Venezuela en fuga

Para algunos venezolanos, Colombia puede ser un hogar. Para otros, tan solo la válvula de escape que les permite llegar a otros países de Latinoamérica. Este contrapunteo de testimonios explora, desde la mirada de la cronista, la migración entre dos países que estuvieron cerca de ser uno solo.

POR Melba Escobar

Enero 27 2021
Paso de migrantes venezolanos hacia Colombia.

Al día cruzan el Puente Simón Bolívar entre 60 y 70 mil venezolanos que realizan una migración pendular. Fotografía de Juan Pablo Bayona.

Cúcuta, una ciudad fronteriza golpeada por la guerra, es la primera parada de quienes salen en oleadas de Venezuela huyendo del hambre. Es tal la cantidad de gente, que atravesar el puente entre Villa del Rosario y San Antonio es como entrar a un estadio un día de clásico. El equipaje que llevan miles de personas evidencia que no son viajeros ocasionales. Familias con niños, bebés que lloran, hombres en su mayoría menores de 30 años, hacen pensar que todo aquel con una familia detrás y fuerza suficiente en las piernas se está dando a la fuga. A este lado los espera un letrero: “Bienvenido a Colombia”, lo que no siempre se cumple en la práctica, pues muchos han sido robados, estafados y violentados de este costado de la línea divisoria. Una de las razones es que muchos no tienen el dinero para pagar un bus, de modo que cruzan la frontera a pie y acaban en Colombia más por fuerza que por elección.

Algunos también han sido bien acogidos, como me cuenta una mujer un par de días después de mi llegada a Cúcuta. Meryuri vino a Colombia como uno más de sus compatriotas. Eran en total once personas. Sus hijos, sus nueras, su marido, sus nietos. Como muchos ambulantes hoy en esa ciudad, ella y su familia traían el equipaje y el anhelo de poder recuperar una vida perdida.

Las épocas en que podían vivir de su trabajo habían quedado atrás. Hacía meses el hambre se había vuelto costumbre, hasta que un día empacaron sus cosas y abandonaron Valencia, la ciudad donde vivían. Es por eso que Meryuri pertenece al grueso de los viajeros provenientes de Venezuela con el estatus de “migrantes económicos”. No se les llama refugiados, así como no se nos llamó refugiados a los colombianos en esos años en que hicimos una migración masiva en sentido contrario.

Al igual que tantos otros, Meryuri llegó, durmió una noche en el parque Santander en el centro de Cúcuta, y luego siguió para Belén, un barrio deprimido, a preguntar dónde podía encontrar un rancho para dormir. La mandaron a casa de una señora que, en sus propias palabras:

–Me abrió las puertas sin pensar que yo la iba a matar, que la iba a robar. Le dije que buscaba un lugar para dormir, junto con mi familia. Entonces me cedió un rancho donde ahora, seis meses más tarde, seguimos viviendo. Fue un ángel que me puso Dios en el camino.

Pero a juzgar por las más de veinte entrevistas que hice a venezolanos durante tres días, no es frecuente que Dios ponga un ángel en el camino de quienes más lo necesitan. Me habían recomendado visitar un comedor frente al estadio. Una fila de más de cinco cuadras me dejó clara la dirección del lugar. Quienes se apiñaban eran indigentes, en su inmensa mayoría venezolanos. Muchos vestían harapos pero aún cargaban su maleta de viaje. Les pregunté cómo era el procedimiento. Los dividen en una línea para mujeres, otra para hombres.

–¿Por qué? –pregunto.

–Por las peleas –me dice un hombre de unos 40 años de acento venezolano, a quien le faltan un par de dientes.

Camino hacia lo que supongo que es un comedor. Es solo al cruzar la calle cuando me doy cuenta de que no hay un espacio donde sentarse a comer. A través de una reja, las manos de una monja se estiran para ofrecer una bolsa de plástico en cuyo interior hay algo viscoso. “Una sopa”, me dicen. Una segunda bolsa, igual de pequeña, lleva lo que una mujer describe como “una comida completa: con grano, arroz, incluso algo de carne”. Al mirar la bolsa compruebo que, con suerte, hay un puñado de fríjoles, un manojo de arroz; no veo la carne. Me sorprende que muchos de los hombres llevan el pelo al rape (luego supe que las brigadas de salud los rapan como una medida contra la epidemia de piojos).

 
Los controles de la Policía colombiana fueron implementados en 2016, después de que se reabriera la frontera. Fotografía de Juan Pablo Bayona.

Un pequeño grupo come con parsimonia en un andén. Pregunto si me permiten acompañarlos y dicen que sí, adelante. Les cuento que soy periodista y he venido desde Bogotá. El primer comentario de Fredy, un hombre que no debe haber cumplido 30 años y aparenta estar desnutrido, es que así trabajara cincuenta años en Venezuela, no le alcanzaría el salario para pagar un teléfono como el que saco de mi mochila para grabar nuestra conversación. Les pregunto entonces por lo que está ocurriendo en términos salariales:

–El salario actual está en 2.500.000 bolívares mientras que un kilo de pollo vale 2.000.000 –me dice Magdalena, una mujer que se aferra a su maleta mientras se toma la sopa por un agujero que le ha abierto a la bolsa.

Fredy es aún más gráfico:

–En Venezuela tú trabajas un mes y si te compras un desodorante no te compras un arroz. Si te compras un arroz, no te compras el desodorante. Si te compras un par de zapatos, no comes. Si compras medicina, no puedes pagar el hospital. Yo francamente me hago una pregunta: ¿la gente que está allá cómo está haciendo?, ¿de qué mecánicas se están valiendo para vivir de un sueldo mínimo que solo da para comprar un producto al mes? No me explico. Eso sí, la cúpula militar y la cúpula del partido viven como millonarios.

El punto de quiebre

Nunca había visto tantas personas viviendo en las calles, durmiendo en los parques, en bancas, a la sombra de un árbol, en los andenes. Muchas de ellas, como las que hacían fila frente al estadio para reclamar la sopa en el “comedor”, llevan maletas. En el parque Santander veo mujeres con niños de brazos, algunos de apenas un par de meses. Una de ellas me cuenta que vino hace cinco meses a Colombia para que su parto fuera atendido aquí, pues allá es imposible.

–No hay medicamentos, tampoco queda personal ni funcionan los hospitales –me dice una mulata de unos 25 años. Al igual que otros mil venezolanos hace fila en el Western Union, uno de los puntos especiales para envío de remesas de dinero. Si bien algunos envían dinero a casa, otros lo reciben de parientes desde Perú o Chile, donde suelen estar en mejores condiciones o llevan instalados un tiempo. Las filas en el comedor, las filas en el Western Union, las filas para el baño público, me hacen pensar que estas personas huyeron de un país en ruinas en donde cualquier intento por acceder a un servicio o alimento pasa por una fila interminable. La paradoja: aquí no escapan de la misma ceremonia.

Me dice la mujer que en el hospital le dieron una buena atención. Está agradecida porque además de tener salud, aquí no le ha faltado comida. Otra mujer tiene un niño de unos dos años. Me dice que vinieron a Cúcuta porque en Venezuela hace tiempo dejaron de poner las vacunas. Entre tantos colombianos residentes en Venezuela en 2005, ¿habrá pensado alguno que trece años más tarde el proceso se iba a invertir? Lo dudo. Y, sin embargo, aquí estoy, parada frente a estas mujeres que representan solo un par de los miles de casos atendidos en los dos últimos años por el sistema de salud colombiano como emergencias médicas de migrantes venezolanos. Unos días más tarde le pregunto a Felipe Muñoz, gerente del Plan Fronteras del gobierno, cuáles son esas emergencias y él me responde:

–La principal y más compleja está en el tema epidemiológico. El Instituto Nacional de Salud está haciendo una inmensa labor para evitar la propagación de enfermedades como el sarampión y el vih.

Muñoz me recuerda que Colombia está implementando el mecanismo de protección más importante en América del Sur, algunos dicen que del planeta. En 2016, cuando hubo un primer pico en el ingreso de venezolanos al país, se creó la figura de la tarjeta de movilidad fronteriza para los venezolanos que hacían una “migración pendular”, es decir, que ingresaban y salían de Colombia de forma continua, incluso varias veces al día. Además de eso se creó el permiso especial de permanencia (pep), con vigencia hasta de dos años, para llevar la vida de un ciudadano regular.

–¿Como una suerte de visa?

–Sí, pero sin costo –aclara Muñoz.

Le pregunto cuándo fue que las acciones de frontera se volvieron una prioridad del gobierno colombiano. Me recuerda el incidente de 2015, cuando el presidente Maduro expulsó a los ciudadanos colombianos, especialmente a aquellos que vivían en el estado Táchira. Entonces no importó que tuvieran los papeles en regla, que la casa donde vivían hubiese sido comprada por ellos, que tuvieran trabajos legales, nada. La guardia venezolana entró a sus casas y las marcó con pintura roja, con la D de “demoler” o R de “revisado”, luego les pusieron capuchas y los lanzaron a la trocha con la instrucción de no regresar a Venezuela. Pero eso pasó hace apenas tres años, por instrucciones de Maduro, para quien los problemas de contrabando y de las bandas criminales eran culpa de los colombianos.

Hablo con una de las víctimas de esta ominosa expulsión, hoy atendida por un programa especial para retornados de la Cancillería colombiana. Cuando le pregunto cómo recuerda esa noche nefasta, el llanto no la deja hablar. Después de un rato me dice que estaba embarazada, pero el maltrato de la guardia la hizo perder su bebé. No quiere decir más. Su vida se quedó en un país al que llegó siendo una niña y donde vivió hasta esa noche trágica que aún recuerda con horror. Hay 22 mil historias como esta, de colombianos expulsados por el gobierno venezolano en un lapso de una semana en la que lo perdieron todo.

Este es el punto de quiebre de las relaciones bilaterales entre los dos países. Hasta entonces la frontera ni siquiera actuaba como tal. La gente entraba y salía sin restricción alguna. Todo cambió después de este episodio. Se instalaron siete puestos de mando a lo largo de la frontera y el gobierno venezolano decidió que esas unidades permanecerían activas a partir de ese momento.

 

A pesar de haber implementado un plan desde entonces, está claro que Colombia no tiene experiencia en política migratoria. Por un lado, porque esta es la primera vez, en la historia de un país que ha sido considerado uno de los más cerrados del mundo, que Colombia recibe una migración masiva, y eso crea una presión inmensa en materia de salud, alimentación, vivienda, seguridad y empleo. El censo más reciente encontró presencia de venezolanos en más de 400 municipios, pero esa es una realidad cambiante. La cifra precisa de la gente que ha llegado es muy difícil de calcular, entre otras razones porque la frontera tiene 2.219 kilómetros de selva, monte y desierto por donde día a día cruzan miles de personas. Por el puente, y de manera regular, entre 60 y 70 mil venezolanos practican la migración pendular a diario haciendo uso de la tarjeta de movilidad fronteriza. Es en La Parada, el corregimiento que se encuentra justo al bajar del puente que separa a San Antonio (Venezuela) de Villa del Rosario (Colombia), donde los medios de sustento abren una ventana al asombro. Vendedores de pelo, bolsos fabricados con los billetes de una moneda desaparecida, plástico, cobre, arroz, vidrio, papel, oro, suelas de zapato, aceite, medicamentos, todo entra en el malabarismo de rebuscarse la vida.

La necesidad tiene cara de perro

Edward tiene una tienda en La Parada. El negocio familiar, donde venden gaseosas, empanadas, helados y cerveza, ha estado en pie desde que él era un niño:

–Creo que el problema de los venezolanos es que los acostumbraron a vivir del Estado. Subsidios para el mercado, subsidios por tener hijos, por estudiar, por lo que sea. Así uno acaba creyendo que todo se consigue gratis. Como si fuera poco, ahorita los que están viniendo a montar camorra son los grupitos de delincuentes. Dicen las malas lenguas que están vaciando las cárceles y toda esa escoria nos la mandan para acá. Hace unos días mataron a un vecino nada más por no pagarle el arriendo. Se acomodan hasta treinta personas en una sola casa porque no tienen dinero. Hacen lo que sea por ganarse unos pesos.

Edward es un hombre de unos 42 años. Me cuenta que mandó a su hijo a vivir lejos, a una ciudad intermedia cerca de Bogotá. Está buscando a donde irse, pues siente que en Cúcuta la seguridad empeora, así como la economía. Para él, la zona donde vive ha sido olvidada por el gobierno desde siempre, el mismo gobierno que no hizo nada por frenar el paramilitarismo que los hizo vivir con miedo por tantos años y que hoy prioriza las necesidades de los venezolanos sobre las de nacionales:

–A mi mejor amigo me lo mató un paramilitar porque no quiso pagarle una vacuna en el negocio de barrio que tenía. Ahora los que cobran extorsiones amenazando con plomo son los venezolanos. Yo quiero mucho mi tierra, pero ya no puedo más.

El sentimiento de Edward es el de miles de colombianos frente a los venezolanos, así como es quizá el de millones de nacionales alrededor del mundo frente a los migrantes y refugiados. Por desgracia, el recién llegado suele ser un chivo expiatorio, un comodín, el eterno culpable a quien siempre se podrá señalar en la calle y sin necesidad de pruebas cuando se habla de un robo o una riña. “La culpa es de los venezolanos”, se escucha tanto en Cúcuta, como en Bogotá, Barranquilla o Cartagena, de donde llegué hace apenas un par de días y pude constatar que muchos piensan como Edward.

Le comento que voy a ir al terminal de transporte para ver la situación que se vive allá. Se ofrece a llevarme, pues va a mandarle un paquete a su hijo con un amigo que va para Sogamoso. Le agradezco. En un Mazda viejo nos subimos junto con su hija de siete años y su esposa. Durante el trayecto, que tarda una media hora, Edward nunca deja de hablar de lo mismo.

–La otra cosa es que los venezolanos meten mucho vicio –dice.

–¿Qué es vicio? –pregunta la niña.

Nadie le responde, ella no insiste. Entonces recuerdo al venezolano que vende galletas en el parque Santander, diciéndome que le daba mucho pesar ver lo viciosos que somos los colombianos. Prefiero no hacer comentarios. Afuera la ciudad es ruidosa, sucia, y cada semáforo es un escenario donde nativos y migrantes se disputan la luz roja para mendigar unas monedas. El calor es insoportable. Antes de despedirnos en el terminal, le pregunto a Edward si él no cree que los venezolanos están viviendo una crisis humanitaria y es nuestra obligación moral ayudarlos.

–Es fácil ayudar cuando se tiene con qué –dice–. Como decimos aquí en mi tierra, la necesidad tiene cara de perro.

No hay mal que dure mil años ni cuerpo que lo resista

Me acerco a un grupo de jóvenes. Se reconoce que son venezolanos por el acento. Se parece al de los colombianos de la costa Caribe, pero quienes somos de aquí notamos la diferencia. Pensar que hace tres años habría sido una sorpresa encontrar a un venezolano en un terminal de transporte. Ahora la estación está atestada. No hay pasajes, los buses salen repletos en todas las direcciones. En todos los casos y según las condiciones del gobierno de turno, se ha facilitado la residencia temporal de venezolanos hasta por dos años incluyendo permiso de trabajo.

Al ver la camaradería entre las dos chicas y los tres chicos sentados sobre sus maletas, me imagino que son viejos amigos. Poco después voy a enterarme de que apenas se conocieron en el bus que los trajo hace ya cuatro días del vecino país. Desde entonces han estado viviendo en la estación, sin bañarse y sobreviviendo de pan y agua. Van para Medellín, pero el derrumbe en la carretera Cúcuta-Bucaramanga los tiene bloqueados.

–Allá ya no queda nadie. Allá ya solo va a quedar Maduro –dice Wisleidy, antes de contarme que en la madrugada del sábado un hombre intentó abusar de ella.

La defendieron sus compañeros de bus. Luego, el domingo, alguien le robó su equipaje. A veces parece que va a llorar, pero ella fuerza una sonrisa. No puedo evitar decirle, antes de despedirme, que me parece valiente. También le digo que le deseo todo lo mejor. Me conmueve ese grupo de amigos improvisados, surgido de la necesidad. Realmente son personas que saltan al vacío. Tan desesperada es la situación. Les pregunto cómo se arregla esto.

–Hay que matar a Maduro –dice uno de los chicos del grupo. Luego añade que, mientras eso no pase, necesita trabajar porque en su familia cuentan con sus remesas para poder seguir adelante–. El sueldo apenas alcanza para comer una vez al día, arroz y yuca, nada más.

Afuera los cucuteños compiten cada vez más ferozmente por los andenes. Quienes representan ese 15% de desempleo ven con recelo la apertura de la frontera. También, habría que añadir, a los que llegan se les extorsiona, se les roba y se les insulta en la calle. Nadie tiene la razón. ¿O sería más exacto decir que todos la tienen? Lo cierto es que la frontera es un territorio donde la subsistencia diaria es una batalla cada vez más salvaje.

–¿Qué irá a pasar? –le pregunto a la chica del terminal.

Ella concluye:

–Yo solo sé que no hay mal que dure mil años ni cuerpo que lo resista.

 
Dada la extensión de las filas en los comedores, se reparten turnos entre las personas que acercan sus manos para recibir comida. Fotografía de Juancho Torres.

Hacer lo correcto

Bogotá está lejos de ser un remanso de paz. Aun así, volver a casa me resulta reconfortante. Me paso un par de días transcribiendo las entrevistas y poniendo en orden la información. Luego entrevisto a Felipe Muñoz, gerente del Plan Fronteras de la Cancillería de Colombia, y comienzo por una pregunta que llevo días queriendo hacerle:

–¿Por qué las autoridades a las que he entrevistado insisten en decir que los venezolanos no son “refugiados” sino “migrantes económicos”?

–No siempre el término “refugiado” es el más acertado. No solo porque los venezolanos que vienen no están huyendo de una guerra, sino porque el término suele ser usado para referirse a ciudadanos procedentes de países culturalmente diferentes al que los recibe. La mirada que tenemos junto al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), y otros organismos, es que no queremos a los venezolanos en carpas. En este caso no creemos que esa sea la solución. Más bien les estamos buscando una salida para una integración temporal, pues no solo tienen el sueño sino también el derecho de regresar a su país.

Muñoz me explica que provisionalmente está suspendida la tarjeta de movilidad fronteriza, esa que se usa para la migración pendular por cortos períodos, pues alcanzaron la cifra de 1.624.915 tarjetas expedidas con vigencia de dos años, y se consideró que era el momento de interrumpir su expedición hasta nueva orden.

–La crisis se está asumiendo de la manera más solidaria posible. Creo genuinamente que desde el gobierno estamos haciendo lo correcto.

Muñoz se refiere a los países vecinos porque, si bien en Colombia es donde está la más alta concentración de migrantes, el tema hace tiempo pasó a ser regional. En orden, la diáspora se concentra principalmente en Colombia; seguida por Perú, con 200 mil venezolanos registrados, y Chile, con una cifra cercana. Es así como, aunque de lejos la tasa de inmigración más alta es la colombiana, el tema es una emergencia para el hemisferio.

En Colombia se calcula que cerca del 30% de migrantes son retornados nacionales, tanto los expulsados a la fuerza como los que decidieron volver a su país de origen. El gobierno colombiano tiene 60 niños abandonados bajo el sistema de protección del Instituto Colombiano del Bienestar Familiar (ICBF). La situación no solo es crítica en las fronteras, donde hoy en día se aglomera el 52% de los venezolanos en territorio colombiano, sino en otros lugares del país. Al menos quince ciudades de Colombia tienen un alto número de venezolanos registrados y en los municipios fronterizos superan el 10% de la población. En salud, se han administrado 152.570 vacunas. Esto es solo en el sistema público, sin mencionar lo que ha aportado la Cruz Roja. Se han creado los puestos de mando unificados en frontera y se ha creado un Grupo Especial Migratorio (GEM) integrado por la Policía, Migración Colombia, el ICBF para la infancia, y la DIAN (Departamento de Aduanas, para ejercer control sobre el contrabando). En materia de educación, se ha alcanzado la cifra de 50 mil niños venezolanos matriculados en escuelas colombianas. Es cierto que el caos y el descontrol que se perciben en el territorio fronterizo chocan con la foto de los esfuerzos del Estado por manejar la situación. También es cierto que se trata de un Estado débil que históricamente ha tenido solo un control parcial sobre el territorio.

Países hermanos

Vivo en Bogotá. Aquí he pasado la mayor parte de mi vida. Nunca estuve en Venezuela cuando era nuestro vecino rico, ese país próspero al que mirábamos con una mezcla de envidia y admiración. La gente que iba de visita volvía contando prodigios de las playas de isla Margarita, conocida como “la perla del Caribe”. También hablaban de una Caracas cosmopolita, llena de museos, restaurantes, y con un metro impecable. Cómo sería, que cuando el Concorde hizo sus primeros vuelos transatlánticos a esta parte del mundo, en 1976, eligió aterrizar en el Aeropuerto de Maiquetía.

Nuestro vecino fue hasta hace pocos años destino de cientos de miles de colombianos. Después de la Segunda Guerra Mundial, la inmensa mayoría de inmigrantes de Venezuela venían de países europeos. Dentro de la región, el sitio de donde más migraban era Colombia. Ganar en bolívares y mejorar la calidad de vida fue una especie de imán para un número enorme de mis compatriotas. De 180.144 colombianos censados como residentes en Venezuela en 1971, la cifra aumentó a 609.196 en 2005. Si en Colombia había conflicto y desigualdad, en el vecino país había estabilidad y riqueza, en gran medida, por cuenta del petróleo, pero también porque era un pueblo mejor organizado, con una historia menos violenta. Pese a que el régimen chavista y una cierta mitología hablan de que en Venezuela hay varios millones de colombianos, la cifra oficial alcanzó su techo en 2011 con 721.791 personas según el Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario de Bogotá, conformado por académicos de Colombia y Venezuela, y con apoyo de Migración Colombia. Sin embargo, a partir de 2012, esa cifra no ha hecho otra cosa que decrecer, mientras la de venezolanos en Colombia sigue en aumento.

Claro que, más que hermanos, si seguimos lo aprendido en el colegio, podríamos decir que fuimos siameses separados después de nacer. El sueño de la Gran Colombia, impulsado por Simón Bolívar y ratificado en Cúcuta en 1819, fue unir a Venezuela, la Nueva Granada, Ecuador y Panamá en una sola nación. Aunque no duró mucho, en su momento Cúcuta fue protagonista al ser la ciudad donde se firmó la alianza.

Esa unión entre naciones atrajo la atención de Estados Unidos y Europa. Tanto así que varios políticos, entre ellos John Quincy Adams, por entonces secretario de Estado y futuro presidente de los Estados Unidos, la llamaron a ser una de las naciones más poderosas del planeta. El prestigio del nuevo país, sumado a la figura de Bolívar, atrajo incluso a movimientos independentistas de Cuba, República Dominicana y Puerto Rico, que pretendían asociarse a la recién creada república. Sin embargo, la Gran Colombia se disolvió en 1830, según historiadores como Daniel Gutiérrez, por el descontento con la tendencia centralista que se ejercía desde Bogotá, a lo que habría que agregar la antipatía mutua entre la Nueva Granada y Venezuela, como lo cuenta Jorge Orlando Melo.

El caso es que el sueño de una patria unida fue intenso pero fugaz. Seguimos hablando el mismo idioma, compartiendo los Llanos Orientales, el río Orinoco, las plantas medicinales, los minerales, las piedras preciosas, perlas, oro, esmeraldas, agua en todas partes, cacao, café, ganado, y esa exuberancia de tener el mar, la selva y el desierto bajo los pies, pero ya no fuimos el mismo país, y la historia política nos llevó por caminos contrarios.

A partir de entonces, a los hermanos venezolanos los vimos como iguales pero diferentes. Diferentes sobre todo por tener otro gobierno, y una bandera como la nuestra pero salpicada de estrellas. Diferentes por haber llegado a ser tan ricos, gracias a las reservas petroleras más grandes del mundo, lo que se tradujo en un ingreso de divisas mucho más elevado que el nuestro.

El tiempo y sobre todo la política iban a cambiar el orden de las cosas. La llegada de Hugo Chávez al poder en 1999 fue un sacudón estructural cuyas réplicas se sintieron en toda América Latina. Tras su muerte, vino la caída de los precios del petróleo, la misma que desnudó las fallas de un sistema insostenible, sin que Nicolás Maduro haya podido contener la avalancha. Ahora el presidente venezolano es una especie de paria internacional, sancionado junto a un puñado de dirigentes por la Unión Europea y Estados Unidos, debido a sus prácticas corruptas y a la comprobada violación de los derechos humanos.

Que la situación es dramática, no cabe duda. Caracas es ahora una de las ciudades más violentas del mundo, a pesar de la ausencia de estadísticas oficiales. Además del crimen están la escasez que se nota en los anaqueles y especialmente la falta de medicinas. La inflación es la más alta del mundo y superaría el 12.000% en 2018, de acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Pagar cualquier bien o servicio en bolívares es casi un imposible por la cantidad de billetes que se requieren.

 
La devaluación del bolívar es tal quer muchos venezolanos utilizan los billetes como materia prima para artesanías.
Fotografía de Juancho Torres.

“Fue un venezolano”

Puedo decir que incluso viviendo en Bogotá he visto con mis propios ojos el aumento exponencial en la llegada de venezolanos en los últimos cinco años. Colombia, un país con una de las inmigraciones más bajas del mundo, un interminable conflicto interno, narcotráfico, lucha por las tierras, una de las peores desigualdades del planeta, no se consideraba, ni de lejos, un destino atractivo.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la migración de europeos, libaneses, palestinos y armenios dejó una estela que con el tiempo se ha ido convirtiendo en marca definitiva en varios países de América del Sur. A la vez, una importante migración de Japón y China llegó al Perú hacia mediados del siglo xix, algo que hoy está presente en los usos y costumbres del pueblo peruano.

Pero eso no ocurrió en Colombia, un país en sí mismo muy diverso, con poblaciones indígenas, comunidades negras, y una de las mayores biodiversidades del planeta. Y, de repente, a este país tejido de guerras, pasiones, profundas contradicciones, diversidad, alegría y ferocidad, empiezan a llegar nuestros vecinos ricos recién empobrecidos hasta el hambre. Pero no todos. Algunos de los venezolanos que llegaron a Colombia trajeron consigo sus riquezas, al punto de que el auge en la construcción de viviendas de lujo hace algunos años en Barranquilla se debió a la llegada de venezolanos prósperos a la capital del Caribe colombiano.

Invito a mi vecina venezolana del piso de abajo para que me hable de personas que, como ella, llegaron a Colombia con un empleo, o bien con un capital para garantizar su subsistencia. Arianne es una mujer de ojos claros y piel muy blanca. Su familia es de ascendencia suiza. Lleva cuatro años en Bogotá; antes vivió en São Paulo por el trabajo de su marido en una multinacional. Llega a mi apartamento la tarde lluviosa de un sábado. La acompaña Alicia, su cuñada, también venezolana:

–No es por ofender, pero en mi familia los colombianos siempre fueron el servicio doméstico –dice Alicia, después de conversar un rato.

Lo menciono porque el comentario me resulta luminoso. Ya intuía lo frustrante que debe ser pedirle auxilio a quien siempre miramos por encima del hombro, y es eso, exactamente, lo que su comentario me permite entrever. Las razones no faltan. Venezuela siempre fue ese paraíso tropical nadando en petróleo, con diez veces más doctorados de los que había en Colombia hace diez años, y con un ingreso por habitante que llegó a ser tres veces mayor que el colombiano.

Alicia me cuenta que llegó la semana pasada de Venezuela. Su esposo es un médico colombiano; ella tenía una agencia de publicidad en su país. Comenta con frustración que aquí, después de muchos intentos, desistió de trabajar:

–En Colombia, si no tienes las conexiones adecuadas, no puedes hacer nada. No basta tener un buen portafolio, eso no sirve, son las relaciones.

Con una mezcla de vergüenza y empatía admito que eso es cierto. El país cerrado, en perpetua guerra, a la vez compasivo y desconfiado que somos hace que el comportamiento tribal sea casi una regla de supervivencia.

–¡Y eso que mi esposo es colombiano! ¿Puedes creer que en Venezuela le pagaban a un médico cinco veces más de lo que les pagan aquí? –pregunta.

Pienso para mis adentros “eso era antes, en la Venezuela que ya no existe”. Alicia continúa:

–Ahora vivimos en Bogotá porque allá es imposible. Mi esposo trabaja en tres clínicas diferentes y además da clases en la universidad, porque si no la plata no alcanza.

Arianne cuenta que con el paso de estos cuatro años viviendo en Bogotá descubrieron que ya no tenían un lugar al cual regresar. A pesar de vivir en un barrio de estrato medio alto, en distintos momentos ha sido agredida por su nacionalidad. Le ocurrió en las oficinas de Migración Colombia al volver de un viaje a Venezuela; en dos ocasiones por parte de taxistas, y una más por cuenta de una cajera del supermercado, quien le espetó que por culpa de “gente como ella” los colombianos ya no tienen trabajo.

–Aquí la gente lo ha tenido siempre tan duro. A diferencia de nosotros en Venezuela, donde fuimos tan prósperos, aquí la pobreza nunca ha dado tregua.

Y vale aclarar, la pobreza mezclada con la riqueza. En Colombia, el salario de un congresista es 40 veces el salario mínimo, y el de un presidente de una empresa multinacional está por el orden de los 150 salarios mínimos mensuales.

Hago un repaso por los últimos años en mi país. En lo que va de este siglo, la pobreza ha caído a la mitad y la clase media duplicó su tamaño. La prosperidad en Barranquilla, donde hoy se quejan de venezolanos en las calles mendigando y robando, y de los altos niveles de prostitución de mujeres venezolanas, tuvo su punto máximo hace unos siete años. Entonces migraron quienes tenían más dinero, se instalaron en la costa, en una ciudad que puede tener más afinidad con el venezolano por su cultura caribe. Pienso cuántas veces en los últimos meses oímos en los medios de comunicación, a gente del común, incluso a las autoridades, señalando como responsables de robos y agresiones a venezolanos, sin que se haya llevado a cabo el debido proceso: “fue un venezolano”, “el ladrón era venezolano”, “el violador era venezolano”, “la banda de venezolanos”. Como si no hubiéramos sido los colombianos culpables de todo en los años ochenta, como si no conociéramos en carne propia el peso de la estigmatización. ¿O será precisamente por eso que somos tan injustos? Esta historia de ida y vuelta es una parábola que aún no logramos descifrar.

Para Arianne, esto pasó en Venezuela porque la gente perdió la cabeza con los niveles de inequidad. La gente empezó a votar más con las tripas y el corazón que con la cabeza. La gente perdió la calma, y con toda la razón, frente a la insensibilidad de los gobiernos respecto al tema social:

–Y ustedes posiblemente van por el mismo camino. En América Latina la democracia se ha vuelto un asunto de los extremos: la extrema derecha y la extrema izquierda que prometen soluciones inmediatas y radicales.

Pienso que Colombia ha sido aún más desigual, con niveles de impunidad que alcanzan un doloroso 90%. El mensaje de fondo es: algo tiene que cambiar. Tristemente, esto abre una ventana a los populismos más radicales, sean de un polo o del contrario.

–¿Hay algo bueno que aprender de todo esto? –pregunto.

–¿No dicen que los grandes cambios nacen de las crisis más profundas? –responde Arianne.

Alicia añade:

–En la Caracas que vi la semana pasada ya no existe la clase media. Solo hay gente riquísima jugando al golf como si nada estuviera pasando, mientras otros miran a través del vidrio de un supermercado, luego de la paga de un mes de trabajo que les alcanza para comprarse un champú, o una bandeja de carne. ¿Te has visto Los juegos del hambre? Bueno, pues así es la Venezuela de ahora. Lo que más duele no es ver gente escarbando en las basuras para encontrar comida, sino ver a otros tomando vinos importados en sus narices.

Lo que fue y será

Mientras los ojos del mundo han estado puestos en Siria, y en los musulmanes huyendo de Myanmar, el desastre humanitario de Venezuela ha sido menos destacado. Hay quienes sostienen que en los últimos cinco años cerca de cuatro millones de venezolanos han abandonado su país, más del 10% de la población. Tan solo en 2018, el cálculo es de 5 mil personas diarias. Es decir 1,8 millones este año. Tanto la Organización Internacional para las Migraciones (oim) como el Acnur están apoyando a Colombia en una situación sin precedentes, con una modalidad muy distinta a la que se vive en África y Europa.

En medio de un proceso de paz que el presidente saliente Juan Manuel Santos deja firmado, pero que apenas se empieza a implementar y luego de unas elecciones polarizadas que ganó la derecha representada por Iván Duque, quien pone en riesgo los acuerdos de paz firmados en La Habana, Colombia vive un momento intenso y frágil en que la paz está en juego. Y en ese contexto recibimos a los venezolanos, quienes, a pesar de los inmensos esfuerzos del gobierno colombiano por brindarles todo el respaldo, a menudo encuentran un rechazo por parte de la comunidad. Rechazo que, hay que entenderlo, nace de un desconocimiento ancestral del otro, el recién llegado, aun siendo este el vecino, el hermano. Y, por otro lado, nace de una identidad, la de un país sufrido por cuenta de la violencia, la injusticia y la desigualdad.

Hoy en día, en las calles de ciudades grandes e intermedias de todo el país, es posible ver obreros, conductores de Uber y domiciliarios de Rappi venezolanos. Están los lavacarros, los saltimbanquis, los mendigos, las prostitutas, los empresarios, los cocineros, los comerciantes. Pero entre todos, el sector de la estética, con barberías, salones de belleza, depilaciones y masajes, se destaca y se hace visible en el paisaje urbano.

¿Qué va a pasar? ¿Cómo se irá transformando el paisaje humano de nuestra identidad con el paso del tiempo? ¿Sabremos integrar a los venezolanos? ¿Podremos empezar a abrirnos al mundo? ¿Cuándo podrán volver los venezolanos a su país? ¿Cuándo se acabará la tragedia que hoy día viven? ¿Estaremos atrapados, los latinoamericanos, en estas democracias pendulares que nos llevan de una decepción de la extrema izquierda a otra decepción de la extrema derecha en un loop interminable?

Lamento dejar más preguntas que respuestas.

Lo cierto es que la emigración más extensa de Venezuela en su historia coincide con la inmigración más amplia que haya recibido Colombia. Países hermanos, nuestros vecinos ricos... el coloso del sur, que tenía un ingreso por habitante cercano al de los Estados Unidos, hoy está en cuidados intensivos. Y nosotros, acostumbrados desde siempre a estar del lado del mostrador de los que piden ayuda y no de quienes la ofrecen, tendremos que aprender de reciprocidad ofreciendo amparo a los recién llegados. El reto no ha sido fácil y está lejos de haber sido superado.

ACERCA DEL AUTOR


Melba Escobar

(Cali, 1976). Escritora y periodista. Entre sus obras se destacan las novelas Duermevela (2010) y la más reciente La Casa de la Belleza (2015).