La parranda tiene nombre, se llama Roberto -El turco- Pavajeau

La sombra de un árbol es el escenario perfecto para este concierto de historias. En las del Turco florecen –casi siempre de parranda– los nombres de intérpretes legendarios, protegidos por su mecenazgo y la sombra de su quiosco. Tome asiento.

POR Luis Felipe Núñez

Enero 27 2021
Roberto el turco Pavajeu

FOTOGRAFÍAS DE HENRY MOSTTER 

Plagiándole a Ribeyro un inicio que le envidio, puedo decir que a partir de cierto momento la historia de Roberto Pavajeau, “el Turco”, se confunde con la historia del vallenato. Nos damos cita en su casa, a un costado de la plaza Alfonso López que desde hace siete meses está en remodelación, cercada por esa lona verde de las construcciones. De entrada, me advierte que tuvo que pasar los muebles de la sala a las habitaciones para que no se dañen por el polvo que levantan las máquinas. En lo que andamos hacia el patio le digo que voy a escribir sobre el Festival de la Leyenda Vallenata para una revista. Me dice con suficiencia que por su quiosco han pasado todos los reyes, o al menos los buenos. Los dos patios internos están comunicados por una puerta de rejas metálicas por la que van y vienen pollitos de campo. Hay un árbol centenario plantado en cada patio. El primero, que suma sombra al quiosco, es un mamón macho con bombillos enredados como frutas para las noches de parranda, al que no se le ve la copa desde abajo. El otro es un matarratón que pudo haber pasado desapercibido de no ser porque el Turco me muestra esa foto que he visto muchas veces en Google; la tomó Gustavo Vásquez y en ella posan, de derecha a izquierda, Rafael Escalona, Hernando Molina Maestre, Gabriel García Márquez, Roberto Pavajeau –el papá del Turco–, Álvaro Cepeda Samudio y Clemente Quintero.

Apenas nos sentamos en el quiosco me dice que su memoria no está del todo bien. Me lo creo de entrada, pero luego empiezo a dudarlo por su seguridad al precisar ciertas fechas y al cantar ciertas canciones. En este punto pienso en la memoria y en lo triste que será ver terminada la plaza y que no coincida con la misma plaza Alfonso López que el Turco y yo conocemos desde hace al menos 26 años. El quiosco se levanta en el primero de los patios, de espaldas a una estatua del Sagrado Corazón que mira hacia el interior de la casa. Los brazos del Turco son robustos y lampiños. Me habla casi sin moverse. Seguramente la firmeza de su espalda y sus piernas es un claro resultado de haber pasado años enteros sometido a los rigores de la parranda: sentado como ahora, en una pose desenvuelta y limitado al movimiento de los brazos y la boca. Recuerda el nombre y el orden de los reyes vallenatos con una vanidad parecida a la de los libros que exponen dinastías reales de Europa. Dudo que sea casual que esta fuera nombrada como la Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar en 1550 y que ahora el Turco me hable de monarcas pobres y dinastías campesinas. Su tono es orgulloso al recordar que de niño conoció a Calixto Ochoa. Lo veía pasar a lomo de burro todos los días, soplando el pito con el que anunciaba la llegada de la leche a las seis de la mañana. Me aclara que no llegó a tratarlo sino hasta coincidir con él en Medellín. El Turco recuerda que fue un domingo porque estaba descansando de la escuela militar donde estudiaba. Vivía en una casa vieja junto al Hotel Nutibara. Roberto no se ve como el tipo de persona a la que aturde la calma de los domingos. Sé, sin que me lo diga, que el corazón le saltó al escuchar a lo lejos el acordeón que lo sacó de su casa, que él buscó primero con los ojos por la ventana y luego con los oídos por la cuadra entera. No se iba a quedar con las ganas de tocar la puerta de donde salía la música y lo hizo. La casera le dijo con buen acento paisa y desdén que los de la música eran una “murga” de Valledupar. El Turco añade que pensó que se trataba de la familia Murgas. Calixto Ochoa vestía pantalón caqui y botas de trabajo. Estaba en Medellín para grabar un disco. Su cordialidad era campesina y, entre tragos, no titubeó en pedirle al Turco que lo acompañara al estudio de Discos Fuentes, donde se iba a producir aquel vinilo de 78 revoluciones que en su cara A dejaría sonar “Músicos y choferes” y en la B “Si el mar se volviera ron”. Fueron al día siguiente. La prueba está en el consejo de Calixto al final de la primera canción: “Ahora que ya yo sé manejar, mi vida será doble ’e feliz, / porque me voy a comprar un jeep / pa’ cargar las mujeres de a par... Claro que sí. Así que anota Turco esa”. Al salir del estudio, la parranda se llevó los ahorros de estudiante de Roberto más un reloj dorado que pertenecía a su familia desde los tiempos de la Confederación Granadina.

El Turco tuerce la boca para decir que el vallenato no es como antes. Desconfía de los acordeoneros que comen pizza o salchipapa en vez de sancocho. De los que tocan y no cantan, quizá con excepción de Miguel López, “el Rey mudo”. Dice que a Escalona no le gustaba la caja en parranda porque sonaba muy duro. Que una vez discutió con Juancho Polo por pegarle una palmada en las nalgas a una de las empleadas de su casa. Que nunca creyó que Leandro Díaz fuera ciego de verdad verdad, porque conocía el color de las mesas y sabía dónde estaba sentado cada invitado, que a veces llegaban a ser más de ochenta. Que Alberto Pacheco fue el primer Rey bachiller. Que a los borrachos peleoneros se los manda a dormir y a los peleoneros de verdad no se los invita. Me cuenta esto señalando los lugares para que yo me imagine a los personajes sentados por todo el patio. Noto que la estatua del Sagrado Corazón nos da la espalda y que debe llevar mucho tiempo dándoselas a las parrandas, pero cuando le pregunto al Turco me dice que la devota era su madre y que ya nadie le pone flores al altar. Que una noche coincidió con García Márquez en decir “no creo en Dios, pero le tengo miedo”. Y remata citando a Cepeda Samudio en la última llamada que le hizo a Darío Pavajeau, su hermano, antes de morir en Nueva York: “¡El que se muere se jode!”.

Pregunto al Turco por su primera parranda y arruga la frente. Se lleva la mano al mentón y se defiende diciendo que han sido más de quinientas solo en su patio. Su gesto no es de amnesia o demencia senil. Es más bien el de quienes empezaron a besar desde muy niños y no saben cuál de todos fue su primer beso. La última la tiene más clara: para su cumpleaños en septiembre. Desde hace cinco años la Fundación Festival de la Leyenda Vallenata premia la mejor parranda. Es un incentivo que vela por la conservación de lo que el reglamento del concurso define, tomando las palabras de Consuelo Araújo Noguera en su Lexicón del Valle de Upar, como “una reunión más o menos numerosa de amigos y vecinos ligados entre sí por la afición a un músico determinado, que se ubicaban preferentemente en los patios, o traspatios de las casas, bajo el sombrío de los árboles, sentados en taburetes de cuero durante varias horas y a veces días enteros, mientras escuchaban al músico”. Es una lucha ingenua contra las casetas de Old Parr y Movistar, que el festival combate con la misma ternura con la que ciertos acordeoneros puristas intentan “salvar” al vallenato del pop o el reguetón.

El Turco dice que la parranda se está acabando porque los acordeoneros se han vuelto pretenciosos. Antes no cobraban, pero la gente les daba. Se dejaban atender por los anfitriones de la parranda y se quedaban a beber. Hoy tienen que tocar rápido porque cobran. No beben porque por lo general están agendados con cinco y seis parrandas para el mismo día. El Turco afirma que el mejor acordeonero de todos es Alfredo Gutiérrez. Salta de un tema a otro con fina naturalidad, tal vez por la costumbre de no tener delante a una sola persona sino a varias. No hay parrandas de dos; transcurren en conversaciones enriquecidas por la abundancia de voces. La sucesión de parrandas es un tejido de conversaciones que configura la tradición de los cuentos que hoy son leyenda y que respaldan la tradición misma del vallenato. “Alfredo es el mejor porque toca como le pidas, y te canta con el lloradito de Alejo o ahogado como Zuleta, el viejo”, me aclara el Turco y añade que lo conoció por culpa de un bautismo al que lo invitaron en la sabana. Por esos azares del parrandero, llegó a Sincelejo a enamorarse de la Señorita Sucre. Me dice que no publique el año. El Turco guarda una foto en la que la reina de belleza del departamento posa con un vestido brillante y los hombros descubiertos y unos aretes largos y el pelo enrollado como una cebolla en la coronilla. La mujer está descalza en el primer plano. Su mirada denota la altivez de quien se sabe poseedora de una gran belleza. En el fondo, hay otras mujeres y niñas de brazos cruzados o bocas abiertas. En el dorso de la foto, una letra temblorosa deja leer: “Para Robert. Con todo mi amor”, más la firma con el nombre que el Turco me insiste en no revelar, en un acto de pudor que no entiendo del todo, tratándose de hechos que ocurrieron hace más de medio siglo. Recuerda que el papá de la reina le guardaba el mismo odio siniestro que cargan todos los suegros del mundo hacia los pretendientes parranderos de sus hijas. No lo querían por ser del valle y por bebedor. Y haciéndose al método más eficiente que conocía para ganar el amor definitivo de una muchacha, el Turco decidió llevarle a la reina una serenata de acordeón. Le dijeron que Calixto Ochoa estaba en Sincelejo, pero no lo encontró, y más preocupado por la serenata en sí misma que por quien la diera, contrató al joven talento Alfredo Gutiérrez, que a pesar de sus 22 años ya mostraba perfil para convertirse en uno de los grandes del acordeón. Llegaron frente a la casa de la reina a la una de la mañana. El Turco se levanta de su asiento con un acordeón imaginario entre las manos y me dice que haga de cuenta que el descanso de la silla es la defensa de uno de esos jeeps Willys que recomendaba Calixto Ochoa para conquistar: monta el pie en el carro y abre el acordeón a más no poder. El gesto es suficiente para que yo entienda por qué el relato sigue con las mujeres de toda la cuadra asomadas a sus balcones y con otros reprochando lo absurdo de la escena. Fue la primera serenata de Alfredo Gutiérrez y la primera con acordeón en Sincelejo.

El lugar donde se levanta el quiosco funcionó como la primera gallera de Valledupar. Al igual que en los expendios de licor, en las galleras no se permitía la entrada de mujeres. De aquí que figuren pocas en los cuentos del Turco. Los gallos componen junto al acordeón y la parranda la trinidad del vallenato. Roberto Pavajeau, su papá, fue el primer odontólogo de Valledupar y era gallero. El Turco esquiva el tema diciendo que su hermano Darío es quien heredó el gusto por las riñas de gallos; calculo que estas prudencias son típicas de los buenos charladores y que solo se desarrollan en el convencimiento de que no se debe hablar de lo que uno desconoce.

–A Alejo Durán lo traje yo a Valledupar –dice.

Sincelejo tenía la mejor gallera de la costa y el Turco viajó con la doble intención de apostarle al gallo de su hermano, la Mecedora, y para visitar a su pretendida, la reina. Los antecedentes del gallo eran buenos en Valledupar y su estilo de combatir de atrás para adelante y vuelta atrás hacía honor a su nombre. La Mecedora perdió contra la Amistad, un gallo negro de Montería con un nombre premonitorio. El Turco perdió dos apuestas más antes de irse al bar de la gallera a lavarse la mala suerte con ron. En el bar, un gallero tolimense al que conocía de parrandas, consciente de los gustos musicales del Turco, le trajo del fondo de la cantina a un acordeonero a quien él solo conocía de nombre: Alejandro Durán. El Turco presentó a Alejo con los otros galleros de Valledupar. Lo montaron en el platón de la camioneta y le pidieron que tocara su acordeón de camino al hotel. El Turco se ríe al decir que los chiflaron por corronchos desde los teatros y las plazas. Bebieron toda la noche. Alejo no tomaba, pero se quedaba. Fumaba mucho y se ganó el corazón del Turco por llevarle al día siguiente un alka-seltzer para el guayabo. El Turco se despertó sin dolor de cabeza esa mañana, pero se tomó la pastilla por lo bonito del gesto. Entonces se le dio por decirle a Alejo Durán que se estaba organizando un festival de acordeón en Valledupar, parecido al que habían hecho el año anterior en Aracataca. Invitó a Alejo a participar y a bajarse en su casa. Alejo rechazó la invitación a concursar, pero aceptó venir al patio del Turco solo en son de parranda. Y vino. Su anfitrión lo inscribió en secreto al festival, en parte porque Alejo Durán no sabía escribir. Después de una parranda de tres días, Jaime Gutiérrez Piñeres, político momposino, vino corriendo adonde el Turco para decirle que Alfonso López Michelsen quería escuchar a Alejo. Durán aceptó dichoso y a los tres días regresó a la casa del Turco con la corona del primer Rey Vallenato.

 

Galleros de trayectoria: Alberto Aroca, el señor Orozco, Celso Castro y Darío Pavajeau.

Parada más allá de la estatua del Sagrado Corazón, entre los palos de plátano, nos oye María, sobrina segunda de Alejandro Durán y nieta de Asunción Durán, hermano de Alejo. Se fue a Venezuela a los trece años, junto a su mamá, Timotea Durán, y sus ocho hermanos. Volvió a Valledupar el año pasado, con 58 años recién cumplidos, arreada por la crisis venezolana. Ahora se encarga de las cuestiones domésticas de la casa Pavajeau. María se siente ayudada, acaso sin desconocer que no es nueva la generosidad de la familia Pavajeau en los temas asociados al vallenato. En un rincón del segundo patio se distinguen las ruinas del expendio lechero en el que trabajó Nicolás “Colacho” Mendoza. Colacho llegó a Valledupar, proveniente de San Juan del Cesar, a vender lotería en una bicicleta oxidada. Pienso en que los talonarios de la lotería comparten con los acordeones ese misterio que rodea los objetos de la suerte, así como la sencillez de los que se pueden cargar al hombro sobre las bicicletas o las bestias. Y más: los tres instrumentos del vallenato tradicional pueden ser cargados por un solo hombre, y esto me invita a creer en el vallenato como una música de nómadas. Se dice que Colacho Mendoza debe sus primeros conocimientos musicales a una academia en su región, dirigida por Nandito el Cubano, y que le fueron suficientes para ganarse un sitio en las fiestas de los pobres en Valledupar. Jaime Molina y Gio Pavajeau, hermano del Turco, lo encontraron a las tres de la mañana en los desayunaderos de la plaza Brasilia y lo trajeron a la casa para convertirlo en músico y chofer. Luego Colacho mismo enseñaría al Turco a manejar. Y como tocaba con acordeones de alquiler, rentados a Lorenzo Morales para los días que durara la parranda, los Pavajeau le compraron su primer acordeón, en lo que iba creciendo su nombre. Los ojos del Turco son azules, de pupilas que se contraen con seriedad cuando describe a Colacho Mendoza como “un trabajador responsable”. Agrega que no puede recordar una sola vez en que Colacho quedara mal con su oficio de traer la leche desde la finca hasta el expendio. Cuando estaba de parranda, era claro en advertir que se iba a las tres de la mañana a recoger los calambucos de leche a la finca Pavajeau. Esta es la razón de que el expendio Pavajeau fuera el primero en repartir la leche en Valledupar al sonido de acordeón. Los parranderos no se dejaban aguar la fiesta por el trabajo de un músico: se ofrecían a llevarlo hasta la finca y luego al expendio con tal que Colacho no dejara de tocar.

Hoy mi suerte es milagrosa. La conversación con el Turco se interrumpe porque María anuncia la llegada de Darío Pavajeau. Es un hombre de maneras más tímidas que las de su hermano, quien lo invita a sentarse:

–Estamos hablando de Colacho.

Darío me pide que deje de grabar porque su memoria no está bien. Le avergüenza equivocarse en las fechas y los nombres. Usa gafas oftálmicas de carey, que es el material con que antes de las prohibiciones se hacían las espuelas de los gallos. Darío recuerda que a Colacho Mendoza lo querían poco por ser el acordeonero de los ricos. Por el tema de la Revolución cubana, las clases emergentes preferían a los acordeoneros populares. Al mismo tiempo me pregunta qué habría sido de la parranda y del vallenato si los “ricos” no hubieran puesto de su parte. El Turco me deja solo con Darío. Aprovecho para preguntarle por las galleras y me dice que las tiene prohibidas. Ha sobrevivido a dos infartos y el médico le recomendó alejarse de las emociones fuertes.

–¿Así de emocionante son los gallos? –pregunto.                                                                                         

Me cuenta de una vez que vio enfrentarse a dos gallos de raza fina: uno “giro” de Atanque y un “indio” de Patillal.

–Cuando el gallo giro perdió, decretaron tres días de luto en Atanque –me dice con una sonrisa.

El Turco vuelve, asintiendo. Trae un telegrama viejísimo, fue enviado desde Barranquilla y dirigido a Jaime Molina y a Darío Pavajeau en 1967:

 

A través maestro escalona me cabe honor haber heredado preciosa amistad uds. favor aceptarme cordial saludo y a la vez permítome invitarlos unión colacho Festival Vallenato mañana Aracataca.

                                García Márquez

 

Colacho Mendoza ganó en Aracataca, pero se negó a participar al año siguiente en el primer Festival Vallenato de Valledupar. El Turco dice que Colacho solo entendió la importancia del festival cuando vio en las primeras planas de los periódicos la foto de Alejandro Durán con el acordeón desplegado. Pienso en que Colacho debía intuir que la plaza se llenaría de enrejadores, ordeñadores y campesinos del algodón que reclamarían a toda costa un rey parecido a su pueblo. Por esas cosas del orgullo herido del artista, me imagino a Colacho ensayando durante un año entero lo que tocaría en la tarima del siguiente festival, cuando puso su nombre de segundo en la lista real del acordeón, igual que Calixto Ochoa, que fue el tercero, y Alfredo Gutiérrez, que fue séptimo, undécimo y decimonoveno. Colacho Mendoza también sería el primer Rey de Reyes en 1987.

La llegada de Darío me trae a la cabeza algo de Borges que leí en una exposición de sus cuadernos en la Biblioteca Nacional de Argentina. La cuestión va –escribe Borges conmovido– de lo milagroso que resulta el concurso de dos átomos de distintos elementos en los pétalos de una flor, y que este mismo principio es el que influye en la sucesión exacta de las palabras que conforman La Ilíada, por ejemplo. La parranda es el encuentro de los diálogos que cuajan en ciertos vallenatos. Las riñas de gallos fijan un circuito de parrandas que coinciden con las fiestas patronales de los pueblos: 8 de diciembre en San Juan, 25 de diciembre en Patillal, 29 y 30 de abril en Valledupar. El Festival Vallenato coincide con la conmemoración religiosa de la Leyenda Vallenata:

–Una celebración es religiosa y la otra es pagana –dice el Turco.

Antes del primer festival, los gallos eran la fiesta pagana. La composición de la letra del vallenato materializa como puede la parranda y los gallos. El compositor actúa como cronista de chismes, fiestas, riñas, ambiciones y héroes. El Turco recuerda las canciones que lo nombran: la que lleva su nombre por título, compuesta por Fredy Molina e interpretada por Alfredo Gutiérrez, y el “Abrazo guajiro” de Carlos Huertas, con Colacho Mendoza en el acordeón y la voz de Jorge Oñate. Darío habla de un gallo de nombre Marucha al que por su capacidad demoledora le cantaban el estribillo de “El dentista” de Calixto Ochoa –“Marucha, ¿tú qué hiciste? Marucha, ¿tú qué hiciste?...”–. Nombra a otros gallos ilustres que ganaron sobre la arena su derecho a una canción. Le gusta “El Cordobés” de Adolfo Pacheco.

Tener al frente a los hermanos Pavajeau me hace pensar en los incidentes que quedaron por fuera del registro de la música vallenata. Esas otras partes de los cuentos que no captó la crónica son el rastro del género. Crecen y se extinguen con la indiferencia del fuego en la memoria del parrandero y son como la parranda: juntan azares, caminos, acordeones y nombres. El Turco es como la parranda, Darío es como la parranda. La parranda lleva el nombre del parrandero. Ahora, frente a mí, se llama Darío, Roberto, Alfredo, Calixto, Nicolás, Alejandro, Jaime, Armando, Lorenzo, Emiliano, Rafael...

Oigo a Darío hablar de los valores de las galleras y no creo que sea casual que coincidan con los valores de la parranda. El primer gallo de Darío se lo regaló su papá y se llamaba Luján. Desde ese momento hasta hoy, Darío se empeña en mantener una de las cuerdas de gallos más reputadas del país. Recuerda que corría el 82 o el 83 cuando se le quemaron los galpones con sus 120 gallos finos. La noticia salió en los periódicos. Darío recibió gallos de todo el país para rehacer su cuerda, hasta el colmo de que cuando ya el número de gallos donados superó los 150, tuvo que poner un anuncio en El Tiempo pidiendo que no le regalaran más porque no tenía cómo mantenerlos.

La política es un tema vetado por igual en las galleras y en las parrandas. Darío insiste en decir que las galleras no son sitios peligrosos, sin que se lo pregunte. Añade cada tanto que es mentira lo de las espuelas envenenadas. Apoya la prohibición de la tauromaquia, pero dice que con los gallos es diferente. Los gallos son peleoneros por naturaleza. Si hay dos gallos que cantan en patios vecinos, les basta escucharse para saltar paredes y pelear hasta la muerte. Ha visto llorar a hombres con las muertes de sus gallos. La crianza de cada gallo es personal y la compara con la crianza de los pollos para el consumo, criados y alimentados a las malas, y asesinados fuera de su ley. Dice haber compartido durante muchos años lugar con Chema y Celso Castro en la gallera, que sus gallos eran rivales de toda la vida.

–Y aun así, bebíamos de la misma botella –añade.

El Turco se ha cambiado la camisa por una negra a cuadros. Darío dice que esta tarde van para un velorio. Ha muerto a los 90 años Joaquín Ovalle Muñoz, exalcalde de Valledupar y uno de los primeros pediatras de la ciudad. En lo que se abotona la camisa, el Turco dice que no volverá a inscribirse al premio que ofrece la Fundación Festival de la Leyenda Vallenata a la mejor parranda. Ha ganado varias veces y quiere que otros ganen. Ganó el año pasado, porque una mano traviesa lo inscribió, como él hizo aquella vez con Alejo Durán. Los pollos rondan el lugar en el que irá la mesa en el próximo festival. Las sillas y las mesas son de madera tolúa, cortada en cuarto menguante. Los espaldares y asientos de las sillas recuerdan el cuero de los tambores. Las hojas de los plátanos enmantelarán la mesa bajo el bastimento del sancocho de chivo, hecho sobre leña brasil y apoyado en tres piedras quemadas que el Turco me señala como se hace con un monumento. Ahora los dos hermanos Pavajeau hablan del doctor Ovalle y del velorio. Los interrumpo para despedirme. Hay algo triste en volver a mirar la plaza Alfonso López destruida. Me despido de María con un beso y cuando paso delante de la estatua del Sagrado Corazón oigo a mis espaldas la voz del Turco:

–Te invito al próximo festival para que hables con los viejos y los conozcas antes de que se mueran. ¡Porque esto se acabó!

ACERCA DEL AUTOR


Luis Felipe Núñez

Escritor y abogado. En 2014 ganó el III Premio Nacional de Cuento La Cueva con “Abrakadáber”, y en 2018 el Concurso Distrital de Cuento Ciudad de Bogotá con “Frutas de duelo”. Sus relatos han sido incluidos en distintas antologías nacionales e internacionales.