São Gabriel y sus demonios

Una epidemia de suicidios asola una región amazónica de mayoría indígena en Brasil, en la frontera con Colombia. En esta crónica convergen las voces oficiales y las de los habitantes de la región, y se esbozan explicaciones de la emergencia que sigue vigente. Una traducción revisada, y profusamente ilustrada, conservando el inquietante registro oral del texto publicado por primera vez el 15 de mayo de 2015 por Agência Pública, y ganador del Premio Gabriel García Márquez de Periodismo, de la FNPI, en 2016.

POR Natalia Viana

Enero 27 2021
São Gabriel y sus demonios

Ilustraciones de José Luis y Miguel Jiménez

 

Hace poco más de dos meses que ella se fue, un día antes de su cumpleaños. Maria –vamos a llamarla así– cumpliría 20 años el 2 de marzo de 2015. Nadie diría que no era una indiecita como tantas que colorean las calles de São Gabriel da Cachoeira, municipio en el noroeste del estado de Amazonas (colindante con Colombia), a orillas del río Negro. Era bajita, los cabellos negros sobre los hombros, las ropas ajustadas, andaba en zapatillas. Pero Maria estaba ahí solo de paso. En el entierro los parientes contaron que había venido de río abajo a pasar las vacaciones escolares, cuando cientos de indígenas de diversas etnias dejan sus aldeas y llenan el municipio para resolver temas pendientes con la burocracia. Ahí en la ciudad, ella se consiguió un novio, un militar, y pasaba los días con él cuando no estaba entre amigos. Pero en los últimos días Maria andaba triste: la relación se había terminado. Estaba rara, nerviosa. Sus parientes contaron que llegó a tener alucinaciones.

A sus padres les había parecido bueno el fin del amorío. Nadie pudo conocer de cerca al tal soldado. Nunca consiguieron ver su rostro porque, según contaron, cuando él venía al barrio de Dabaru, uno de los más pobres del municipio, donde la familia vivía en una especie de pueblito con casas pegadas unas a otras, él siempre se escondía en las sombras formadas por la parca iluminación. Tenía el rostro cubierto por las sombras de la noche. ¿Era blanco? ¿Era negro? ¿Era persona?

En la madrugada del domingo 1º de marzo, después de pasar la tarde y el comienzo de la noche del sábado con el hermano mayor y unos amigos bebiendo en la playa del río, Maria comenzó a transformarse para siempre. Estaba agresiva. Sus ojos ya no eran los de ella, contó el hermano, se removían y cambiaban de color mientras ella gritaba que los padres no la querían, que él era el favorito. El hermano incluso la arrastró de vuelta, pero cuando llegaron a casa los padres no conseguían verla. En su lugar veían apenas algo oscuro, una sombra. Un ser de la oscuridad. El padre no pudo ni levantarse de la hamaca del pequeño cuarto que compartía con los hijos. Se quedó llorando, atónito. Maria entró al cuarto de al lado, tiró la puerta. No fue posible abrirla aunque no estaba asegurada. Por una rendija, vieron cuando amarró una cuerda y se ahorcó. Al momento siguiente la puerta finalmente se abrió. Estaba muerta.

Maria es la víctima más reciente de una tragedia asombrosa que se repite con una trama semejante hace por lo menos diez años en São Gabriel da Cachoeira y que fue traducida en números por el Mapa da violência 2014. Os jovens do Brasil, publicado por la Secretaría General de la Presidencia de la República. Según el informe basado en datos del Sistema de Información de Mortalidad del Ministerio de Salud, São Gabriel tiene el récord en las estadísticas de suicidio por habitante entre los municipios brasileños. En 2012, fueron 51,2 suicidios por 100.000 habitantes –diez veces más que la media nacional–. Eso corresponde a 20 personas, y el año anterior habían sido 16.

São Gabriel es también el municipio más indígena de Brasil. Las 23 etnias que hace por lo menos 3.000 años ocupan las márgenes del río Negro y sus afluentes conforman cerca del 76% de la población. Hoy, los cerca de 42.000 habitantes se dividen entre el área urbana –que desde la fundación del fuerte São Gabriel por los portugueses, en 1761, parte de las márgenes del río– y los cientos de comunidades esparcidas en el interior del bosque, algunas a dos o tres días en barco dentro del mayor mosaico de tierras indígenas del país, con 100.000 kilómetros cuadrados de área. Un territorio mayor que Portugal, donde viven los pueblos baniwa, kurripako, dow, hupda, nadöb, yuhupde, baré, warekena, arapaso, bará, barasana, desana, karapanã, kubeo, makuna, mirity-tapuya, pira-tapuya, siriano, tariana, tukano, tuyuca, wanana y yanomami.

De un total de 73 muertes ocurridas entre 2008 y 2012, apenas cinco no fueron de indígenas, según el Mapa da violência 2014. Entre los indígenas, el 75% eran jóvenes como Maria. Y muchos de los familiares y amigos cuentan que se suicidaron después de haber sido embrujados por seres de la oscuridad, por parientes muertos o hasta por el mismo diablo, quienes llamándolos durante meses al final los arrastraron a la horca.

Pero el que llega a São Gabriel y pregunta en las calles, en los bares, en las iglesias, va a escuchar que los suicidios son un problema del pasado. Fue una crisis, un brote, listo, pasó, no se habla más de eso. Hace tiempo que el asunto no atrae a periodistas forasteros río arriba, con sus grabadoras y sus preguntas. Es con el paso lento de los días cuando los relatos comienzan a aparecer. Y son muchos, en cualquier rincón.

Como el de don Zeferino, a quien uno se puede encontrar sentado en el tronco de un árbol en el patio de tierra compartido por dos casas –la de él y la de sus hijos–, en el distante barrio Tiago Montalvo. De ojos pequeños marcados por las cataratas, la espalda encorvada, a Zeferino Teles Lima no le gusta hablar, pero el recuerdo de su hijo Tiago no lo deja en paz. Mezclando la lengua tukano con el poco portugués que sabe, el indio tariana cuenta bajito que...

–Pienso siempre... él trabajando en su huerta, trabajando en su casa, donde se había acostado... he pensado mucho... estoy pensando aún, ¿no? Bravo no se está mucho, no... se está muy triste.

La imagen del hijo lo persigue día y noche, llamándolo. Para librarse de tanto pensamiento, Zeferino buscó las curas tradicionales de su pueblo.

–Hicieron una bendición por mi voluntad. Si así no hubiera sido bendecido, ya había muerto, ya. Atrás de él, ¿no? –dice. Después, buscó a un padre–. Porque no puedo con tristeza y está dando así. Ahí que padre lanzó bendiciendo para mí por la cabeza. Ahí pasó un poquito. Ahora está mejorando poco a poco.

Según la familia, Tiago Lima murió el 10 de abril de 2014 en la comunidad Nova Esperança, río arriba por el Vaupés, en una vereda del municipio. Estaba borracho. La comunidad se preparaba para la fiesta del Domingo de Ramos y Tiago no tuvo dificultad en encontrar a un comerciante dispuesto a venderle cachaza –la venta de bebidas alcohólicas en tierras indígenas está prohibida por la ley federal–. Compró tres botellitas de plástico de 200 mililitros. Nadie vio cuando Tiago amarró la cuerda dentro de la casa, después de una pelea con el hermano con quien estaba viviendo. El padre resume:

–Se enlazó.

En su lengua no existe la palabra “suicidio”.

No fue el primero de la familia en enfermar. Dos primos de Tiago intentaron morir repetidas veces en los últimos años. Del otro lado de la calle de tierra, la sobrina de Zeferino, Almerinda Ramos de Lima, cuenta esa historia sin que se le altere la voz, mientras organiza el almuerzo de familia en la casa del padre, rodeada por la hija, el nieto, algunos hermanos, las sobrinas, y extrae jugo del azaí. Almerinda fue la primera mujer en asumir la presidencia de la Federación de las Organizaciones Indígenas del Río Negro (Foirn), que reúne diversos pueblos de la región.

–Mi madre dijo así: un día van a acabar ahorcándose –suspira.

Un hermano, Melquior, de 38 años, intentó ahorcarse dos veces. La primera fue en 2010, por causa de una pelea con la esposa. La cuerda se reventó. Un año después, volvió a intentar suicidarse, después de que el padre le llamó la atención por estar borracho.

–Papá comenzó a echarle bronca, y él dijo: “Ah, ya que soy yo el equivocado, ya que estoy haciendo esas cosas erradas, entonces prefiero matarme, prefiero morir”. Y eso hizo. Suerte suya que la rama se quebró.

El otro hermano, Ivo, de 35 años, también fue por la cuerda, después de una pelea conyugal.

–Creo que el diablo no quiso llevarlos aún, por eso no murieron –dice Almerinda.

 

SIN REGISTRO OFICIAL

La aflicción de la familia de Almerinda no está registrada en ningún lugar. El único registro que existe sobre intentos de suicidio en la región es el del Distrito Sanitario Especial Indígena del Alto Río Negro (DSEI-ARN), órgano del gobierno federal, subordinado al Ministerio de Salud y responsable de velar por la salud de los indios aldeanos. El DSEI no hace seguimientos ni registra los casos que ocurren en el área urbana. Y entre los indios aldeanos los números registrados son irrisorios. Según los datos enviados por el DSEI a Pública, hubo apenas un intento de suicidio registrado en 2014. En 2013, se registraron siete. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), por cada suicidio efectuado hay por lo menos diez intentos.

–Las personas están alarmadas, no saben qué hacer, y eso no se ve en los informes. Hay muchos intentos de suicidio, pero eso no aparece en las cifras oficiales –dice Aloisio Cabalzar, un antropólogo del Instituto Socioambiental (ISA) que trabaja hace 25 años en las comunidades tukano, tuyuca y desana del río Tiquié, un afluente del río Negro en el extremo noroeste del estado de Amazonas. En esos años, por lo menos diez conocidos de él se suicidaron, calcula.

–Viví mucho eso. El suicidio siempre ocurrió, pero como algo atípico –recuerda Aloisio–. Ahora la cosa está mucho más presente, es mucho más frecuente. Las personas están asustadas, las familias tienen miedo de que sus hijos se maten. Porque fueron muchos jóvenes en la franja de los veinte años.

La única certeza entre las familias del Alto Tiquié es que los ahorcamientos comenzaron en la ciudad de São Gabriel, no en las aldeas.

–Hay un poco esa idea de que, por la propia historia de contacto con los blancos, la enfermedad en general viene siempre subiendo por el río en el sentido contrario a la desembocadura en el Amazonas. El suicidio también es una enfermedad contagiosa que está llegando a las comunidades proveniente de São Gabriel –continúa el antropólogo.

Los suicidios rionegrinos se insertan en un alarmante contexto nacional: en 2010, los indígenas representaban el 0,4% de la población brasileña, pero respondían por el 1% de los suicidios. El caso más notorio es el de la comunidad guaraní-kaiowá de Mato Grosso do Sul. Según el Consejo Indigenista Misionero (CIMI), entre 2000 y 2013 hubo 684 muertes por suicidio entre ellos –73 casos solo en 2013–. El Mapa da violência 2014 registra en Mato Grosso do Sul el 19,9% de los suicidios indígenas, siete veces más de lo que cabía esperar en una población correspondiente al 2,9% del total. Una “verdadera situación pandémica de suicidio entre los jóvenes indígenas”, destaca el informe.

A diferencia de la etnia guaraní-kaiowá en Mato Grosso do Sul, en el noroeste amazónico no hay grandes conflictos por la tierra, aunque muchas áreas aún estén en proceso de demarcación. La cultura indígena prevalece en el municipio de São Gabriel, gracias a la organización de la Foirn. Es la única población brasileña que tiene cuatro lenguas oficiales: además del portugués, el tukano, el baniwa y el nhengatu, o lengua general impuesta por los jesuitas en el siglo XVII y hasta hoy predominante entre ciertas etnias. Caso único en el país, entre 2008 y 2012 llegó a tener alcalde y vicealcalde indígenas –el primero tariana y el segundo baniwa–. Gran parte de las familias de las comunidades pasan temporadas en casa de parientes de São Gabriel, una “extensión” de las familias aldeanas, y mantienen casi siempre una huerta en algún terreno más alejado, donde las mujeres siguen plantando yuca, chile, maíz y piña.

El suicidio es una interrupción trágica e intempestiva de una vida humana. Para investigarlo es necesario, primero, saber que es inexplicable. Un enigma jamás resuelto en ninguna civilización, se relaciona con la manera en que la sociedad ve la propia existencia y la propia muerte. El suicidio ha sido condenado, perseguido, debatido ardientemente a lo largo de la historia. En la Antigua Roma, pese a que algunos filósofos alababan el heroísmo del acto de matarse, estaba prohibido a los esclavos y soldados, pues era considerado un crimen contra la propiedad; solo los hombres libres podían hacerlo. A partir del siglo III, el derecho romano previó castigos que iban más allá de la muerte; incluso el que se casara con la viuda de un suicida era castigado. En la Edad Media europea, la muerte voluntaria también traía castigos al muerto: el cadáver era arrastrado por las calles, mutilado y exhibido desnudo en plaza pública; los bienes del difunto eran confiscados. Shakespeare acuñó una de las frases más célebres de la literatura occidental, “ser o no ser, he aquí el dilema”, en 1600, 42 años antes de que la palabra “suicidio” fuera usada por primera vez, también en Inglaterra. Antes se decía “autoasesinato”, “autohomicidio”, “automatanza” o “autodestrucción”.

A lo largo de los siglos, el suicidio siempre ha causado malestar por ser inexplicable, inaceptable, una muerte mal vista. Y no es diferente con los indígenas. Raramente se habla sobre estos muertos o se cuentan con detalles las circunstancias de un suicidio. Por eso Valéria Magalhães, psicóloga del DSEI, se impresionó tanto con el relato de la familia de Maria transcrito al comienzo de este reportaje. 

–Es muy difícil que ellos cuenten cómo ocurrió. Y ese día, no sé si porque estaba muy reciente el entierro, la familia dijo que habían visto que ella tenía cerca un ser de la oscuridad. Entonces ese ser se incorporó en ella e hizo que se matara. No fue ella quien se mató, fue ese ser de la oscuridad que ya venía acompañándola desde hacía un tiempo. Ellos me lo contaban con tanta certeza que no les quedaba duda. Aquella muerte iba a ocurrir. No tenían cómo evitarla –cuenta la psicóloga, que ahora acompaña como voluntaria a la familia–. No tiene sentido decirles: “Es una autosugestión, ustedes no vieron eso”. La verdad de ellos es la que importa, no la mía. Y lo que están viviendo es eso.

 
Ilustraciones de José Luis y Miguel Jiménez
 

SÃO GABRIEL Y SUS MUERTES

Lo primero que hay que saber al llegar a São Gabriel da Cachoeira es que, debajo del morro que bordea la playa de arena blanca y aguas oscuras, vive la Cobra Grande lista para engullir al visitante incauto, sea indio o blanco, que se aventure sin cuidado en los fuertes rápidos. Ahí donde está la iglesia católica, azul y blanca, y el imponente edificio de la Diócesis, el paisaje está inmerso en el sonido furioso e ininterrumpido de las aguas. De noche, cuando el ruido de los carros y los bares se calma, parece que las cascadas formadas por las piedras del río pasaran por encima de la ciudad y arrastraran a todo el mundo lejos, como en las muchas historias que se cuentan sobre los jóvenes, niños y niñas abrazados por la Cobra del río.

En 2005 y 2006 parecía que la negrura de las aguas hubiera envuelto para siempre a São Gabriel. Hasta entonces los casos de suicidio en la región eran dispersos, según cuenta el antropólogo Aloisio Cabalzar, del isa. Él recuerda bien la primera muerte que se hizo famosa, en 2001. El hombre, de 31 años, era conocido suyo. Un indígena desana de la comunidad de São Luiz a orillas del río Tiquié, que se adentra en Colombia. Se mató tomando timbó, un veneno usado en la región para cazar o pescar, extraído de una liana trepadora.

–Fue un caso que impactó mucho, todo el mundo quedó sorprendido –dice Aloisio. Pero esto era apenas una señal de lo que vendría–. En 2005, la cosa cambió.

En aquel año, el barrio de Dabaru era relativamente reciente y hervía con la llegada masiva de los indios aldeanos, principalmente en busca de educación secundaria para sus hijos –las aldeas solo tienen escuelas de enseñanza básica–. En las calles de tierra, sin agua potable ni alcantarillado, la iluminación era precaria y no había transporte público. Se andaba mucho a pie, las mujeres cargaban bebés encajados en las caderas, y solo a los que mejor les iba podían tener una maltratada bicicleta. Ahí quedaba también el único hospital de la ciudad, el Hospital de Guarnição de São Gabriel da Cachoeira, administrado por militares. En la víspera del Día de los Niños, el 12 de octubre, una menor fue llevada de afán al hospital durante la noche. Acababa de ahorcarse. Tenía apenas 13 años.

Su tía, Elizabeth Silva, es una indígena baré con una tristeza en los ojos que disfraza con la altivez de su postura. La perplejidad se revela despacio, a medida que recuerda la historia ocurrida diez años antes.

–Cuando pasó, eso nos dejó sin piso, sin cabeza. ¿Por qué? ¿Qué le faltaba? ¿Qué hice? ¿Qué no hice? –dice ella.

La sobrina, Laísa –el nombre es ficticio–, tuvo una infancia turbulenta. De pequeña, la madre debió huir del municipio porque su nuevo novio era buscado por la policía. Después de un período de mudanzas constantes en Manaos y denuncias por negligencia y malos tratos sufridos por la niña, las tías la adoptaron y volvieron a São Gabriel. Desde entonces, “tenía tres madres”, se alternaba entre las casas de las tías y llevaba una vida normal. Veía telenovelas, le gustaba mucho el vóley y, con las amigas de la Escola Estadual Irmã Inês Penha, participaba en la banda marcial.

–Era una niña feliz, alegre con todo el mundo, le gustaba jugar, le gustaban las fiestas y tenía de todo para ocuparse. Tenía muchas compañeras, no era solitaria.

Elizabeth recuerda cómo la niña era buena en la cocina y había prometido ayudarle a preparar la fiesta del Día de los Niños. El día anterior fue encontrada por su prima de 16 años, amarrada con una cuerda al techo de su casa.

–Ella siempre soñaba con ser alguna cosa en la vida –dice la tía, que después de la muerte se mudó de barrio con las hermanas “intentando realmente olvidar”.

La última frase que escuchó de su sobrina aún hace eco en su cabeza y la hace llorar: “Voy a ayudarte, tía. Vamos a hacer un pastel, vamos a hacer un dulce y a llenar la barriga de esos niños de Dabaru”.

La prima que la encontró quedó en estado de shock. Eran muy cercanas. Iban juntas a la escuela, almorzaban juntas, se contaban sus secretos. Marta –nombre ficticio también– estuvo en cama por una semana después del entierro; cuando hablaba, era como si conversara con Laísa.

–Tuvimos que amarrarla. Tenía mucha fuerza, no aguantábamos. Decía que Laísa se la estaba llevando. Que la llamaba –asegura Elizabeth, quien cuidó de la muchacha durante dos meses en su casa–. Ella cambiaba la voz, y era la voz de la finada. Decía: “Perdóneme, tía, yo no quería hacer eso, no, creía que nadie me amaba mucho, no”. Fuimos a la iglesia, buscamos al obispo. Él nos ayudó mucho con oraciones... Hasta que llegamos donde el curandero y le pedimos una bendición –explica Elizabeth, bajando la mirada–. No sabíamos qué más hacer. Todo el mundo se estaba enfermando, mi hermana no quería comer, solo vivía llorando. Para ella se acabó todo, no quería saber de más nada, quería morir junto a la niña...

Entre un ataque y otro, la prima le echó la culpa a un profesor de la escuela Irmã Inês Penha, donde estudiaban. Dijo que el profesor llevaba a los alumnos de noche al cementerio y les hacía leer textos en latín. Habría un pacto suicida entre esos alumnos. A veces, Marta decía que lo estaba viendo en la casa de Elizabeth, delante de los parientes. “Mira aquí, tía, él está aquí, ¿tú no estás viendo sus zapatos? Él está aquí mismo, cerca de mí”, decía la niña. En esas visiones, el profesor aparecía siempre vestido con una capa negra.

–¡Nosotros no veíamos! Pero ella estaba viendo –afirma Elizabeth.

El choque generado por la muerte de Laísa desbordó el seno familiar y arrastró consigo a toda la escuela y, con el tiempo, a la ciudad. Fue un fin de año negro. Otros alumnos, vecinos y conocidos de la niña comenzaron a tener visiones, como revela un relato angustiado de la teniente Graciete Carvalho, en ese entonces enfermera del Hospital de Guarnição, escrito para la Fundación Estatal de los Pueblos Indígenas (FEPI) el 20 de diciembre de 2005. El texto fue reproducido en una detallada investigación hecha por el Ministerio Público Federal (MPF) en 2011.

El día 11 de octubre (martes) llegó al hospital una niña de 13 años que fue encontrada por su prima de 16 años, ahorcada... Todos creían que estaba relacionado con la trayectoria de vida de ella, marcada por malos tratos y hasta sospechas de abuso sexual cuando vivía con la madre en Manaos. Pero esa idea fue tomando otro rumbo teniendo en cuenta que su prima después del entierro entró en estado de shock y empezó a mostrar un comportamiento extraño... El día 24 de octubre (lunes) llegó otra menor de 12 años (M. P.  R.) también víctima de ahorcamiento. El día 31 de octubre (lunes) llegó al hospital una joven de 17 años (B.) con un brote psicótico, según el mayor Cid, nuestro psiquiatra. Estaba completamente trastornada, tenía momentos en los que aguantaba la respiración y era necesario sacudirla para que saliera de aquel estado y pudiese volver a ser normal. Durante la alucinación ella decía que [Laísa] quería llevárselos a ella y a otros jóvenes.

El 7 de noviembre, un lunes, otro joven de 14 años, vecino de Laísa en el barrio Dabaru, se ahorcó. La semana siguiente, relata Graciete, se presentaron “algunos intentos e innumerables manifestaciones, a través de notas y cartas, [de jóvenes] con deseos de realizar también el ahorcamiento. El 10 de noviembre, atendimos a una menor de 12 años que intentó ahorcarse. Ella dijo que a veces oía voces que la perturbaban mucho, no conseguía dormir y le venía un gran deseo de agarrar una cuerda”. El 11 de noviembre, otra niña entró al hospital porque, según la familia, estaba muy triste y trastornada, diciendo que “los jóvenes que murieron se la querían llevar”. Al día siguiente, otra joven de 17 años fue llevada allá por el Consejo Tutelar, después de ser rescatada por la hermana, que la encontró con una cuerda alrededor del cuello. También vivía cerca de Laísa.

Una de las tías encontró una lista con el nombre de las compañeras de Laísa en una asociación de artesanos en cuya sede la niña se reunía con las amigas. La lista fue tomada como un presagio de que todas morirían. Las cartas de despedida se multiplicaron en la escuela Irmã Inês Penha. Muchas apuntaban a falta de cariño y atención en casa, otras enumeraban enemistades escolares. Otras eran más serenas, como la de esta niña de 12 años:

Papá, mamá, tíos, tías y hermanos ustedes fueron muy buenos conmigo. Mamá pido disculpas por las palabras que algún día dije. Papá muchas gracias por todo lo que me enseñó, hermanos yo sé que ustedes son muy chicos para entender y F. yo sé que en el fondo de tu corazón me querías mucho. Yo los amo mucho besos y abrazos. Profesores y Profesor muchas gracias por todo lo que me enseñaron yo sé que a veces desordenaba todo que yo escribiera algunas letras mal pero es porque estoy nerviosa. Besos y Abrazos para todos.

El director de la escuela pidió que se adelantara el fin del año lectivo, y la Irmã Inês Penha cerró antes. En el hospital, la cantidad de emergencias crecía.

El 19 de noviembre (sábado) fuimos llamados, el mayor Cid y yo, para atender a otra joven de 16 años que estaba completamente aturdida. Cuando llegué a emergencias del hospital, vi la desesperación de los familiares conteniendo a la joven (I. M.) porque ella corría de un lado para otro y se ponía las manos en los oídos, temblaba y con una mirada asustada decía que estaba viendo a un hombre de negro y a los tres menores que se ahorcaron y que decían que se la querían llevar. De acuerdo con el amigo que la socorrió, ella estaba sola en casa, gritando en un rincón con las manos en la cabeza diciendo que no quería ir. Según él, ella dijo que buscó una cuerda y no la encontró en casa y que el hombre de negro decía que estaba esperando un momento en que ella estuviese triste o solita para buscarla. En el acercamiento a la madre le pregunté si había ocurrido alguna cosa en casa y ella dijo que solo había “gritado mucho” a I. M. El mayor Cid vio a la paciente y tuvo que prescribirle un antipsicótico porque tenía un ataque... Ella vino durante tres fines de semana seguidos al hospital. Pero el comportamiento ya era diferente. Estamos haciéndole seguimiento desde el 21 de noviembre. La madre, ya que el padre estaba en Manaos haciéndose un tratamiento de salud, buscó a un curandero que terminó el trabajo hace una semana. De hecho, ella está mucho mejor además porque el padre llegó de Manaos, pero a veces se refiere a un dolor de cabeza y a una cierta tristeza. 

A partir de entonces, continúa la teniente Carvalho en su informe, nuevos casos llegaron cada fin de semana –y ya no se restringían a alumnos de la Irmã Inês Penha–. Aquel fin de año, 16 adolescentes intentaron matarse, según el registro hecho por el MFP.

 
Ilustraciones de José Luis y Miguel Jiménez
 

“EXORCISMO COHERENTE”

Muchos adolescentes quedaron bajo observación de la administración militar del hospital, que hacía visitas periódicas a los casos críticos. El jovial pastor Marcos Ribeiro, un carioca conocido de los chicos por su postura nada ortodoxa, fue llamado por el hospital y aceptó el desafío de “hacer alguna cosa con esos jóvenes”: un coro. La presentación vino después de seis meses de ensayos en el Hospital de Guarnição. Fue un éxito.

–Movilizamos a la ciudad un montón de gente, la iglesia a tope. Vino gente del hospital, fueron invitadas las autoridades –dice el pastor.

Al final del evento una niña de 13 años “se manifestó” de una forma que le hizo recordar los insistentes relatos de las chicas sobre el hombre de la capa negra, en los que “ellas oían voces”. En aquel momento, cuenta el pastor, la niña se agachó contra la pared.

–Corporalmente se le veía un miedo profundo –dice Ribeiro–. La postura de miedo. Se tapaba los oídos diciendo: “Cuerda, cuerda, anda por la cuerda, tú no vales nada... Mátate, nadie te quiere”, todito eso. Fue una cosa así, espantosa.

Cuando el pastor se aproximó a ella, lo cercó un grupo de militares que estaban ahí por invitación de la administración del hospital. Querían mantener el orden.

–Me cercaron y me dijeron: “Sin exorcismos aquí”.

Según él, su respuesta fue: “Ustedes me están confundiendo con otra persona. Hagan su trabajo y déjenme hacer el mío”. Lo que siguió, en sus palabras, fue un “exorcismo coherente”.

–Lo que hubo fue un diálogo. Y dentro de ese diálogo la manifestación del poder, de la gracia de Dios. Y no el sensacionalismo –declara.

Él le explicó a la niña, por ejemplo, cómo ella había sido importante para convencer a los otros muchachos de cantar: “Ellos solo están aquí porque tú dejaste atrás los miedos que todos tenían. ¿Y ahora eres tú quien está con miedo? Levántate y mira a esta gente. ¿Dónde está el hombre de capa negra ahora?”, le dijo, y asegura que ella se calmó.

Poco después, a mediados de 2006, el pastor ayudó a otro adolescente, esta vez salvándolo de la muerte. Estaba celebrando su cumpleaños en la casa de un amigo cuando el vecino, un joven de 17 años, pidió una cuerda para amarrar una hamaca. Este enseguida volvió a casa y le subió el volumen a la música. Esa fue la señal que los impulsó a entrar a la casa del muchacho.

–Él estaba ahí, bien colgado, y ya temblando –cuenta Ribeiro.

Cortaron la cuerda a tiempo. En el hospital, el muchacho dijo que había peleado con el padre porque este tenía predilección por el hermano menor, pese a que él cuidaba de la casa con esmero. Se emborrachó antes de “entrar en la cuerda”. Cuando volvió en sí, le preguntó al pastor por qué había interrumpido su muerte. “Porque tú no tienes derecho a quitarte la vida”, respondió.

Los brotes se repitieron durante todo 2006; también jóvenes de otras escuelas y otros más que no conocían a las víctimas iniciales. Según la investigación del MPF, realizada por el analista pericial en antropología Walter Coutinho Jr., nueve jóvenes murieron y 26 intentaron matarse en 2005 y 2006. Otros 21 adolescentes llegaron tristes, “aturdidos” o con “perturbaciones auditivas” al Hospital de Guarnição. El informe señala la tendencia de los suicidios “en cadena” o “por contagio” dentro de un mismo grupo familiar o de amigos. Un fenómeno bien definido en la literatura psicoanalítica, como resalta el documento:

El desdoblamiento de la incidencia de un suicidio en nuevos intentos y/o en casos consumados tiene como resultado la constitución de modelos de comportamiento autodestructivos al interior de las familias o entre iguales. La reiterada frecuencia de suicidios acaba suscitando cierta aceptación y familiaridad con la idea, que se convierte en una especie de respuesta psicológica culturalmente modelada para algunos dilemas, incluso con la realización de tentativas por individuos muy jóvenes, de forma experimental.

 

LOS DEDOS APUNTAN AL PROFESOR

La figura del hombre de capa negra se volvió la pesadilla de todos en la ciudad, en especial de aquellos que tenían hijos adolescentes. El representante de la Fundación Nacional del Indio (Funai) y ex vicealcalde, André Baniwa, era en aquel entonces director de la Foirn y llamó a dos de las niñas que habían intentado matarse para escucharlas en la sede de la organización.

–Ellas decían que veían a alguien en la visión de ellas, invisible para uno, porque esa visión del hombre negro... No es que fuera negro de color, sino de capa negra, pero les prohibía contar lo que estaba ocurriendo con ellas. Y esa muerte se les presentaba entonces, el suicidio, amarrarse el cuello; tanta era la insistencia de ese hombre en el oído de ellas.

Ni la ley ni la cruz enfriaron los ánimos en aquellos días. La Policía, la Funai, la Fundación Nacional de Salud (Funasa) y el gobierno municipal crearon comisiones para investigar el caso y dar apoyo a los adolescentes y a sus familias. Algunas organizaciones que trabajan con los jóvenes, como el Consejo Tutelar y el Programa Centinela, asociado al Ministerio de Desarrollo Social, organizaron “marchas por la vida”, mientras la Policía Civil investigaba las muertes. Todos querían un culpable. Fue así como las historias sobre el profesor ganaron fuerza y respaldo.

 

Lo que se decía era que un profesor de la escuela Irmã Inês Penha y un exalcalde habían hecho un pacto con el diablo. El segundo había entregado el alma de su hijo, un joven que murió en 2004 en una carrera de motos, causando gran conmoción. El primero habría preferido entregar el alma de sus alumnos. Era para eso que los llevaba al cementerio de la ciudad. Siguiendo las “pistas”, la policía instaló cámaras de seguridad en los cementerios e infiltró espías en los locales sospechosos, pero sin éxito. De Manaos llegó un delegado, Marco Engel, especialmente para el caso, que los policías querían encuadrar en el artículo 122 del Código Penal. Entre los crímenes contra la persona de los que trata el artículo está “inducir o instigar a alguien a suicidarse o darle ayuda para que lo haga”, siendo la pena duplicada “si la víctima es menor de edad o tiene disminuida, por cualquier causa, la capacidad de resistencia”. Escuchó a cerca de 30 testigos y la mayoría de ellos apuntó el dedo hacia el profesor, acusaciones a las que se sumó indignada la prensa nacional, que empezó a cubrir la historia:

–Tomamos declaraciones de muchas personas que tenían relación con las víctimas y ellas señalaron a ese profesor como la persona que inducía a los jóvenes a suicidarse –dijo el delegado al diario A Crítica.

Solo que, con la noticia de que sería procesado, el profesor desapareció. De hecho, acabó saliendo de la población: la vida ahí se había vuelto insoportable. Era él, al final, el de “capa negra”, el responsable de toda aquella desgracia. Poco después de haberse mudado a Manaos con la familia –donde hasta hoy ha trabajado para la Secretaría Estatal de Educación–, su casa en São Gabriel fue invadida en una diligencia de las policías Civil, Militar y Federal, cumpliendo con una orden de registro y arresto. Para los habitantes del municipio, esa era la confirmación de su culpa. El delegado de Manaos pidió su prisión preventiva y su acusación, pero ambas solicitudes fueron negadas por la justicia. La investigación murió ahí. Al año siguiente, el asunto desapareció de la prensa. Hoy es difícil encontrar el menor vestigio de la investigación, cerrada hace nueve años. No hay ninguna información sobre el caso, pues solo se conservan los registros de los últimos cinco años, según el investigador Alexandre Galvão Neto. Tampoco pudo ser localizada por el archivista del Tribunal.

Pero en el imaginario de la insomne São Gabriel el profesor es aún el gran responsable de los suicidios de los adolescentes. Pública consiguió localizarlo, después de mucho insistir con parientes que reiteraron cómo la experiencia resultó devastadora para él. El profesor envió un email negando de manera vehemente todas las acusaciones, pero pidió que no fuese publicado.

Los suicidios continuaron y se esparcieron con furor tanto a Santa Isabel do Rio Negro, 250 kilómetros al este en dirección a Manaos, como por las comunidades del interior del Amazonas. Según la investigación del MPF dentro de los límites de São Gabriel, en 2007 hubo nueve suicidios, entre ellos tres en el río Vaupés, dos en el río Papurí y uno en el río Umari. En 2008, once suicidios en el interior, siete de ellos en el río Tiquié y los otros en el río Vaupés, el río Isana, el río Negro y en la tierra de los yanomamis. En 2009, siete suicidios, entre ellos, dos en el río Vaupés, uno en el río Papurí y dos en la población de jóvenes provenientes de la comunidad de Tapira Ponte en el río Negro. En 2010, once suicidios, seis en el río Vaupés, tres en el río Tiquié, uno en el río Igarapé Japú y otro en el río Negro. Pero los datos contrastan con el registro de la Secretaría de Salud Municipal, que cuenta apenas cinco en total en el municipio de São Gabriel en 2010. También hay divergencia en los datos de 2011: según el Mapa da violência, 16 suicidios; apenas uno según los datos enviados, a pedido de Pública, por el coordinador de Vigilancia Epidemiológica Municipal de São Gabriel da Cachoeira, que registró también un suicidio en 2012, ninguno en 2013, tres en 2014 y uno en este año 2015, que no es el de Maria. (Después de la publicación de este reportaje, la Alcaldía envió nuevos datos que contradicen los anteriores y también contrastan totalmente con los datos del Mapa da violência.)

Pero según los indígenas, a partir de 2009 el drama también alcanzó Iauaretê, “la ciudad de los indios”, un conglomerado urbano en la frontera con Colombia, vereda de São Gabriel, río arriba por el Vaupés. Almerinda Ramos de Lima, la ya citada sobrina de Zeferino, era entonces la líder de la organización local de mujeres.

–Había de todo, jóvenes entre los 14 y los 15 años, o por ahí, hasta adultos, tanto hombres como mujeres. Señores y señoras. No entendemos por qué, no sé si es por causa de la borrachera, qué sé yo, se ahorcaban siempre. Siempre, siempre era así. El día de la fiesta encontrábamos a las personas así, ahorcadas –cuenta.

La propia Foirn, dice ella, hizo muy poco. No hubo movilización, seminario ni discusión del problema, recuerda.

–Y así siguió. Solo que nunca llegamos a descubrir cómo se estaban sintiendo las personas ni por qué llegaban a eso.

En Santa Isabel do Rio Negro, una especie de hermana menor de São Gabriel, más provinciana, los suicidios explotaron entre 2008 y 2009. Fueron trece muertes en esos dos años, en una población de 18.000 habitantes. En 2010, más del 60% de la población, según el censo, continuaba viviendo entre los innumerables ríos y ciénagas interiores. Como en São Gabriel, todo se atribuía a un pacto mortal; rodaban cartas de despedida por la ciudad, había peleas familiares y alcoholismo. Los jóvenes oían voces. En septiembre de 2008, hubo tres suicidios y cuatro intentos en quince días, según la parroquia local.

–Era droga, marihuana, cocaína, qué sé yo –opina la concejal Sandra Gomes Castro, cuya propia historia fue marcada por lo ocurrido en aquella época sin fin.

El primero en irse fue su hijo Ibrahim, muchacho ejemplar, estudioso y una de las pocas víctimas cuya existencia registra internet. Esta ahí: aprobado en la Universidad Federal del Amazonas (en pedagogía, jornada vespertina) y en la Universidad del Estado de Amazonas (en derecho, jornada nocturna).

–Él vivía en últimas solo para estudiar. No bebía, no fumaba, no le gustaba andar de fiesta, no tenía ningún vicio. Era el hijo que toda madre quiere tener, nunca me dio trabajo, nunca me dio tristeza, nunca me decepcionó –dice Sandra.

En 2008, cuando se ahorcó en su propio apartamento a los 22 años, Ibrahim vivía en Manaos con un primo. Su muerte aún no se asienta en el corazón de la madre.

–Llegó a mi conocimiento que se suicidó, solo que hasta hoy no sé cuál es la verdad –continúa.

Del segundo hijo, dice, esperaba “cualquier cosa”. Se llamaba Charles, pero en la ciudad era conocido, conocidísimo, como Bruninho.

–Él empezó a conseguir droga desde muy temprano. Como a los 13 o 14 años comenzó a salir, no obedecía el horario que yo estipulaba para volver a casa. Ya lo había intentado tres veces, siempre bajo el efecto de drogas, y a la cuarta vez vino a fallecer.

El primer intento sucedió ahí mismo, en la espaciosa casa de la familia a una cuadra de la plaza principal de la ciudad. Fue rescatado por la hermana menor. La segunda vez estaba en el batallón del Ejército en São Gabriel, donde pagó el servicio militar. La tercera tentativa vino una semana después de que el hermano falleció.

–Cuando despertaba, hacía como si no hubiera pasado nada. Cuando estaba bien, volvía a lo normal, nada.

Charles se mató el 15 de agosto de 2009, a los 19 años. Ella cuenta así la historia del hijo pródigo. Él quería ir a una fiesta en la comunidad y pidió un motor fuera de borda para poder atravesar el río. Ya estaba borracho, fue por la tarde, y el padre se enfureció. El hijo amenazó con golpearlo a él, a la madre, a los hermanos, y el padre resolvió quejarse con la policía. El muchacho se quedó en casa con la madre.

–Ahí comenzó con eso: “Ay, me voy a matar, me voy a matar”. Siempre decía eso –recuerda la madre.

Después de algunas horas se encerró en el cuarto. Sandra incluso fue a confirmar que estuviera dormido y volvió a acostarse.

 –Yo estaba durmiendo... Así, medio dormida, medio despierta, lo sentí a mis pies, diciendo: “Mamá, sácame rápido de aquí”. Ahí di un salto, miré a la puerta y no había nadie.

Llamaron a la policía, que rompió la puerta del cuarto del hijo. Se había ahorcado en su propia litera. Sandra quedó inconsolable.

–Yo lloraba mucho, día y noche, no comía, ya no podía disfrutar ni siquiera del placer de lavar o de comprar una simple cuchara. Al principio no quería hacerme un tratamiento, llegaba a Manaos y allá me caía todo encima, los ambientes en los que andaba con Charles, la facultad de Ibrahim...

Al final, en lugar de ir a un curandero a que la bendijera, Sandra tomó antidepresivos y siguió un tratamiento psiquiátrico en Manaos durante algunos meses. Hoy está en paz con su dolor. Cuenta toda la historia de un solo impulso, en la sala de su casa, con apenas una o dos pausas para recuperar el aliento y detener las lágrimas. La conclusión de la historia viene en la despedida, ya en el portón:

–Lo que puedo decir es que mis hijos, que fueron mis amores, ahora serán eternamente mis dolores.

 
Ilustraciones de José Luis y Miguel Jiménez
 

OTRA ESCUELA

Los suicidios en São Gabriel y Santa Isabel afectaron a indios de casi todas las etnias, con un número mucho mayor entre los tukanos, un pueblo dominante en la región, y los hupdas, un pueblo nómada y de contacto más reciente con el mundo occidental. Ya entre los baniwas, etnia que ocupa las márgenes del río Isana, afluente del río Negro en dirección a Venezuela, la aflicción que los acechaba desde 2005 –y los acecha hasta hoy– era el reverso del espejo. En vez de los compañeros muertos y los hombres de negro que asaltaban a las niñas de la escuela Irmã Inês Penha, en la escuela secundaria Pamáali los adolescentes baniwas eran embrujados por seres no humanos. Los dos brotes tienen semejanzas, como observa el antropólogo João Jackson Bezerra Vianna, quien estudia el fenómeno desde hace cinco años: en ambos casos, las crisis ocurrían principalmente entre niñas de 13 a 16 años, que las “transmitían” a los compañeros, apareciendo incluso en los sueños de ellos; y tenían la misma característica en la fase aguda, cuando los seres de oscuridad conversaban con las niñas “en trance”.

En la escuela Pamáali, sin embargo, no hubo ningún caso fatal, tal vez porque allí la comunidad encontró una explicación para la enfermedad, después de consultar con los más viejos. La escuela, una de las primeras experiencias de educación indígena diferenciada, había sido construida sobre la maloca de los yóopinai, entidades de la naturaleza que abarcan todo lo que es “peligroso” para los indios. Cuando los alumnos tienen clases, es como si estuviesen zapateando sobre las cabezas de los yóopinai. Durante los brotes, estos, representados frecuentemente  como viejos altos, blancos y vestidos todos de blanco, repiten incansablemente que los quieren fuera de ahí.

João, quien presenció varios “ataques” o “sueños”, los relató en su tesis de maestría en la Universidad Federal del Amazonas, que lleva por título De vuelta al caos primordial: alteridad, indiferenciación y enfermedad entre los Baniwa. Dice uno de los relatos:

Al entrar en el alojamiento, una casa grande dividida en dos áreas por una pared, veo primero una aglomeración de personas en estado de preocupación y, después, al blanco de las miradas, una alumna acostada en una hamaca... La escena era fuerte, la niña se contorsionaba, debatiéndose como quien necesitase sacudirse con un único golpe todo su tormento, y expresando a primera vista un notorio sufrimiento... La alumna contraía pies y cabeza contra la hamaca, irguiendo, por contrapeso, el pecho y el tronco, lo que generaba en sus compañeros una necesidad imperativa de dominarla, controlando ese movimiento.

Durante las tres horas que duró el “ataque”, la chica lloró, gritó y llamó a la madre en idioma baniwa, entre crisis de desmayos. “Al borde de la hamaca, ella se quejaba de dolor y pedía socorro; eso porque, según ellos, en aquel momento estaba viendo a un viejo blanco (o sea, a un yóopinai) que intentaba amarrarla de piernas y manos y matarla”.

Como los suicidios, la enfermedad en la escuela baniwa jamás se curó por completo. Pasado el brote inicial, los indios aprendieron a esperar su llegada.

 

LA MASACRE DEL DESARROLLO

Elegido como presidente del Consejo Tutelar en 2006, en el auge de la tragedia, el pastor Marcos Ribeiro –que en aquel año hiciera el “exorcismo coherente”– se dio cuenta de que había algo en común entre las niñas que intentaron el suicidio: todas habían dejado sus comunidades para continuar los estudios en São Gabriel. Una constatación ampliada por la investigación que realizó el Instituto Socioambiental y la Foirn en 1.444 domicilios en 2003-2004, la cual reveló que la mayor parte de la población urbana no había nacido en la ciudad, siendo el 43,8% proveniente de otras localidades de la región del río Negro. El principal motivo de la mudanza, citado por el 36,6% de los entrevistados, fue la búsqueda de educación secundaria, la misma ofrecida valientemente en la Pamáali, como forma de fijar a los baniwas en su territorio.

–¿Qué pasó? Generalmente, los padres dejan a los niños con el tío o la tía, y vuelven a la comunidad –dice el pastor–. Ellos quedan a merced de las circunstancias, que son variadas. ¿Qué es lo que ellos ven en la comunidad? Un poblado pequeño y el río, donde todos son parientes, todo el mundo se mira, todo el mundo se ve. Pero a Sao Gabriel los niños llegan desamparados y ven a sus compañeritos, lo que genera ese shock aquí. ¿Qué tipo de shock? Los hijos de los militares, por ejemplo, vienen a la escuela y ahí los otros niños ven qué es lo que tiene el otro que yo no tengo, él va a merendar y yo no meriendo...

Hay otro elemento importante, y reciente, que debe ser tomado en cuenta, comenta el secretario de Obras de São Gabriel, Celso Delgado:

–Esa época fue de mucho éxodo rural a causa de los programas sociales del gobierno federal. Normalmente, cuando ellos bajan por el río, se quedan tres meses. Con la cuestión de la Bolsa Familia empezaron a bajar más y a venirse a vivir aquí.

Investigador de la Policía Civil bajo licencia –participó en la investigación de los suicidios de la escuela Irmã Inês Penha–, Delgado cuenta que la Alcaldía acostumbra ofrecer lotes de 12 x 25 metros cuadrados a los recién llegados, subdivididos hasta en cuatro casas, dificultando el cálculo de la estructura.

–En esa época hubo un crecimiento muy grande de esos barrios, como Tiago Montalvo, Dabaru, Beira-Rio, Assentamento Teotônio Ferreira, Miguel Quirino, barrios desorganizados. Fue cuando se sintió de verdad ese impacto cultural. Ellos no tenían noción de lo que era vivir en una ciudad. Todos eran de bajos ingresos, la mayoría llegaba de sus propias comunidades.

Los beneficios de la Bolsa Familia no suben por el río. Según un registro del Ejército, presentado didácticamente en un PowerPoint para el reportaje de Pública, hay 5.593 familias atendidas por el programa en São Gabriel, o sea 27.965 personas: el 67% de la población.

–El desarrollo es masacrante –resume solemne el general Antônio Manoel de Barros, comandante de la Segunda Brigada de Infantería de Selva (Segunda bis), cuya sede queda en un lugar privilegiado desde donde se ven con claridad el río y las cascadas–. Es una aplanadora, y no hay un timing para las cosas buenas. Los efectos colaterales son muy acelerados.

Es él quien comanda la mayor parte del impresionante aparato militar diseminado por el Alto y Medio río Negro: siete pelotones especiales de frontera y el Tercer Batallón de Infantería de Selva en Barcelos. Entre estos, el Comando de Frontera Río Negro, el Quinto Batallón de Infantería de Selva, el Segundo Batallón Logístico de Selva, el Pelotón de Comunicaciones de Selva y el 22º Pelotón de Policía del Ejército en São Gabriel da Cachoeira. Son en total 2.500 hombres, cerca de 2.100 apostados en São Gabriel y que conforman el 10% de la población urbana.

El fortalecimiento del aparato militar ocurrió en 2004. En años anteriores, hubo algunos enfrentamientos entre el Ejército y las Farc en las fronteras con Colombia y Venezuela.

–Ahí el Ejército aceleró un proceso, o sea, fortaleció la estructura existente, creó un comando de brigada. Con un general. Y junto con eso vinieron muchas estructuras –dice el general–. El impacto económico del Ejército aquí es enorme.

La llegada de los militares transformó a São Gabriel en la ciudad más desigual del Brasil, según el ranking del Atlas de desarrollo humano 2013 de la ONU. Aunque la renta media per cápita haya subido casi el 50% en las últimas dos décadas, la ciudad tiene un Gini de 0,8, en contraste con la media del Brasil, que es de 0,5.

–Es fácil de entender, porque si hay una gran cantidad de militares el salario mínimo va a fomentar el impacto económico que le menciono –dice el general.

Mientras habla, otro oficial proyecta la esmerada serie de diapositivas que ilustran el asunto en la sala de reuniones de la sede de la brigada. Él va haciendo apuntes:

–Mire, con los efectivos de todas las organizaciones militares, con las planillas de pagos, tenemos un impacto de ocho millones de reales. Hoy los gastos de la corporación representan el 41% del PIB municipal, y usted verá que en los diez años que llevamos aquí pasó de 99 millones de reales a 209 millones, o sea que se duplicó.

El general continúa explicando la “estrategia de presencia” del Ejército Brasileño, encabezada por la Segunda bis:

–Dicen que hay tres grandes profesiones aquí: agente de salud, profesor y militar.

Desde que asumió el cargo, hace poco más de un año y medio, el general instaló una patrulla del Ejército en la isla de las Flores (algunos kilómetros río arriba de São Gabriel), que hace batidas cotidianas entre los indios. Los soldados suelen encontrar garrafas de aguardiente amarradas debajo de las embarcaciones, mezcladas con las mercancías, bajo las cargas de pescado.

–La maldita cachaza, que es terrible. Eso corroe realmente y es un problema gravísimo en este lugar. Es uno de los motivos por los que tenemos un puesto, porque aquí tenemos poder de policía.

A bordo de embarcaciones, los soldados suben por los ríos también para hacer el reclutamiento militar en las comunidades, abriendo un nuevo ciclo de integración indígena al proyecto nacional.

–El soldado indígena en la selva no tiene igual. Nos interesa, sí, que este representante indígena esté con nosotros, porque es parte de nuestra estratificación social. Y será también un líder –dice orgulloso afirmando que más del 35% de los soldados de la brigada son indígenas–. El Ejército es un estrato de la sociedad –refuerza, queriendo decir con eso que refleja su composición social.

Hay relatos de suicidio también entre los indígenas militares asignados a la Segunda bis, aunque no se ha hecho, según el general, ningún trabajo específico para contraatacar ese problema.

–Está claro que se trabaja con datos estadísticos y aquí [en el Ejército] no hay nada fuera de la normalidad.

Pública pidió datos sobre las víctimas por medio de la Ley de Acceso a la Información, pero el Comando del Ejército los negó dos veces. Este alegó que consolidar los datos daría trabajo extra, pero garantizó que por cada sospecha de suicidio se instaura una “investigación policial militar”. O sea, las investigaciones están ahí pero, como casi todo lo que se refiere al suicidio en la ciudad, son como un misterio, un secreto, no se habla de eso.

 
Ilustraciones de José Luis y Miguel Jiménez
 

SÃO GABRIEL Y SUS CASTIGOS

La Secretaría Municipal de Salud queda en el segundo piso de un pequeño edificio blanco en la abarrotada calle principal de la ciudad, una ruidosa avenida de cuatro carriles. Ahí, algunas tiendas dominan el comercio, exhibiendo orgullosamente en sus avisos el apellido de los propietarios, familias que vinieron de otros estados tras dinero y poder. Al ritmo del forró electrónico que suena incesantemente, se vende de todo en esas pequeñas tiendas por departamentos adaptadas para la Amazonía: ventiladores, colchones, zapatillas, ollas, cuadernos, baldes para secar harina de yuca, galones para llenar de gasolina los motores de las lanchas de madera que van a las comunidades del interior. Desde su oficina, el secretario de Salud, Luiz Lopes, responde a Pública por teléfono. La pregunta es si la Alcaldía tiene alguna acción dirigida al problema de los suicidios.

–No –dice, y prosigue con sinceridad envidiable–. No sé cómo hablar de eso con usted ahora. Continúa ocurriendo, y mucho. Pero es muy subjetivo, no he podido leer todavía ningún trabajo, enfocado en esa cuestión en São Gabriel, que fuese concluyente. No hay un material, no hay datos concretos –dice–. Creo que es necesario determinar la causa, los factores que influyen. Infortunadamente no sabemos eso. ¿Con qué está relacionado? ¿Alcoholismo? ¿Drogas? ¿Es una cuestión cultural?

El secretario parece ignorar el evidente desacierto de asociar los suicidios con una característica cultural étnica. Significa ignorar los aspectos históricos, en especial el contacto con los blancos, siempre traumático. En São Gabriel ninguna de esas niñas, ninguno de esos indígenas deja de traer en la propia vivencia, o en la memoria de sus familiares, episodios de violencia inconfesables en nombre de la construcción de la nación brasileña. Y con ellos el diablo, introducido por la vívida imaginación de los salesianos que comandaron la región durante casi todo el siglo pasado, se incrustó allí para quedarse.

Doña Elza está siempre risueña, se ríe de la vida como si eternamente estuviese burlándose de las monjas salesianas que la educaron. Cuando alguien viene a trabar conversación por la ventana siempre abierta de su casita, que está sobre una gran saliente de piedra a orillas del río, es difícil no encontrarla ahí, la silla de ruedas frente a la máquina de coser, dispuesta. Se ríe del miedo que las personas le tienen por estar siempre en esa silla; se ríe de las tragedias de la ciudad de São Gabriel da Cachoeira, de las antiguas y de las nuevas; se ríe de las leyendas que van ganando cuerpo, como la de que ella habría visto en una noche lluviosa al hombre de capa negra, al mismo “demo” aquel que llevaba al suicidio a los niños y las niñas.

–Demonio yo no vi, no; si apareciese alguna persona, creo que yo hubiera visto a Nuestra Señora –dice ella. Y se ríe.

La fe inquebrantable, la forma desenvuelta con la que habla en portugués sin ningún acento, las costuras que hace día y noche, noche y día, y hasta la risa burlona como si fuese un desafío, todo en esa pequeña y vieja india es el resultado de su tiempo en el internado salesiano, donde estudió la primaria (al igual que su marido Alfredo, un tukano jovial, también temeroso de Dios como casi todos los indios de la región del río Negro nacidos entre 1920 y 1970). Según cálculos de la prensa en la época, había más de 200 padres y monjas salesianas, la mayoría europeos, en las siete misiones de los ríos Negro, Vaupés, Isana y Tiquié. Según un reportaje de Folha de S.Paulo, de marzo de 1980, los internados llegaron a recibir 4.000 niños en aquel año.

La Congregación Salesiana arribó al río Negro con carta blanca y financiamiento del gobierno federal para educar y catequizar a los indios, integrándolos a la “civilización brasileña”. La primera sede de misión fue construida en 1914, junto a la iglesia que aún otea la ventana de doña Elza. A partir de entonces, los padres pasaban de aldea en aldea recogiendo criaturas de seis o siete años para llevarlas a los internados. La idea era separarlas de los padres para salvarlas de la herencia “pecadora”, en casi todo repleta del diablo. Los religiosos se ocuparon también de reprimir todas sus costumbres. Las malocas, símbolo de la vida comunitaria, fueron destruidas y cambiadas por casitas de un cuarto; la última fue demolida en 1960. Yurupary, héroe de diversas etnias, fue identificado con el diablo. Las fiestas comunitarias, por ejemplo el Dabucurí, eran vistas como demoníacas y fueron sumariamente prohibidas. Los chamanes eran ridiculizados, sus ritos prohibidos. Así, los salesianos se encargaron de introducir de una vez por todas al diablo en la región. Los recuerdos de aquel tiempo, contados por abuelos y chamanes, permanecen vivos entre los jóvenes que hoy ven la telenovela juvenil Malhação y se pintan el pelo de verde.

–No nos dejaban hablar nuestra lengua, no –dice doña Elza.

Por ser pillada hablando tukano, las monjas la hicieron andar toda una tarde, delante de las otras alumnas, cargando en la espalda un cartel que decía: “Yo soy el diablo”. Otra vez fue peor. Robó un pedazo de pan de la cocina, un pecado mortal, y una monja le cortó las uñas hasta hacérselas sangrar. Tampoco podían hablar con los otros niños, como se acostumbraba en las aldeas.

–No podíamos ni mirar para arriba a la hora de la misa, imagina eso. Estábamos acostumbrados a estar todos juntos –dice doña Elza, y se ríe de la maldad de las monjas.

En los internados la vigilancia era constante, incluso de los hábitos de higiene, desde usar baños y cepillarse los dientes hasta bañarse vestidos en los ríos. Los castigos corporales eran comunes: golpes en las palmas de las manos, arrodillarse durante horas, comer sal. A todas las niñas les cortaban el pelo y a los niños los rapaban. Recibían uniformes numerados con los cuales eran identificados durante los cuatro años de formación, siempre a la manera europea: todo el cuerpo cubierto, ellas con vestidos de manga larga, ellos con camisa y pantalón. Se despertaban a las seis para ir a misa, iban a clases durante toda la mañana y en la tarde hacían deportes y trabajaban duro en la huerta, plantando lo que todos comerían en los meses siguientes; limpiaban las imponentes edificaciones salesianas o trabajaban en los talleres de carpintería y costura, donde cosían las ropas y elaboraban los muebles y otros equipos usados en las misiones; las niñas lavaban kilos de ropa y realizaban las tareas domésticas. Hacían, además, innumerables ejercicios en fila militar, a veces sosteniendo fusiles, para “formar el carácter”, como se ve en el documental Remições do rio Negro [“Expiaciones del río Negro”], dirigido por Erlan Souza y Fernanda Bizarria.

Tamaña rigidez impresionaba a las pocas autoridades que pasaban por ese rincón y garantizaba más fondos públicos. Después de visitar las comunidades de Taraquá y Tapuruquaga en el río Vaupés en 1958, el entonces presidente Juscelino Kubitschek escribió animado sobre los niños que vio agitando banderas y cantando el himno nacional “con entusiasmo patriótico”:

Los salesianos hacen surgir, en medio de la selva virgen y secular, al nuevo Brasil, creando una generación nueva en aquel centro que, al emular varios aspectos de la iniciativa oficial de mi gobierno –la conquista del interior del país–, afirma la victoria del espíritu y el trabajo cuando son guiados por el ideal de un Brasil mejor. A los salesianos pioneros en esa civilización en el valle amazónico, mis aplausos y el propósito de auxilio y cooperación durante mi gobierno.

Fue apenas en los años ochenta, ya al final de la dictadura y cuando líderes indígenas como Álvaro Tukano y organizaciones como el Consejo de Pueblos Indios de América del Sur denunciaron la opresión salesiana, que los internados fueron sustituidos por escuelas públicas. Además de causar un daño irreparable en los imaginarios y en la cultura indígenas, los salesianos ganaron mucho dinero a costa de los catequizados, pues vendían productos artesanales con un buen margen de ganancia en São Paulo, Río y en el Museo del Indio, en Manaos, que también administraban. Los productos eran transportados gratuitamente por la Fuerza Aérea Brasileña, cuya presencia en el área fue constante durante la dictadura. Además de disponer de mano de obra baratísima –eran los indios quienes construían las nuevas escuelas, iglesias y misiones–, “incluían” a los jóvenes indígenas en la sociedad de Manaos como buenos empleados. “Hoy, en Manaos, la familia que necesite de una empleada se puede dirigir a la sede de los salesianos en la ciudad, que rápido le van a conseguir una india para trabajar como doméstica”, describe el reportaje de Folha de S.Paulo de marzo de 1980. “A causa de ese cruel proceso, los prostíbulos de Manaos están repletos de indias que perdieron la virginidad en las casas de familias ricas de Manaos y acabaron abandonadas en las calles”, finaliza el reportaje.

Es verdad que no fueron los salesianos quienes inventaron la maldad allí; la explotación de los indígenas en la región tiene raíces bastante más antiguas. Ya en el siglo XVII, los colonos portugueses y los misioneros subían por los ríos Amazonas y Negro a capturar indígenas para enviarlos como esclavos a Belém, capital de la colonia de Grão-Pará y Maranhão. Se calcula que el número de indígenas esclavizados apenas en aquella región llegó a los 20.000, sin contar los asesinados por oponer resistencia y los muertos por los brotes de viruela y sarampión.

Los primeros encuentros con los blancos fueron tan violentos que hacen parte del mito de la creación compartido por las etnias locales, según el cual la humanidad habría llegado a la Tierra en un viaje de la Cobra-Canoa. Reza el mito que los humanos habitaban antes las profundidades de la Tierra, pero consiguieron salir de allá a través del Lago de Leche, situado en Río de Janeiro, capital de la colonia portuguesa en la época de contacto. A lo largo del río Negro, las etnias desembarcaron en sus respectivos territorios, y hasta hoy su jerarquía sigue el orden en que descendieron de la canoa. En la mitad del viaje, la entidad creadora Ye’pa Õ’ak?h (en tukano) o Ñapirikoli (en baniwa) dispuso en el suelo una serie de objetos para que los hombres escogieran. Y así se hizo: el ancestro del blanco tomó la escopeta y las mercancías, mientras que los ancestros de los indios prefirieron el arco y los adornos ceremoniales.

A partir del siglo XIX, los habitantes del río Negro salieron del yugo de la esclavitud para pasar al de la codicia de los comerciantes o “regateadores” cuya estrategia era la servidumbre por deuda, en la que el trabajo barato hacía a los indios deudores por la compra de mercancías caras. Los “patrones” más famosos subían por el río, aterrorizando aldeas enteras en busca de hombres y muchachos fuertes para sacar látex, materia prima del caucho, además de cacao y piaçaba, una palma cuyas fibras sirven para hacer escobas y cepillos. “Los mecanismos astutos del endeudamiento, el incentivo de los patrones para hacer que los indios consumieran cachaza, el abuso sexual de las mujeres y el tráfico de niños que eran vendidos en Manaos y Belém son algunos de los ejemplos de violencia perpetrada por los blancos que transitaban por esa región”, escribe la antropóloga Cristiane Lasmar en el libro De volta ao Lago de Leite. Gênero e transformação no Alto Rio Negro [“De vuelta al Lago de Leche. Género y transformación en el Alto Río Negro”].

 

LA FUNDACIÓN DE LA CIUDAD

El primer boom urbano de São Gabriel ocurrió después de la extinción de los internados salesianos. Por estar el municipio situado en una zona de frontera, la dictadura lo declaró área de seguridad nacional en junio de 1968 (Ley 5449) e instauró ahí su Plan de Integración Nacional en la región, llevando a más de 4.000 hombres, entre quienes se contaban los miembros del Primer Batallón de Ingeniería y Construcción del Ejército y los obreros contratados por las empresas Queiroz Galvão y la Empresa Industrial Técnica para construir la autopista Perimetral Norte BR-210 y la carretera BR-307 (hasta Cucuí, en la frontera con Venezuela). A mediados de los setenta, una infraestructura básica de red eléctrica y acueducto fue instalada en la cabecera municipal. Se construyeron también las primeras escuelas públicas para atender a los hijos de los militares y de los obreros que llegaban al municipio. Después del cierre de los internados salesianos, esas escuelas pasaron a recibir también a los indígenas, procedentes de las comunidades del interior.

El acoso a las mujeres indígenas fue una de las marcas de esa época, según relatos recogidos por la antropóloga Cristiane Lasmar: “...ellas cuentan que los blancos llevaban a las muchachas a la autopista en construcción para ‘hacer una general’, es decir, para violarlas en grupo”, escribe. Eran las indígenas que venían de las comunidades a trabajar en las casas de los funcionarios de las constructoras y el Ejército, aquellas que habían sido educadas por los salesianos para trabajar en casas de familia.

Los casos de violación persisten en el siglo XXI. Desde por lo menos 2010, un grupo de adinerados reinventó las “generales” de los años setenta, secuestrando niñas de 9 a 13 años para una red de explotación sexual, a veces a la fuerza, a veces a cambio de chucherías como un bombón, una galleta o alguna mercancía para padres o tíos. Los criminales tenían apellidos importantes, entre ellos los tres hermanos Carneiro –Arimatéia, Manuel y Marcelo–, dueños de grandes tiendas de comercio en la calle principal, y el exconcejal por el Partido de la República Aelson Dantas da Silva. La virginidad de una víctima entrevistada por la reportera Katia Brasil, de la página web Amazônia Real, le costó al violador 20 reales (unos cinco dólares).

–Él me llevó al cuarto y me quitó la ropa. Fue la primera vez. Quedé triste.

Otras niñas contaron que “ganaron” chocolates, dinero y ropas de marca a cambio de su virginidad.

–¿Qué hacía el seductor? Iba allá al colegio y cuando las niñitas estaban ahí, ofrecía una merienda. Después comenzaba a llevarlas en el carro a tal lugar. A merendar. Siempre utilizando el hambre, ofreciendo llenar la barriga. Y después comenzaba a dar los regalos, ellos funcionaban de esa forma. Y cuando querían algo realmente, comenzaban también a llevar a los padres a hacer compras en el comercio. Entonces se establecía la idea de seguridad, de que “fulano es un buen hombre” –dijo un funcionario que siguió algunos casos, pero pidió no ser identificado.

Aún hoy, hablar sobre la red de pedofilia amedrenta a los testigos principales. Diez personas fueron denunciadas y encarceladas por el Ministerio Público con base en el testimonio de 16 niñas. Tres de los inculpados, incluyendo a dos de los hermanos Carneiro, están en prisión preventiva por amenazar a testigos e incluso a periodistas. El tercer hermano, Marcelo, está prófugo desde que consiguió un hábeas corpus a inicios de este mes, durante un turno judicial, y fue liberado inmediatamente. El hábeas corpus se suspendió al día siguiente.

El hecho de que el abuso sufrido por las niñas indígenas finalmente haya llegado a la justicia se debe, en gran parte, a los esfuerzos del procurador federal Júlio Araújo, quien en 2012 visitó el municipio y quedó impactado por lo que vio. El esquema era conocido por todos, ocurría a la luz del día, en calles concurridas de los barrios más populares y frente a las escuelas públicas.

–Había un intento de tratar el tema como algo natural o cultural en la ciudad. Y refleja mucho ese estado de vulnerabilidad. En la ciudad pensaban que era normal, que siempre había sido así –dice Araújo, quien hoy comanda el proceso del MPF contra los acusados, sobre daño moral colectivo–. Eso lo decían los no indígenas, que ven aquello como algo trivial. Decían que “hasta los padres lo apoyan” o que “es mejor para ellas”. La sumisión de las niñas indígenas es valorada a tal punto que termina siendo vista incluso como un beneficio para ellas.

Ilustraciones de José Luis y Miguel Jiménez

 

SÃO GABRIEL Y SUS SABIOS

Si existe salvación en vida para las almas atormentadas de São Gabriel, debería buscarse en una calle situada entre la iglesia católica y el campito de fútbol, que reúne todos los frentes institucionales de combate al suicidio en la ciudad. Comenzando por la casita blanca del Consejo Tutelar, donde la presidenta Belmira da Silva Melgueiro recibe a los visitantes con una sonrisa.

–En 2014 no conocimos ningún caso de suicidio de adolescentes –dice, aunque los datos enviados a Pública muestren que la Alcaldía registró por lo menos tres casos: una niña de 14 años, un niño de la misma edad y una joven de 18.

Los últimos casos que ella recuerda ocurrieron en 2012.

–Hoy no es más así –dice–. No sé responderte por qué bajó. Hubo una época en que era uno tras otro, a veces tres al día; uno de ellos no estaba enterrado y otro ya estaba muriendo –recuerda–. Es cierto que era la droga –se arriesga a afirmar–. Y la bebida más por parte de la familia. Solo que también hubo niñas y muchachos que no pudimos entender mucho, que se suicidaron en esa época pero nunca tuvieron problemas ni con su familia ni con drogas o alcohol.

Belmira hace de memoria una lista de las medidas tomadas en aquella época: marchas por la vida capitaneadas por el Consejo Tutelar, por el Consejo de Derechos Humanos y por el Programa Centinela, vinculado al Ministerio de Desarrollo Social; además de reuniones periódicas en las escuelas, donde “nos animaban a estar hablando sobre la importancia de la vida”. Para alcanzar a las comunidades, el Consejo Tutelar usó embarcaciones cedidas por la parroquia, “porque nosotros no tenemos esa logística para salir de aquí”. Pero esas acciones, reconoce ella, no resistieron al tiempo y al olvido.

–De aquella época para acá, la situación social solo empeoró. Casos de depresión [de adolescentes] hay, sí, hay bastantes. Tomamos esos casos y los encaminamos al Creas [Centro de Referencia Especializado de Asistencia Social]. Cuando es problema de alcohol, al Caps [Centro de Atención Psicosocial], que funciona. Pero la depresión no ha llevado a más suicidios, gracias a Dios.

Para saber cómo son recibidos los niños remitidos al Caps, vinculado al Ministerio de Salud, basta andar dos cuadras. La casa queda en la misma acera. En ella trabaja una joven psicóloga, Fernanda Peinado, encargada de coordinar la atención a pacientes con trastornos mentales y problemas relacionados con el alcohol. Ella cuenta que en el Caps los jóvenes reciben acompañamiento psicológico, después pasan por talleres terapéuticos y –en teoría– también son vistos por un médico. No obstante:

–Nuestro equipo también es muy frágil. La médica se fue, la enfermera igual. Entonces siempre estamos pasando por un problema de falta de equipo –suspira.

En diciembre del año pasado, el Caps abría las puertas apenas hasta el mediodía. Fernanda era la única psicóloga del centro, encargada de dar apoyo a los cerca de 120 expedientes “activos”, entre adolescentes con depresión, pacientes con trastornos psiquiátricos, e incluso el más común: indígenas que abusan del alcohol.

–Los equipos en las unidades están rotando: uno trabajó la semana pasada y otro ahora. No es posible trabajar mañana y tarde.

Apenas un mes antes, Fernanda recibió una llamada a las siete de la mañana: uno de sus pacientes quería matarse. La joven psicóloga nunca había vivido esa situación. Fue corriendo hasta la orilla del río.

–Él estaba intentando lanzarse a la cascada y todos los familiares estaban allí tratando de ayudar. Cuando llegué, lo encontré totalmente trastornado, fuera de sí.

Después de un poco de conversación, consiguió calmarlo y llevarlo al hospital. Hoy, el muchacho está en tratamiento en Manaos. Se trata de un caso de éxito. Cinco meses antes, otro paciente fue arrastrado por las aguas negras.

–Después pude hacer un rescate de su historial. Uno ve que tenía depresión, ya era un hombre, 33 años, pero después de que su esposa resolvió separarse, él no le vio más sentido a la vida. En esa época yo estaba en licencia de maternidad, no había otra psicóloga, solo la enfermera, y entonces él quedó medio desamparado. No había sido la primera tentativa.

Atravesando la calle, se encuentra la institución que debería funcionar como salvaguardia mayor de los indios aldeanos. Es el edificio del Distrito Sanitario Especial Indígena (DSEI), donde 25 equipos humanos y tres médicos velan por la salud de cerca de 38.000 indios en 673 aldeas. El DSEI cubre el área de otros dos municipios bañados por el río Negro además de São Gabriel: Barcelos, el segundo de mayor extensión en el país, y Santa Isabel. Es un área que equivale a casi dos estados de São Paulo.

Ângelo Henrique dos Santos Quintanilha, exdirector del DSEI, dice que “hoy los equipos están mejor preparados” para lidiar con casos de suicidas entre los indios aldeanos. Es el más antiguo funcionario de la institución; exmilitar, en la década de los noventa fue a servir en São Gabriel y decidió quedarse. Ayudó a fundar el órgano en 2000.

–En aquella época no teníamos un psicólogo que pudiera orientar cuando había algún caso así. Hoy ya tenemos a la psicóloga Valéria Magalhães y ella trabaja con el equipo, que va preparado.

En los últimos años, el DSEI elaboró líneas de acción y prevención, y una ficha específica de investigación del óbito autoinfligido. Pero la principal acción, explica Dos Santos, es el seguimiento a las familias de las víctimas después de las muertes, y cuando es posible. En todo este tiempo de trabajo, el jefe del DSEI siempre evitó acercarse a las víctimas y verlas.

–Es una cosa particular mía. No voy a ver al difunto. Menos aún si se ahorcó. Yo soy medio espiritista también y me estremezco con eso.

El equipo del DSEI debe registrar, investigar y reportar al Ministerio de Salud todos los casos de suicidio ocurridos en las aldeas al interior de su jurisdicción. Estos son contabilizados durante las “entradas”, que ocurren de la siguiente manera: un equipo de tres o cuatro miembros viaja hasta cuatro días para llegar a uno de los 25 polos-base de atención –construcciones que sirven de “puerta de entrada” al Servicio Único de Salud (SUS), los centros médicos de la red federal de salud en Brasil–, desde donde los pacientes pueden ser remitidos a hospitales mejor equipados. A lo largo de un mes, el equipo visita el área de influencia de determinado polo-base, que puede atender 110 aldeas. Los peritos tienen que llenar la ficha de notificación/investigación de la muerte, tratando de recoger información entre la comunidad. Pero...

–Normalmente el equipo vuelve sin información o con muy poca –dice la psicóloga Valéria Magalhães, quien coordina el trabajo en el área de São Gabriel da Cachoeira–. La excusa es: “Ah, yo llegué y ellos estaban en la huerta, no encontré a nadie”, o si no se topan con una persona que dice no tener nada que informar.

El año pasado la situación llegó a un punto caótico. Los equipos de salud dejaron de ir a las aldeas por varios meses seguidos; los “prácticos” (conductores de las embarcaciones) entraron en huelga por falta de pago.

Valéria es la única psicóloga que atiende en la Casa de Salud Indígena (Casai), centro que acoge a los indios aldeanos que necesitan seguimiento médico prolongado en la ciudad. Es responsable, también, de preparar y escuchar a los equipos en lo que concierne a sus problemas de relación con los indígenas. Muchas veces estos tienen dificultad en lidiar con lo que es la enfermedad y la cura para los indios. Es común que se resientan, por ejemplo, cuando ellos prefieren acudir a los chamanes si están enfermos. O que los chamanes se resientan con los enfermeros del DSEI cuando pasa lo contrario.

–La verdad es que lo que nosotros conocemos de nuestra psicología no encaja en la realidad indígena. Tenemos que deshacernos de nuestro conocimiento para intentar entender el de ellos y ver en qué podemos contribuir –dice. Por eso, siente que faltan antropólogos en el DSEI–. Hasta en esa cuestión del suicidio, los antropólogos pueden ayudarnos a entender lo que es para el indígena, porque nosotros no estamos preparados para eso –explica–. No contratan [a ningún antropólogo]. Es impresionante eso.

Las directrices de atención a la salud mental indígena fueron establecidas por el Ministerio de Salud en 2007, por medio de la Ordenanza 2759. Uno de los principales motivos para ello fue exactamente el alarmante índice de suicidios entre los indígenas brasileños, con especial énfasis en la reserva guaraní-kaiowá de Mato Grosso do Sul. Pero el “Informe de gestión de la Secretaría Especial de Salud Indígena de 2013”, el más reciente del que se dispone, subraya que los parámetros de actuación de los profesionales en la salud mental indígena “aún no han sido definidos de manera adecuada” y que “los pocos datos epidemiológicos disponibles eran recolectados de manera heterogénea por los diferentes DSEI a partir de instrumentos propios elaborados por los profesionales de salud. De esa manera, el material recogido en las diferentes realidades no era susceptible de sistematización y análisis en el nivel central”.

Las fallas en la recolección de datos sobresalen en los casos resaltados por este reportaje. El caso de Tiago Lima, el hijo de Zeferino y primo de Almerinda Ramos, por ejemplo, no aparece en la tabla del DSEI enviada a Pública. Del mismo modo, el caso de suicidio relatado por Fernanda Peinado, del Caps, no está registrado en la primera lista enviada por la Alcaldía, que enumera apenas los casos de muerte por ahorcamiento. La alcaldía tampoco registra, según el coordinador de Vigilancia Epidemiológica Municipal, la etnia de quienes consumaron la muerte voluntaria.

Ya en 2011, la detallada investigación que adelantó el MPF señalaba la urgencia de subsanar la desinformación sobre los casos de muerte autoinfligida, “mucho peor en las áreas urbanas”, como escribió el perito Walter Coutinho Jr. Según la investigación, no existe ninguna instancia que se responsabilice por el registro de todas las muertes, sea en la ciudad o en las aldeas; ni por el registro de intentos, un elemento esencial en la estrategia de prevención recomendada por el MPF. Los que intentaron suicidarse, por ejemplo, deberían recibir atención especial por lo menos durante seis meses para evitar la reincidencia. Otro punto resaltado por el MPF es que “el ‘saber ancestral’ indígena sigue siendo dejado de lado en el contexto de las instituciones locales”. El MPF recomienda que se haga un esfuerzo para propiciar una “real participación de chamanes y curanderos en los itinerarios terapéuticos adoptados en el ámbito del DSEI-ARN y servicios municipales de salud”.

El párrafo final de la investigación –que, es bueno decirlo, continúa siendo ignorada olímpicamente por los órganos competentes– concluye:

En general, las iniciativas que contribuyen a la valorización de la comunidad étnica y la cultura indígena, proporcionando refuerzo a la organización interna de las comunidades y reafirmando los lazos sociales y familiares, tienden a ejercer un efecto positivo para erradicar o disminuir la existencia de suicidios en el panorama alto-rionegrino contemporáneo. Por medio de ellas, los indígenas (específicamente los más jóvenes) tienen la oportunidad de reconectarse con su historia y vislumbrar un devenir colectivo significativo... que permite, tanto como es posible, la reconciliación entre la vida y la muerte.

Pese a que fue buscada insistentemente para comentar la situación del DSEI y las acciones dirigidas a combatir los suicidios indígenas, la asesora de comunicaciones del Ministerio de Salud no respondió a las preguntas de Pública.

 
Ilustraciones de José Luis y Miguel Jiménez
 

EN BUSCA DE MAXIMILIANO

En la salita que ocupa en el edificio de la Fundación Oswaldo Cruz en Manaos, repleta de libros y papeles apilados desordenadamente sobre la mesa, el médico psiquiatra e investigador Maximiliano Loiola Ponte de Souza es uno de los pocos que se han metido a fondo en el espinoso tema de los suicidios rionegrinos, tratando, de hecho, de entenderlo. Pasó parte de los últimos siete años en la “ciudad de los indios”, el distrito de Iauaretê, donde la lengua más oída es el tukano, los blancos son pocos y las callecitas características de los aglomerados urbanos amazónicos tienen placas en diversas lenguas indígenas. El punto de partida fueron sus investigaciones de maestría y doctorado, la primera sobre la violencia entre los nativos y la segunda sobre el alcoholismo. De ellas extrajo una rara comprensión de quiénes son a fin de cuentas los que pasan por tamaña aflicción, y la importancia de escuchar a los sabios, los “intelectuales nativos”, como los define.

–Yo uso el mito para comprender, no lo que ocurre, sino cómo las personas entienden lo que ocurre.

El suicidio, dice él, tiene características inherentes al individuo, atributos del mundo social y atributos del mundo espiritual, “que de forma sinérgica actúan haciendo vulnerables a las personas”.

Maximiliano distingue un patrón en los casos de suicidio narrados por los indígenas:

–Usted parte de un conflicto previo, que muchas veces está relacionado con cuestiones de sexualidad o de obediencia a las reglas. Y ahí, en el momento del uso del alcohol, ese conflicto se reagudiza.

La clave, dice él, son las normas de coexistencia social, que en el río Negro están imbuidas de los valores tradicionales y definen con quién comes, con quién tienes relaciones sexuales, con quién no las tienes.

–Ahora, resumir que la culpa es del alcohol es insuficiente –afirma.

El alcohol, como bebida siempre disponible –aunque prohibida–, es un fenómeno relativamente nuevo: décadas atrás, el precario transporte dificultaba la oferta. Sin embargo, los indios usaban desde siempre el caxiri, una bebida fermentada a base de yuca y maíz, hecha exclusivamente por mujeres y consumida apenas durante las celebraciones. Y entonces todos bebían, de los niños a los ancianos, hasta caer al piso, para despertarse y empezar todo de nuevo al día siguiente. La fiesta se prolongaba lo que durara el caxiri.

–Ese era el momento de resolución de los conflictos, ya fuera apaciguándose, haciendo nuevas alianzas o incluso a los golpes –dice Maximiliano.

En la tesis de doctorado, él explica que permanece la idea de “beber hasta que se acabe lo que se tiene, hasta caer”. Y “como ellos dicen, en la ciudad la bebida no se acaba”. Ni en las comunidades. La gente en São Gabriel dice que mientras los blancos beben para olvidar, los indios beben para recordar.

–Antes, por ejemplo, yo podía tener un problema con un tipo, liarme a golpes con él, nuestras familias pasaban a ser enemigas, yo agarraba mis trastos y me iba para el otro lado del río. No iba a convivir con él en lo cotidiano.

El punto fundamental de esa nueva convivencia, como ya señalaba el estudio del ISA y la Foirn, es la escuela.

–La escuela es la creadora del concepto de juventud –dice Maximiliano.

Fue la juventud, criada en los internados salesianos, la que encabezó la emigración a las ciudades en busca de educación y un futuro mejor, y pasó a sus herederos esas brutales consecuencias.

Mientras recoge los papeles anotados, dibujados, se pregunta en voz alta cuál sería la mejor manera para que la salud pública interviniera en ese problema:

–Eso se ve como algo relativo a la salud mental. Pero yo, sinceramente, no sé si es por ahí, aunque tampoco sé sinceramente si no lo es. ¿El camino sería ir al psiquiatra o abordar una estrategia popular de mediación de conflictos con la gente que trabaja en barrios y favelas? Eso porque, si el problema es el conflicto, yo tengo que enfrentar el conflicto, no la depresión –dice–. Pero no seamos ingenuos, no vamos a acabar con los conflictos.

Maximiliano tampoco deja de lado lo que llama la “dimensión espiritual” del suicidio. Habla sobre la creencia, muchas veces formulada, de que los espíritus de aquellos que se matan se quedan en la tierra y jalan a quienes les eran cercanos en vida.

–Es como si fuese un tire y afloje entre los vivos y los muertos –dice–. Existe lo que los estudiosos de salud pública llaman el “suicidio por contagio”–explica–. Eso está muy bien documentado en pequeñas poblaciones tradicionales y rurales. Hay varios estudios que demuestran que el suicidio tiene cierta dinámica en la cual las personas interrelacionadas se matan en cadena. Yo creo que la tesis de los espíritus que vienen a buscar a sus allegados tiene, de alguna manera, relación con eso. No deja de ser el modo nativo de explicarlo.

Y reflexiona sobre la palabra “contagio”:

–Mire cómo nosotros, en el mundo occidental, leemos la cosa. Como un “contagio”. Porque tenemos nuestra armazón de mitos según la cual existe una cosa llamada bacteria, que pasa de uno a otro. Lo que hace pasar la enfermedad de una persona a otra es la tal bacteria. En la concepción nativa, ellos posiblemente experimentan la misma vivencia: que personas próximas se acaban matando. Solo que su repertorio explicativo va a beber de las fuentes de su cosmovisión, de la relación con el mundo natural, con los espíritus, etc. Son estrategias frente al mismo fenómeno –personas cercanas unas a otras que se matan– para explicar por qué ocurre eso.

 

EL CHAMÁN-OCELOTE

–¿Alguien del gobierno vino a buscarlo, don Mandu?

La respuesta es un movimiento negativo de cabeza. Ningún servicio de salud, psicólogo o miembro del gobierno buscó a don Mandu, uno de los más poderosos chamanes que vive hoy en São Gabriel da Cachoeira, único chamán-ocelote del pueblo baniwa que sigue vivo, conocido por su sabiduría ancestral. Los chamanes-ocelote constituyen el nivel más avanzado del chamanismo entre los baniwas; el entrenamiento demora cerca de diez años.

Don Mandu –Manoel da Silva según su identificación– es considerado un “tesoro vivo” por la Fundación para Estudios Chamánicos (una organización sin fines de lucro con sede en California) y motivó la construcción de la primera Escuela de Chamanes, en el río Yari, para que él pudiese enseñar a los más jóvenes. El poder de don Mandu es tan grande que él hace que la enfermedad del mundo se convierta en una piedra negra mientras bendice a sus clientes, que llegan a pagar entre 150 y 200 reales (entre 30 y 50 dólares) por una sesión. Ercília, la hija, dice que su padre tiene 94 años, y es ella quien traduce el vehemente discurso en baniwa de don Mandu sobre los “ahorcamientos”, en respuesta a las preguntas de la reportera. Solo la edad le hace detenerse y dejar que la hija hable a gusto, interpretándolo. A veces la corrige –tanto en portugués como en baniwa– y la voz salta por encima de ella.

–Antiguamente no temía, no, ahora con los ahorcamientos...

En la última década, su casa, al fondo de una callejuela de tierra y maleza en el barrio del Padre Cícero, fue el lugar adonde acudieron decenas de familias que enfrentaban los intentos de suicidio. Fue a él a quien Elizabeth Silva buscó cuando intentaba apaciguar a Marta, quien veía constantemente a su prima Laísa después de muerta.

–Él nos ayudó mucho –dice Elizabeth–. Nosotros, que somos indios, creemos en estas cosas también.

La hija de don Mandu cuenta que el último cliente de carne y hueso en ser tratado pasó por ahí en 2013, un chico tukano de 19 años.

–Se emborracha, no sabe lo que está haciendo, agarra la cuerda porque en el oído de él dice que escucha... Así que él escucha: “Anda rápido a agarrar la cuerda, que te quiero ver amarrado del cuello para que quedes igual a mí”. Ahí él se amarró.

La madre lo vio así colgado y consiguió cortar la horca con un cuchillo. Cuando volvió en sí, el chico le suplicó a la madre que lo llevara a un curandero.

El chamán-ocelote dice haber visto personalmente al tal espíritu hace unos tres años.

–Él dice que es un negro... Negro alto. Fuerte. Dice que lo vio como a una persona, igual. Pero solo que era bien negro. Negro, alto, bien fuerte –dice la hija.

La reportera pregunta si el chamán-ocelote alguna vez oyó hablar de una figura de negro que las niñas de la Irmã Inês Penha decían que las llamaba.

–El mismo. Es el mismo. Solo hay uno –responde don Mandu en portugués.

En el encuentro con el espíritu, el chamán-ocelote le pidió que no tocase a su familia. En seguida alertó a Ercília:

–Mira, hija, vamos a esperar una semana. Dentro de una semana, en este pedacito de nuestro barrio va a ocurrir una muerte, porque el espíritu malo va a pasar por aquí.

Una semana después, encontraron a un vecino ahorcado, pendiendo sobre una cerca de alambre. Era el segundo de la familia en suicidarse.

–Un muchacho bonito. Harlem –dice Ercília.

En los otros ahorcamientos “de familia”, don Mandu explica que el espíritu del hermano se había quedado vagando por ahí.

–Eso ocurre con quienes se matan así –dice la hija–. Ahorcados... porque de repente no es la hora de que se vayan, ¿verdad? Ellos se quedan por ahí perturbando a los otros.

Ese espíritu negro que continúa asustando a los barrios de São Gabriel es poseedor de una cuerda y un lazo, y viaja por el cielo, en la narrativa del chamán.

–Después, él espíritu negro viene bajando, bajando, hasta entrar. Ahí entra aquí, después jala para sujetar... La cuerda viene de allá arriba –dice don Mandu bajito, según la voz áspera se lo permite–. Ahí él jala –y hace el gesto, como si fuera a agarrar una presa.

El objeto que él simula usar para representar al espíritu no es ni una horca ni un lazo, sino una especie de malhadeira, una urdimbre de paño que los indios usan para atrapar la pesca y la caza que se arrastra por el suelo.

Armando de Lima también vio la horca. Pero el indio tariana, padre de quince hijos, no es famoso como don Mandu. Prefirió mantener el secreto en familia como lo aprendió de su padre, un chamán poderoso. Dedicó buena parte de su juventud a aprender, pasaba las noches oyendo al padre contar los mitos, mostrar cada una de las hierbas y enseñar los dichos de las bendiciones. Repetía las palabras hasta que se incrustaran dentro de sí. Para cada mal había una bendición correcta. “Van a aparecer muchas cosas también, que tú no vas a entender”, le decía su padre, anticipando lo que no tiene traducción en su lengua: que en el futuro habría suicidios por ahorcamiento.

Armando olía paricá –un polvo hecho de la semilla de un árbol del mismo nombre– para hablar con los espíritus y usaba un cigarro de tabaco “antiguo” para aliviar las dolencias. E iba aprendiendo. El padre explicaba: “Muchas veces van a andar en tus sueños, los espíritus te van a contar, ahí tú bendices”.

La primera vez vio la cuerda en un sueño. Venía –ella también, como la Cobra-Canoa– de allá de Río de Janeiro.

–Yo vi mucho mucho mucho mucho mucho mucho mucho, yo estaba soñando, ¿no? Soñé, tenía ya dos horcas allá en el cielo, yo soñando, la cuerda estaba allá en Río de Janeiro, la cuerda venía de allá, el lazo pasaba allá encima del tejado, llegaba allá la cuerda. Ahí llamaba esa cuerda, ¿no?, yo viendo una casa así de allá de lo alto, venía el lazo ahí venía tenía siempre antena, dos antenas, como antena parabólica... Ahí ella llamaba como imán, esa antena. Ahí yo veía a los niños, rodando, y gritaba, ahí él entraba allá ahí él jalaba aquella cuerda, shhh, los atrapaba. Jalaba a la persona que quería.

Armando de Lima es uno de los muchos chamanes que se valen de sus bendiciones para apaciguar la ola de suicidios que acosa a São Gabriel. Empezó a bendecir a los alcanzados por la ola a pedido de un hermano suyo, que era profesor en la Irmã Inês Penha. Tal vez la mayor bendición que dio en la vida haya sido por las pobres niñas de esta escuela, allá en 2006.

–La cuerda se llama Ojo del Mal –explica Armando–. Que tira, ¿no? Ahí él mismo se va a matar. Decía: “Va a ser como cuando hacemos trampas”, porque en nuestra costumbre la gente hacía trampas matando peces, matando dantas y todo; jalábamos la caña, colocábamos una argolla. Una cuerda.

Padre de Almerinda Ramos, la presidenta de la Foirn, el viejo tiene que entablar constantemente batallas por la vida de sus propios hijos, que intentaron suicidarse.

Olvidó su secreto durante muchos años, después de que se mudó a la ciudad, tras graduar a los hijos como profesores, líderes indígenas. Para recordar fue necesario morir. Ocurrió en 2003, cuando tuvo que hacerse una cirugía de corazón.

–Solo que yo sé mucha cosa, por eso estoy vivo. En el sueño me dijeron así, allá los espíritus: “Tú vas a volver porque tienes un secreto, no tienes ninguna obra montada aquí en la Tierra”. Ahí en el sueño volví. Después comencé a trabajar, cuando yo estaba bueno. Después de la operación. Después que morí.

Hoy, para invocar a su bendición, él ayuna desde la tarde anterior. Se despierta a las cuatro, en el silencio de la noche de la selva, agarra el tabaco o, con suerte, la brea, cuyo humo se esparce aún más. Y comienza a rezar. 

–Como estaba soñando, estaba amarrado allá en Río de Janeiro, porque allá es donde comenzaron, digamos, fue allá que comenzaron a vivir los indios, ¿no?, desde la creación. Entonces allá está amarrada esta cuerda, amarra, pasa allá por encima, llega así el lazo. Yo tiro de ese lazo con mi secreto, con mi espíritu, ¿no?, enrollo... Tiro de allá, enrollo y guardo allá en el cielo ese lazo. Ahí después hago que la persona, ¿no?, que la persona dé cualquier alegría, dé una alegría. La alegría es como los pájaros. Tú ya viste un ruiseñor, tú ya viste ese... cómo se llama, japim, japim, son dos, negro y rojo. Está el zorzal, está ese que habla, no sé cómo es que se llama, con nombre, ¿no?, y está ese otro, más pajarito, ¿no?, de ese tipo, con ese llegamos al espíritu de él. Llama para quedarse tanto con el niño y la mujer, ¿no? Ahí llamamos más... Usted ya vio al cacique negro, ya vio, a ese gallo de la sierra, también a ese pájaro grande que vive allá alto, pájaro, con ese lo llamamos con espíritu, ¿no?, poder para que nos quedemos con ellos, decir “quédate con ellos en esa alegría”. Después nosotros, golondrina, que encima del palo, lo llama, se queda con él, ahí después están esos... Ese... Yo no sé cómo decir... hay el pajarito bien pequeñito que está todo por aquí, ese que llama bi-chian-chian bi-chian-chian chi-chian-chian, canta. Hay de ese tipo, después de todo eso es el jefe mismo, padre de él, jefe, rey de todos ellos, del bosque, decía mi padre que era Jacamê. Ahí nadie más viene, él canta, grande, tu-tu-tu-tu-tu, yo no sé si tú ya oíste, tu-tu-tu-tu-tu, él canta, ¿no? Ahí, con ese cuerpo de él, llegamos, con esa alegría tenemos que estar. Yo rezo así, termino. Esa es mi bendición. 

 
Ilustraciones de José Luis y Miguel Jiménez
 

ACERCA DEL AUTOR


Cofundadora y codirectora de Agência Pública. Ha ganado diversos reconocimientos. Este año pasó a formar parte del Consejo Rector de la FNPI.