más innovadores del Disney reciente. Desde La princesa y el sapo, las películas de princesas no solo ha tendido no solo a la equidad de género en términos de acción, agencia o desarrollo de personaje, sino que también han desplazado a los hombres a un lugar completamente novedoso en la tradición principesca: el de actor de reparto en la historia de ella. Son excelentes coequiperos atormentados, a veces huérfanos, taimados o pobres detrás del porte viril. Solo se convierten en auténticos príncipes a través del amor que los confunde, los obliga a confrontarse a sí mismos y a renunciar al orgullo, al beneficio propio e incluso a la vida que llevaban. Pongamos por ejemplo a Kristoff de Frozen (2013): un picador de hielo huérfano, inseguro, rechazado, pobre y sin amigos, que fue criado por trolls y se gana a la princesa Ana soportando tormentosas pruebas de constancia y firmeza. Con matices, esto también es cierto para Naveen en La princesa y el sapo y para Flynn en Enredados.

No obstante, la absoluta innovación –que hizo a las princesas de Disney distintas para siempre– llegó de la mano de una nueva posibilidad en sus historias: la soltería. Al día de hoy hay tres solteras reinando en el maravilloso mundo de Disney: Mérida, de Valiente (2012); Elsa, la otra princesa de Frozen (2013) y Moana de la película homónima de 2016. La primera lucha en toda la película para no casarse, la segunda no muestra el más mínimo interés por el asunto y a la tercera ni siquiera le aparecen pretendientes en la historia. Por otra parte, las tres son herederas del trono y cambian a discreción las reglas del reino. Estas películas son testimonio de la tendencia a presentar como folclor, como herencia del muy, muy lejano reino de los cuentos de hadas, elementos de nuestra realidad contemporánea. Son la folclorización para el público del siglo XXI de las posibilidades abiertas tras la segunda ola feminista: mujeres que han venido gobernando y llevando la jefatura de sus Estados sin haberla heredado de un hombre, como Michelle Bachelet en Chile o Angela Merkel en Alemania (pero pensemos en antecedentes incluso más tempranos, ¡Margaret Thatcher!). El cambio radical que el movimiento de mujeres produjo no solo parece haber afectado los votos y la opinión pública; también creó una correspondiente tendencia de consumo. En una nota de septiembre de 2014 en el New York Times, titulada “From Now On, Women Save the World”, Brooks Barnes indicaba que las películas protagonizadas por mujeres en papeles heroicos, en efecto, parecen ser una tendencia de la taquilla muy rentable y a largo plazo. La predicción del reportero queda comprobada con los más de 600 millones de dólares en taquilla de La Mujer Maravilla, que se embolsillaron la Warner Bros. y DC Films este año.

El próspero reino feminista

Una vez más, Disney simplemente se acoge a las tendencias. No obstante, las mujeres también han llegado alto en la propia compañía: ¿recuerdan a la guionista de El rey león? Pues bien, Brenda Chapman, feminista consagrada, escribió y dirigió Brave y ganó el Oscar a mejor película animada. Jennifer Lee a su vez codirigió y escribió Frozen y también ganó el Oscar. Disney patrocina los congresos de la asociación Women in Animation desde 2016 e incluso contrata a reconocidas feministas del star system de Hollywood para protagonizar nuevos reencauches en acción real de cuentos de hadas (quizás los ejemplos más representativos sean Meryl Streep en Into the Woods, de 2014, y Emma Watson como Bella, en La bella y la bestia, estrenada en 2017). Eso sin hablar del aprovechamiento comercial de otras identidades de género que aún quedan por llevar explícitamente al cine para niños, como el polémico caso de LeFou, el amigo gay de Gastón en esta nueva versión de La bella y la bestia, cuyo nombre, además, traduce vagamente “la Loca” y quien resulta ser el único personaje auténticamente divertido de esa cinta.

Por lo demás, las nuevas películas de acción real no solo apuntan a reconquistar en su adultez al público infantil que creció entre los años ochenta y noventa, sino a reencauchar en clave feminista las historias de los inicios de la compañía. Quizás Maléfica de 2013, protagonizada por Angelina Jolie, sea el ejemplo más claro. Allí, el hada gratuitamente cruel de La bella durmiente (1959) pasa a ser un hada bondadosa, sensible y herida que toma venganza del hombre al que amaba, después de que este le arranca las alas para convertirse en rey, uno tan perverso que no puede ser más que la encarnación del patriarcado mismo.

Por otra parte, al adaptar de nuevo viejas películas animadas y al hacer versiones cada vez menos fieles de los cuentos que narran, las princesas de Disney y la compañía misma no solo han tendido a distanciarse del cuento de hadas europeo sino que se han congraciado con un público preocupado por su representación en el cine y otros medios en temas de raza, género y respeto cultural. Así, insisto, todo indica que la productora pasó de la adaptación del folclor a la folclorización de nuestras realidades. Que a nadie le sorprenda si Elsa se casa con una chica en Frozen 2: el hashtag #GiveElsaAGirlfriend sigue activo en redes y los productores dejan escapar que se contempla esa posibilidad.

ACERCA DEL AUTOR


Jorge Francisco Mestre

Cursa la maestría en escritura creativa de la Universidad Nacional de Colombia. Ha colaborado con El Malpensante, Bacánika y el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República.