Ida Vitale no subestima a sus lectores

Con una sonrisa pícara y unas salidas lúcidas, la poeta uruguaya responde con precisión filuda las preguntas de otro inoportuno periodista atraído por la miel de los premios.

POR César Bianchi

Enero 27 2021
Ida Vitale

Ida Vitale en la sala de su casa en Montevideo (2018).Pablo Porciuncula Brune • AFP

 

“La poesía busca sacar de su abismo ciertas palabras que puedan constituir el tejido de cicatrización tras el que todos andamos sin saberlo”, dice la nota explicativa de Poesía reunida, publicada por Tusquets Editores. Pero no fue por ninguna necesidad de cicatrización que Ida Vitale comenzó a escribir poesía a mediados de los años treinta del siglo pasado, sino porque le parecía más sencilla que la prosa. Y porque así podía ser más concisa, decir más con menos palabras, pero las justas. Porque si Ida ha desarrollado algún tipo de método es el de escribir sin dudar, para luego editar mucho, borrar, borrar y borrar. “La poesía no es escribirla, es corregirla”, dijo alguna vez. Como un tejido que tarda en cerrar porque ella toca, rasca, mima, hasta que, por fin, cicatriza.

Ella escribe lejos del nihilismo pesimista de su amigo Juan Carlos Onetti; escribe de animales, plantas, gotas, amor y soledad, elige las palabras con precisión quirúrgica y poco le importa que el lector desconozca algún vocablo, porque para eso le exige tener un diccionario a mano. Después de que selecciona las palabras de sus poemas, deja reposar el texto como el panadero que deja leudar la masa. Y uno o dos días después, todo cobra forma, y vuelve a podar su puñado de sentires. Desconfía, revisa, vuelve a dudar y de nuevo poda sus textos, como un jardinero que corta las puntas de un arbusto casi perfecto, y de esa forma queda para la posteridad lo estrictamente imprescindible.

La casi centenaria poeta uruguaya no es una anciana decrépita, con los recuerdos dañados y dificultades para caminar. Todo lo contrario. Los años no han reblandecido su memoria, que abunda en detalles cuando evoca tiempos pasados, décadas atrás –sus anécdotas con Gabo, Benedetti, Cortázar, Felisberto Hernández, Idea Vilariño o Álvaro Mutis–, o recita poemas propios y prestados. Eso sí, le da pudor exhibir su erudición, disimula su pericia en el mundo de las letras, adquirida durante muchas horas de lectura y gracias a una sensibilidad especial. Pero la tiene. Solo que, oriental a fin de cuentas, saberse genial le genera culpa.

 El jueves 15 de noviembre la llamaron a las 9:30 de la mañana, mientras regaba las plantas en su apartamento del barrio Malvín de Montevideo, para decirle desde Madrid que había resultado la ganadora del Premio Cervantes, el más importante de la lengua castellana. Esa vez lo creyó. Antes le habían otorgado el Premio Reina Sofía y en ese momento fue escéptica: “¿Una llamada a las seis de la mañana? Debe ser una broma”, se dijo.

                Antes de viajar a Guadalajara para participar en la feria del libro de esa ciudad de México –país que la recibió por algo más de diez años de su exilio, durante la dictadura uruguaya–, Ida Vitale hizo gala de su vitalidad en una charla donde derrochó lucidez con una pizca de ironía.

               

Entre otras cosas, dijo no haber estado preparada para radicarse en Uruguay en 1985, porque “cuando los militares pasan por un lugar, luego todo cambia”. Pero volvió hace un par de años, después de quedar viuda del también poeta Enrique Fierro. De hecho, en la misma charla y con el mismo sarcasmo, aseguró que a diferencia del resto de Latinoamérica, en donde se es muy amigo de los militares, en Uruguay no los quieren tanto y que por eso prefirió irse con su marido. Además, lamenta que Montevideo ya no tenga tanta librerías abiertas y envidia la cultura en Colombia por cosas como la poesía que, según ella, sí ha germinado en esas tierras.

Presa de la pereza que le trajo la viudez, la mudanza de México a Uruguay y los requerimientos periodísticos tras el Cervantes –cree que se lo dieron como premio al dudoso mérito de la ancianidad–, pretende retomar dentro de poco una obra inconclusa, en cuanto supere estos achaques de haraganería bienvenida, dice. Porque por ahora no tiene previsto parar de escribir. Tiene muchas más cosas por decir.

               

¿Cuándo escribió su primer poema y sobre qué trataba? ¿Recuerda en qué circunstancias lo escribió?

En el liceo. Supongo que lo escribí inspirada por algún otro que había estado leyendo antes. Primero leí algo que me gustó y pensé que era fácil hacer eso, pensé que podía. En casa había libros italianos y franceses de una tía que había muerto. Estaban también Delmira Agustini, Emilio Oribe, no tan conocido. A veces esto de la fama es injusto. Oribe estaba más cerca de Paul Valéry que de cualquier otro, era lo que circulaba. Yo no había leído a Borges todavía. Se ve que algo me tentó y ahí escribí. Uno imita lo que ha leído. No me acuerdo cómo se llamaba, pero sé que había trineos, carámbanos y nieve, así que puede ser que más bien viniera de Edgar Allan Poe, ese sí lo leí mucho. Los carámbanos son trozos de hielo largos y puntiagudos.

 

¿Por qué escribir poesía y no prosa?

No sé, quizás me resultaba más difícil la prosa. Todavía me inspira mucho respeto. De pronto elegí la concisión en la poesía. Me parecía que la prosa no requería concisión, pues los ejemplos que yo tenía eran bastante extensos. No es que me atrajera desde el principio. Rodó me aburría profundamente, Quiroga me gustaba un poco más. Después llegó el tiempo en que tuve una excelente profesora de español en el liceo, que tuvo la buena idea de trabajar durante todo el año a solo cuatro autores, de manera que se nos fueran metiendo en la cabeza cuatro estilos distintos de escribir. Uno de ellos era Gabriel Miró, un español que manejaba un lenguaje muy sabio, muy lleno de términos relativos a los trabajos del campo, que manejaba el lenguaje de los oficios y todo eso. Yo tuve que leerlo con un diccionario al lado. También Ortega y Gasset, otro maestro del español, pero con un estilo distinto. Eligió un español que se radicó en Paraguay, donde desarrolló toda su producción literaria... ¿cómo era que se llamaba? ¡Rafael Barrett! Ese tiene un texto famoso que es un cotejo entre la Venus de Milo y la Victoria alada de Samotracia. ¿A qué voy con todo esto? A que esta profesora nos enfrentó a cuatro estilos de prosa y trabajamos todo el año con eso –sería primero o segundo grado del liceo–, y de ahí me vino un gran respeto por la prosa. Me pareció que era difícil. En ese momento no sentí que ninguno de los cuatro me inspirara a escribir igual.

 

¿Y sí hubo alguien que le inspirara a escribir poesía?

Supongo que leer a Delmira Agustini o María Eugenia Vaz Ferreira, que es lo que estaba en casa, o a Rubén Darío. La escuela, en ese caso, no ayudó mucho; los maestros creen que los de esos autores son poemas “para niños”, aunque a mí me ayudaron en el sentido contrario. Hubo una practicante de maestra que vino con un poemita de Gabriela Mistral y nos dijo que había que aprenderlo de memoria, como loro, sin entender nada. Era un poema muy simple, de seis o siete líneas, pero había cosas en la escritura que eran raras. Decía: “La hora de la tarde, la que pone / su sangre en las montañas. / Alguien en esta hora está sufriendo; / una pierde, angustiada...”. Había una serie de imprecisiones. Yo me preguntaba: ¿quién?, ¿una o alguien? Pero como me lo había aprendido de memoria, eso quedó como una confusión mía, y años después lo entendí.

 

El imaginario colectivo cree que hay que tener una sensibilidad especial para leer poesía...

No sé si definirlo como sensibilidad, pero por lo menos debe haber un conocimiento de la lengua. Es tan difícil leer un poema como leer a algunos de esos prosistas que le mencioné. Miró, por ejemplo, que me obligaba a ir al diccionario para entender las palabras. Quizás, el que empieza a leer está más acostumbrado a que le expliquen todo. Y el desarrollo, la frase larga, ayuda a que todo se aclare. Primero hay que entender la forma, para después llegar al contenido. En el caso de Gabriela Mistral, pasaba lo contrario. Yo no tenía que consultar ninguna palabra, pero no entendía lo que decía, por su construcción. Así que los problemas pueden ser distintos. Puede ser que alguien escriba un poema respondiendo a una inquietud que tenga en ese momento, y que eso no llegue al lector.

Y en cuanto a una sensibilidad para lo que se está narrando, por lo menos tiene que haber un interés real. El gran problema en la escuela actual –y eso me preocupa– es que tengo la sensación de que ha bajado enormemente la exigencia respecto a lo que fue mi escuela. Quizás sean los enfoques distintos. A veces la gente trata de buscar un sistema nuevo, y hay una tendencia a pensar que, además de menor de edad, el niño es un menor mental. Hay una tendencia a subestimarlo, a exigirle menos. Me acuerdo cuando yo tenía los libros de la escuela, yo miraba los libros que estaban en mi casa, y no tenían la preocupación de aliviarle el trabajo al niño, sino lo contrario.

 

Neruda dijo que no hay que escribir de una forma en que solo cuatro personas entiendan lo que se quiso decir, ni tampoco tan simple como para que lo pueda entender hasta una vaca. ¿Usted también ha buscado ese equilibrio en su poesía?

Siempre tan fino Neruda... Yo no busqué eso. Digo lo que me nace, lo que quiero decir en ese momento. Yo creo que la primera interesada en lo que escribo soy yo, tengo que escribir algo que me conforme a mí. No me puedo proponer: “Ah, me gusta esta palabra, pero capaz que no la entienden, entonces voy a buscar un sucedáneo”. Eso lo puedo hacer en la cocina, cuando no tengo el condimento que preciso y busco otro que lo sustituya.

 

¿Cómo evoca a la Generación del 45? Al colega Jaime Clara, para revista Noticias Uruguay, le dijo que la tenía “un poco aburrida” hablar de una “generación”...

Bueno, lo que pasa es que es un poco primario y escolar hablar de “la Generación del 45”. Algo que siempre se ha usado para hablar de la poesía española: que la Generación del 98, que la del 27, y después que la del 45, pero ese es el índice de un libro, no un capítulo. De esos nombres no sacamos mucho en limpio, fuera de saber ubicar a fulano, mengano y zutano. Porque, si bien creo que en el caso de la Generación del 27 hubo, sí, más unidad entre ellos, pese a que había gente muy distinta entre sí, en la del 45 éramos muy diferentes, cada uno agarró por su lado. El hecho de escribir en un mismo tiempo y en un país determinado ayudó a una cierta homogeneidad, pero luego no. ¿Usted ve mucha similitud entre Onetti, al que lo meten en la Generación del 45, siendo mucho mayor, y Benedetti?

 

¿En común? Solo que ambos tienen apellidos italianos que terminan en “-etti”.

[Risas] A mí no se me había ocurrido, pero tiene razón, tienen eso en común. Ni siquiera se puede decir que tuvieron influencias del país de donde provinieron sus antepasados, Italia. No sé, es un poco simplificador, escolar, hablar de “la Generación del 45”, como si fuera un todo.

 

En 1949 usted publicó su primer libro, La luz de esta memoria, cuando tenía 26 años, en una editorial casera que publicaba a los escritores José Pedro Díaz y Amanda Berenguer. ¿Qué recuerda de la salida de su primer libro? Tengo entendido que siguió el camino de Gutenberg: tuvo que colocar manualmente cada letra en bloques de metal para que se pudiera imprimir... 

¡Era muy divertido imprimir esos libros! El mayor problema era la composición: había una barra y había que sacar las letras... y así, imprimir letra por letra. Se ponían con una pinza, la barra tenía un lugar, dos canales, y luego era necesario mirar por un espejo para ver si uno no se había equivocado entre una d y una b, o lo que sea, o si había puesto la letra al revés. Todo eso se empaquetaba, se colocaba, se ataba, se hacía un volumen muy sólido, y después venía el problema de la superficie donde se iba a poner la hoja y se iba a imprimir, que no tuviera baches. Eso de rellenar llevaba más o menos una hora. José Pedro Díaz y Amanda Berenguer eran dos amigos, entonces era una diversión de los fines de semana hacer los libros, casi como manualidad. Yo hoy, si tuviera una máquina, me siento capaz de imprimir un libro.

 

Hay escritores que tienen un método para escribir, o que se imponen un horario, para ser consecuentes y avanzar. Otros solo se sientan a escribir cuando están inspirados. ¿Usted en qué circunstancias ha escrito? ¿Qué la ha motivado?

Y hay otros que son mujeres, que atienden una casa, que cocinan y crían hijos. Entonces no hay horario. Yo no tuve nunca un método. Era cuando podía, cuando tenía tiempo. Y la inspiración tiene esos bemoles, qué sé yo, qué es estar inspirada... Uno ha leído y se le ocurre algo, o no ha leído pero tiene ganas de decir algo y lo dice. Yo tengo poemas con temas muy distintos. He tratado de ser discreta. Hay poetas que son fundamentalmente autorreferenciales. Se convierten en un argumento, en una novela. Yo no.

 

Usted ha vivido de su escritura, es lo que le ha dado de comer. La escritura y las traducciones también. ¿Escribir es un trabajo para usted? 

Yo he vivido toda mi vida de dar clases, en realidad. Me gané el salario como profesora en el liceo o en preparatoria. También las traducciones me permitieron vivir. Escribir poesía no es un trabajo, otra cosa es que me dé trabajo. Como trabajo pago no lo veo.

 

¿Es más una pasión, una vocación?

Bueno... yo diría que una obligación interior. Una irreverencia, por lo menos.

 

Los libreros dicen que los libros de poesía no se venden, que no tienen salida comercial. ¿Usted cree que es un fenómeno de acá y que en otros países sí se venden?

El mal es internacional. Hay lugares en que se vende bien la poesía. Colombia ha tenido un largo historial de poetas, y la gente solía conocerlos. Pero también, a juzgar por la desaparición de las librerías acá en Montevideo... Desapareció Monteverde, Barreiro, Mosca se ha convertido en una papelería. Que la gente sigue leyendo creo que sí, quizás menos. Yo diría que la gente sigue leyendo poesía, no sé. Por lo menos, en Maldonado, en la Feria del Libro reciente, me acompañó mucha gente que me dijo que eran lectores. Mire, cuando vino Juan Ramón Jiménez, era la primera vez que salía a un país con su misma lengua; porque de España se había ido a Estados Unidos, en donde fue obvio que sufrió al no estar rodeado de su lengua, ahí la relación de uno con el mundo cambia. Cuando Juan Ramón vino a América era un ser feliz, y tenía la paciencia de ir a las escuelas y que los niños se le acercaran. Y se llenó el Teatro Solís, repleto de arriba abajo, para verlo y escucharlo. En ese momento era el escritor vivo más importante que llegaba a Uruguay. Acá no vino nunca Machado, García Lorca había venido antes...

 

Usted se va al exilio, con su marido Enrique Fierro, en 1974. Su poesía no tenía una connotación política explícita, nunca fue panfletaria, pero tampoco fue impermeable a la coyuntura vigente. ¿Había algo de denuncia no tan obvio, no tan explícito, en sus letras?

Hay un poema donde algo digo. Pero creo que ni se dieron cuenta [Risas]. No me acuerdo cómo se llamaba, ni sé si lo publiqué. Era un poema muy breve, que hablaba de una paloma. Hablaba del horror general, del cambio, e incluso había una alusión, pero como que todo participaba de un desastre. Aunque es cierto: no hay nada explícito en mis poesías. Me imagino que las cosas que escribí en ese momento traducían algo de eso, pero nunca busqué el panfleto. El que entiende, entiende.

 

En los diez años de exilio en México, no paró de escribir y conoció a Octavio Paz, Juan Rulfo, Álvaro Mutis. Fue escritora fantasma de García Márquez (a quien conoció cuando hizo ñoquis para él y Álvaro Mutis), trabó amistad con Julio Cortázar...

El que realmente fue muy amigo mío era Álvaro Mutis, él y su mujer. Quizás porque él también estaba exiliado; como yo, vivía muy cómodamente en México, y volvió a Colombia como yo volví acá [en realidad Álvaro Mutis no volvió a Colombia y murió en México, en donde vivió la mayor parte de su vida]. Tengo un gran agradecimiento con España, pero la apertura de México fue enorme, fue un país muy generoso. Con Octavio Paz tuve mucha afinidad. Con Cortázar no coincidimos mucho, él vivía en París. En México una vez me lo presentaron y él tenía algo infantil en su aspecto (era grande, de manos grandes, pero no tenía barba en ese momento) y algún síntoma físico que lo preocupaba. Lo llevaron a un curandero, o uno que leía las manos, algo esotérico, y yo no lo quise acompañar y se molestó. Se ve que hice una broma inoportuna y él vino muy conmocionado por su experiencia. Después de eso le mandé un libro mío, yo lo veneraba.

 

En 1985, ya con el inminente regreso de la democracia, usted y su marido volvieron al país. Pero según su amigo Aurelio Major, no encajaron en la nueva Montevideo y volvieron a emigrar, esta vez a Estados Unidos, donde Fierro iría a dar clases en la Universidad de Austin, Texas. Usted ya tenía 66 años. ¿Por qué cree que no se adaptaron a Uruguay?

Yo tengo la teoría de que cuando los militares pasan por un lugar, luego todo cambia. A Enrique lo nombraron director de la Biblioteca Nacional en un momento en que aquello era un caos. En ese cargo había alguien puesto por los militares, y Enrique no lo iba a sacar solo porque hubiera sido designado por los militares. Él no se sintió cómodo con eso, y ahí se juntaron dos cosas: por un lado, esa situación interna, y por otro, recordemos que Sanguinetti le pagó el regreso a todo el que quiso volver al país. Hubo algunos que volvieron, saludaron a la familia, vendieron la casa y se volvieron a ir. Esos tres años, del 85 al 88, fueron todavía complicados en el Uruguay. Cuando le ofrecieron ir a dar clases a Estados Unidos, y mucho mejor pago, bueno, fue un alivio, y allá fuimos.

 

Usted ya había recibido múltiples galardones: el Premio Octavio Paz, el Alfonso Reyes, el Max Jacob, el Reina Sofía, y el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca, todo desde 2015 para acá. ¿Este era el que le faltaba?

Nunca esperé el Cervantes, porque en general se les ha dado a muchos escritores de prosa, y a pocas mujeres.

 

¿Nunca soñó con ganar el premio más importante de las letras en lengua castellana?

No, nunca soñé con ganar ningún premio. Del Reina Sofía me avisaron a las seis de la mañana, y creí que me estaban haciendo una broma. No se me ocurrió que me pudieran llamar en serio a esa hora –no tuve conciencia de qué hora era en Europa–, y atendí el teléfono porque podía ser algo importante.

 

Jueves 15 de noviembre, 9:30 de la mañana en Montevideo. ¿Qué estaba haciendo en su casa y qué le dijeron del otro lado del teléfono al anunciarle la noticia?

Era una señora que me dijo que me iba a comunicar con el ministro de Cultura de España. Yo estaba regando las plantas, pero todavía medio dormida. Caí cuando me dijo que me llamaba para anunciarme el premio y felicitarme. A esta altura ya no me sorprendo de nada, qué sé yo.

 

En un programa de radio de Montevideo dijo que “el premio es un accidente feliz que llega y le cambia un poco la vida. En algún sentido te complica un poco la vida, en otros no”. ¿Qué quiso decir? ¿En qué le puede complicar la vida semejante distinción?

Esto de las notas con los periodistas [Risas]. Estoy desde hace cuánto escribiendo un libro que me encanta y no puedo avanzar. Y ahora, con la atención de los medios, mucho menos, no tengo tiempo ni de escuchar música.

 

En esa nota dijo que su principal aporte al mundo de las letras es el de ser una gran lectora. Pero, a ver, desde su escritura, ¿cuál cree que ha sido?

Usted quiere que diga que renové el mundo de las letras y que ahora todo cambió porque escribí algunos libros. No, no le voy a decir eso. Quizás sí he conseguido que alguna gente me lea, y eso amplía el mundo de la lectura. Y cuando se acerca un chico o chica joven, me acuerdo cuando yo era joven y me gustaba leer y escribir. Es un eslabón en una continuidad que espero que sea infinita.

 

Su marido, el también poeta Enrique Fierro, falleció hace tres años. Con la viudez usted decidió volver a Uruguay. ¿Le costó esa decisión o fue sencilla?

Siempre cuesta instalarse en otro lado y levantar todo, y sobre todo cuesta dejar amigos. Acá lo que pasa es que mis amigos, en gran parte, eran gente ya mayor. Acá yo encuentro que la gente se ha muerto antes de tiempo, muchos... A veces me da terror preguntar por alguien. Cuando alguien desaparece y no me llama, digo “bueno...”. Creo que los hombres se cuidan poco acá, porque hay muchos más hombres muertos que mujeres. Aunque se me han muerto algunas amigas como María Elena Walsh. Éramos tan amigas, y murió hace unos años.

 

A la brevedad publicará otro libro, sobre sus casi once años de exilio en México. ¿No puede parar de escribir?

Tampoco quiero. Más bien no puedo, porque todo este trabajo de la mudanza me complica. Pero todavía escribo porque tengo cosas inconclusas, y no quiero dejar problemas.

 

¿Cómo quiere que la recuerden?

Como una buena amiga, eso espero.

 

¿Y los lectores que no la conocen?

Yo no conocí a Machado y lo siento como un amigo. Y como persona, espero que no me recuerden como un mal bicho, y sí como una buena persona. Espero no haberle hecho mal a nadie.

 

¿Es feliz? 

Ay, qué sé yo, la felicidad es responsabilidad de cada uno. Es no pedir demasiado. Tengo muchos problemas de conciencia, pero supongo que los tiene todo el mundo... la gente con la que no he podido continuar tanto la amistad, cuando uno no da abasto con la correspondencia. Tengo la esperanza de no haber dejado una imagen un poco monstruosa en ningún lado.

ACERCA DEL AUTOR


César Bianchi

Es periodista, presentador y escritor. Estudió comunicación en la Universidad Católica de Uruguay y tiene una maestría en periodismo de la Universidad Alcalá de Henares en Madrid.