Este pedazo de acordeón

Originalmente aparecido en la revista Eco, en 1974, este es el único relato sobre vallenato que se conoce del autor sabanero, fallecido el año pasado. Una pequeña historia de suspenso sobre el curso marítimo y fluvial del aparato que fundó un cancionero.

POR Roberto Burgos Cantor

Enero 27 2021
Ilustración pedazo de acordeon

Ilustración de Herikita

 

El hombre desde antes de embarcarse era –sin duda– un perseguido de la melancolía. Lo que no puede desecharse es la agudización de su enfermedad en quién sabe qué perdida corriente de los siete mares que lo visitaban en las larguísimas noches de guardia, durante las cuales consultaba los signos del cielo al bamboleo del velamen recogido y el deslizarse de las jarcias. Era un ser silencioso, y osado hasta la crueldad en el combate. Nadie podría decir que su mal era resultado del acoso de los recuerdos porque nunca se entregó a ellos, y en su rostro no había señal distinta a la serenidad con que retribuye la aceptación de la soledad, tanto que llamarlo enfermo parece ahora una exageración. Tal vez lo único que lo distinguía de los demás tripulantes era el acordeón. Un acordeón grande, con doble teclado, que acariciaba todos los amaneceres en que el alba era transparente y no amenazaba tormenta. De esas melodías no quedó registro en la memoria de ninguno de los tripulantes, aunque algunos aseguran que al escucharlas era más llevadera la anticipada eternidad que los embargaba cuando a la inmovilidad del horizonte se unía una navegación monótona y sin embarcaciones para el abordaje.

Después de un viaje incierto, huyendo de las naves de Su Majestad, atravesando brumas que les interrumpían el conteo de los días y aferrándose a la idea de que seguían vivos, aparecieron por fin frente a las costas de Riohacha. Nunca supieron cuánto tiempo estuvieron perdidos y, a pesar de estar cerca de la sombra de la tierra, seguían tan perdidos como antes, solo que ya a nadie le importaba. El hombre, con un pretexto a lo mejor deleznable, consiguió el permiso y un bote para llegar a la playa cercana. Hasta aquí todo es verificable: diarios de navegación, memorias, sobrevivientes, dan fe. Lo que sigue obedece a la conjetura y es la razón de esta crónica tardía, la cual comienza en el instante en que un hombre con su acordeón se aleja en un bote de la nave mayor al encuentro de la playa. Sin embargo, el cronista, condescendiente con el realismo de la historia y sus lectores, piensa si el hombre de su relato es el mismo pirata que acariciaba el fuelle de su acordeón al amanecer, u otro que, aprovechando la travesía entre las brumas, asesina al primero y arroja su cuerpo al océano para robarle el acordeón, o alguien que en un puerto de Irlanda espera la vuelta del barco y al envejecer y triste inventa esta historia para no sentir inútil su vida. Lo cierto es que al llegar a la playa el hombre sabe que el aire que respira es nuevo y abandona la marisma de las orillas mientras entrevé que está curado para siempre del mar y se adentra en un suelo arenoso y seco. Cuánto anduvo entre las ventiscas de arena y el sol y las noches heladas de La Guajira no es asunto determinable. En todas las historias de viejos contrabandistas hay una mentira común: aquella de que en mitad de la noche las hileras de mulas llevaban los cascos envueltos en sacos de fique y ellos las arreaban con sigilo, eran inquietantes por el sonido desconocido que producían y que erizaba los pelos. Tal rumor, congruente con algunos testimonios, da fuerza a la idea de que el hombre, sintiéndose extranjero, pasó largas jornadas de purificación en el oratorio de unos indios pacíficos que habitaban los alrededores de la sierra con nieve y unió su acordeón a las flautas de madera que tocaban al atardecer. Cumplida su etapa de recogimiento y obedeciendo a algún signo que aprendió a interpretar en sus noches de comunicación con lo indescifrable, bajó de la sierra y buscó el mar del cual había renegado, guiado apenas por la fuerza de su llamado. De nuevo frente a la costa se encontró con un golfo vacío, poblado de langostas, se interrogó sobre esa sensación de lugar ya visto que lo invadía y comprendió, quién sabe si por primera vez, que su destino era la inmortalidad y que le había sido conferido el don del olvido. Nemesio Durán, en vida, se rió de tal versión. Aseguró que el hombre tras bordear la serranía de Valledupar y siguiendo el curso de uno de los brazos del río Guatapurí se adentró en El Paso en la época en que él alentaba la primera rebelión de los negros recolectores de algodón y los acompañó la noche en que incendiaron la plantación y rajaron el vientre de los perros y colgaron a los amos. A pesar de la complicidad surgida de ese hecho, solo más tarde –dicen que recordaba Nemesio– disfrutaron de la amistad y de los acordes de su instrumento. Después de unos meses los negros sintieron que seguir allí, entregando sus fuerzas a un trabajo que siempre aborrecieron, era prolongar más allá de la muerte el fantasma del látigo y comenzaron a dispersarse dejando que se pudriera el algodón que había en los depósitos. Se dice que el hombre se despide de Nemesio e intercambia el acordeón por un amuleto contra el mal de ojo. También, que el hombre muere cerca al cabo de la Vela, donde los cangrejos acaban con sus restos, y Nemesio vuelve a El Paso y el acordeón va pasando de generación en generación a los varones mayores. La posesión de esa prenda familiar despierta largas disputas. Algunos pretextan que el último deseo de Nemesio Durán fue que el instrumento no fuese mostrado, pues despertaba la codicia por lo ajeno. No es desconocido el interés de la Academia de la Historia de Mompox por el acordeón como prueba irrefutable de que en las costas de Riohacha hay un galeón sumergido. Otros aseguran que lo tiene Pacho Rada, que le fue dado en prenda de paz cuando a los del valle se les dio en llamarlo “Tigre”, por ofensa.

Desconociendo estas versiones, Julio Olaciregui cuenta que un domingo en la biblioteca de Alfonso Fuenmayor descubrió un acordeón muy viejo, entre sus libros de historias de piratas, y que mirándolo sin atreverse a tocarlo notó una placa de cobre pequeña y sucia en la cual leía su procedencia; se le hizo algo muy curioso y como lo estaba entrevistando grabadora en mano le preguntó el origen del aparato con la esperanza de algo insólito. Desafortunadamente, la cinta grabada se dañó y Julio no ha podido reconstruir la respuesta que tiene que ver con Sabanilla y unos perros feroces.

Sin aspavientos y con astucia, Arnulfo Julio me dijo que entonces eran dos acordeones, porque él vio uno igual al que vio Olaciregui, y no en Barranquilla sino en la población de Turbaco, en casa de Regino de Voz, a las seis de la tarde.

Seguir recogiendo testimonios puede llevar la crónica a la fantasía. El cronista recuerda cómo no le creyeron a Bradbury por no traer una prueba contundente de su viaje a Marte. Y el hindú lo dijo: “El que repite una verdad dice una mentira”.

Sin haber llegado a un acuerdo y aceptando que a lo mejor la verdad tiene todas esas escurridizas formas, el cronista termina por dejar todo a la voracidad de los sueños y espera que del azar surja el final de su crónica.

Y todo iba bien, hasta que en una de las increíbles noches de Cartagena en que el cielo tiene el color de la piedra y se escuchan viejos organillos en los portales, llegando al caño Juana Angola, entre unos frondosos palos de nísperos oímos el acordeón. Era un sonido denso que casi permitía tropezarse con las notas e iba seguido de una voz profunda, ronca y a veces muy cercana al grito. Entre el follaje, en una de esas usuales pistas de baile cercanas al mar, lo vimos: cantaba con el sombrero puesto, mirando al suelo, y fuera de los labios que jugaban en un rostro oscuro, solamente movía las manos y los brazos buscando aire. “Este pedazo de acordeón, ¡ay!, donde tengo el alma mía”. Alguien me susurró refiriéndose al hombre: “Es el negro Alejo Durán” y lo dijo con tanta ternura que cualquiera que haya estado un tiempo en Cartagena –escuché a las muchachas que van a la vespertina del Laurina decir a su novio: “Nos vamos, es tarde y la blanca se molesta”, y a los innúmeros descendientes de Valdehoyos, venidos a menos con el correr de los tiempos, pelear con Hernán Díaz por ese pernicioso filtro que usó en su cámara para obtener una Cartagena Morena–, cualquiera, seguro, se desconcierta.

El hombre como un jilguero ciego cantó hasta el amanecer, convirtiendo la noche en un alba larga. En los momentos que descansaba nunca habló y una mujer hermosa de nombre sonoro –Petrona Miranda– acompañaba su lado izquierdo.

Su color, el nombre, el desencanto que rondaba sus temas, la casualidad, nos enfrentaban por fin a alguien que a lo mejor era el poseedor del acordeón o que podía unir todos los hilos de la historia. Pero esa noche el cronista fue incapaz de interrogarlo; perdido en los cuentos que él cantaba lo siguió por el dédalo de callejas a esa hora en que es posible caminar dos veces por la misma calle con el mismo farol chorreando humedad salitrosa, porque toda la ciudad con su frágil memoria de prostituta, con la mirada socarrona de su poeta “desterrado de Chambacú”, se repite minuciosamente en el mar.

Al día siguiente lo encontramos en una de las viejas pensiones de la Media Luna. Sin el acordeón ni el sombrero, con chancletas de caucho, era confundible con cualquiera de los negociantes de ganado de las sabanas de Bolívar que encuentran en los hoteles de esa calle un lugar barato para sus hábitos matinales. Mientras tomaba su desayuno con carne frita, tajadas de plátano maduro y una botella de agua helada, nos dijo que había nacido en El Paso, antiguo Magdalena. Cuando pequeño regó tapones para tierrelitas, mochuelos y torcazas, aprendió a imitar sus cantos y ayudaba en las labores de limpia y vaquería. El abuelo le regaló un acordeón viejo de cuya procedencia no dijo nada. Con ella llenó de cariño unos atardeceres lánguidos en los cuales los trabajadores cenaban temprano para reunirse después alrededor de las fogatas mientras las mujeres espantaban a las brujas que a la entrada de la noche dejaban caer su lengua larga para atrapar el sueño de los niños. Nadie le llevó de la mano para el aprendizaje: “Yo creo que el acordeón no necesita maestros, un poquito de voluntad revuelto con inteligencia”.

Por esos parajes estuvo inventando canciones, hasta que recogió sus chécheres y se fue a Barranquilla. Era la época en que Noé León iba y venía en el ferry, pintando los tigres que dormían en las islas que formaba la corriente del río. La llegada fue dura y le tocó emplearse de mecánico. En la tarde, cuando se quitaba con gasolina la grasa de las manos y los brazos, caminaba hasta un bar cercano al río en el cual guardaba el acordeón y tocaba hasta que el aire era húmedo y se oían las voces de los ahogados.

Cuando grabó el primer disco –Guepajé– abandonó las bujías y carburadores. Recorrió, durante el verano, todas las ferias y corralejas de las sabanas y se tornó en ¡un hombre enamorado! “Si la quiero hacer bonita tengo que enamorarme”.

El resto es la historia hecha canción, los secretos motivos de cada uno de los temas, la caja de Pastor Arrieta y ese pedazo de acordeón que esta vez termina por perderse entre la risa de Alejo cuando le lanzamos a mansalva la pregunta y dice: “Yo me las sé todas”.

ACERCA DEL AUTOR


Roberto Burgos Cantor

Abogado de profesión, dirigió el Departamento de Creación Literaria de la Universidad Central de Bogotá. Ganó el Premio Jorge Gaitán Durán del Instituto de Bellas Artes de Cúcuta, el Premio de Narrativa José María Arguedas de Casa de las Américas.