Metal, Viscoso animal

Los habitantes de un pueblo en el Nordeste antioqueño insisten en que la explotación del oro con mercurio no es tan mala como la pintan, mientras las multinacionales ganan hectáreas de territorio con el  eslogan del cuidado al medio ambiente.

POR Juan Miguel Álvarez

Enero 27 2021
Metal, Viscoso animal

 Fotografías de Víctor Galeano

 

I. ESCENAS DE DEFENSA

–El mercurio es un animal –dice José Gaviria, comerciante de oro–. Es un monstruo con vida propia.

Gaviria tiene 50 años y empezó a trabajar con el oro desde antes de que le salieran espinillas. A los ocho aprendió cómo se quemaba la amalgama. Veía a su papá disparando un soplete de afilada llama azul sobre una masa de mercurio endurecido color gris opaco; notaba que la masa se iba evaporando hasta dejar desnuda una pepa redonda de chispa dorada.

En ese entonces, y hasta antes de cumplir 30 años, Gaviria admite que fue “irrespetuoso con el mercurio” porque no sabía que inhalar ese vapor era peligroso. Admite, también, que solo empezó a cuidarse hace pocos años, a partir de 2012 o 2013, luego de que entidades del Estado y diversas ONG llegaron al pueblo a enseñar cómo evitar la intoxicación por mercurio. Y ahora, cuando le preguntan por su salud dice que se siente muy bien, que no tiene afecciones, que nunca ha sido hospitalizado.

–No me explico el porqué. Con todo el vapor que tragué y todo el mercurio que he manipulado en mi vida es para que estuviera muy enfermo, y mire que no.

Como habla con vigor y no lo veo ahogado o agotado, y a simple vista no se le notan los síntomas más evidentes de este envenenamiento –como el temblor incontrolable en las manos–, suma pruebas a su favor diciendo que es padre de varios hijos, “todos en perfectas condiciones de salud”. Es más: hace solo dos años tuvo otra bebé.

–Yo llevaba conviviendo 18 años con una mujer y nada que teníamos hijos. Ella me decía: “Amor, eso es el mercurio”. Un día tuve una infidelidad y nació esta niña. Y como yo le creía a mi mujer que por el mercurio no podía tener hijos, me hice la prueba de ADN y fue que sí: 99,9% de afinidad con el ADN de la bebé.

A José Gaviria le dicen “Pinta”. Luce una calvicie sin segunda oportunidad y llegó a ser uno de los quemadores más solicitados en Segovia porque, luego de experimentar durante años, inventó un aparato que evitaba que el vapor escapara a la intemperie y reagrupaba las gotas de mercurio para usarlo de nuevo. Su oficina, en la que estamos, son cuatro paredes apretadas, un escritorio, un archivador y un ventanuco por el que entra luz mañanera. Trabaja en fundición y análisis de oro, así que ya se apartó de las fuentes que lo contaminaban directamente. De ahí que cuando le tocan el tema del mercurio saque a relucir su descendencia. O su ascendencia:

–Mi papá está enfermito, pero es que tiene 75 años. Y no les voy a decir que no fue el mercurio. Mercurio sí chupó mi papá. Y mire: nos tuvo a nosotros cuatro y preñó a la vecina con dos muchachos. Me tocó verlo en una finca en que se le juntaron las tres: mi mamá que era la oficial, una amante y la señora de servicio doméstico. A todas tres les daba. Para mí el mercurio sí es peligroso, pero no tanto como lo pintan.

–Yo creo que ustedes se imaginaban que aquí solo había gente deforme –dice Albeiro Luján, y sonríe–. Personas caminando en cuatro patas, mancos, mudos, con un solo ojo. Y ya ven que no es así.

Huele a cloaca y es media tarde. Estamos parados al pie de un lecho de agua marrón conocido como La Cianurada, que unos metros más allá desemboca en una quebrada proveniente de la montaña y a la que ya le han caído aguas negras. Albeiro levantó su casa justo aquí, a orillas de una y de la otra, y aquí dio vida a cuatro de sus cinco hijos.

–Todos sanos y alentados –dice–. Y normales. Aquí nadie salió goroveto. Y tampoco he visto que a un vecino le haya nacido un hijo siquiera boquineto. Yo no sé por qué la gente en otra parte maltrata tanto a Segovia.

Uno de los rumores que el portal Las2Orillas convirtió en noticia dice que junto a La Cianurada han nacido bebés con “seis dedos y sin piernas”. Y no solo por la contaminación a causa de mercurio; también por los lodos industriales con cianuro que la compañía más grande con operaciones en Segovia, la Gran Colombia Gold, descargó siempre en este lecho. Aunque la nota no refiere ningún informe que demuestre la existencia de estos niños con malformaciones, fue suficiente para darle realidad al chisme.

Albeiro tiene 53 años, brazos fornidos, pelo hirsuto y una mirada de ojos achinados naturalmente maliciosa. Desde que empezamos a hablar ha insistido en que todo lo que se dice de Segovia es mentira o una verdad a medias. Explica que en este pueblo hay contaminación, “como en todas partes”, pero mucho menos grave que la que hay en una ciudad como Medellín, con su cielo polucionado y sus ríos teñidos de colores artificiales cuando las textileras les arrojan tintas residuales. Que alguna vez dijeron que habían encontrado mercurio en el cerebro de un gato, “será que se lo tomaba”, y que si registraban mercurio en el mar no fueran a decir que había salido de Segovia porque “eso está muy lejos”.

–También dicen que aquí es muy peligroso, que alguien viene y no sale vivo. Y yo veo que no: la gente viene, conoce y sale. Este pueblo, señores, es como en cualquier parte. Si usted es torcido, lo enderezan. Y en la ciudad, si usted es torcido, vaya y verá cómo es que lo enderezan.

Noche caliente. En las mesas, botellas de aguardiente a medio tomar. Copas derramadas y luces estridentes contra los espejos. Música de revólver despechado. Candy está sentada a mi lado revelándome algunas infidencias de sus clientes. Dice que los que mejor le pagan son los dueños de minas porque, además de la tarifa, le dejan dinero extra. Dice que con ellos la cosa sale rápido: entran a la habitación, ella abre las piernas, ellos se suben y en tres minutos terminan.

Candy es de Medellín, tiene 22 años, piel nívea con tatuajes de medio lado, ojos saltones y una sonrisa de coquetería profesional. Cada quince días viene a Segovia, se queda dos semanas y regresa a su casa. También hace tour laboral por otros pueblos, pero afirma que en ninguna parte le va tan bien como acá.

La primera vez que vino fue porque una de sus compañeras le contó que a los hombres de Segovia no se les erguía el pene de tanto mercurio que tenían en las venas. Entonces, las cosas serían más fáciles: cobraría por adelantado sin importar que al tipo no se le parara luego de que estuvieran desnudos.

–Pero, la verdad verdad, a mí no me ha tocado eso –me dice–. Uno que otro. A casi todos me toca atenderlos hasta el final porque a todos se les para.

–Lo primero que la gente dice aquí cuando vos hablás de mercurio es una defensa: “Yo trabajo el mercurio hace muchos años y a mí no me pasa nada”. Muchos años pueden ser treinta, cuarenta, cincuenta. Y se oye decir que pierden el pulso, que les tiemblan las manos, que no pueden tener hijos, que no se les para, pero estos señores de cincuenta años en una mina tienen el pulso firme y son capaces de embarazar a la vecina.

Lo anterior lo dice Medardo Tejada, 63 años, un hombre nacido y criado en Segovia. Es alto y flaco y dientón. Medardo ha sido periodista de temas locales y también ha ocupado cargos públicos; incluso fue alcalde del pueblo entre 2004 y 2007.

–Eso no quita que no sepamos que el mercurio es un riesgo para la salud y para el medio ambiente. Lo que pasa es que aquí nos han venido a hablar de Minamata, pero uno ve a cualquier trabajador de aquí y, por muy intoxicado que esté, no le pasa lo que le pasó a la gente de Minamata.

 

José Gaviria ha dedicado gran parte de su vida a “quemar oro” y a perfeccionar un proceso para reducir la contaminación con mercurio. 
 

Andrés Castellanos, ingeniero metalúrgico que trabaja desde 1993 en plantas de beneficio y control epidemiológico de mercurio. 

II. ORIGEN DE UNA LUCHA

Segovia está situado a cinco horas largas de Medellín, al final de una carretera de curvas mareantes que atraviesa una región conocida como el Nordeste antioqueño. La primera mina en este territorio se llamó El Silencio. Fue excavada en 1852, 33 años antes de la fundación del pueblo. Como toda la minería decimonónica colombiana, fue iniciativa de europeos –españoles y franceses en este caso– que llegaron con el conocimiento técnico y maquinaria para horadar la tierra con túneles de hasta 800 metros de profundidad.

Desde entonces, la mina El Silencio fue el sustento de una compañía que cambió de nombre mientras pasaba de mano en mano, hasta que en 1931 se constituyó como la Frontino Gold Mines. Fue esta empresa la que acompañó el crecimiento de Segovia con emprendimientos cívicos como la construcción de barrios y pavimentación de calles. Ya en 1977, la Frontino se declaró en concordato, figura de ley en la que dueños y acreedores llegaron a un acuerdo de pago.

Esos años finales de la década de los setenta fueron axiales para el futuro del municipio. De un lado, el concordato coincidió con la eclosión de la pequeña minería. Durante los años de alta producción de la Frontino, casi no había mineros independientes que tuvieran la iniciativa de abrir un socavón por su cuenta y riesgo. En general, la población confiaba en el modelo empresarial: quien quería desempeñarse como minero buscaba empleo en la Frontino. La extracción de material se hacía con maquinaria pesada y dinamita, y el avance de los socavones dependía del capital que la empresa decidiera invertir. Pero en algún momento que no es posible precisar, antes del concordato, algunos mineros encontraron oro casi a ras de tierra y dentro del perímetro de explotación de la empresa. A estos mineros se les llamó “tierreros”.

En los primeros años de la década de los ochenta tuvieron lugar las “invasiones mineras”, motivadas por un alza en el precio internacional del oro. Se trataba de oleadas de forasteros, ajenos al Nordeste antioqueño, que entraron a Segovia dispuestos a invadir dos lotes como propiedad privada: uno para levantar un rancho, y el otro para excavar un hueco y abrir una bocamina. Como el Estado no contaba con mayores herramientas para detener estas invasiones, cualquiera que tuviera la osadía necesaria conseguía tierra y trabajo.

 Fue algo muy similar a los movimientos campesinos del sur del país que, por esos mismos años, colonizaron tierras recortadas a la selva para sembrar cultivos de coca. En ambos casos fueron las guerrillas las que empoderaron a estos campesinos con un discurso de reapropiación de la tierra justificado en la máxima zapatista: “La tierra es de quien la trabaja”.

Las invasiones propiciaron otro fenómeno de minería desmadrada, yacimientos a los que se llamó “apogeos”. Si un socavón resultaba ser una mina enriquecida, hervían los mineros que cavaban huecos de acceso alrededor para avanzar por varios frentes sobre la misma veta. Hoy los habitantes de Segovia recuerdan que los apogeos llenaron los bolsillos de muchos. Quizás el más sonado fue el de la mina Los Estancos, que pudo haber durado entre 1985 y 1988. No se extendía más allá de dos hectáreas y agrupaba a un gentío innumerable; hay quienes dicen que puede haber sido de diez mil personas.

–Tenía bocaminas separadas por dos, tres metros de distancia –detalla Medardo–. Había mineros, rebuscadores de todo tipo, vendedores de comida, niños pidiendo trabajo. La gente recogía material en los portacomidas, en bolsas; no faltaba el que se quitaba la camiseta y anudaba un atado para llenarlo de material. Dejó grandes fortunas que fueron dilapidadas, como muchas otras, en cantinas y malos negocios.

Con las invasiones, en la periferia del pueblo crecieron asentamientos que ya hoy son barrios tradicionales. Y la gente se multiplicó: de 15 mil habitantes a comienzos de los años setenta, se pasó a unos 29 mil a finales de los años ochenta. Y luego de los apogeos, a mediados de los años noventa, ya eran 45 mil. En poco más de dos décadas, Segovia triplicó su población.

Toda la producción aurífera de los tierreros, los mineros de invasión y los de apogeos, más la producción relativamente ordenada de sociedades locales que crecieron como empresas pequeñas independientes, dieron vida a una cadena laboral de empleos directos e indirectos que fundó la actual economía interna de Segovia.

Durante las décadas exitosas de la Frontino, el mecanismo de extracción, el beneficio del material, la fundición y la venta final estuvieron bajo el control de la multinacional. Cada una de estas actividades era realizada por empleados no tercerizados de la compañía, capacitados técnicamente. Había quien las hiciera por fuera, pero no eran muchos. Luego, con el auge de la pequeña minería, estos oficios se convirtieron en líneas informales de trabajo.

Si en los socavones de la Frontino los mineros extraían el material y lo sacaban a la superficie en vagones sobre rieles, en las minas de las invasiones y los apogeos abundaron los “catangueros”, hombres capaces de subir el material en canastos amarrados a la espalda. Si en la Frontino ese material pasaba a una trituradora y después a una planta de beneficio en la que obtenían el oro por métodos de flotación, colado y cianuración, los mineros informales crearon trituradoras y construcciones rudimentarias usadas como talleres de beneficio –denominadas “entables”– en las que molían el material para luego procesarlo en granuladores –“cocos”, se les dice– que separan el oro y lo aglomeran en las masas de mercurio. Si la Frontino se encargaba de valorar la calidad del oro, de ponerle precio, fundirlo en bloques y venderlo a un banco o en el exterior, los mineros informales también crearon compraventas independientes en las que lo valoran, lo pagan y lo funden para luego venderlo a los grandes comerciantes de las ciudades que lo terminan exportando.

Además, en cada paso de la cadena informal pululan otros oficios que resultan complementarios y quedan en manos de los más pobres. Cuando el minero saca el material a la superficie, necesita ayudantes para cargar los sacos que luego transportarán las mulas de un arriero, un carretillero o un conductor de motocarro hasta la trituradora o al entable de lavado. En la puerta de estos negocios siempre hay ancianos y niños que esperan que el minero les regale una palada de material. Y adentro, ofreciéndose a lavar, hay hombres que el minero casi siempre emplea porque para él es más rentable volver a la mina o irse a descansar que quedarse horas enteras sentado junto a los granuladores esperando los ciclos de lavado. Los desechos de la trituradora, además, van a las manos de las “chatarreras”, mujeres que saben exprimir hasta el último microgramo de oro que queda en lo que para un minero ya no tiene valor.

Para el paso siguiente, la minería informal implementó a los “quemadores”: gente dedicada a meter la amalgama de mercurio y oro en la candela. Ya en las compraventas, el dueño debe apoyarse en el que le presta vigilancia, en el mensajero, la secretaria, el contador y el inversionista que pone la plata si hay negocios grandes.

En palabras de alcancía callejera: en la economía del oro hay chamba para todo el mundo. Lo jodido, visto a la luz actual del debate global sobre la protección del medio ambiente, es que mientras la producción aurífera de las grandes compañías se resuelve con “tecnologías limpias”, es decir, las que contaminan, pero poco, y destruyen, pero poco, la producción de la pequeña minería en áreas de socavón depende, exclusivamente, de una tecnología precaria atada al mercurio, proscrita luego del Convenio de Minamata.

 

III. MINAMATA: EL OJO SIN PÁRPADO

Al suroccidente de Japón, a unos 940 kilómetros de Tokio, queda la bahía de Minamata. A finales de los años cincuenta, los pescadores comenzaron a notar que los gatos domésticos se herían a sí mismos: enloquecidos, saltaban y caían de cabeza, corrían hasta estrellarse contra una pared, se movían sin destino y se revolcaban en el piso como si ardieran en llamas. Poco después, los perros y las aves de corral empezaron a comportarse de igual forma. Luego, los seres humanos.

En internet hay fotos y fragmentos de videos en los que se ve a habitantes de Minamata agitándose en convulsiones y espasmos de violencia inusitada; a otros, se los ve con temblores en manos y brazos, como si fueran agitados por un motor iracundo. Los ojos ennegrecidos y desorbitados; los rostros estirados como si fueran de goma.

El gobierno japonés adelantó una investigación. Pero fueron los responsables de la compañía de plásticos Chisso, cuya planta estaba situada en inmediaciones de Minamata, los que descubrieron que habían sido ellos mismos los causantes del envenenamiento al haber arrojado desechos industriales toteados de mercurio a las aguas de la bahía durante al menos treinta años.

Para el momento en que los síntomas comenzaron a matar a la comunidad, nadie en el mundo sabía de qué enfermedad se trataba. No había antecedentes. Así que no había instrumentos científicos que permitieran comprender la relación entre el metal y los daños neurológicos. Tuvieron que transcurrir largos años para que la ciencia concluyera que aquellos desórdenes fisiológicos tan espeluznantes no obedecían al envenenamiento directo por mercurio, sino a la transformación orgánica de este metal en metilmercurio. Transformación solo posible porque la fauna marina lo metabolizaba e incorporaba a la constitución de sus tejidos. Así que cuando las personas se comían un pescado de la bahía ponían a circular en su sangre las moléculas de metilmercurio, que luego terminaban matándolas y causando graves malformaciones en los bebés: microcefalia, parálisis cerebral, retraso mental, ceguera, sordera, alteración en el sistema digestivo y parálisis de las extremidades.

Desde entonces, a este conjunto de afecciones derivadas de la contaminación por mercurio se le llama “enfermedad de Minamata”. Además de Japón, otros países padecieron epidemias devastadoras: entre 1962 y 1970, en Ontario, Canadá, los habitantes de un pueblo indígena llamado Grassy Narrows sufrieron una intoxicación masiva a causa de las descargas industriales de mercurio en sus ríos y lagos, descargas provenientes de una planta productora de papel. En 1970, en Irak murieron cerca de diez mil personas y otras cien mil sufrieron daños cerebrales irreversibles luego de haberse alimentado con trigo tratado con mercurio.

 

Foto 1.

 

Foto 2. Las plantas de Beneficio (foto 1), a diferencia de los “cocos” o granuladoras (fotos 2, 3), no utilizan mercurio para separar el oro de otros metales. En la última foto, se aprecia una bolita de oro resultado de la quema, y que aún conserva una mezcla de otros metales.

 

IV. BOTÓN DE PÁNICO

Andrés Castellanos es un ingeniero de minas al que le faltan pocos años para llegar a los 50. Es alto, calvo, de ojos oscuros como canicas de petróleo, dilatados por gafas de lente redondo. En palabras de las decenas de personas que entrevisté en Segovia, es uno de los que más saben en la región sobre minería de oro –si no el que más–. Él mismo se atribuye haber sido el primero en alertar en el Nordeste antioqueño sobre los peligros del mercurio para la salud.

A mediados de los años noventa Andrés vivía en Zaragoza, municipio a una hora de Segovia. Allí conoció a un señor que tenía paralizado medio cuerpo: caminaba arrastrando la pierna, el brazo le colgaba como péndulo y el rostro parecía zanjado a la mitad. Andrés se le acercó y le preguntó qué le sucedía; el señor le dijo que creía que el mercurio lo tenía así de enfermo. Andrés, que no sabía nada de eso hasta el momento, corrió a documentarse sobre las afecciones en el cuerpo humano causadas por sustancias químicas involucradas en la extracción de oro.

Habló con el director local de salud. “Nos estamos envenenando”, le dijo, y convinieron en que Andrés elaboraría un documento para explicar el peligro de la contaminación con metales pesados en la producción aurífera, y la oficina de salud haría una campaña de control epidemiológico en la que contactaría a los mineros del pueblo para prevenirlos, persuadirlos de ser más cuidadosos en el manejo del mercurio y darles medicina para que paliaran sus dolencias.

Para el año 2000, Andrés le compartió sus conclusiones a la Seccional de Salud de Antioquia. Le propusieron capacitar a los promotores de salud de cuatro municipios auríferos –El Bagre, Zaragoza, Segovia y Remedios– para que adelantaran con los mineros una intensa campaña de prevención y manejo racional del mercurio, y los instruyeran con el fin de que se tomaran muestras óptimas de orina que sirvieran para detectar la cantidad exacta de metal alojado en sus cuerpos. Cada minero afectado recibiría tratamiento médico gratis.

–Se les daba la medicina y se les pedía que se alejaran temporalmente de la fuente contaminante para que pudieran mejorarse –me explica Andrés–. Pero ellos no se tomaban las pastas y salían a trabajar igual que siempre.

A la larga, este esfuerzo institucional no sirvió de mucho, salvo porque dejó una estadística de laboratorio que probó la gravedad de la situación. Durante ocho años se analizaron muestras de unas veinte mil personas en los cuatro municipios, casi seis mil solo en Segovia, entre mineros, quemadores, compradores y vecinos de los entables.

La marca límite para una persona que no esté afectada es de 20 microgramos de mercurio por litro de orina. Si se pasa pero no sube de 35, se encuentra contaminada. Y si supera los 35 está intoxicada. El 98% de las muestras salieron con cantidades preocupantes de mercurio y de ese porcentaje la mayoría de las personas registró más de 100 microgramos.

–Pero hay que matizar esa cifra –dice Andrés–. Como no teníamos plata para tomarle muestras a todo el mundo, escogíamos a las personas que estaban más expuestas al mercurio para poder ayudarles con el tratamiento médico.               

Durante el tiempo en que Andrés inició las capacitaciones, Medardo Tejada era el jefe de la oficina de salud de Segovia. Su labor fue la de dar cumplimiento a los protocolos de prevención y manejo del metal determinados por la Seccional; entre ellos, el de promover el uso de las “retortas” para evitar la liberación del vapor de mercurio en el aire. Pero los mineros no las usaron, aun cuando el Estado las envió gratis. Las retortas son estructuras cilíndricas cerradas en las que se pone la amalgama de mercurio y oro para quemarla a 500 °C. El vapor de la quema es conducido a un depósito de agua donde el mercurio se enfría, recupera su estado líquido y puede reutilizarse.

Una de las razones para que los mineros ni miraran las retortas fue de carácter práctico: mientras que la quema de la amalgama al aire libre no tardaba más de veinte minutos, dentro de la retorta podía tomar hasta una hora. También alegaban que el oro perdía calidad porque quedaba de un color distinto y, en consecuencia, el comprador pagaba a menor precio. Lo primero era cierto: las retortas hacían más lenta la producción. Pero no lo segundo: no hay manera de que el oro pierda quilates o características por ser expuesto a una temperatura de 500 °C. De hecho, esa resistencia es una de las cualidades que lo hacen tan valioso.

A partir de 2004, Medardo comenzó su período como alcalde y debió afrontar el anuncio que se desprendió de los resultados de las investigaciones promovidas por Andrés: resultó que Segovia podía ser el municipio más contaminado de mercurio en el mundo.

–Haber cogido esa camiseta nos asustó mucho a todos –dice–. Pero nos sirvió porque empezamos a tratar de controlar el uso y abuso del mercurio. Es que aquí se montaba un quemador al lado de una carnicería, de una panadería. Había más de cien entables y unas ochenta compraventas.

Durante su administración, Medardo debió expedir decretos para prohibir la apertura de nuevos entables y compraventas de oro, e implementar un programa de sensibilización propuesto por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud) con el fin de que los mineros aceptaran reducir gradualmente el uso del mercurio. Pero a su juicio aquel empeño fue letra muerta porque las personas asistían a las capacitaciones, pero no estaban compelidas a demostrar que iban a poner en práctica los conocimientos. Peor aún:

–Salían a trabajar de la misma manera en que lo habían venido haciendo.

En los años siguientes, la situación del mercurio en el Nordeste antioqueño no cambió mucho. La gente ya sabía que estaban manipulando un tóxico poderoso; de vez en cuando, alguien advertía algo, actualizaba un dato, removía temporalmente el debate sobre la necesidad de este metal. Pero hasta ahí. En la calle todo continuaba como siempre.

Las cosas cambiaron a partir de enero de 2013, cuando el país suscribió el Convenio de Minamata sobre mercurio porque el Estado quedó obligado a implementar acciones para eliminar gradualmente el uso de ese metal en procesos industriales y evitar emisiones a la atmósfera, al agua y a la tierra. Quedó obligado a regular el sector de la minería a pequeña escala.

Lo coincidente fue que, un mes antes de que se llevara a cabo el encuentro de las naciones firmantes, la Organización de Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial (ONUDI) le entregó al Estado el informe sobre los niveles de contaminación e intoxicación por mercurio en personas y animales de Segovia, Remedios, Nechí y El Bagre. El informe se había valido de los hallazgos de Andrés Castellanos, aunque también captó datos de muestras más recientes.

En Segovia los resultados fueron los siguientes: en una muestra de 2.095 personas, el 48% estaba intoxicado; el 43%, contaminado, y el 9% no registraba mercurio en el cuerpo. Dentro de los intoxicados, el 1% eran celadores y personal de oficina de los negocios mineros; el 10%, compradores; el 14%, manipuladores en la extracción; el 23%, mineros; y el 52%, quemadores.

El informe presentaba una tabla más: de entre los vecinos de los negocios de quema y fundición de oro resultó que el 25% estaba intoxicado; el 65%, contaminado, y solo el 10% no registraba mercurio. Es decir: para estar gravemente intoxicado con mercurio no había que estar inmerso en la cadena productiva del oro; bastaba con respirar el mismo aire de todo el mundo.

Este documento fue la alerta y sirvió para impulsar la firma colombiana en Minamata, hundir el botón de  pánico. Y hasta pudo haber amortiguado el golpe que para las comunidades mineras del país fue la expedición en julio de 2013 de la Ley 1658 o “ley del mercurio”. Mejor dicho: tras el informe de la ONUDI y la firma del convenio, al Gobierno nacional le quedó tapizado el camino para expedir esta ley, pues los ciudadanos, en especial los del Nordeste antioqueño, tenían en su cabeza la idea de que estaban envenenados. Como quien dice, “ya que estamos podridos por el mercurio, lo que el Estado haga por nosotros es ganancia”.

Para el Gobierno, no fue así de fácil. La gente no iba a aceptar de buenas a primeras las políticas de cambio.

La Ley 1658 cimentó un marco jurídico para que las entidades encargadas establecieran reglas de control y restricción del mercurio. También fijó incentivos para que los dueños de entables, plantas de beneficio y mineros introdujeran tecnologías limpias en sus procesos. La ley entraba en vigor cinco años después de su firma, es decir, a mediados de 2018, tiempo durante el cual el Estado debía haber puesto en orden a las regiones mineras. Pero este es el momento en que no lo ha podido hacer porque cada región impuso objeciones autóctonas.

Las de Segovia, esencialmente, son de enfoque político. En palabras de Medardo Tejada:

–Aquí sabemos que el mercurio es un riesgo para la salud y para el medio ambiente. Pero creemos que satanizar su uso solo favorece el modelo extractivista del gran capital.

 

Foto 3.
 

Foto 4.

V. EL PUÑO ARRIBA

Tres años antes de la ley del mercurio, es decir, en 2010, un grupo de inversionistas compró lo que quedaba de la Frontino Gold Mines, dio origen a la compañía Gran Colombia Gold y negoció con el Estado la posesión de un título minero de nueve mil hectáreas, que se prolongan por casi toda la periferia de la cabecera municipal de Segovia y buena parte de la de Remedios. En plata blanca: unos multimillonarios se adueñaron de las minas de casi todo el municipio y, con la aquiescencia del Gobierno, convirtieron a los mineros pequeños, ya informales, ya organizados, en usurpadores de propiedad privada.

Amparada por la ley, la Gran Colombia Gold acudió al Estado para que le ayudara a tomar posesión de las minas, así que a partir de 2014 empezaron los operativos de desalojo. Entre los casos más emblemáticos está el de El Cogote. Esta mina había sido uno de los frentes de explotación con que la Frontino respondió por parte de las deudas con su nómina y el espacio para que los tierreros se integraran a la cadena productiva. Hoy, cuarenta y pico de años después, El Cogote es un ejemplo de empresa cooperativa en la que los trabajadores son sus propios jefes.

Por eso, cuando en 2015 la policía llegó a desalojar El Cogote le resultó imposible: los mineros no se dejaron sacar a la fuerza y hubieran peleado hasta la muerte con los antimotines.

Lo que quedó expuesto de cara al país fue la ya clásica disputa de la globalización: el pulposo capital de inversión versus las comunidades aferradas a sus mecanismos de subsistencia.

Como esto mismo prometía suceder en todas las minas que estuvieran dentro del título de la Gran Colombia Gold, la comunidad optó por organizarse en un frente de lucha popular al que denominó Mesa Minera.

Al comienzo, la Mesa estuvo conformada por 17 líderes sociales pertenecientes a diversos eslabones de la cadena del oro: comerciantes, sindicalistas, transportadores, mineros independientes y dueños de plantas de beneficio. La condición era deponer las motivaciones estrictamente personales en pro de la lucha común. Pero a semanas de haber comenzado los reclamos, algunos de estos líderes se dejaron pillar en aspiraciones políticas personales y fueron apartados. Otros recibieron amenazas de muerte y terminaron renunciando.

En la actualidad, la Mesa tiene apenas tres líderes visibles, pero sigue siendo la organización que representa a casi toda la cadena del oro que se encuentra por fuera del esquema corporativo de la multinacional.

–La Mesa es todo el pueblo –me dice, adusto, Jaime Alonso Gallego, su vicepresidente–. Nosotros tres solo la representamos.

Gallego es un tipo que ronda los 50 años. Ancho y alto, calvo absoluto, con manos de nudillos acolchados como guantes de boxeo y unos ojos cercados por pómulos carnosos. La sede de la Mesa Minera es un ventilado segundo piso de paredes blancas, en el que se exhiben antiguas herramientas de minería: un malacate allí, una polea más allá. Además de servir como decoración, estas piezas refuerzan la idea que defiende esta organización: que ellos son los mineros históricos de Segovia y Remedios, los portadores de la tradición.

–Aquí hay chatarreros, barequeros, catangueros, corteros, transportadores, comercializadores y la unidad minera. Todos conforman la cadena productiva, que entre los dos municipios alberga a más de 35 mil personas. Son 400 unidades mineras registradas en la Cámara de Comercio y que pagan impuestos. La ley y la multinacional desconocen esta tradición en el territorio.

Los paros, las marchas y la resistencia de la ciudadanía obligaron a la Gran Colombia Gold a sentarse a negociar. Y esta es la hora en que las partes no han llegado a un acuerdo. Cada vez que el Gobierno intenta desalojar una mina, la gente se arremolina como escudo e impide el operativo. Durante el paro de agosto de 2017, la policía extremó su intervención: molieron la gente a porrazos, asfixiaron a los manifestantes con gases de ardor y los barrieron con tanquetas. Los mineros, armados con sus herramientas de trabajo, respondieron. Hubo momentos de batalla medieval. Hubo heridos y muertos. La Mesa denunció, videos en mano, los disparos letales de francotiradores apostados en los techos de los edificios.

Si bien el escándalo por el uso del mercurio en la pequeña minería es anterior a la confrontación entre la comunidad y la multinacional, la Mesa Minera interpreta que el afán actual de proscribir este metal es apenas un movimiento dentro de una seguidilla que ha venido ejecutando el Gobierno para favorecer a la multinacional. Tal como me lo dijo antes Medardo.

El resumen de los movimientos vendría siendo el siguiente: primero, a partir de 2004, la popularidad conferida al anuncio de que Segovia es el municipio más contaminado de mercurio en el mundo, sin que existiera un estudio con rigor científico que comparara, bajo criterios sólidos, a Segovia con otros pueblos de otros países. Segundo, desde antes de 2010, la insistencia en medios de comunicación en que buena parte del oro extraído de minas pequeñas del Nordeste antioqueño se iba directo a las arcas de guerrillas y grupos paramilitares. Tercero, en noviembre de 2012, el informe de la Onudi previo a la firma del Convenio de Minamata. Cuarto, en enero de 2013, la firma de ese convenio. Quinto, en julio de 2013, la promulgación de la ley del mercurio. Sexto, desde 2014, los operativos de desalojo de minas en favor del título de la multinacional Gran Colombia Gold. Séptimo, en enero de 2015, la agudización de requisitos que el Estado les impuso a los mineros para vender su oro, y a los compradores para pagarlo. Y octavo, ya desde 2012, la persecución de las autoridades a la tenencia, porte, distribución, venta y manipulación del mercurio por quien no se encuentre inscrito en el Registro Único Nacional de Importadores y Comercializadores Autorizados.

–Asfixiar al minero, criminalizándolo, nada más que eso –dice Gallego.

A un lado quedaron los artículos de la ley del mercurio que pretendían ayudarles a los mineros pequeños a instalar tecnologías limpias y a formalizar sus minas. “Pretendían”, digo, porque la ley venía con unos plazos que ya están vencidos. Para citar un caso: el artículo 10 ofrecía la oportunidad de que estos mineros y los dueños de entables accedieran a créditos blandos con entidades del Estado para financiar la introducción de tecnologías limpias y dejar el mercurio.

Pero esta oportunidad solo estuvo vigente hasta cinco años después de promulgada la ley, es decir, julio de 2018.

Si en algunos municipios auríferos de Colombia los mineros aprovecharon este artículo, en Segovia parece que no. Por un lado, ninguna de las personas que entrevisté para esta crónica recuerda siquiera un anuncio público, por parte del Ministerio de Minas y Energía o la Gobernación de Antioquia o la Alcaldía, en el que informaran con claridad e insistencia sobre estos créditos.

–Aquí cualquier cosa que hace el Gobierno es publicitada en vallas a orillas de las carreteras y los funcionarios de la Alcaldía también la comentan y la gente se entera –dice Andrés Castellanos–. De esos créditos aquí no nos enteramos.

Es más: solo un dueño de entable, don Antonio González, hizo el cambio de tecnología en este lapso desde que se expidió la ley; le costó cerca de 800 millones de pesos y toda fue plata suya.

El siguiente literal del artículo 10 prometía que el Ministerio de Minas y Energía debía destinar, como mínimo, el 30% de los recursos que tuviera a la mano cuando se expidiera la ley para “mejorar la productividad, seguridad y sostenibilidad” de los pequeños mineros y dueños de entables y otros negocios dependientes del mercurio.

–Tampoco –asegura Andrés–. El 30% de los recursos del Ministerio es un montón de plata. Y si el Gobierno se la hubiera gastado en nosotros, habrían llenado de publicidad este pueblo y Remedios y los pueblos vecinos recalcando que se estaban gastando ese montón de plata en nosotros. Además, si así hubiera sido, usted no estaría viendo lo que ha visto aquí: los mineros pequeños desesperados porque las leyes no les están dando una segunda oportunidad.

 

 

Las chatarreras, mujeres de todas las edades que realizan trabajos pesados, buscando oro en la roca desechada, son el último eslabón de la cadena productiva minera. Esta arranca con quienes se internan en la tierra por estrechos túneles en los que apenas caben. 

 

VI. EL HOMBRE TEMBLOROSO

Como por el momento la comunidad minera de Segovia solo ve amenazas y ataques, es muy recelosa y descreída de los daños que el mercurio puede hacerle a una persona.

Una de las ideas que más me repitieron varios de los entrevistados fue que “aquí nadie ha muerto por mercurio... no hay un certificado de defunción que diga que zutanito murió envenenado por mercurio”.

Una tarde, Andrés Castellanos, Medardo y los reporteros Carlos Piedrahíta, Víctor Galeano y yo –equipo de Baudó ap– nos sentamos a conversar de manera informal en un bar de parasoles. Un tema llevó a otro y en menos de nada estábamos hablando de las afecciones irreparables que el mercurio causa en un ser humano. Andrés narró el caso de un hombre de Segovia conocido como Torta, quien llegó a registrar más de 800 microgramos por litro de orina. Una intoxicación bestial. Describió que las encías se le tornaron moradas y se le cayeron varios dientes, consecuencia inobjetable del mercurio.

–Él no se murió porque su cuerpo es muy resistente –dijo Andrés–, pero hay gente que con 150 microgramos ya no se puede mantener en pie.

Medardo repuso:

–Es muy curioso. Aquí nadie ha visto al primero que tenga los síntomas que se vieron en Minamata.

–Mirá que sí –le dije–. Andrés narró el caso del señor de Zaragoza que lo empujó a él a estudiar el tema y ahora acaba de describir el caso de Torta.

–¿Pero sí quedó comprobado que a Torta le pasó eso por causa del mercurio o fue que se hizo la asociación espontánea de una cosa con la otra? –preguntó Medardo.

Andrés respondió contando que a Torta lo había visto el médico y le había diagnosticado la enfermedad de Minamata; que el dueño de la compraventa que lo empleaba lo había enviado a Medellín durante tres meses para que se sometiera al tratamiento.

–Torta no podía comer –añadió Andrés–. Se llevaba la cuchara a la boca y se le iba para un lado.

Medardo continuó receloso y opté por confrontarlo un poco. Le señalé que sí había casos graves, pero él se estaba negando a creer en ellos, actitud que yo ya había notado en la mayoría de la gente en Segovia. ¿Por qué? Medardo reflexionó sobre la histórica falta de confianza que los habitantes del municipio sentían por el Estado.

“La histórica falta de confianza en el Estado” tiene su razón de ser en Segovia. En las décadas de los setenta y los ochenta, las guerrillas del ELN y de las FARC alcanzaron a ganar algo de credibilidad entre algunos habitantes de este pueblo. El Partido Comunista y, luego, la Unión Patriótica (UP) obtuvieron escaños en las elecciones para Concejo de 1986 y pusieron alcaldesa en las elecciones de 1987. Este empuje electoral de la izquierda socialista fue castigado salvajemente por una unión temporal de narcotraficantes y militares que llevó a cabo el asesinato masivo de 43 civiles inermes, el 11 de noviembre de 1988. A este crimen se le conoce como la “masacre de Segovia” y por su impacto en la opinión pública marcaría un escalamiento feroz del conflicto armado en Colombia.

En los años noventa, otras masacres y una cifra indeterminada de homicidios selectivos y desapariciones de campesinos militantes socialistas facilitaron la llegada a la región del paramilitarismo organizado de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), con el Bloque Metro y después con el Bloque Central Bolívar. Fue una sangrienta transmisión del dominio territorial a la que no le faltó apoyo popular. El mismo Medardo me explicó que el éxito del paramilitarismo en el Nordeste antioqueño tuvo que ver con que la gente estaba “mamada de los abusos de la guerrilla”.

A partir de 1997 serían los miembros de las AUC quienes se pasearían por las calles del pueblo, acostumbrarían a los lugareños a presenciar asesinatos impunes de campesinos y tomarían la dirección en las minas menos organizadas. Llegó el día en que dos o tres hombres en camuflado y fusil prestaban guardia en la entrada de una bocamina, dotaban al minero con dinamita y herramienta, y a cambio le exigían la mitad del material extraído en su jornada. Sometido por la amenaza de las armas, el minero aceptaba. Esta situación duró hasta 2005 o 2006, años en que se llevaron a cabo las desmovilizaciones de los varios frentes del Bloque Central Bolívar.

Y todo lo anterior ante la mirada ausente o complaciente de la fuerza pública y las autoridades estatales.

Si al comienzo fueron las guerrillas y los partidos socialistas los que sembraron la duda sobre la legitimidad de los gobiernos nacionales, más tarde sería el paramilitarismo, aupado por el Ejército, la Policía y los políticos de turno, el que se tomaría el control territorial del Nordeste, apocando el papel del Gobierno.

El cierre de este ciclo de violencia armada empataría con la campaña estatal contra el mercurio y la falta de apoyo a la pequeña minería, hechos que podrían considerarse violencia implícita de Estado.

–La gente en Segovia ha sido resistente al cambio –observó Medardo–, pero es que nos ha tocado aguantar y sobrevivir a mucha infamia.

Carlos, Víctor y yo salimos en busca de alguien en quien fueran evidentes los daños de la enfermedad de Minamata. La convicción general de que no había nadie en el pueblo con estos síntomas casi se confirma. Solo encontramos a un hombre afectado de gravedad, que pasaba mitad del tiempo en un municipio cercano, pero no minero, llamado Caracolí, y mitad del tiempo en Segovia.

Su nombre es Omar de Jesús Galvis y recién había cumplido 62 años. Nos recibió en su casa, que estaba situada en un barrio periférico al que se llega luego de subir una cumbre pavimentada. La propiedad era casi rural: contaba con un patio enorme que rodeaba la vivienda. Había frutales y bellos árboles de sombra. De hecho, en el porche, donde nos sentamos, reinaba un agradable ambiente fresco a pesar de que era casi medio día y el termómetro podía marcar los 32 ºC.

Omar se veía muy disminuido: talla baja, brazos huesudos, pómulos contraídos, frente brotada y una mirada de severidad con la que parecía vigilar de lado a lado. La mano derecha se agitaba ingobernable y él se desplazaba con suma dificultad: se notaba el esfuerzo que hacía para levantar los pies del suelo y dar unos pasos. Todo Omar era un cuerpo tembloroso y hasta se expresaba con un tartamudeo particular; no era el típico que trastoca las palabras en sílabas y que se detiene mientras logra completar el sonido de una silaba o de una palabra. Era un tartamudeo de comienzo de frases: a Omar le costaba llevar el inicio de sus ideas a las palabras, pero una vez soltaba la primera palabra lograba deslizar el resto de la frase y hasta conectar varias en un párrafo oral de buena dicción.

Técnico en salud, se desempeñó como funcionario de la Seccional de Salud de Antioquia por más de 25 años. Su trabajo consistía en visitar establecimientos abiertos al público, principalmente minas, entables, compras de oro y fundiciones, y revisar la operación de otras actividades como zoonosis de perros y gatos, y establecimientos alimentarios.

Omar comenzó diciendo que en 2007 o 2008 –no precisó el año– fue nombrado delegado de vigilancia y control epidemiológico por intoxicación con mercurio en Segovia. Este cargo lo expuso al contacto rutinario con el metal, no solo porque debía hacer revisiones en los lugares que lo usaban, sino también porque la oficina en donde lo ubicó la Seccional quedaba en un segundo piso en el centro de Segovia, zona en la que a unos veinte o treinta metros alrededor funcionaban varias quemas y fundiciones de oro que todo el día expelían el vapor de mercurio como si fuera humo de leña.

–Sin saberlo, todos los días absorbí ese vapor.

Su primer síntoma fue insomnio, luego la pérdida del apetito. Desde 2010 o 2011 –tampoco recuerda con exactitud– comenzó un tratamiento que consiste en tomar medicamentos para eliminar el mercurio del organismo, como la penicilamina, y para evitar convulsiones, como el ácido valproico.

–Llevo siete, ocho años de tratamiento. Y en enero de 2018, el médico que me revisó me dijo que no me había servido. En la historia clínica consta que el mercurio ya se enquistó en mis células y que en los años que me quedan de vida ya no lo voy a eliminar, porque tardaría doscientos y punta de años.

Omar se paró de la silla y entró a su habitación. De vuelta trajo un bloque de documentos clínicos con la historia de su enfermedad y las citas médicas. Como no di con una prueba de laboratorio que indicara el nivel de mercurio en su cuerpo, se lo pregunté:

–Hace seis o siete años que me hicieron la primera prueba de orina. Me salió muy alto, tenía como 900 microgramos. Y las últimas pruebas han salido como en 120, pero de ahí no baja.

–Además del temblor en la mano izquierda, ¿qué otros síntomas tiene?

–Los temblores a veces se ponen insoportables, me tiembla la mano y derramo hasta un banano. Aunque hay días en que amanezco normal. Lo que me tiene muy triste es que casi no duermo. Y como poco, he perdido diez kilos y lo que me tiene en pie son unos batidos de proteínas. Yo mantengo con náuseas y esos medicamentos me mantienen la boca amarga. Me mantengo muy aburrido. En las noches que no duermo me paro a barrer, a organizar la casa para matar el tiempo. Pero cuando no me provoca, no hago nada. Me paro... Me siento... Me muevo. Doy una vuelta a la casa y cuando caigo en cuenta me pregunto: “¿Yo qué hago aquí?”, y me devuelvo para la habitación. Me mantengo depresivo. Me provoca explotar.

Para este conjunto de síntomas los médicos también le recetaron antidepresivos. Luego, Omar se quejó:

–Hace más de dos años que no tengo seguro médico. Fui reconocido por la Junta Regional de Calificación de Invalidez como afectado por enfermedad profesional, pero a la fecha no me han calificado el porcentaje de invalidez. Entonces, no me han liquidado para pensionarme ni me pueden emplear ni me pueden despedir. Me tienen de brazos cruzados. Muchas veces me quedo sin tratamiento porque algunos de esos medicamentos son importados y no se consiguen fácilmente; hay mucho enredo para pedirlos porque unos me los debe autorizar psiquiatría y otros toxicología. Estas demoras hacen difícil que uno cumpla con un adecuado tratamiento.

–¿Usted considera que el Estado ha sido inepto con su caso?

–¡Pues claro! Esta es la hora en que yo debería estar pensionado o indemnizado. Y llevo cinco o seis meses en que no me llegan los medicamentos. Entonces, ¿cómo quieren que uno se recupere?

 

 

VII. APUNTES FINALES

Desde el punto de vista técnico, la solución de este embrollo de mil variantes se antoja sencilla: cambiar el actual modelo de producción aurífera de un sistema basado en el mercurio a un sistema de tecnología que no lo requiera.

Desde el punto de vista económico, no se ve tan sencillo. La mayoría de quienes usan el mercurio no están en capacidad de invertir el capital necesario para abrazar la implementación, y las soluciones que les plantean el Estado y la multinacional les resultan desventajosas. Entregar las minas que han explorado y trabajado por décadas a cambio de contratos a un año, sin obligación de renovación, como empleados de la multinacional, les hace sentir poco más que esclavizados e indignados. “Si se sigue con la idea de esclavizar al minero independiente, aquí no va a haber nada”, me dijo Gallego en la Mesa Minera. “No nos vamos a dejar acabar así de fácil”.

Desde el punto de vista político, parecen no quedar opciones. Los sucesivos gobiernos de Colombia desde que el Código de Minas de 2001 está en vigencia solo han profundizado en la teoría librecambista de reducir el tamaño del Estado, entregándole casi todos los ámbitos de producción al sector privado. Cuando se le permitió a la Gran Colombia Gold que fuera dueña de un título de nueve mil hectáreas –2.800 de estas a perpetuidad–, que barría con cualquier cantidad de iniciativas de pequeña minería, le dijeron a la ciudadanía que en este país la libre empresa solo es un privilegio para los que tienen capital de tamaño global; que no es para personas que piden fiado en la tienda. Por ende, no es un bien de la democracia.

Y desde el punto de vista medioambiental, no parece haber mucho futuro. La gente no se va a dejar morir de hambre y va a defender con la vida sus mecanismos de subsistencia. Toda la minería a pequeña escala, que es la minería que va para cinco décadas en Segovia, requiere del mercurio. Entonces, por más que lo prohíban y lo escondan y lo persigan siempre habrá dónde conseguirlo y quién lo provea.

 

© La publicación de esta crónica es el fruto de un convenio con Baudó Agencia Pública, agencia de periodismo independiente que gestiona y desarrolla proyectos de cobertura relacionados, entre otros temas, con medio ambiente, conflicto armado, género e inclusión. Puede conocer más proyectos en www.baudoap.com

ACERCA DEL AUTOR


Juan Miguel Álvarez

En 2013 publicó Balas por encargo, una investigación sobre el sicariato en Colombia. Ha sido galardonado en varias ocasiones por sus extensos y minuciosos reportajes. Su último libro es Verde tierra calcinada.