INSULTO: breve historia de la ofensa en Colombia.

Cuando la palabra gonorrea se instaló en un país de retóricos.

Pensar la independencia de Colombia, el paso a la modernidad, la instauración de una modalidad argumentativa, e incluso un género literario desde las groserías y los insultos, puede resultar en una acertada reflexión sobre el lenguaje y la historia misma de nuestro país.

El último libro del escritor Juan Álvarez, publicado por Seix Barral, nos regala una otra cara narrativa peculiar, una poco conocida de nuestro discurso histórico. Publicamos aquí la introducción del libro.

Ya se encuentra en librerías.

POR Juan Álvarez

Enero 27 2021
Insulto

 

El escaldar milenario de los vivos

 

 

            —¡Qué gonorrea!

            Una expresión común en Colombia. Una expresión con la virtud escénica de significar más como signo de puntuación que como frase propiamente dicha. El preámbulo de una descalificación.

            Una metáfora, por qué no, para entrar en la tormenta que suele retratarse, justamente, como epidemia, como plaga, como el contagio lingüístico de un presente tóxico marcado por el ruido, la gritería, el exceso verbal, la hiperventilación mediática, la agregación masiva y religiosa de los datos y la democracia liberal en crisis: nuestro infame ilustre: el insulto.

            Gonorrea: la sonoridad reina del más difícil fonema alveolar de nuestra lengua; el tipo de grosería de serie de narcos que los televidentes extranjeros se relamen repitiendo. En Colombia, justamente —esta reciente de la transición entre siglos, heredera del narcotráfico y del conflicto armado tanto como de la esperanza democrática de la Constitución del 91—, un sustantivo que encarna la vocación de riesgo del negocio de los estimulantes.

            Gonorrea: el truco viejo de la enfermedad hecha insulto; por eso mismo, una excitación enigmática.

 

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El insulto como algo que sucede en el discurso público y privado no es un síntoma exclusivo del presente.

            Y sin embargo es cómodo imaginarlo así: cuando algo es síntoma propio del presente quiere decir que no fue síntoma del pasado; quiere decir que no existió entonces y que puede volver a haber, en el futuro, un espacio a salvo de su presencia espantosa.

            Pero no hay tal espacio. Lo que hay es el abismo de la irreflexión. La incomodidad de asomarse al insulto.

            Porque el insulto no es una moralidad o inmoralidad más o menos pronunciada según la condición sociocultural del individuo, el momento político del pueblo o los niveles de censura de la sociedad en curso.

            El insulto es un hecho de lenguaje; la unidad sintáctica que comunica y actúa ofensa —nadie sabe qué es el insulto, pero todos han visto uno, indica la sabiduría popular—­­. Solo que a diferencia de muchos otros hechos de lenguaje, el insulto es también un acecho de ese mismo lenguaje; un acto del habla pero también el salto del habla para devorar el habla.

            Insultar, del latín insultare: saltar contra otro; asaltarlo.

 

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En la historia de Colombia, ante el archivo inconmensurable de documentos materiales e inmateriales constitutivos de la nación, el insulto bien puede asumirse como linterna.

            Allí adentro, apretada entre los dientes, la linterna del insulto es la oportunidad de iluminar sentidos de conflicto por fuera del sentido dominante de conflicto: aquel nuestro ubicuo del “conflicto armado”.

            Y es así porque es un tipo de luz que alumbra ladeadamente; el tipo de haz capaz de penetrar en un espacio desaparecido como resultado de la lógica binaria que ha consagrado al lenguaje —al argumento, a la razón, al diálogo— como salida magistral de la violencia (Žižek).

            Dejamos la violencia porque pasamos al lenguaje, reza el credo liberal contemporáneo, y en el énfasis de ese pasar de una instancia a otra suele  suele colapsarse ––desaparecerse–– la zona de contacto donde ambos escenarios son posibles simultáneamente: la zona donde el argumento involucra temperamento y viceversa; la zona donde el diálogo opera la variedad incendiaria de temperaturas del lenguaje; la zona donde la razón se trenza a dentelladas con el sentimiento.

            Elegir la linterna del insulto es decidir así un lugar de observación: aquel espacio borrado por la exaltación moderna, y algo precipitada, de la oposición entre lenguaje y violencia.

            Pensar el insulto como linterna es también reformularlo como onda expansiva: el insulto en sus formas simples y directas, pero también en sus manifestaciones opacas; el insulto en todos sus trajes estratégicos.

 

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La condición ladeada de la observación desde el insulto proviene de la propia relación que el insulto sostiene con la competencia lingüística.

            Tener éxito en los mercados de comunicación implica saber calcular el riesgo de cada enunciación. No excederse. No irrumpir. O extralimitarse, pero apenas lo suficiente. Pronunciarse, en últimas, dentro de los términos y límites pactados por el lenguaje especializado en cuestión —el político, el jurídico, el religioso, por ejemplo— (Bourdieu).

            Bajo esta lógica, el insulto consiste en una de las formas más ágiles e infalibles de poner en riesgo cualquier acto de comunicación. Decir desde el insulto es decir desde el riesgo, porque es cargar con exceso y suceder como irrupción.

            Pensar el insulto como hecho y acecho de lenguajes especializados significaría considerar el conjunto de enunciados que, en potencia, podrían irrumpir y exceder las convenciones de valoración de esos mercados de comunicación, y en su posibilidad de irrupción y exceso, exponer al conjunto mayor, que es el individuo que enuncia, al riesgo de sanción y exclusión de la negociación que sea que esté teniendo lugar.

            Pensar desde el insulto es abrirse a las múltiples posibilidades del fracaso de la comunicación. Asumir la acechanza. Asombrarse también ante su vitalidad escurridiza: ese mismo hecho y acecho, que comprendemos como riesgo, cuántas veces no resulta convertido en vocabulario del cariño; en enunciación íntima de afecto. Allí su versatilidad afilada, capaz incluso, en instantes, de volver a girar y convertirse en humor mordaz.

 

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¿Qué está en juego entonces en esta zona de contacto? La linterna del insulto para alumbrar otros sentidos de conflicto, pero ¿qué sentidos son esos, y cuál es el valor y la forma de interrogarlos?

            El insulto, como manifestación del lenguaje político, cultural o mediático, sobrevive en el descrédito, y al hacerlo habla al tiempo de otra inercia popular y extendida en la esfera pública de los siglos xx y xxi: la confianza institucionalizada en el argumento, se ha dicho, como instrumento para solventar los múltiples desacuerdos sociales.

            La evasión permanente del abismo del insulto, su no interrogación reflexiva como hecho y acecho del lenguaje, es en parte resultado de la esperanza enfática que el pacto democrático, y detrás suyo el saber de la filosofía política, han depositado en el territorio ancho, liberal y defendido por siglos, de la virtud retórica conocida como argumentar.

            No es solo que el insulto no suela ser reconocido como una virtud retórica; es que, para completar su exclusión de lo decible, para terminar de demonizarlo como equivalente de la capacidad del lenguaje de hacer daño, la retórica misma va constituyendo un sentido de límite que, antes de relegarlo, le rapa su relación con el fuego. Ocurre, por ejemplo, con la polémica.

            Toda definición biempensante de la polémica, o del discurso polémico, suele estar dirigida por la voluntad reflexiva de la conciliación o la coexistencia. Se acepta el intercambio temperamental, se observa la presencia del vocabulario violento, se abre incluso el espectro hasta la posibilidad de la inflamación y el quemar de las palabras. Pero siempre en procura de demostrar el lugar de la polémica dentro del valor retórico del argumento; siempre con el oriente de la retórica como el escenario legítimo para la disputa de las reglas de la razón y la ética del diálogo (Amossy).

            El objetivo es así encontrar para ella, para la polémica, espacio dentro del marco ampliado de la argumentación como escenario donde la violencia verbal puede ocurrir, y ser eficiente, siempre y cuando no se pierdan de vista ciertos elementos culturales e institucionales propios del escenario de pronunciamiento; es decir, mientras la polémica preserve los sentidos de límite y restricción allí donde esté tomando forma la batalla pública de las ideas.

            Al hacerse presente, lo que el insulto transparenta es esa negociación entre eficiencias; la pretensión de determinada coexistencia.

            Lo que está en juego entonces es la constitución y regulación del discurso.

            Cuando el insulto hace su presencia espantosa, lo que tácitamente es puesto en entredicho es el monopolio entero sobre el lenguaje que ciertas virtudes retóricas ostentan.

 

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La política y la cultura suelen ser experimentadas como escenarios de lo humano donde se expresan los anhelos, las costumbres, las necesidades, las demandas y las tensiones entre miembros y sectores de la sociedad. Momentos del discurso en los que las partes chocan como resultado de que una quiere y ofrece una cosa distinta de lo que la otra espera.

            Esta experiencia común y cotidiana de la política y la cultura suele ensombrecer, sin embargo, la experiencia más importante, y poco frecuente, de la política y la cultura: aquella interlocución, aquel otro conflicto, donde lo puesto en cuestión es la naturaleza misma del acto de pactar; aquella comunicación donde se discuten los términos de constitución del mundo: eso que el lenguaje y el sujeto pueden expresar como lo deseable y lo ofrecible; los límites mismos de lo que cabe ser dicho y comprendido (Rancière).

            Hay, por supuesto, diferentes formas de entrar en dicha interlocución fundamental: las guerras, las revoluciones, las asambleas constituyentes, los cataclismos. No obstante, tan importante como entrar, resultan los hechos de lenguaje que ponen de presente la mera existencia de esa otra dimensión. Formas de hacer conciencia sin acciones superlativas; formas de acercarse, no a disputar propiamente el monopolio sobre el lenguaje —lo que requiere de instituciones y acciones—, pero sí a comprender que esa disputa, aunque es materia de acciones, también es prevista, también es acechada, desde lugares de lenguaje.

            El insulto sobrevive en el desprestigio discursivo, pero es gracias a ese desprestigio, a esa doble condición de hecho y acecho del discurso, que el insulto otorga, a quien lo experimenta, algún grado de conciencia sobre la estrecha relación entre el lenguaje y la acción, dos cosas que el imaginario público suele asumir como estrictamente distintas. Y al hacerlo, al entregar destellos de conciencia sobre la tensión clásica entre lenguaje y acción, el insulto deja de ser solo un lugar de observación para convertirse, al tiempo, en un lugar de experimentación.

            Aquello experimentado a partir del insulto no es propiamente la interlocución política y cultural que disputa y define los términos de constitución del mundo; pero sí las distancias de su posibilidad; el cálculo y el anhelo de su oportunidad de existir.

 

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Para no interrogar el insulto ni atender el abismo que implica, para no considerar lo que en la disputa pública significa alcanzar una temperatura, entrar en un temperamento, caer en una estridencia o padecer un alzamiento del lenguaje ejercido incluso en contra de nosotros mismos, la esfera pública contemporánea revive a diario, de la mano de la sacralización del argumento, una serie de prejuicios popularizados: el insulto como testimonio de la vulgaridad del pueblo; el insulto como extravío del incapaz de mantenerse a la altura del argumento racional; el insulto como expresión de incultura; el insulto como defensa última del débil; el insulto como degradación necesaria del otro y de sí mismo.

            La presencia ostentosa de estos preconceptos puede conducir a confundir la pregunta por el insulto con el afán por rectificarlos. Eso puede que pase, pero es secundario. Lo central es que estos prejuicios extendidos en torno al insulto no son materia identificada para ser desmentida. No son torpeza a corregir. Son, sobre todo, la manifestación de un intento de adjudicación del insulto como hecho y acecho exclusivo de un campo semántico o un grupo social determinado. Son ellos mismos, los prejuicios popularizados, expresiones de mecánicas de relegación y poder, y en tal sentido deben ser interrogados.

            Luego, si resultan abandonados, eso es otro problema y es del lector.

            El insulto, en sus asociaciones impopulares, habla así de lenguajes especializados —el periodístico, el científico, el literario, por ejemplo— donde están siendo libradas batallas de sentido. Pensar el insulto debe ser entrar en dichas mecánicas de relegación y poder que porfían en su existencia residual como síntoma de fracaso. Entrar para observar y experimentar las temperaturas verbales específicas que señalan agrietamientos o filos en dichos lenguajes especializados.

            Las preguntas que interesan en torno al insulto no son, entonces, aquellas propias de la curiosidad del diccionario de injurias o el afán clasificador del etnógrafo: qué significa tal o cual insulto; qué insulta en tal o cual cultura; qué es lo que más ofende a tales personas. Las preguntas que interesan son aquellas por las relaciones entre el insulto y las condiciones de relegación y poder al interior de discursos especializados.

            No se entra acá al archivo nacional para buscar insultos. Se entra al archivo nacional, a partir de cierta disposición auditiva, para buscar y comprender sentidos de conflicto desde el estrépito propio que causa la presencia del insulto.

 

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La sintonización de esta disposición auditiva es también un problema metodológico.

            La acotación o trato que acá se hace del archivo no puede responder a la propia lógica de preservación con fines consultivos (“salvaguarda del patrimonio documental colombiano”) con que el archivo histórico nacional fue constituido.

            Esta visión anquilosada del archivo, al que se asiste principalmente para cotejar la manera como los colombianos se han insultado, no tiene manera de ofrecer comprensión respecto a la existencia de sentidos de conflicto en momentos críticos de la historia del país.

            Y no la tiene porque está dirigida —en el orden de sus fondos documentales, en la dirección de sus políticas culturales, en los criterios de sus conmemoraciones— por la fuerza y peso de la palabra escrita o consignada, cuando lo que quizá prevalece, en la irrupción y el exceso propios del insulto, es una especie de repertorio de lo acústico en el sentido de operaciones retóricas no necesariamente atadas al carácter articulado del lenguaje: silencios diversos; consignas atropelladas; resonancias más o menos evidentes; ruidos que nombran aquello por fuera o en los límites del orden; gritos, vociferaciones, cuchicheos, abucheos, chillidos, lamentos, escándalos.

            El cuerpo de fuentes primarias trabajadas en este libro se mueve así entre el documento escrito y el documento pronunciado o gesticulado. No se trata de la oposición simple entre cultura escrita y oral, sino un entre medio donde el insulto, como hecho y acecho del lenguaje, demanda y estimula una sensibilidad ampliada, un giro auditivo (Ochoa Gautier) que atienda el registro retórico más allá de lo denotado; cierta habilidad para escuchar entre líneas allí donde lo escrito quizá haya ocurrido, precisamente, para ensordecer.

 

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Un expresidente o un presidente en ejercicio ataca con la saña del insulto y la calumnia a un periodista o a un panfletario mordaz, quien a su vez se dedica a darle palo.

            Un connotado periodista o artista público se distancia de determinado escenario de pronunciamiento porque a sus oídos este ha sido tomado por la chusma que insulta y desprestigia.

            Un individuo que pertenece a un grupo social sin representación política se enfrenta a determinado grupo de poder insultándolo y zarandeándolo de palabra.

            Esta lista de casos podría no parar y resonar cada vez más como lista propia de acontecimientos del presente. No es tal. Como podrá leerse o interpretarse en los capítulos de este libro, estas descripciones se refieren a hechos ocurridos en Colombia hace más de 50, o 150, o 200 años.

No entramos así al insulto para hallar el arreglo de un mal contemporáneo. Miramos de frente al insulto en todos sus trajes porque alguien tiene que ocuparse del principio inverso monstruoso: escuchar atento lo que los otros no quieren escuchar; dejarse escaldar por el fuego verbal y milenario de los vivos.

ACERCA DEL AUTOR


Juan Álvarez

(Neiva, Colombia, 1978) es MFA del Departamento bilingüe de creación literaria de la Universidad de Texas en El Paso, y Ph.D del Departamento de culturas latinoamericanas e ibéricas de la Universidad de Columbia en Nueva York.