Las mutaciones del bastón

Vicios elogiados.

POR Lina Alonso

Enero 27 2021
Fonambulo

Ilustración de Rafael Yockteng

 

Para caminar sobre pisos planos: coloque el bastón aproximadamente a cuatro pulgadas (diez centímetros) del lado de su pierna más fuerte. Coloque el peso corporal sobre su lado más fuerte. Mueva el bastón aproximadamente cuatro pulgadas (diez centímetros) al frente de su pierna más fuerte y traiga su pierna débil hacia el frente, a la vez.

 

“Instrucciones para usar un bastón”

MedlinePlus, enciclopedia médica

 

El arte de andar con bastón tiende a desaparecer. Y con él una parte de la civilización. E incluso de la naturaleza: y es que, recordando a Luis Tejada, el bastón es al hombre lo que la cola al perro. El bastón le da armonía, elegancia y gracia al caminante ocasional. ¿Ha intentado, lector, caminar con un paraguas largo? Puede ser molesto y engorroso. ¿Acaso es este el último remanente de lo que alguna vez fue un hábito de imponente gala estética, de módica cuota real para plebeyos? ¿Acaso es el único gesto que tenemos para recordar el bastón, obviando el de carácter médico (meticulosamente descrito en el epígrafe)?

Acompasar nuestro caminar entre tres soportes, en lugar de dos, le da a nuestro recorrido cierta volatilidad y despreocupación, cosa que solo entienden los animales más ociosos, como esos perros que andan por ahí batiendo su cola rumbo a ningún lugar. Pero ya nadie camina por las calles como el flâneur que Baudelaire pescó obnubilado en las callejuelas parisinas y que luego Walter Benjamin diseccionó en su Libro de los pasajes. Con el bastón, el hombre adquiere un hálito de brujo, de vate, de hechicero milenario que carga con un cable suelto del universo entre las manos. Al hombre común el bastón le da un polo a tierra y al invidente, más que un rastreador de suelos, le concede un detector de luz. Ahora, si usted considera que el bastón no es una extensión del hombre lo invito a recordar una escena cualquiera de alguna película de Chaplin. O el carácter pícaro y perverso del Maestro Roshi, quien delegaba en su vara, no menos perversa, la fuerza y la virilidad de la que carecía. O qué decir de Benny Moré y su bastón rezado que hechizaba los tambores endiablados de su sonar montuno.

¿Cómo preservar esta danza secreta, este ritual privado expuesto al público? Afortunadamente, los bastones no siempre vienen en la presentación a la que estamos acostumbrados; han mutado y modificado su apariencia para soportar al hombre, y este, a su vez, los ha adaptado a su tediosa transfiguración de carne a nada. Como el funámbulo, que trepa las nubes en una suerte de caminata espacial, desentendido de la tierra con miras a un acercamiento más certero con la experiencia de evadir la caída. El funámbulo –qué nombre tan extraño, ¿no?, una mezcla de sonámbulo con fábula, como la fusión de un profundo sueño entre los aires, una alucinada travesía de equilibrio y desmesura– sabe que su bastón es aquello que lo mantiene unido a la vida y alejado de la solidez terrestre. Solo el funámbulo ve en el bastón un artilugio vivo que invita al trance y tiende pasos entre un abismo; solo él alarga y atraviesa ese bastón antes llamado alambre.

En El funámbulo, Jean Genet expone la relación del artista con ese hilo que viene siendo otro tipo mutación: una en la que el bastón se hace puente, se hace sombra y apéndice del otro palo que el acróbata lleva en sus manos. Dice Genet:

 Este amor –casi desesperado, pero cargado de ternura– que debes demostrarle a tu alambre tendrá tanta fuerza como el que te demuestra él cuando te sostiene. Conozco los objetos, su maldad, su crueldad, pero también su gratitud. El alambre estaba muerto –o si lo prefieres, mudo, ciego–, ahora que estás aquí: vivirá, hablará.

Lo amarás con un amor casi carnal. Cada mañana, antes de comenzar tu entrenamiento, cuando esté tenso y vibre, ve y dale un beso. Pídele que te sostenga y que otorgue la elegancia y el nerviosismo a tus corvas. Al final de la sesión salúdalo, agradécele. Y cuando esté todavía enrollado, en la noche, en su caja, ve a verlo, acarícialo.

Los acróbatas, con esos bastones, se dedicaron a hacer de este arte una sublime forma de coqueteo con la muerte y una terrible poética del vértigo. Pero las mutaciones no paran ahí, y en última instancia, eliminado el bastón del hombre, la cola del perro y la vara del mago, aún queda un último bastión de esta horizontal columna de humanidad: el cigarrillo.

ACERCA DEL AUTOR


Lina Alonso

Hizo parte del equipo editorial de El Malpensante. Ha colaborado con Vice, Razón Pública y El Espectador. En Twitter e Instagram @linalonsoc