Donde queman a las mujeres

El jurado de una beca rechaza una propuesta de guion por considerar que el argumento, sobre una mujer incinerada tras ser acusada de bruja, resulta inverosímil en el mundo contemporáneo. El autor de ese guion demuestra lo contrario: esos que la prensa llama “crímenes medievales” siguen vigentes y ocurren en nuestras narices.

POR Jacobo Cardona Echeverri

Enero 27 2021
Donde queman a las mujeres

 

A María Berenice Martínez, de 47 años, la golpearon en la cabeza con un hacha, la rociaron con gasolina y la quemaron viva, por bruja. Ocurrió en 2012, en Santa Bárbara, un pueblo del suroeste de Antioquia, a 51 kilómetros de Medellín. Berenice era soltera, no tenía hijos, hablaba poco y vivía con seis perros. Un rezandero la había acusado de realizar maleficios, varias jóvenes decían que la veían en sueños, una mujer la vio con ramas y bolsas negras.

Leí la noticia en el periódico y luego la vi en televisión. La periodista finalizaba el reportaje reseñando la petición de justicia de la familia ya que, “según las autoridades, en el interior de la casa no se encontraron elementos que la involucraran con brujería”. ¿Significaba eso que una cruz invertida sobre la cabecera de la cama, un capirote negro o un sapo dentro de un frasco de mayonesa en las estanterías de la cocina justificarían su asesinato? Una desafortunada construcción gramatical, podría pensarse en un principio. Sin embargo, el informe que leí en El Tiempo finalizaba con una deducción similar: el alcalde del pueblo anotaba que en la casa de la mujer solo había unas láminas con la imagen del Corazón de Jesús y la del Ángel de la Guarda, cosas que “no usa alguien que practique la brujería”. No era una simple cuestión de lenguaje, del uso inofensivo de una frase, de la subjetividad en las interpretaciones; se trataba, más bien, de la propagación de un supuesto, de una idea muy arraigada en el imaginario de la gente. Indirectamente, tanto los representantes de la institucionalidad (el alcalde), como los tradicionales comunicadores de los hechos (los periodistas), dispersaban las nociones vagas de una superchería, de brujería, del inevitable y respaldado exterminio del mal. Hacían eco, tal vez sin buscarlo, de los rumores que desencadenaron el atroz asesinato de María Berenice, pero con un agravante: sus afirmaciones, al provenir de un lugar de enunciación socialmente privilegiado, transformaban un simple chisme en evidencia objetiva.

 

EL GUION

El interés por entender la mecánica de esa poderosa fuerza comunitaria de aniquilación fue lo que en un primer momento me animó a escribir un guion de largometraje. Como dijo el filósofo inglés John Gray: algunas verdades solo pueden explicarse a través de la ficción.

Tuve dos razones para ubicar la acción en un lejano poblado ribereño del Chocó: de un lado, presentar a través del aislamiento geográfico una realidad social muy cerrada en la que pudieran visualizarse con nitidez ciertos arquetipos como el inspector, el sacerdote, el médico, la profesora, el minero, el campesino y la curandera; de otro lado, buscaba enmarcar los acontecimientos en un contexto caracterizado por el sutil equilibrio entre la selva, los animales, las plantas, los santos, las pócimas, el baile, la fiesta, los rezos, los rituales y los espíritus. Esa continua y normalizada mezcla de lo visible y lo invisible, lo natural y lo sobrenatural, lo mítico y lo real, desplazaría la atención del hecho de que una mujer hiciera o no tratos con el demonio hacia los conflictos sociales –rivalidades, envidias, venganzas– que conducirían al crimen. En ningún momento el espectador podría aventurarse a decir “la mataron por bruja”, o lo contrario, “¡qué pesar, la quemaron y no era bruja!”.

Diseñé un relato coral en el que los recorridos de los personajes giran alrededor de la figura de Juana, la joven curandera, quien finalmente será sacrificada en el fuego. Aunque en un primer momento muchos pobladores encuentran un motivo para sancionarla por los aparentes males causados por la brujería, cada uno en realidad busca satisfacer intereses personales o exteriorizar frustraciones y miedos. Una profesora que no soporta sus continuos fracasos amorosos; una madre que no sabe cómo explicar el comportamiento errático de su hijo; un médico foráneo que usa a Juana como objeto de fantasías sexuales; un sacerdote que percibe a la curandera como una competencia a la hora de procurar consuelo a los feligreses. Tras ser encarcelada, ese mismo hecho aparentemente objetivo (si está privada de la libertad será porque hizo algo malo) no hará más que intensificar la desconfianza del resto de los pobladores.

A medida que avanzaba en la escritura, me vi asaltado por una incomodidad creciente relacionada con la brutalidad del acto final, el sacrificio de Juana en la hoguera, que una pesquisa más profunda en el caso de Berenice me ayudó a mitigar. El 10 de septiembre de 2012, casi dos semanas después de ocurrido el crimen, se publicó una nota en el periódico El Espectador con el título de “Asesinato medieval”. Allí se recapitulaban algunos hechos: los constantes maltratos e insultos que recibía la mujer por parte de los vecinos; su miedo a denunciar; las recomendaciones del alcalde, la policía y algunos familiares para que abandonara la vereda; la identificación de un sospechoso. También se volvía a hacer énfasis en que las autoridades “no hallaron elementos para demostrar que María Berenice practicaba actos de hechicería”, y en que la acusación “fue tumbada de tajo por el diagnóstico médico que certificó que las supuestas víctimas sufrían de depresión”. Finalmente, se anota que existía un alegato por los linderos de la propiedad donde vivía la mujer.

 

 

El 6 del mismo mes la revista Semana ahondó más en la historia con un artículo que relataba un hecho ocurrido en 2001, relacionado con un proyecto de vivienda en el que participaron varios miembros de la comunidad. Tal iniciativa desencadenó una confrontación por motivos económicos entre María Berenice y el presidente de la junta de acción comunal, quien terminó expresándole a su familia cierta preocupación por lo que pudiera hacer “esa bruja”. Casualmente, días después, su hija de doce años se quejó de dolores de estómago, le costaba comer, vomitaba y, cuando apagaban las luces, decía ver a Berenice chuzando con alfileres el vientre de un muñeco. En el centro de salud la remitieron a un psiquiatra, pero la familia prefirió entregarse a la oración; finalmente la niña se recuperó. El estigma de María Berenice, sin embargo, se había extendido, así que cuando en 2011 otra joven empezó a sufrir mareos y desmayos, la gente apuntó hacia ella. En aquel entonces, la policía la alojó por unos cuantos meses en un hotel del casco urbano del pueblo para protegerla de una turba que rodeó su casa. Aunque la chica de los mareos en realidad estaba embarazada, un rezandero recomendó “darle siete pelas” a María Berenice; el padre de la joven alcanzó a golpearla una vez. Nuevos casos de alucinaciones y desmayos en otros jóvenes acrecentaron la paranoia. No faltaba mucho para el cruel desenlace.

El germen de aquel conflicto fue de carácter económico. Pero el odio solo tuvo eco y resonancia gracias a las creencias irracionales de los pobladores de Santa Bárbara. Creencias, por lo demás, genuinas, y no simples tapaderas que sirvieran como coartada de intereses personales más pragmáticos. Esta lectura me obligó a determinar cómo operaba el pensamiento mágico en una cacería de brujas. No se trataba, como lo hacía el reporte periodístico, de especular inútilmente acerca del potencial grado de peligrosidad (por otro lado, inexistente) de un hechizo, sino de descubrir de qué manera una creencia en lo sobrenatural podía trastocar los referentes éticos más elementales.

 

Es que las queman.

Las torturan.

Las mutilan.

Las desaparecen.

Las matan.

 

Opté por tomar dos caminos, en cierto modo complementarios. El primero, la ridiculización abierta de este tipo de creencias, y el segundo, mucho más difícil de entender y manejar, la identificación de su lugar en las relaciones de poder, en los juegos sociales que doblegan o pervierten la voluntad.

En la página 60 del guion comienza el juicio contra Juana, presidido por el sacerdote y el inspector, las dos máximas autoridades del poblado, representantes de las fuerzas institucionalizadas de las leyes divina y terrenal. Con Kafka en mente, y a modo de pastiche de los thrillers judiciales, establecí un juego retórico que evidenciaba la descabellada premisa de considerar a una bruja culpable de los males físicos y psicológicos de la gente. Por ejemplo, preguntarle a Juana si el arcángel san Gabriel habla inglés o latín, o si en los rituales diabólicos Satanás come niños o tiene sexo anal, o si alguna vez ella se ha chocado volando de noche. En algún momento, Juana termina burlándose del interrogatorio, tal vez involuntariamente (eso no lo sé), informándoles que ciertos conjuros no funcionan si la pócima se mezcla con Coca-Cola.

Para Lévi-Strauss, una de las características del pensamiento mágico es el exceso de sentido. Ningún hecho natural o cultural permanece inmune a la interpretación: una mariposa negra indica infortunio, mientras que lanzar arroz en una boda, buena suerte. Básicamente, todas las cosas tendrían significación, y por tal motivo estarían insertas en un sistema de correspondencias mutuas. De esta manera sería posible influir en una cosa actuando sobre la otra (las fotos, los números, el semen, los animales, las palabras, las monedas, el agua), según unas relaciones de contigüidad espacial, temporal, lógica o emocional. Cosas tan comunes como pensar que el universo conspira a nuestro favor, o mucho más excéntricas como culpar al turismo gay de la famosa escenita de amor entre dos leones machos en Kenia, forman parte de la actitud mayoritaria y extendida de concebirnos como parte de un plan maestro o divino, alrededor del cual giran los demás elementos del universo. La ciencia, en cambio, nos concede la imagen de un entorno hostil, indiferente a nuestras plegarias y deseos, inexplicable en muchos aspectos, absurdo en no pocas ocasiones, peligroso. El paisaje siempre será el que te mate.

El juicio a Juana ilustra el carácter etéreo de una acusación de brujería. Aunque no sea bruja (y en realidad nadie puede serlo, quiero decir, en realidad no es posible obrar sobre alguien a través de su retrato, por ejemplo), resulta fácil probar que sí lo es. Una palabra, un gesto, una mirada, son susceptibles de condena, lo que nos revela el mecanismo de la caza de brujas: la tendencia a interpretar ciertos comportamientos de las mujeres como diabólicos (o indebidos, incorrectos, obscenos), pues esto facilita el control y dominio sobre sus cuerpos. ¿Para qué? Una estudiosa del fenómeno, Silvia Federici, parece tener una respuesta perspicaz: para transformarlos en recursos sexuales, económicos y reproductivos. De ahí que el subtexto de este continuo y generalizado desprecio a la mujer sea el miedo. Un miedo tan mítico como biológico a la capacidad de dar a luz a seres humanos y de negarse a hacerlo1. Esa particularidad fisiológica tal vez explique el hecho de que nunca hayan existido culturas matriarcales y que el papel de la mujer, restringido por las dificultades de la menstruación, gestación, lactancia y crianza, se haya visto relegado a la actividad doméstica. Aunque el desarrollo tecnológico, la educación y el aumento en la calidad de vida en amplias zonas del planeta hayan impulsado la reestructuración de estos roles, el cambio no ha sido completo. A muchos les conviene seguir manteniendo y fomentando esa asimetría. Estamos más cerca de ampliar y diversificar la esclavitud de las mujeres que de conseguir que ganen el mismo salario que un hombre: 217 años, según las últimas estimaciones del Foro Económico Mundial.

Como María Berenice, las mujeres acusadas de brujería desde el siglo XV hasta el XVII solían desobedecer o mantenerse al margen de las prerrogativas religiosas impuestas, las cuales suponían a su vez la base ideológica del capitalismo industrial: casarse, tener hijos, aceptar su posición asimétrica en la división jerárquica del trabajo y reconocer, casi como un favor, su innecesaria participación en la esfera pública. La muerte en la hoguera como espectáculo no solo era un resarcimiento a favor del orden patriarcal imperante, sino una maniobra “pedagógica” eficaz.

Tras terminar una de las primeras versiones del guion, lo postulé a una beca de escritura. Uno de los jurados que lo evaluaron dijo que no era verosímil que a Juana la quemaran viva.

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1.  La socióloga israelí Orna Donath, autora de un estudio sobre el arrepentimiento que experimentan algunas mujeres al convertirse en madres, a quienes muchos tachan de egoístas, abusivas y desnaturalizadas, fue muy criticada por su investigación: un comentarista de su libro llegó a sugerir que la quemaran viva.

 

El cuento de la criada, ciencia ficción feminista

El cuento de la criada [The Handmaid’s Tale] es una serie de televisión basada en la novela homónima de Margaret Atwood. Su primera temporada, transmitida en 2017 por HBO y Hulu, nos sumerge en la historia distópica de una mujer convertida en criada o doncella, obligada a proporcionar en reclusión un vientre intermediario a las élites en una república teocrática llamada Gilead. Allí, las mujeres son divididas en varias castas y están obligadas a servir o a morir en las colonias. Tal sociedad totalitaria surgió como respuesta a la amenaza terrorista y a una ola de infertilidad aparentemente causada por la contaminación atmosférica (aparentemente, pues las explicaciones de los fenómenos suelen encontrarse en la Biblia). Antes de que masacraran al Congreso y anularan la Constitución, la gente llamaba a ese país Estados Unidos.

Mis primeras impresiones sobre la serie estuvieron asociadas al asombro, lindante con el horror, ante una historia cuyo entramado me provocaba súbitas sacudidas de escepticismo. No se trataba de que a la serie se le vieran los hilos, ni en el guion ni en la puesta en escena, como suele pasar con la ciencia ficción de serie B o las épicas de Hollywood y su barroquismo digital; al contrario, su estructura narrativa de flashbacks y múltiples puntos de vista, así como su elegante y fría fotografía de opresivos claroscuros (rebosante de tal reverencia por la luz, como si la viéramos por primera vez en televisión), representan un desafío intelectual, inmersivo y placentero. Creo que tal resistencia inicial obedecía al distanciamiento y, a la vez, a la proximidad que suscita ese retrato social pues, a pesar de proyectarse en un tiempo alternativo, la historia es realista, y mientras más se enmarca bajo las reglas de la linealidad y causalidad histórica, mucho más sorprendente resulta: ¿la primera democracia del planeta convertida en teocracia?, ¿lapidaciones públicas, prohibición de libros, persecución y esclavización de las mujeres?, ¿un mundo dominado por hombres? Es imposible, dices en un primer momento, pero el aire familiar es penetrante y es tu propia imagen la que parece distorsionarse en el espejo.

Esta serie me hizo pensar que lo ocurrido en Antioquia con María Berenice, aunque en un principio podría parecer un atavismo, el coletazo de una pesadilla o la mueca tribal en las periferias del camino al progreso, exponía un gesto frecuente en el amplio marco de las creencias contemporáneas.

Un error de perspectiva nos ha vuelto optimistas frente al presumible alcance del proyecto moderno. Como si hablaran con la boca llena, sus defensores y promotores se atascan al intentar ubicar algunas muestras de ciudadanía secular, racional y liberal en el globo terráqueo envuelto en la enmarañada red del intercambio económico. Incluso, gracias al mercado, las minorías sexuales, étnicas y raciales han logrado obtener sustantivos rendimientos, aunque problemáticos, en el reparto de cuotas de igualdad social. Subdesarrollo económico y yihadismo parecen minúsculos baches en la imagen generada por computadora de la prosperidad neoliberal, nada que no pueda resarcirse con prevención y persuasión, como acostumbran en los bajos fondos. Sin embargo, resulta paradójico que, de forma paralela a los grandes desarrollos científicos y tecnológicos actuales, una porción significativa de quienes habitan los países desarrollados, contrariamente a cualquier evidencia fáctica, crea en fantasmas y brujas, en vida después de la muerte, en ovnis y milagros, en auras, karmas y demonios.

El novelista y ensayista Kurt Andersen, en un reciente artículo publicado en The Atlantic, titulado “How America Lost Its Mind”, en el que relaciona la posverdad con la contracultura, internet y la industria del entretenimiento, nos informa que dos tercios de los estadounidenses creen que los ángeles y demonios son presencias activas en la Tierra, un poco más de la mitad está absolutamente convencido de la existencia del Cielo, casi un cuarto cree que las vacunas causan autismo y un cuarto está seguro de la realidad material de las brujas.

Los años sesenta se caracterizaron por cierta desmesura académica en las lecturas posestructuralistas, así como por la apertura espiritual nutrida por el ánimo emancipatorio juvenil y el barullo sincrético de tradiciones espirituales amerindias y orientales. Esto impulsó la noción relativista del todo vale, la igualdad empírica de las creencias, la pérfida noción de crear la realidad con tus pensamientos o, de modo menos imaginativo, de que tus pensamientos u opiniones pueden reemplazar los hechos. Estamos rodeados por un ejército de charlatanes que, gracias a internet, alcanzan una audiencia multitudinaria que hace apenas treinta años estaba restringida a sectas, amas de casa desocupadas, clubes de freaks y lunáticos. En ocasiones, estos estafadores de conciencias apelan a pruebas científicas “alternativas” para demostrar cosas tales como el rastro de la ingeniería extraterrestre en las Pirámides de Egipto, la creación del hombre hace 4.000 años, o que la Tierra es una superficie plana en forma de disco. Otros, en cambio, más confiados y tradicionales, depositan sus esperanzas en la autoridad de la que emana el conocimiento: está escrito en la Biblia, lo dijo Dios, lo mencionó el yogui por telepatía. Sin embargo, los más amenazadores son quienes, amparándose en el relativismo cultural, e incluso desprestigiando la ciencia por formar parte de una conspiración corporativa o judía o gay, equiparan lo irracional con lo racional, las creencias con los hechos, la opinión con la verdad.

El cuento de la criada, como distopía realista, describe la estrategia clerical del poder establecido para justificar el sometimiento de la mujer. Este procedimiento ficcional nos ayuda a comprender en parte nuestra experiencia cotidiana: no se trata simplemente de que las personas son tontas o primitivas y no pueden hacer otra cosa que creer en dioses o fantasmas, quemar mujeres y cazar inmigrantes, sino más bien de comprender cómo algunos poderes aprovechan el resentimiento y el miedo para favorecer y promover esta forma mítica de leer el mundo. Una forma de leer que exige credulidad absoluta. Un totalitarismo cognitivo.

La actitud científica, en cambio, nos ayuda a vivir como exploradores en el campo de tensión de lo verosímil, como lo haría una buena serie o película. Nos hace preguntarnos por lo posible. Tan artificial como el género histórico o fantástico, el realismo es más un modo de pensar que un reflejo transparente y unívoco del mundo, como suelen establecerlo, por otro lado, los dogmas o supersticiones.

En este sentido, el concepto de verosimilitud es problemático, tanto si se juzga con respecto a la fidelidad a lo real como a la coherencia formal de una obra. En ambos casos será siempre resultado de un cúmulo de convenciones y, como anotaba Juan José Saer, “de un régimen de percepción y representación relativo y circunstancial”. Esto significa que las convenciones son tanto estilísticas como epistemológicas. Kafka y Burroughs, por ejemplo, al poner en jaque las reglas de la narración, lo que puede o no puede hacer un personaje, delatan la arbitrariedad de las reglas del sentido común de su universo cultural. La serie de ciencia ficción Star Trek no brillará por su aproximación veraz a la astrobiología, pero ofrece punzantes comentarios sobre los conflictos sociales de la época en que fue producida. Por eso las ficciones más estimulantes suelen ser indagaciones sobre los desplazamientos que puede sufrir la verosimilitud.

Todos estos elementos me hicieron pensar que el jurado que interpretaba como inverosímil la historia de mi guion se orientaba por sus propias nociones de lo posible en términos realistas. Pensé en lo inusual que podría resultar un crimen como el que retraté, basado en el caso verídico de María Berenice, y busqué en Google “mujeres quemadas vivas”. En la primera página aparecieron estos resultados: “Mujeres quemadas vivas en el Satí”, “Prostituta es quemada viva por robar”, “Mujer fue quemada viva por mujer celosa”, “19 mujeres quemadas vivas en Irak”, “Indigente quemada viva en Guatemala”, “Una mujer quemada viva por su novio”, “Sicaria es quemada viva”.

 

Lamentablemente pasa, y mucho, tanto que parece mentira. Pero tampoco deja de ser cierto que, en la amplia gama de manifestaciones de violencia contra la mujer, quemarlas vivas supone, por radical, una de las más atípicas. De esta forma creí encontrar un nuevo camino, transformar aquel drama realista en una película de terror. Fue como si indirectamente hubiese parafraseado la frase de E. E. Evans-Pritchard registrada en su clásico Brujería, magia y oráculos entre los azande: “Los brujos, tal como los conciben los azande, no pueden existir”. Por eso debía establecer una estructura narrativa, formulada bajo las reglas estereotipadas de un género cinematográfico de corte fantástico o enfermizamente criminal, para organizar tal exceso del mundo. Un guion de terror psicológico: fanatismo, brujería, conflicto armado, aislamiento en la selva, paranoia, desabastecimiento, frustración. En una atmósfera enrarecida de muertos vivientes embriagados de dolor y miedo, Juana no tiene escapatoria.

Se lee para actuar. Pero, ¿cómo leemos? Las ficciones no están hechas para confirmarnos ninguna certeza, sino para abrirnos a la desconcertante complejidad del universo. Se lee literatura y se ve cine para divertirse, pero también para contrastar, debatir, relacionar, entender, tomar decisiones, ponerse en el lugar del otro.

El espíritu religioso que se guía por una lectura literal –por tanto simplificada y esquemática– de sus ficciones míticas empobrece la experiencia, la anula. El fanático no soporta la impugnación.

Recuerdo a María Berenice y la poderosa fuerza social que subyace en su asesinato. Según la premisa de mi guion, resultado en parte de la exploración sobre los vasos comunicantes entre realidad y ficción, así como de la ficción como mecanismo para entender la realidad, se vive en una sociedad enloquecida, en una sociedad sumida en un estado alterado de conciencia. Una interpretación en forma de alegoría que señala un desequilibrio profundo en las redes de los afectos y las solidaridades. Estoy convencido de que a esta historia le faltan fichas, de que no es más que un cuadro reducido de un fenómeno que nos excede, de que todavía no comprendemos las múltiples variables que nos moldean como hombres y como mujeres, y de que la brutalidad del deseo sexual humano muchas veces escapa a su categorización. Tenemos, al menos, una certeza que debe difundirse, naturalizarse, fundar un nuevo sentido común: el odio a la mujer no es ningún legado divino ni un mandato trascendental. Es terrenalmente humano, circunstancial y alterable. Un primer paso hacia el cambio, hacia un futuro en que el género no sea una señal diferenciadora (ni positiva ni negativa), podría ser aprender a mirar de cerca, metódicamente, esta oscuridad.

 

EL CRIMEN SEGÚN LA PRENSA

Las imágenes corresponden al cubrimiento que los medios hicieron del homicidio de María Berenice Martínez. Los titulares de la noticia, y su desarrollo, son tan amarillistas como alarmantes las versiones de las fuentes con las que se contrastó el acontecimiento: personas que afirman sentirse más tranquilas tras la muerte de la “bruja”; el testimonio del sobrino de la víctima, quien meses antes de lo sucedido recibió tres disparos por defender a su tía del hombre que sugirió quemarla; y el entonces alcalde de Santa Bárbara que atribuye el crimen a las supersticiones locales. La mujer venía siendo acusada de brujería desde 1998 y algunos periodistas hacen un énfasis inocentón en cuestiones como la falta de indicios suficientes para tildarla de hechicera.  El caso terminó con la absolución de los sospechosos del asesinato, mediante sentencia 023 de 2014 del Juzgado Promiscuo del Circuito de Santa Bárbara, luego de que las pruebas respectivas fueron desestimadas por vicios de forma. El crimen sigue impune.

 

ACERCA DEL AUTOR


Jacobo Cardona Echeverri

Magíster en estética. Ganador del 12° Premio Nacional de Comunicaciones, Crítica en Arte y Cultura, de la Universidad de Antioquia. Su último libro es el poemario Medellín City Punk (2017).