Lo que el abrazo abarca

Fotografías de Andrés Cardona Cruz

Una mujer desplazada por la guerra coincide con un exparamilitar en un centro de reconciliación del Caquetá. Ahí donde también se suman ahora exguerrilleros, se miran, se miden con discreción, esperan el primer movimiento del otro.

POR Juan Miguel Álvarez

Enero 27 2021
Lo que el abrazo abarca

 Floralba sale a hacer el último recorrido del día por su parcela a las seis de la tarde. Florencia, Caquetá (2018).

 

Llamaron a su puerta a las dos de la madrugada. Llovía y aquel 2009 ya le daba paso al mes de julio. Se levantó de la cama con la parsimonia de un sueño interrumpido. Por la ventana, los reconoció. No era usual que la visitaran a esa hora, pero quizás venían a pedirle provisiones. Tenía los estantes casi vacíos porque los clientes llevaban días sin pagarle las remesas fiadas y ella se había quedado sin plata para surtir la tienda. “Que cojan lo que quieran –se dijo, sin apurarse–, yo después veo cómo hago”. Abrió la puerta y los saludó. Ellos respondieron con una nota que decía:

Mona, deje todo así como está y

váyase de aquí a primera hora.

Sintió una tormenta de confusión inundándole la entraña.

–¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho, qué hice? –El ruido en la puerta despertó al resto de la familia: su mamá anciana y sus sobrinos adolescentes–. Yo tengo derecho a saber por qué me están haciendo esto.

Uno de los guerrilleros le contestó en tono automático:

–Si por mí fuera, usted se quedaba acá. Pero son órdenes.

Aterrorizados, sus sobrinos y su mamá se soltaron a llorar. Horas antes, la guerrilla había asesinado a Chucho, un joven que  Floralba empleaba los fines de semana en la tienda. Las razones de ese ajusticiamiento no habían quedado muy claras y la comunidad de Puerto Valdivia no sabía a qué atenerse. Como el Ejército patrullaba en las cercanías y se estaba granjeando la confianza de los campesinos, las FARC habían empezado a ver potenciales traidores detrás de cada cerrojo.

–¿Qué pasó? –volvió a preguntar Floralba. No sentía miedo y trataba de razonar que ella nada había hecho en favor del Ejército–. Si es por la deuda de la cooperativa, yo la pago. Ustedes saben que esa deuda no es mía, pero si ese es el problema yo la pago. No me hagan esto.

En aquel momento, bordeaba los 50 años y llevaba ocho viviendo en Puerto Valdivia, caserío de la Amazonía colombiana a orillas del río Caquetá. Era querida y respetada por la gente, ocupaba un lugar en la cooperativa de agricultores y en la junta de acción comunal. Su tienda servía para el encuentro ciudadano.

–Mona –le dijo el guerrillero, llamándola como lo hacían los amigos–, no es lo de la cooperativa.

En Puerto Valdivia, además, existía una misión de seminaristas que recibía estudiantes de teología como parte de la formación para sacerdotes. Mes y medio antes de que tocaran a su puerta en esa madrugada, Floralba debió rendirles cuentas a las FARC de su labor con esos seminaristas. Explicó que ella era devota de la Virgen María y por eso los atendía con generosidad. En gratitud, los seminaristas la invitaban a la congregación como catequista. Las FARC se quedaron con esa respuesta y simularon olvidar el tema, pero en el fondo mantuvieron viva la sospecha de que entre los seminaristas había paramilitares infiltrados que estaban convirtiendo a Floralba en informante.

–¿Informante de qué? –espetó Floralba, aún parada en el umbral de la puerta–. Lo de los seminaristas ya estaba claro y además los únicos que saben de sus andanzas son ustedes mismos. Yo vivo aquí y no sé nada de lo que ustedes hacen.

El guerrillero desestimó la explicación, se despidió y le advirtió que si no tomaba la oportunidad de irse, se atuviera a las consecuencias. Floralba debió agachar la cabeza y hacerse a un lado. Sentada en un rincón de la casa junto a su mamá y sus sobrinos vio que los guerrilleros pusieron a la gente del pueblo a cargar los abarrotes, utensilios y medicamentos que vendía en su tienda. No dejaba de hablar consigo misma explicándose lo que estaba pasando. Le rezaba a la Virgen María y rogaba que no fueran a matar a nadie de su familia. “Así como hoy me está pasando a mí, les ha pasado a muchas personas”, decía tratando de consolarse.

Tres horas más tarde, en medio de una mañana nublada, asomó el bus. Floralba se disponía a subirse apenas con sus efectos personales, cuando un puñado distinto de hombres de las FARC le salió al paso diciéndole que se quedara, que no se fuera. Le revelaron que el comandante que había enviado esa nota no conocía Puerto Valdivia porque acababa de ser trasladado a la zona.

–Ustedes me van a hacer matar.

Los guerrilleros le dijeron que no, que ellos la iban a respaldar ante su comandante. Enceguecida por la esperanza, Floralba dejó ir el bus y la lancha de pasajeros que zarpó minutos después. Pero al cabo de un instante reflexionó con más claridad, se preocupó por su vida, reunió a los líderes comunitarios y les expuso la situación. Un hombre que fungía como cabecilla de los milicianos de las FARC y que tenía asiento entre los líderes le dijo que se fuera como pudiera, que si ya no había bus ni lancha saliera a caballo o a pie, pero que no se quedara ni de fundas.

–El que mandó esa orden no se anda con cuentos –indicó.

Floralba entró en desespero. No contaba con un caballo e irse a pie era imposible: su destino inmediato era Florencia, a siete u ocho horas en bus. Así que estaba obligada a esperar hasta el día siguiente, a riesgo de que la guerrilla cumpliera su amenaza. Para protegerla, los líderes se encerraron con ella en una casa, dispuestos a servir de escudo humano. Si la guerrilla quería entrar por Floralba, primero tendría que disparar contra todos sus acompañantes y cometer una masacre de civiles desarmados.

Nada de eso pasó y con la luz del amanecer Floralba salió de Puerto Valdivia. La promotora de salud del caserío la embarcó a escondidas en su bote diciéndoles a los milicianos que iba a traer medicamentos.

***

A sus 20 años, Exenóber trabajaba como escolta. Portaba una pistola Pietro Beretta a la que debía hacerle mantenimiento una vez por semana. Vivía en Acacías, pueblo de los Llanos Orientales de Colombia, y hacía parte de un numeroso cuerpo de seguridad en una hacienda ganadera. Había hombres encargados de dar la ronda por los linderos, otros mantenían listas las camionetas y unos cuantos más servían de guardaespaldas falderos del patrón –un mando medio de los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC)–.

Su cargo era de relevo: si la jornada de los escoltas de mayor confianza se extendía por más de veinticuatro horas, Exenóber tomaba el turno. Ninguno de ellos andaba en uniforme camuflado ni con brazalete distintivo y solo unos cuantos habían sido adiestrados para combate militar. De hecho, Exenóber no había disparado un arma de fuego antes de aceptar este trabajo ni se había visto involucrado en homicidios ni nada parecido. Siempre que le daban tiempo de descanso, aprovechaba para viajar las diez horas por tierra que lo separaban de Florencia, ciudad en la que vivían sus papás. Saludaba a la familia, se veía con amigos y retornaba a su puesto.

Un día, dieciocho meses después de estar portando la pistola, lo sorprendió la noticia de que las AUC se iban a desmovilizar porque habían acordado un proceso de paz con el Gobierno. En principio, se preocupó por su futuro. ¿De qué iba a vivir en adelante? Pero se calmó porque entre todos los compañeros corrió la voz de que el proceso sería parcial o no del todo honesto. Decían que iban a asistir a la ceremonia, entregarían un arma, firmarían los compromisos con el Estado, pero no se dejarían meter a la cárcel ni se someterían a los interrogatorios de un fiscal.

Llegado el momento, uno de sus superiores le hizo saber que a la organización le convenía más que él se sumara a la desmovilización de los paramilitares establecidos en Florencia, en vez de esperar el turno de la facción de los Llanos Orientales. Exenóber no le vio problema. Se dijo: “Firmo en Florencia, recibo la plata que el Gobierno nos va a dar a los desmovilizados y me devuelvo a seguir como escolta en la hacienda”. Más tarde, se enteró de que las AUC le habían prometido al Gobierno desarmar a más de quinientos hombres que tenían en esta región, pero la verdad era que ya no contaban con esa cantidad de gente porque unos se habían ido por su cuenta y otros no querían integrarse al proceso de paz. Así que a la organización le tocaba completar la cifra pactada con hombres de otros lados.

La ceremonia de entrega de armas tuvo lugar en febrero de 2006 y, apenas terminó, Exenóber salió disparado rumbo Acacías. Su vida en la hacienda duró unos cuantos meses apenas, porque el dueño de la propiedad cayó asesinado en una pugna interna que desató una matanza de todos contra todos, y Exenóber debió salvar su vida radicándose en Florencia.

A los pocos días de estar viviendo en casa de sus padres comprendió que acoger la propuesta de su superior había sido un error de cálculo. El grupo para el que había trabajado en los Llanos Orientales solo operó como cuerpo de protección de un cabecilla; fueron esporádicas las veces en que participaron o acometieron acciones de ataque. En cambio, los hombres de Florencia debían responder por toda clase de crímenes. Desde los más usuales en el conflicto armado colombiano, como desplazamiento forzado o reclutamiento de menores, hasta los más horrendos, como masacres y descuartizamientos con motosierra de personas vivas.

A ojos de las víctimas, Exenóber también era una bestia capaz de despresar a una persona porque los paramilitares solo podían ser considerados figuras de terror. Para convencerse de que su culpa no era del mismo tamaño que la de sus compañeros de ceremonia, él mismo debió repasar las tareas que tuvo a cargo como miembro de la organización. No había asesinado a nadie ni había participado en un homicidio. No había secuestrado a nadie, aunque una vez había sido testigo del momento en que sus superiores retuvieron a un miembro de la banda al que acusaban de ser infiltrado de las FARC; pero luego de verificar que no era cierta la sospecha, lo soltaron indemne. También recordó que en dos ocasiones estuvo en medio de un tiroteo de fusiles y él, que apenas portaba una pistola y no había sido entrenado para algo así, solo fue capaz de tirarse al suelo y rezar. Se repetía a sí mismo que nunca se sintió satisfecho con su labor de escolta y menos como integrante de un grupo armado. Y al mirarse en el espejo se preguntaba: “¿Cómo van a creer que yo soy igual a tanta gente que hizo cosas tan malas?”, aunque al final del día no podía evitar olerse indigno.

***

 

 Muchas mujeres han cumplido la ruta que propone el método ESPERE para sanar las heridas dejadas por el conflicto.

 

No más llegar a la ciudad, Floralba buscó a sus hijos, dos hombres en la treintena empleados en oficios de subsistencia: uno, pistero en una bomba de gasolina, y el otro, auxiliar en un depósito de farmacia. Les contó que ya le había pedido a la Cruz Roja que rescatara a su mamá. Que la sacara de Puerto Valdivia y la trajera a Florencia. La anciana padecía de súbitos vómitos de sangre y crisis depresivas. No se podía quedar sin el amparo de alguien. También les contó que en la Cruz Roja la habían tentado con que se declarara ante el Estado como víctima de desplazamiento forzado. Los hijos le rogaron que no lo hiciera. Creían que en las oficinas que tomaban estas declaraciones siempre había uno o varios funcionarios afines a las FARC o milicianos, ocultos bajo el ropaje de un cargo público, encargados de señalar y acusar de sapos a los ciudadanos que pusieran denuncias contra esta guerrilla, para ajusticiarlos luego.

Ella sentía un resquemor parecido. Sabía de campesinos que se habían arriesgado a denunciar crímenes de los grupos armados y luego caían muertos o simplemente desaparecían. Pero Floralba también sentía el respaldo de la Cruz Roja. Allá le habían suministrado cosas básicas para soportar el desplazamiento –utensilios de cocina, frazadas y accesorios de uso personal–, además de explicarle que las víctimas tenían derechos otorgados por la ley. Que los reclamara. Lo hizo, a pesar del temor de sus hijos, y el Estado le suministró asistencia humanitaria inmediata: ropa, comida no perecedera y dinero en efectivo.

Los días inmediatos fueron de aislamiento y paranoia. Se encerró en una habitación junto con su mamá, pasaba las horas en blanco y evitaba pisar la calle. Detrás de cada sonrisa o de una simple mirada, Floralba creía ver a un guerrillero que le haría daño. Pero le tocaba seguir adelante y una mañana se obligó a buscar empleo. Ni siquiera lo hacía por ella; lo hacía por las personas que siempre habían estado a su cargo: su mamá, sus sobrinos, sus hijos. De todos los vacíos emocionales desatados por el desplazamiento, había uno que no iba a permitir que la apocara: no ser capaz de responder por su familia.

Empezó como aseadora en restaurantes y locales comerciales. Juiciosa con el dinero, compraba la comida apenas necesaria para ella y su mamá: fríjoles y arroz. A veces se permitía un gasto adicional: acompañaba el plato con pezuña de cerdo picada. Cuando pudo juntar un dinero, compró huevos, vegetales y frutas para abrirse a codazos un espacio como vendedora ambulante en una calle del centro de Florencia.

Al año de estar en esas, alguien de Puerto Valdivia le hizo saber que sus sobrinos –hijos de su hermana y a su cargo desde hacía años– habían abandonado el colegio y estaban a punto de irse con las FARC. El mayor, de 16, había embarazado a su novia de 15 e iban a dar al bebé en adopción porque en la guerrilla no lo podrían criar. El sobrino menor, de 13, los iba a seguir. A Floralba le pareció apenas lógico: su desplazamiento los había dejado a la deriva.

Como sabía que sus sobrinos amaban a la abuela como a nadie, les inventó una coartada: que la abuela estaba muy grave, a punto de morirse y quería verlos, que ella les iba a poner la plata de los pasajes para que vinieran a Florencia. Los muchachos cayeron en la trampa y apenas Floralba los tuvo al pie de la cama de la abuela los sermoneó: que la guerrilla no era el camino, que la vida en la guerra no era ningún futuro, que por allá jamás de los jamases; les suplicó que no se fueran, les lloró; les prometió que volverían a salir adelante, que ella les iba a ayudar como siempre lo había hecho. Floralba no tenía nada para darles en ese momento, pero los llevó a que se declararan víctimas de desplazamiento forzado por riesgo de reclutamiento y logró que el Estado les diera ayuda humanitaria para poder así arrendar una habitación y quedarse.

Ella duró un tiempo más como vendedora ambulante. De huevos y vegetales pasó a vender ropa. Pero sobrevino otra calamidad: la crisis depresiva de su mamá se agravó y le tocó hospitalizarla por cuatro meses. Ella también enfermó, la sometieron a cirugía y no pudo trabajar durante semanas. Cuando ya no le quedaba un peso en los bolsillos, les dijo a sus sobrinos que vendieran la ropa a precio regalado y compraran comida.

A mediados de 2010, repuesta de la cirugía y sin perspectiva de trabajo, Floralba comenzó a frecuentar reuniones de víctimas del conflicto armado en las que realizaban terapia de grupo: cada mujer narraba su caso delante de las otras, se desahogaba, lloraba y luego escuchaba los relatos de sus compañeras. Hasta ese momento, Floralba creía que su historia era inigualable, que solo a ella le habían sucedido cosas tan terribles.

En esas reuniones reveló que las dolencias de su mamá se debían a que la anciana había presenciado el momento en que los paramilitares descuartizaron a un vecino que suplicaba por su vida, y ella, creyendo que le tocaría ver cuando le hicieran eso mismo a uno de sus hijos, intentó suicidarse rajándose el cuello. Reveló que su papá había muerto después de que una avioneta de fumigaciones antinarcóticos lo bañó con el herbicida. Su mamá también había sido contaminada, pero alcanzó a quitarse la ropa y a lavarse y por eso no murió, aunque perdió medio pulmón y le quedaron esos vómitos súbitos de sangre. Reveló que su hijo menor presenció el asesinato de su hijo mayor, Noldo, y también quedó con depresiones y hasta fue sometido a tratamiento psiquiátrico, a pesar de lo cual podía ser asaltado por un shock espontáneo que lo dejaba absorto y con la mirada nublada en la lejanía, como si el recuerdo de su hermano en un charco de sangre lo volviera un ente. Así que la pregunta que Floralba se repetía todos los días era: “¿por qué a mí?”. Pero las terapias le ayudaron a comprender que la guerra no discriminaba repartiendo dolor, que las historias de las otras mujeres no eran menos nefandas, a tal punto que ella podía decirse a sí misma: “A mí no me ha pasado nada”.

***

Lo primero que Exenóber hizo en Florencia fue comenzar la “ruta de reintegración”. Es decir: someterse al mecanismo de reincorporación a la vida civil dispuesto por el gobierno. En plata blanca: pasar por tratamiento psicosocial, estudiar y trabajar, cooperar con las investigaciones de la Fiscalía, no volver a delinquir, colaborar con las víctimas y ser capaz de trazarse un proyecto de vida sin armas.

El primer paso fue culminar el bachillerato.

Exenóber había abandonado el colegio a los once años por irse detrás de un tío a trabajar en una finca cocalera. No le hacía falta dinero ni padecía pobreza grave. Sus papás le daban lo necesario y lo hubieran ayudado a entrar a la universidad si él hubiese querido. Pero se dejó tentar por el dinero raudo del narcotráfico. Entre seis de la mañana y cuatro de la tarde, limpiaba la tierra, cavaba surcos, sembraba coca, plátano, banano y yuca. Criaba ganado y mantenía los potreros. Le pagaban 8.000 pesos diarios. Era mediados de los años noventa, así que ese monto equivalía a unos ocho dólares –a un adulto le pagaban doce–. Más tarde, ya adolescente, se puso a recoger hoja de coca –oficio conocido como “raspar”– y a procesarla para producir pasta base de cocaína. Su ganancia dependía de la cantidad recolectada en el día. Por una arroba le pagaban hasta 3.500 pesos y un raspachín bien rendidor podía alcanzar la cuota de 20 arrobas diarias.

En 2000 este negocio se vino al suelo. Los operativos antinarcóticos redujeron el total del área sembrada en Colombia en un 80% y a los trabajadores les tocó buscar otra ocupación. Exenóber estaba a punto de cumplir 20 años y se sentía inútil para cualquier empleo de ciudad. Se avergonzaba de que ni siquiera sabía revolver cemento para levantar una pared. Sobre todo porque su papá era maestro de obra.

De vuelta a su casa en Florencia, debió emplearse como empacador de refrescos por un salario de hambre que lo obligaba a estar en pie a las tres de la madrugada. Una tarde se encontró con el tío que lo había llevado a los cultivos de coca. No se veían desde hacía cuatro o cinco años. Exenóber le contó en qué estaba empleado y el tío le dijo:

–No sea güevón, no se mate ahí. Véngase a trabajar conmigo.

Y tal como había ocurrido la primera vez, le hizo caso y fue cuando terminó como escolta paramilitar en aquella hacienda de Acacías por un millón de pesos mensuales, que para ese tiempo ya podía equivaler a 500 dólares.

Luego de graduarse como bachiller, Exenóber continuó su ruta de reintegración matriculándose en ingeniería de sistemas y siguiendo el tratamiento psicosocial, que era dejarse acompañar por un profesional en la toma de decisiones, aclarar el pasado y extraer conclusiones para analizar su futuro. Una mañana de domingo salió a jugar fútbol en la cancha del barrio. Los partidos eran a seis goles y apostaban los refrescos de cuenta del perdedor. Ese día hubo discusiones, Exenóber terminó liado a puños y no lo volvieron a invitar. Fue un golpe a su autoestima que lo hizo reflexionar: “El fútbol es lo que más me gusta y ya no puedo jugar en la cancha de mi barrio. No puedo seguir cerrándome espacios. Menos ahora que apenas empieza mi proceso”, se dijo.

Desde ese día se dio cuenta de que ya no era un ciudadano cualquiera, que el respaldo social que podía haber alcanzado como hijo de una familia obrera lo había perdido metiéndose al paramilitarismo; que como desmovilizado tenía las miradas en contra y eso lo obligaba a comportarse distinto, más aplomado, si quería recuperar el privilegio de una vida común.

A mitad de carrera, Exenóber acudió a su primera cita de trabajo, consciente de que estaba marcado con la chapa de haber sido paramilitar. Una vacante para albañil. Nada relacionado con lo que estaba estudiando, pero empleo a fin de cuentas. La entrevista se la había gestionado la funcionaria estatal que llevaba su caso de reintegración.

–Necesito que se porte muy bien –le advirtió la mujer–, para que le abra la puerta a otros desmovilizados que también tienen que empezar a trabajar.

Llegó puntual a la cita. Afeitado, pelo recortado, camisa por dentro del jean. En su hoja de vida solo había datos personales y la foto, y en la sala de espera la gente hacía cola. Inseguro, detallaba la ropa que los otros traían puesta, sus manos, las expresiones en cada rostro y se preguntaba si ellos también habían sido miembros de grupos armados. En la entrevista, le pidieron que explicara cómo se había enterado de la convocatoria de trabajo. Exenóber titubeó. No estaba seguro de admitir que había sido enviado por la oficina de reintegración, porque con ello el empleador se daría cuenta de que estaba frente a un hombre que había hecho la guerra y podía sentirse espantado y no contratarlo. Pero hubo algo que lo empujó: una dosis de coraje propio y, quizás, que se sentía respaldado.

El empleador borró su mirada de seriedad corporativa. Ya había acordado con la oficina de reintegración darle trabajo a desmovilizados, como una manera de ayudar a la región. Se tornó efusivo y amable y le dijo que la empresa necesitaba que se pusiera a trabajar apenas cruzara la puerta. Mejor dicho, que pasara de inmediato a la sala de materiales para que le suministraran casco y herramientas.

–¡Bienvenido!

***

 

 

Florencia tiene 180 mil habitantes y es la ciudad más importante de la Amazonía colombiana. Se encuentra a una hora en avión desde Bogotá, pero a medio día de distancia por carretera desde ciudades más cercanas como Cali. Su economía formal es el comercio y la ganadería, aunque gran parte del dinero circulante proviene de la coca y la producción de pasta base de cocaína. Es la capital del Caquetá, núcleo histórico del conflicto armado, un departamento del tamaño de Portugal. En una vereda del departamento del Huila, en límites con el Caquetá, llamada El Pato, las concentraciones insurgentes de mitad de siglo XX enclavaron un feudo revolucionario años antes de que las FARC tuvieran origen.

Para finales de los años ochenta y comienzos de los noventa, en pleno furor de la economía cocalera, las FARC se movían a su placer por todo el departamento. Llegaron a ostentar tal poder en la selva, que en 1998 le impusieron al presidente Andrés Pastrana el requisito de sacar toda unidad de fuerza pública de una zona de 42 mil kilómetros cuadrados, cuyo epicentro político era San Vicente del Caguán, municipio del norte del Caquetá, para poder iniciar diálogos de paz. Como se sabe, esos diálogos no llegaron a nada, y a partir de 2002, año en que terminó el gobierno de Pastrana y comenzó el de Álvaro Uribe Vélez, la guerra recrudeció. De un lado, sobrevino la retoma militar de territorios por parte del Estado. Del otro, los paramilitares afilaron sus colmillos.

Fueron años aciagos. Guerrilla y paramilitares reclutaban personas sin distinción de edad ni género, infiltraban milicianos en oficinas estatales o ponían a los funcionarios públicos a revelarles información; conseguían apoyo amenazando comerciantes y ganaderos, trataban de tomar control de organizaciones campesinas y administraban entables cocaleros. Así que la guerra entre estos dos grupos no fue de combates militares en la selva, sino de crímenes contra la gente que había quedado en páginas políticas opuestas.

Crímenes que solo llamaban a la venganza: después de que los paras asesinaron a Noldo, los hermanos de Floralba quisieron incorporarse a las FARC para hacer justicia propia y vengar a su sobrino. Ella los contuvo:

–Los quiero vivos a todos.

En la historia de Exenóber, otro tanto: el tío que lo había arrastrado a la coca y a las armas se puso bajo órdenes paramilitares luego de que las FARC asesinaron a un hermano suyo.

Tras la desmovilización de las AUC en 2006 y la de las FARC en 2017, el Estado pudo establecer que la guerra dejó en el Caquetá al menos 270 mil víctimas. Más de la mitad de la población total del departamento, que es de 470 mil habitantes. Carolina Castillo, funcionaria pública, me tradujo esta cifra de una manera más clara: “Soy caqueteña y puedo decir que fueron nuestros familiares, nuestros amigos, nuestros hermanos y primos, los que hicieron esta guerra y murieron en ella”.

***

En 2013, Floralba fue incorporada al equipo de trabajo del Estado y la Universidad de la Amazonía para llevar adelante actividades del proceso de reconciliación –talleres, encuentros de deliberación, terapias grupales de desahogo, foros–. Hubo un momento en que a estas actividades llegaron personas que Floralba no reconocía, que nunca había visto en las organizaciones de víctimas, y creyó que provenían de una región distinta. Algunas de estas personas también fueron integradas al equipo y le sirvieron de apoyo. Le ayudaban convocando asistentes a los talleres, ordenando salones de reunión, cargando refrigerios, diligenciando documentos y cosas parecidas. Al tercer mes de estar trabajando con ellas, Floralba se enteró de que no eran víctimas sino personas en proceso de reintegración, es decir: exparamilitares y exguerrilleros. Fue un momento de desengaño:

–¿Yo aquí sentada con ustedes? –les decía y se llevaba las manos a la cabeza.

Hasta ese segundo se había repetido casi a diario que los excombatientes solo merecían cárcel y muerte. Semanas atrás, la Pastoral Social la había invitado a una reunión con excombatientes y ella se había negado diciendo: “Jamás de los jamases”. Cuando por fin la convencieron de asistir, ella se hizo acompañar de otras cinco mujeres víctimas, una de las cuales le dijo: “¿Será que podemos escucharlos y no cogerlos a piedra?”. Floralba no había dejado de ver a los exparamilitares como sádicos carniceros motosierra en mano. Y a los exguerrilleros, como desalmados verdugos en camuflado. Se le erizaba la piel al poner en palabras que ya había trabajado hombro a hombro, durante semanas, con algunos de ellos. Le parecía de no creer que ya los sintiera tan cercanos, que fueran amigos cotidianos.

–Dios mío... ¿será que sí me están diciendo la verdad? –les preguntó a los funcionarios del Estado. Se lo confirmaron–. Es que no lo puedo creer.

Los funcionarios le explicaron que esos excombatientes ya acumulaban un proceso largo de reintegración, años de estudio, de trabajo con la comunidad y tratamiento psicosocial; por eso, actuaban “como ciudadanos de bien” y no se les notaba que hubieran estado en armas.

Floralba se propuso escucharlos uno a uno. Quería conocer sus historias, quería entender qué los había empujado a la guerra. Supo de hombres que llegaron a las AUC porque la misma familia los había echado de la casa con la excusa de que no se los aguantaban por problemáticos. Supo de otros que creyeron que las armas significaban poder, pero cuando se dieron cuenta de que la subordinación dentro de la milicia los hacía esclavos de los caprichos de un comandante, no pudieron retirarse. Conoció mujeres que se habían incorporado a las FARC para salvarse de los golpes que les infligían los hombres de sus familias: ya el papá, el hermano o el esposo.

Pero nada la conmovió más que los “desvinculados”, es decir, los menores de edad reclutados y que sin cumplir 18 años lograron desertar del grupo o fueron rescatados por el Estado. Para ellos, concluyó Floralba, la reintegración a la sociedad podía ser más difícil que para otros desmovilizados, más compleja incluso que para algunas víctimas su sanación, porque sin haber cumplido la mayoría de edad ya estaban obligados a lograr que la gente los dejara de ver como asesinos y los aceptara como seres humanos.

Una de las exguerrilleras le explicó:

–Siempre que cuento mi pasado, el mundo se me aleja.

–¡El mundo, no! –exclamó Floralba–. Yo estoy en el mundo y no me les voy a alejar. Yo no porque ya entiendo, yo no porque ya escuché, porque ya soy amiga de ustedes.

Pesimista, la exguerrillera respondió:

–Aquí con ustedes me siento bien porque sé que me acogen, me entienden. Pero por fuera de aquí me enfrento a una sociedad totalmente indiferente.

Confrontada, Floralba intentó no dejarse ensombrecer el ánimo:

–Es el trabajo que estamos haciendo entre todos: lograr que el país comprenda que exguerrilleros y exparamilitares son seres humanos, que en algún momento tuvieron razones para creer que estaba bien ir a la guerra.

Pese a estas certezas y a su capacidad de valorar la vida de los excombatientes, las huellas de la violencia en Floralba son hondas y llegó el día en que debió afrontar un hecho que pudo haberle agrietado su solidez moral. Por un segundo, al menos. El equipo de trabajo recibió a un exguerrillero de las FARC como nuevo integrante. Floralba lo había visto un par de veces en actividades anteriores, pero no muy cerca de ella. Es más: sospechaba que el hombre había hecho parte del frente subversivo que la había desplazado de Puerto Valdivia. Lo peor fue que cuando se lo presentaron, le dijeron que de ahí en adelante sería su apoyo en la oficina, que su compañero anterior ya estaba en otro lado. A Floralba la martilló un miedo helado entre pecho y espalda. “¿Qué me pasa? –se dijo entre dientes–. No puedo estar sintiendo esto. Tengo que calmarme”.

La charla cotidiana entre ambos fue diluyendo los fantasmas hasta que Floralba pudo decirse: “Este muchacho es una persona valiosísima”. Así que después trató de entender las razones para haberse visto asaltada por aquel temor. Los paramilitares le habían asesinado a Noldo, su hijo mayor, pero la guerrilla la había dejado en la ruina y la había hecho padecer la angustia de no tener nada. La pérdida de la estabilidad económica y de su proyecto de vida puso en riesgo a su familia y le arrancó la fe en el futuro. El crimen de los paramilitares había sido trece años atrás, mientras que lo de las FARC lo sentía reciente, vivo dentro de ella.

***

 

 

Exenóber duró dos años repartiendo el día entre libros de la carrera y ladrillos de su trabajo. Hubo momentos en que se sentía desmoronado por el agotamiento y con ganas de renunciar. Por más voluntad que tuviera, había jornadas en que su cuerpo le gritaba “no más”. Lo peor era que el pago no ameritaba el sobresfuerzo: cada mes recibía un salario mínimo que podía rondar los 500 mil pesos, unos 250 dólares, que se le iban en gastos básicos de universidad. Alguna noche, extenuado, especuló que si su tío se daba cuenta de la vida que estaba llevando le diría lo mismo de siempre: “No sea güevón, no se mate ahí, camine a trabajar conmigo”. Y tras haberlo puesto en esas palabras, Exenóber se sacudió de un susto repentino. “No quiero nada de eso”, se dijo. Recordó que por haber aceptado las invitaciones de su tío lo miraban como un asesino feroz. ¿Qué sucedería si volvía a hacerle caso?

Un pariente le ayudó a conseguir otro empleo en construcción, pero en hidráulica y desagües. Cuando aprendió a diseñar sistemas de tubería y a instalarlos, comprendió que mientras más conocimiento tuviera, mientras más actividades intelectuales pudiera desarrollar, menos actividades de fuerza bruta debía acometer. Aunque para muchos era una obviedad, para él fue la constatación del futuro que anhelaba. Lejos de ser obrero raso; lejos de volver a una finca cocalera. Se iba a graduar como profesional y conseguiría un empleo de oficina.

A mediados de 2013, Exenóber estaba a punto de terminar su carrera al mismo tiempo que la ruta de reintegración. El Estado quiso ponerlo a trabajar como promotor del programa, porque en su criterio podían mostrarlo como un caso exitoso de transformación personal –de haberse hecho a las armas como solución de vida y ahora estar a punto de recibir el diploma de ingeniero–. Pero no se pudo porque la ley inhabilitaba al Estado para contratar personas que hubieran hecho parte de grupos armados ilegales. Entonces la Universidad de la Amazonía lo vinculó para apoyar las actividades de reconciliación bajo una figura informal: no tendría contrato ni estaría en nómina, pero le pagarían el sueldo. Exenóber aceptó y pudo dejar atrás la albañilería.

En febrero de 2014, la funcionaria que le hacía seguimiento a su proceso de reintegración le dijo que muy pronto iban a abrir en Florencia un centro de reconciliación, un lugar en el que se llevarían a cabo dinámicas de ayuda para los desmovilizados, y que estaban contratando el personal, que se presentara a la entrevista de trabajo. Exenóber fue y lo escogieron entre otros cinco aspirantes. Un domingo en la mañana lo citaron a una reunión para presentarlo con el resto del equipo, integrado por otras dos personas: Aifa Janeth López, la coordinadora de la sede, y Floralba. Justo en el instante en que supo que Floralba era una líder de víctimas sintió un escalofrío. “Huy, cómo así –pensó mientras la tenía enfrente, sonriente y cariñosa–. Esto no me lo habían advertido”. Pero guardó silencio y se portó tan respetuoso como debía. “¿Por qué el escalofrío?”, se reclamó.

Floralba y Exenóber comenzaron a trabajar juntos. Como ella ya estaba curtida en el cara a cara con hombres de guerra, lo trataba con toda naturalidad. Ni lo veía como un bicho raro ni lo juzgaba. Pero él solo empezó a sentirse seguro de sí mismo cuando comenzó a contarle de su vida, su familia, sus hermanos, su carrera, sus sueños. Es decir, cuando no tuvo dudas de que Floralba lo había humanizado.

Días después, Aifa, la jefe, le pidió que la reemplazara en una actividad a la que no iba a poder asistir. Exenóber llegó a un salón antes que todos y se ubicó en una silla de la primera fila. Sabía que era un encuentro en el que hablarían cosas del conflicto armado y de políticas públicas. No más que eso. Vio a las personas que iban llenando el salón y alcanzó a distinguir a una que otra víctima. Estaba tranquilo y confiado. Si le tocaba hablar del centro de reconciliación o de la ruta de integración, lo haría con dominio de escena. El gesto le cambió luego de que iniciaran las exposiciones. Cada mujer que pasaba al frente narraba su drama: la manera en que los paramilitares habían asesinado a un hijo, a un esposo o a un hermano; la forma en que habían reclutado hijos adolescentes, desplazado familias y arruinado vidas.

Exenóber dedujo que la actividad congregaba víctimas, que ninguno de los asistentes, aparte de él, había sido paramilitar. Y aunque no había participado en ninguno de los crímenes que estaba escuchando ni los había cometido, no pudo evitar sentirse aludido, pequeño e indigesto. Los relatos venían cargados de rabia y dolor, de una incesante indignación; cada mujer se expresaba como si los hechos le hubieran acabado de suceder, no siete u ocho años atrás. Exenóber se escurría en la silla, como escondiéndose. Lo único que lo escudaba de la vergüenza absoluta era su ubicación: como por puro azar se había sentado en la primera fila, daba la espalda a la mayoría de mujeres. Acorralado, rogaba que nadie le pidiera su intervención. No era temor a que lo agredieran si se revelaba como desmovilizado. Era un espectro más profundo. Era confirmar, por boca de las víctimas, el tamaño de las heridas que el paramilitarismo les había causado, para zaherirse con las preguntas: “¿por qué hice parte de eso?”, “¿por qué pertenecí a eso?”. Y apenas llegó el receso para el refrigerio, Exenóber escapó.

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La Ciudadela Siglo XXI es un barrio al suroeste de Florencia, en una planicie cercada por las las cimas del piedemonte amazónico. Fundado en 2001, ha recibido buena parte de las víctimas del conflicto armado en la región. Está dividido en sectores que corresponden a las varias etapas en que lo han ido construyendo, pero su partición más obvia es por alturas: la parte alta está llena de chabolas apenas sostenidas por jirones de madera, con techos de hojalata, en calles de tierra parda que se deshacen en las colinas más cercanas; la parte baja viene atravesada por una autovía de pavimento y andenes, con casas de dos y tres niveles bien terminadas en materiales duros.

En una de estas casas operaba el Centro de Reconciliación del Caquetá. Era un segundo piso al que se accedía por una escalera estrecha abierta por una puerta lateral. En las paredes colgaba el registro de los procesos adelantados por la comunidad. En la del pasillo principal había fotografías organizadas como peldaños ascendentes con el título: “mural de las memorias gratas”. En un mostrador se vendían zapatos y accesorios femeninos elaborados por víctimas y excombatientes, como parte de las actividades cotidianas.

El método de trabajo con víctimas y desmovilizados practicado en aquel centro se llamaba “escuela de perdón y reconciliación” (Espere), y había sido creado por Leonel Narváez, un cura sociólogo, tras haber participado como observador internacional de guerras en países africanos y facilitador de los diálogos entre el gobierno colombiano y las FARC. Dicho método, grosso modo, era un proceso de reflexión y estudio en el que los participantes debían estar dispuestos a recordar sus heridas de guerra, sus historias de dolor, para luego opinar sobre los conflictos sociales del momento, interpretarlos y plantear acuerdos sobre el perdón y la vida, que terminaban pactándose en rituales solemnes y declarando como “territorio de paz” el escenario donde se había llevado a cabo todo el proceso.

Floralba y Exenóber vivieron este proceso. Y el 9 de mayo de 2014 sellaron su ritual de reconciliación en una calle de la Ciudadela, delante de unos cien asistentes entre los que había vecinos y representantes de las instituciones. Comenzaba la noche, ambos portaban una vela encendida y compartieron su reflexión a viva voz. Exenóber reconoció que así no hubiera asesinado a nadie ni participado directamente en crímenes, había lesionado a muchas personas por el simple hecho de integrar una facción paramilitar. Y Floralba admitió que si ella como víctima seguía expresando deseo de venganza –y no de justicia–, seguiría alimentando la cadena de violencia y se convertiría en cómplice moral de sus victimarios.

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Luego del proceso con la Espere, y de todos esos años liderando actividades de reconciliación, Floralba se sentía muy segura a la hora de entablar relaciones amistosas con excombatientes. Podía trazar un mapa de tolerancia en el que otras víctimas encontrarían un camino similar. Pero la relación con sus compañeras de lucha había sido menos directa, más sinuosa.

Desde que ella empezó a frecuentar las reuniones de víctimas, a partir de 2010, se hizo un lugar como líder. Era su actitud natural; lo mismo que la había espigado como una persona con ascendiente y querida en Puerto Valdivia. Sin embargo, por aquellos días, su ánimo aún estaba cruzado por la tragedia y su liderazgo terminaba siendo nocivo: se entristecía, lloraba y le contagiaba la depresión al grupo.

En 2011, Floralba y sus compañeras pudieron agruparse en una estructura amplia y respaldada por el Estado, a la que bautizaron Mesa Departamental de Víctimas. De un lado, sentían que el gobierno ya estaba de su parte porque acababa de sancionar la Ley 1448 de 2011 –conocida como Ley de Víctimas–, con la que pretendía restañar las lesiones morales, físicas y económicas causadas por el conflicto armado. De otro, sentían que entre todas podían crecer como comunidad porque empezaron a darse la mano en cosas básicas: si alguna necesitaba que le colaboraran lavando ropa, una compañera lo hacía; si otra necesitaba terminar de construir su casa, varias compañeras acudían a levantar paredes; si una mamá debía salir a trabajar y no podía llevar a su bebé, alguna se prestaba como niñera. Además de aportar algún dinero, estos oficios les permitieron volver a sentir confianza en sí mismas y prometerse que nunca más se iban a echar a la pena.

Floralba participó en talleres diversos: derechos humanos, convivencia ciudadana, uso del tiempo libre. Fue aprendiendo un poco de todo, pero el que más agradeció fue el taller de liderazgo. La teoría le reafirmó el sentido exacto de lo que ella quería ser: alguien dispuesto a meterse en los zapatos del otro, a concertar decisiones y no a imponerlas; entregado al trabajo comunitario por vocación de servicio, no por un sueldo, y que no se creyera superior a nadie. Su ánimo cambió: hizo a un lado la melancolía, se tornó efusiva, optimista y se dejó ver como un espejo posible.

Desde entonces, se fijó la misión de contagiar entre sus compañeras la idea del perdón. Unas se resistían a creer en los desmovilizados; otras los aceptaban más fácilmente y otras no soportaban ni siquiera la posibilidad. Luego, identificó dos niveles de rencor, quizás proporcionales al peso del daño: de un lado, el de las personas que tienen conocimiento de todo cuanto les ha sucedido; y del otro, el de las que desconocen lo que pasó o no tienen información de nada. En el primero caben las víctimas de casi todos los crímenes; en el segundo solo hay campo para familiares de desaparecidos y de personas asesinadas sin motivo aparente.

En cuanto a las mujeres que tienen conocimiento de lo que sucedió, Floralba se ha dedicado a convencerlas de escuchar las historias de los excombatientes, a explicarles que la única manera de recuperar el sosiego es dándoles a los desmovilizados una oportunidad como seres humanos. Se pone como ejemplo: explica que durante sus años de odio vivía enferma de gastritis y se le formaron quistes en el vientre. Cuando se liberó de la mala sangre, “esas pepas desaparecieron y las arrugas de la amargura también”.

Con las mujeres que no saben nada de sus seres queridos el proceso ha sido más difícil porque son mamás o viudas o hermanas que no paran de hacerse las preguntas fundamentales: ¿por qué a él?, ¿qué le hicieron?, ¿en dónde lo dejaron?, ¿aparecerá? Y si nadie les da razón, si no hallan respuestas, ¿cómo pedirles que sanen su herida?

De todos modos, Floralba se guarda para sí una íntima esperanza: “Estamos seguras de que si hacemos un trabajo juicioso, ellas también van a salir adelante”.

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Florencia es la ciudad más grande de la Amazonía colombiana. Buena parte de su economía depende de la pasta base de cocaína.

 

Tras el ritual con la Espere, Exenóber debió afrontar la consecuencia de haberse hecho visible para las víctimas. La mamá de un niño desaparecido por paramilitares le pidió ayuda. Mencionó sitios en los que había buscado, fechas, dio nombres de desmovilizados a los que les había preguntado, cuestiones que Exenóber distinguía, pero de las que no tenía mayor información.

–Cuánto quisiera poder ayudarla señora. Yo sí soy desmovilizado de las AUC, pero no estuve aquí en el Caquetá. Todo mi tiempo fue en los Llanos Orientales.

La mujer no le creyó, o pensó que se estaba lavando las manos, porque insistió en que él tenía que saber: había sido parte de la organización. Exenóber se defendió diciendo que seguramente entre cabecillas habían planeado crímenes en conjunto, pero nada que les permitieran saber a los miembros de bajo rango como él, que solo había sido escolta de relevo.

–No puedo darle ilusiones porque no tengo información para darle. ¿Cómo hago?

La mujer entró en desespero y se fue desencajando. Exenóber la miraba compasivo. Ya se sentía capaz de quedarse enfrente de una víctima sin sentirse indigno; ya sabía que no iba a huir en caso de que esta situación se volviera a presentar en el futuro. Y al ver que la mujer había quedado desolada y enardecida, que no paraba de decirle que no le creía, Exenóber se zafó aclarándole que ese no era el mecanismo para darle a conocer esa información así él la supiera. Que fuera a la Fiscalía y pidiera ayuda para que los desmovilizados que sí podían darle una respuesta lo hicieran. “Si ahora es ella la que me dice esto y no le explico que debe ir a la Fiscalía, mañana va a venir otra a buscarme y pasado mañana otra y esto nunca va a parar”.

O algo peor: “Si me pongo a decirle cosas, por poco que sea, ella puede ir a contarles a sus parientes y puede ser que me meta en problemas. Y el Centro de Reconciliación también puede ser mal visto, y entonces ya no sería solo mi situación sino la de Floralba, la de la jefe y el resto de empleados”.

Exenóber no volvió a ver a esa mujer, pero se encontró con otras que cargaban el mismo sino acre de no hallar razones. A todas las trató con igual comprensión y paciencia. Algunas aceptaron lo que él les decía y terminaban abrazados dándose apoyo; otras siguieron de largo.

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Los días de Floralba transcurren entre el oficio como líder y los quehaceres domésticos. Vive en un lote a las afueras de la ciudad que recibió como reparación del Estado y en el que levantó un rancho de vara en tierra. Cultiva frutales, raíces, granos y tiene animales de corral. Ya está acostumbrada a contestar entrevistas y atender a la prensa, y ha desarrollado una elocuencia emocional para entregar cada relato, cada explicación, con una voz plena de matices y tonalidades. Reparte sonrisas y entrecierra unos ojos achinados siempre que debe forzar la memoria. “Yo no olvido”, me dice, pausada. “Siempre recuerdo y cuento lo que pasó, pero sin dolor ni rabia, sin ganas de vengarme. Eso es lo que quiero para todas las personas”. Luego llena el tono de alegría para añadir: “Me duele la finca que perdí, añoro la tierra, pero no más. Ahora que tengo este terreno vuelvo a sentirme feliz”. Y al rato, con un claro acento aleccionador, acota: “Hoy cuento mi historia así, sin problema, pero cuatro años atrás yo estaba derrumbada, casi enloquecida”.

De todos modos hay cosas que mide a la hora de hablar. Siempre que sustenta la idea de que los desmovilizados también pueden ser mirados como víctimas y que la única vía para aceptarlos es humanizarlos, calcula quién la está escuchando. Sabe que hay quienes prefieren la venganza antes que la justicia. “Para mí es muy riesgoso andar diciendo esto en público. Lo digo en reuniones nuestras, pero no en cualquier parte. Lo paradójico es que en las organizaciones de víctimas hay mujeres que tuvieron un hijo en la guerrilla, otro en la Policía y otro en el Ejército. ¿Se imagina el reencuentro de los tres? ¿Qué odio cabe ahí? Esa mamá parió a los tres por igual”.

El asesinato de su hijo mayor, Noldo, la obliga a endurecer la voz; se ahorra detalles y va armando el relato a fuerza de silencios, como si se encontrara atravesando un río de piedra en piedra para no mojarse. Sobre su hijo menor recalca el esfuerzo que ella ha hecho para recuperarlo de las crisis emocionales. Hoy, afirma conmovida, es un hombre nuevo. Y no deja de agradecerle a esa persona de Puerto Valdivia que le avisó a tiempo sobre el reclutamiento de sus sobrinos. “Todos los días le digo gracias. Si mis sobrinos ya hoy quieren hacer de su vida otra cosa, pues son adultos y ellos verán. Pero en ese tiempo yo no lo podía permitir, estaban muy niños”.

Con la que sigue luchando es con su mamá. Le atiende los vómitos de sangre y evita a toda costa que se deprima por asuntos de la guerra. Cada vez que ocurre un crimen y la anciana se entera, por lejano que sea, recae, llora y se hunde en su penumbra. Cuando prenden el televisor, Floralba lo pone a todo volumen para estar atenta al inicio del noticiero y apenas escucha que van a informar sobre el asesinato del día, corre a apagarlo.

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Un viernes en la tarde, un periodista del canal RCN buscó a Exenóber. Le preguntó cosas básicas de su proceso, le hizo tomas en el Centro de Reconciliación y abrazado con Floralba. Se fue. Pasaron los días y una tarde Exenóber contestó el celular:

–¿Vio las noticias? Lo sacaron a usted diciendo que usted había matado al hijo de doña Floralba.

Exenóber entró a internet y vio la nota. El periodista empezó hablando de las AUC con imágenes de unos paramilitares en camuflado y fusil sorteando una quebrada. Como si quisiera decir: ahí va Exenóber. Siguió con tomas del Centro de Reconciliación, Exenóber y Floralba abrazados trabajando juntos, aunque no les descubrió el rostro. El titular en pantalla decía: “Víctima del conflicto armado perdona a la persona que mató a su hijo”. Primero fue el asombro. Luego, el desconcierto. Y al final, la rabia. Había quedado condenado ante la familia de Floralba, su propia familia, sus amigos y, prácticamente, ante la ciudadanía de Florencia. Parientes y conocidos le reclamaron: ¿cómo así que usted asesinó al hijo de esa señora? Exenóber debió explicarle a cada uno que no era cierto, que había sido error del periodista.

Desde ese momento y durante varios días, sintió que la prensa arrojó a la basura todo el esfuerzo que él había hecho para ser aceptado por las víctimas y evitar que lo miraran como un criminal. “Treinta segundos de televisión se le tiran la vida a una persona”, se repetía indignado. Y se llenó de paranoia: aunque la televisión lo mostró apenas de la boca hacia abajo, Exenóber recelaba que su mentón bastaba para ser reconocido. Cuando iba en su moto y se detenía en un semáforo temía ser atacado por algún miliciano de las FARC o por un ciudadano ofendido.

La situación no pasó a mayores. Pero desde ese día cuida que nadie sepa quién es él. Durante su carrera, solo el rector de la universidad, un profesor y un compañero de desmovilización sabían la verdad. También algunas autoridades del Estado en Florencia. No más de ahí. Lo que el resto de la ciudad sabe de él es que fue un obrero de construcción que, con mucho esfuerzo, se graduó como ingeniero de sistemas.

Exenóber teme a la estigmatización y a una represalia. A la estigmatización porque piensa que, si en algún momento debe buscar un empleo que no esté relacionado con el posconflicto y en el cual no cuente con el apoyo del Estado, su pasado en armas puede ser adverso. “A varios compañeros ya les ha pasado: van a las entrevistas, les dicen que sí, que los van a contratar, pero apenas se dan cuenta de que son desmovilizados no los vuelven a llamar y no les dan explicaciones”. Y teme la represalia porque en Florencia y el Caquetá hay más personas relacionadas con lo que fueron las FARC que con las AUC. En la Ciudadela, de hecho, siempre han sido muy visibles quienes fueron milicianos guerrilleros y él cree que no son pocos los que todavía conservan los odios de guerra.

De ahí que haya elegido una suerte de doble vida. En las actividades de reconciliación, actúa con la autoridad moral del desmovilizado. Pero en otros ámbitos, solo es un ingeniero de sistemas. Cuando ve en televisión noticias del conflicto armado, fija su mirada en la pantalla y aleja cualquier estímulo que desvíe su atención. Quiere saber todo lo que acontece, aunque no vaya a decir nada. “Me duele no poder opinar públicamente, no poder decir lo que de verdad pasa en un proceso de reintegración. Más ahora que hay tantos exguerrilleros por ahí y que escucho a gente ignorante diciendo que esa mano de guerrilleros nunca van a dejar las armas, que cuántos procesos de paz ha habido y no sirven para nada. Yo tragándome eso, sin poder decir: ‘Mire mi historia y dese cuenta de que sí sirven’ ”.

 

POST SCRIPTUM

El Centro de Reconciliación del Caquetá ya no existe. Duró alrededor de dos años y alcanzó a vincular a las actividades de paz a más de mil personas de la Amazonía colombiana, entre víctimas, victimarios y vecinos del barrio la Ciudadela.

Exenóber no quiso dejarse tomar fotos para esta crónica ni para las entrevistas y apariciones en medios de comunicación durante estos años. De manera amable y dispuesto a escuchar mis razones, me dijo: “Eso ya fue. Ahora estoy en otra cosa. Usted me sabrá comprender”.

Floralba me hizo una petición y la revista accedió a dejarla impresa aquí:

Amusepaz, acrónimo de Asociación Mujer Semilla y Paz, es la organización que Floralba lidera. Reúne a 150 mujeres víctimas de diferentes hechos de violencia del conflicto armado que han puesto en marcha microempresas como mecanismo para retomar sus vidas. Cuentan con maquinaria para marroquinería, modistería y estampados. Elaboran bisutería y muñecos de peluche. Su afán más inmediato es hacerse a una sede propia. Si algún lector considera que puede ayudarles en este propósito, escríbame a mi correo: [email protected], para yo hacer el puente.

ACERCA DEL AUTOR


Juan Miguel Álvarez

En 2013 publicó Balas por encargo, una investigación sobre el sicariato en Colombia. Ha sido galardonado en varias ocasiones por sus extensos y minuciosos reportajes. Su último libro es Verde tierra calcinada.