El acordeón en las letras del Caribe colombiano

Desde su primera aparición en prensa en el último cuarto del siglo XIX, el acordeón no paró de coquetear con las mejores plumas de la región, presentándose como el protagonista de un movimiento musical. Aquí un intento por reconstruir el alcance de su fuelle.

POR Ariel Castillo Mier

Enero 27 2021
Ilustracion libro acordeon

Ilustración de Pathosformel.

En 1962, cuando la música de acordeón del Caribe colombiano comenzaba a trasponer las fronteras patrias con los éxitos de José María Peñaranda, Aníbal Velásquez, Aniceto Molina, Alberto Pacheco y Los Corraleros de Majagual, el médico, antropólogo, folclorista y escritor Manuel Zapata Olivella (1920-2004), en su artículo “El acordeón en el Magdalena”, publicado en el Boletín Cultural y Bibliográfico, afirmó que la presencia de ese instrumento musical “en forma popular y muy difundida, constituye uno de los episodios más interesantes en nuestro folclor”. Al pasar del acompañamiento de valses, polkas, mazurcas y pasillos a la interpretación de la música folclórica del Caribe colombiano, sustituyendo por su mayor riqueza melódica a las cañas de millo y las gaitas indígenas, el acordeón extendió su presencia en menos de un siglo hasta otras regiones del país y trascendió las fronteras nacionales.

Y en la década de los cincuenta, con el afianzamiento de las casas disqueras nacionales, tras haber sido despreciado por su procedencia popular y excluido de los salones de la alta sociedad, el acordeón se había encumbrado como el protagonista de la música autóctona de la región. Eso gracias a la gesta heroica de los acordeoneros campesinos que a lomo de mula, a pie, con el agua a la cintura o en celosas canoas, siguiendo el calendario de las fiestas patronales y las parrandas de los dueños de la tierra y los ganados, de los contrabandistas y funcionarios públicos, iban por las haciendas, veredas, caseríos y pueblos del Caribe colombiano llevando su mensaje poético en el que se aliaban la alegre y bulliciosa visión caribeña del mundo con el relato de sucesos cotidianos y la expresión de emociones, sentimientos e ideas.

Durante su trayectoria ascendente, el acordeón, líder de gran parte de la música del Caribe, no solo motivó hermosos cantos en los compositores, tanto vallenatos como sabaneros[1], sino que así mismo ha llamado la atención de periodistas, poetas, cronistas y narradores del Caribe colombiano. En las líneas que siguen intentaremos registrar en orden cronológico la presencia del acordeón en columnas de prensa, poemas, crónicas, ensayos, cuentos y novelas, desde fines del siglo XIX hasta la era imaginaria de Cien años de soledad, obra que catapultó la valoración cultural del hasta entonces “pobre acordeón”.

Retratos de Cigarra Entinta

Antonio Brugés Carmona

“Invenciblemente atraídos por el ruido apasionado de un acordeón”, Florentino Goenaga

Tal vez el primer registro de la música de acordeón en las letras del Caribe colombiano provenga del jurista y literato riohachero Florentino Goenaga (1859-1934) en su crónica de 1890 titulada “Mayo”, sobre una noche de 1875 en Riohacha, en la que el cronista, deseoso de revivir experiencias de la juventud, salió con dos amigos “a esas calles de Dios a ver en qué se divertía y cómo mataba las horas, en estas clásicas noches, el buen pueblo de R**”, y al cabo de un rato se sintieron...

 ...invenciblemente atraídos por el ruido apasionado de un acordeón, un tambor y una guacharaca, atacados, sin duda, de mal de rabia, según tocaban de fuerte y repetido. Y allí, teniendo por testigo complaciente a la luna, encubridora celeste, que alumbraba con una luz maravillosa aquella animada escena, se agitaban como poseídas de algún diablillo gozoso y retozón unas cuantas parejas populares alrededor del grupo formado por los músicos, que tocaban un aire de cumbiamba tan vivo y sensual que era capaz de enardecer y sacar de sus casillas al propio nevado pico de la Horqueta.

El cronista destaca no solo la fuerte atracción del acordeón sobre la gente, sino el público popular al que estaba dirigido:

Los hombres eran casi todos mozos de cordel, rollizos y jóvenes, y las mujeres sugerían el pensamiento de que por sobre ellas habían pasado luengos años ocupadas en los apreciables oficios de lavanderas, cocineras y vendedoras ambulantes.

En la crónica “La Virgen de Perebere (viajes vulgares de provincia)”, de 1893, referida a las fiestas de la Virgen del Carmen, Goenaga se encuentra de nuevo con el acordeón:

Las cumbiambas de Perebere son famosas. Allí se dan cita todas las hembras a quienes les gusta el baile popular. El acordeón, la guacharaca y el tambor, hábilmente manejados, y algunas libaciones pronto sacan de sus casillas aun a los más reposados.

“El acordeón que todo el mundo conoce”, Henri Candelier

Ese mismo año, en su libro Riohacha y los indios guajiros, de 1893, Henri Candelier, viajero francés por La Guajira, identifica las tres diversiones principales de los riohacheros: “...la parranda, las peleas de gallos y la ‘cubiembas’ [sic]”, a la que define como “la danza de los obreros”; al tiempo, destaca la sencillez de su escenario “al aire libre, en una plaza: no hay cercas ni trabas”, que contrasta con “los salones de baile”. En las “cumbiembas”, amenizadas por el tambor, la guacharaca y el acordeón alemán, que “todo el mundo conoce”, participaban “los hombres en mangas de camisa, las mujeres llevando velas prendidas y ‘cucuyos’ o gusanos de luz en el cabello y en el talle”.

“Las jaranitas de acordeón”, Luis Carlos López

En 1920, el cartagenero Luis Carlos López (1879-1950), en su poema “A un bodegón”, evoca con risueña nostalgia un viejo bar donde departían artistas, poetas, políticos, escritores, historiadores, estudiantes, periodistas, y en el cual el poeta, entre tragos de anís y anécdotas, ejercitaba su agudo humor. Atento a la cultura popular y en marcado contraste con la anacrónica poesía parnasiana de Guillermo Valencia, en boga en ese entonces, en la que resonaban pianos, flautas y arpas, López abre espacio al plebeyo acordeón:

 

¡Pero todo pasó!... Se han olvidado

tus estudiantes, bodegón ahumado,

de aquellas jaranitas de acordeón...

Desde La Guajira de los mozos de cordel, el acordeón expande sus dominios a la Cartagena de los obreros, la clase media y algunos intelectuales.

 

“El abanico melódico de los acordeones”, Oscar Delgado

En el apartado “La noche”, de su poema “Añoranzas del retablo estival” (1931)[2], el poeta Óscar Delgado (1910-1937), de Santa Ana, Magdalena, recrea la celebración navideña de provincia con sus árboles llenos de faroles, y se inventa una fiesta verbal de vocablos coloridos y sonoros en la cual la noche, hecha mujer, y un tanto ajena al ritual religioso, despliega su cálida belleza al compás cumbiambero del acordeón:

La noche navideña

Balancea en el chinchorro de candelas de la cumbia

Su desnudez enjoyada de constelaciones rurales.

 

Unos tambores alimentan el vértigo del vestuario campesino...

Que desarrolla su cromática exuberancia

Sincronizada por el abanico melódico de los acordeones.

Del viejo tertuliadero urbano de intelectuales, el acordeón regresa a la noche rural, abierta y bullanguera de los campesinos del Caribe.

 

 

Ariel Castillo Mier
 

[1] . No son muchos los compositores que le han cantado al acordeón. Se destacan, entre otros: Pacho Rada, con “El luto de mi acordeón” y “La lira plateña”; Alejandro Durán, con “Pedazo de acordeón”, “Contestación a Pedazo de acordeón”, “El pechichón”, “El llanto de mi acordeón”, “Amores con mi acordeón”, “Para saber tocar acordeón” y “Mi consuelo”; Luis E. Martínez, con “Mi acordeón y yo”; Emilianito Zuleta Díaz, con “Mi acordeón”, “Estudiante acordeonero”, “Mi hermano y yo”; Emiro Zuleta, con “Acordeón bendito”; Rosendo Romero, con “Acordeón sonoro”; Antonio Serrano Zúñiga, con “Escuchando un acordeón” y “Delirio de acordeón”; José Garibaldi Fuentes, con “Mi acordeón bohemio”, y Adolfo Pacheco, con “Fuente vallenata”

________________________________________________________________________________________

[2] Agradezco a Luis Elías Calderón la fotocopia de la publicación original del poema en Lecturas Dominicales de El Tiempo, lo que me permitió fecharlo con precisión.

 

 
Álvaro Cepeda Samudio

“Haciendo excepción del acordeón que tiene un papel insustituible”, Antonio Brugés Carmona

Un caso memorable por su insistente defensa de la dignidad del acordeón y del acordeonero, redescubierto por el filólogo francés Jacques Gilard, fue el del olvidado escritor Antonio Brugés Carmona, nativo de Santa Ana, Magdalena, quien desde 1934 comenzó a publicar artículos en la prensa, en los que emprendió la valoración de la cultura caribeña colombiana.

El 1º de diciembre de 1934 aparece en El Tiempo un breve ensayo, “La costa Atlántica”, dirigido a su profesor de sociología Germán Arciniegas, en el que intenta esbozar las diferencias raciales y culturales entre los habitantes del litoral Atlántico de Colombia y los de la meseta andina. Pionero en el tema regional y en el enfoque social, Brugés describe en su texto un proyecto de investigación que, pese al tiempo transcurrido, no se ha cumplido del todo. El ensayo vaticinó el éxito americano de la música de acordeón del Caribe colombiano y constituye, sin duda, el texto fundador de los estudios sobre esta manifestación cultural regional:

En la música considero que existe en la costa, especialmente en la vasta región comprendida entre Valledupar y la orilla del río Magdalena sobre el brazo de Mompós, un filón autóctono enteramente desconocido, que en manos de un Emilio Murillo conquistaría para esa región un puesto dominante en el folclor americano. Se cultiva por allí una música de variadísimo tono que se llama merengue, baile cantao, baile de gaita, paseo y otras derivaciones que ofrecen un matiz inédito, que yo considero importante. Esta música que tiene sus más vastos exponentes en Villanueva, Fonseca, San Diego, Santa Ana y Plato es enteramente desconocida, hasta en las ciudades de la orilla del mar. Se usa para ejecutarla un instrumental casi o totalmente aborigen. Haciendo excepción del acordeón de procedencia europea y que tiene un papel insustituible en el merengue, figuran el millo, la guacharaca, las maracas, los tambores de cuero de chivo o de buche de caimán, además de las estrofas que se cantan al compás, ora por un solo individuo o acompañado por un coro.

Brugés delimita con precisión la geografía inicial del acordeón en el Caribe colombiano, la cual, una década después, con el aporte de las compañías discográficas, se expandirá hacia las otras regiones del país. Desde una perspectiva amplia e integradora, sin prejuicios subregionales, Brugés ve la costa Atlántica y su fortaleza musical como un todo.

“El verdadero rey es el músico acordeonista”, Antonio Brugés Carmona

El 20 de febrero de 1935, Brugés publica en El Heraldo de Barranquilla su texto “La música popular” con el fin de recordarle a José Francisco Socarrás, a cargo de la Dirección de Educación del Magdalena, “las excelsitudes de cierta música raizal, para que sea tomada muy en cuenta al coleccionar las melodías populares que solicita el Ministerio de Educación a todos los departamentos”. A Brugés le preocupa que vaya a excluirse “el merengue de Valledupar y de las montañas de Plato y Santa Ana”, que considera uno de “los aires populares que más expresan nuestro autoctonismo”[1].

El 9 de febrero de 1936, Brugés publica en El Tiempo el artículo “Las danzas y la cultura”, en el que retoma su defensa del merengue visto como música propia de antiguos marineros que se adaptaron a la vida en tierra firme en los valles del Magdalena y de Bolívar, donde dedicados a la ganadería se convierten en mecenas de esta expresión musical.

“La caja de música que se encoge y se estira como un gusano ruidoso”, Rafael Caneva Palomino

En 1938, en el cuento “El tambor ambulante” de Rafael Caneva Palomino (1914-1986), sobre “la vida de la peonada en las regiones petroleras del país, en donde se viven horas duras de una terrible desolación incomparable”, el protagonista narra cómo en “los campamentos de la Troco [Tropical Oil Company], compañía que prepara el oleoducto para bombear el petróleo desde Barrancabermeja hasta las orillas del mar”, la áspera vida de los obreros, sometidos a una rutina de paludismo, fiebres, culebras o accidentes de trabajo, solo encuentra respiro en las noches de chandé, mapalé, cumbia y merengues, entre cántaros de ron Matusalem regalados por los gringos de la compañía. Como allí hay gente de todas partes, se arma una orquesta de negros con dos acordeones, dos maracas, un millo, un pito, un flautín, un tambor, un currulao y una caja de pino vacía, y como no alcanzan las mujeres, traídas en camión, bailan también hombres con hombres, en torno a las velas encendidas. Se cantan décimas y dos compositores campesinos se retan con sus armas, “el acordeón y la botella de aguardiente”, al que haga la mejor improvisación con tema histórico. El cantor triunfante, invencible en los ruedos desde Plato hasta Chiriguaná, tras imponerse con un par de coplas, interpreta con el acordeón una de sus últimas creaciones, “El hidroavión”. El narrador comenta: “Y es un retratista con lente propia. Sus imágenes juegan en un horizonte natural. Ha cantado ‘El hidroavión’ y cada una de las palabras de sus versos vuela con el anfibio de metal”.

El acordeón vagabundo sigue su camino y dialoga con formas musicales de otras regiones, cumpliendo su múltiple función de acompañante del baile, registro de la realidad y sus cambios, consuelo de los condenados de la tierra y vehículo del espíritu competitivo de los cantores, dispuestos siempre a enfrentarse artísticamente con los colegas para consolidar su prestigio y el de las fiestas en las que se presentan.

“Un lejano acordeón pone horizontes musicales al paisaje”, Jorge Artel

El cartagenero Jorge Artel (1909-1994) irrumpe en la poesía colombiana hacia 1940 con su libro Tambores en la noche en el cual incluye el poema “Mr. Davi”, retrato de un acordeonero negro y triste, venido de tierras lejanas, compositor de canciones que “nublaban los ojos de la marinería”:

Lo conocí en el puerto:

llegó con su tristeza

y su acordeón.

Sobre un bulto de lonas,

mientras el viento tibio, fragante de alquitrán,

saturaba las horas,

él zurcía una canción.

En Tambores en la noche (2004) figura así mismo el poema “Navy Bar”, en el cual se describe la noche de una bahía iluminada por la luna de los piratas, la luz intermitente de las boyas y el aviso giratorio en inglés de un bar, mientras “un lejano acordeón / pone horizontes musicales al paisaje”, ejerciendo su dominio bohemio en la alta noche de los puertos, las tabernas, los burdeles y las citas secretas.

“Un hermoso ejemplar traído desde Curazao”, Antonio Brugés Carmona

El 21 de enero de 1940, Brugés publica en El Tiempo “El merengue, danza típica del Magdalena”, texto en el que continúa su alabanza de la música típica de la provincia de Valledupar, y de las haciendas y caseríos de Plato, Santa Ana, San Sebastián y El Paso, “cuyas letras narran, comentan, exaltan o se ríen de los sucesos de la vida sencilla de la comarca agrícola y ganadera... el paso del primer avión por la región, el cambio político del ascenso del Partido Liberal al poder, la belleza silvestre de Lilia Molina”.

El 3 de noviembre de 1940 se publica, también en El Tiempo, el cuento “Vida y muerte de Pedro Nolasco Padilla”, de extraordinario valor para la historia literaria del Caribe colombiano pues anticipa no solo algunos motivos de la narrativa de García Márquez, sino también las técnicas y la visión del mundo que hallarán un desarrollo magistral en Cien años de soledad.

En relación con el tópico del acordeón, Brugés recrea con libertad la vida del legendario acordeonero Pedro Nolasco Martínez (1881-1969) –que en el título del cuento lleva el apellido Padilla–, “el mejor acordeonista de La Montaña”, padre del célebre Samuelito Martínez:

Detrás de las leyendas llegaron los aires musicales de los merengues. Venían también por el camino de El Paso, el mismo por donde un día se había ido Pedro Nolasco en el potro de la aventura. Ese camino que ha sido la arteria de penetración de todos los aires marinos que ahora influyen en nuestra música criolla. Ese camino por donde llegaron hasta el corazón del Magdalena el acordeón de la Europa central, las maracas antillanas y el grito totémico de los tambores africanos. Por allí venían las últimas producciones de Pedro Nolasco, olorosas a flores silvestres. Las mujeres se aprendían los merengues de boca de los viajeros.

El cuento ofrece una síntesis paradigmática de la personalidad del acordeonista y de algunos de sus rituales, como el bautizo del acordeón, frecuentemente con nombre de mujer, y el erotismo explícito en su relación con este:

Trajo, además, su acordeón Niña Bonita. Un hermoso ejemplar traído desde Curazao hasta Riohacha... Cuando Pedro Nolasco lo tomaba entre sus brazos potentes y fornidos le quebraba la cintura como a una mujer bajo el rigor de un tango arrabalero.

Se pone así mismo de manifiesto la explicación mítica del arte asociado con el demonio como un modo de encubrir el rechazo social:

Una vez venía por el camino que sirve a los viajeros de Maracaibo a La Guajira. Venía tocando su acordeón. Su Niña Bonita. De repente se presentó el diablo en forma de acordeonista. Un breve diálogo y empezaron a cantar y a tocar en un duelo portentoso. Ocho días y ocho noches duró la lucha hasta que se firmó un acuerdo: Pedro Nolasco sería millonario y tocaría como nadie el acordeón, pero su alma quedaba hipotecada hasta el día de su muerte.

La personalidad y la trayectoria estrafalaria de Pedro Nolasco son muy semejantes a las de los grandes acordeoneros de la región:

Se emborrachaba y compraba las “ruedas” de cumbia. Repartía el aguardiente en bongos y bateas. Derrochaba como un millonario loco. Compraba tierras y más tierras. Compraba los mejores caballos, las mejores mulas. Compraba los alcaldes, los jueces, la policía. Todo lo compraba. Tenía las mujeres más hermosas.

El 28 de febrero de 1943, el artículo “Noción del porro” resalta el papel del merengue “durante muchos años en una vasta región de los pueblos del litoral y de los puestos ganaderos de Bolívar y del Magdalena, por medio del cual recogía en sus estrofas el diario acontecimiento que alteraba en una u otra forma la vida sencilla de la comarca”. Afirma que tal función de la poesía rural la asume ahora el porro, que se pasea exitoso por las grandes ciudades, ajeno al marco social original de los cantos. Brugés postula la semejanza del acordeonista con el juglar, que años después será citada de manera copiosa, sin la menor referencia a la fuente original:

El acordeonista que paseó triunfalmente los aires musicales del merengue por los pueblos, y por el corazón de las concentraciones de colonos agricultores y ganaderos, es y será el juglar que, sin saberlo, ha venido ofreciendo el más rico y el más variado romancero del pueblo costeño, teniendo como tal al núcleo humano que habita en los valles del río Magdalena, en los departamentos de Bolívar, Magdalena y Atlántico, en las sabanas ganaderas de Bolívar, y en las vertientes que bajan de la sierra de los Motilones.

Brugés no solo postula la afinidad entre el romancero y los cantos de la música de acordeón, sino que resalta su arraigo en la realidad, los variados motivos, la composición narrativa y la original visión del mundo:

No hay acontecimiento local, o nacional, que tenga que ver con el interés del pueblo que no sea recogido en el mensaje musical de los merengueros. Allí está como un calendario el romancero. Viejos merengues dicen al nuevo espectador de esta generación las pullas y diatribas versificadas de la guerra civil. Lejanos y borrosos acontecimientos que ya han desaparecido casi de la memoria de los contemporáneos se hallan fijados nítidamente en un olvidado merengue. “La muerte de Olaya Herrera”, “El Dr. Alfonso López en el valle”, “Los amores de Pacha”, “Luisa López se va”, “La llegada del avión”, “La huelga de la Zona”, “Los sucesos de Santa Ana”, “Chencha se puso brava” y mil títulos más.

En “Vida y pasión del porro”, publicado en la revista Sábado del 2 de junio de 1945, tras considerar a los marinos de Hamburgo y de Ámsterdam como los antecesores de Pedro Nolasco Martínez, Sebastián Guerra y Ángel Pasos, los compositores del merengue, Brugés testimonia cómo asistió “al endiosamiento de algunos de aquellos juglares, que viven para el arte de su pueblo. Llevados de un lugar a otro, sin limitaciones de distancias ni de dificultades de caminos... rodeados de la cálida admiración de mujeres y hombres, de viejos y niños”.

Brugés amplía aquí el inventario de motivos del merengue:

Se cantaron los amores y los amoríos de las muchachas más hermosas; se relató la riña de las comadres, el chasco del señor alcalde y los últimos caprichos de la moda. En la trenza musical de los paseos Pedro Nolasco dijo sátiras y pullas. Lo mismo ensalzaba las excelencias de la cría ganadera que las peripecias de los amoríos de una mocita del pueblo.

“El prestigio del acordionero [sic] es enorme” y su “instrumento parece de sus propias vísceras”, Enrique Pérez Arbeláez

En junio de 1945, en la Revista de América de El Tiempo, el sacerdote y científico antioqueño Enrique Pérez Arbeláez (1896-1972) publicó su ensayo “Literatura popular del Magdalena”, que presenta no pocas afinidades con los trabajos de Brugés. Adelantado de los estudios culturales mientras desarrollaba sus investigaciones botánicas, Pérez Arbeláez se aproximó a la cultura popular de este departamento. Tras caracterizar dicha cultura, en la que destaca la fortaleza de sus tradiciones y lo añejo de sus “fórmulas de vida y de belleza”, explicables por el aislamiento, muestra el aprecio por la comarca magdalenense de la cual pondera la alegría, el carácter musical, la despreocupación, la franqueza y la naturalidad de los habitantes, ajenos a la solemnidad y a la circunspección citadinas. A su juicio, en esta región es imposible separar la literatura popular de la música, y el acordeonero es el héroe:

La poesía popular del Magdalena es, en su mayor parte, creación de los acordeoneros de la provincia: Valledupar y vecinos. El prestigio del acordeonero es enorme. Su llegada a un caserío se vuelve fiesta y sus coplas quedan en el pueblo por generaciones. Si se juntan dos acordeoneros la jarana es doble, porque se suscita una “riña” amistosa en que, alternando, van atacándose y provocándose mutuamente.

 “Implacable lección de humanidad”, Gabriel García Márquez

Sin duda, ha sido Gabriel García Márquez quien más ha contribuido a la entronización del acordeón como instrumento representativo de la cultura caribeña. Desde su segunda columna de prensa en El Universal, el 22 de mayo de 1948, biografía sintética del acordeón y examen de su genealogía sin aristocracia, García Márquez expresó su admiración por este rebelde instrumento de la música marginal: acompañante, con su vals triste, de las prostitutas derrumbadas, asociado con la pasión y los sentimientos populares por su “larga trayectoria bohemia” y su “irrevocable vocación de vagabundo”; visitante habitual de las tabernas alemanas, los burdeles franceses, los suburbios y los puertos del mundo. García Márquez resalta su “implacable lección de humanidad” y afirma que el acordeón “legítimo, el verdadero, es este que ha tomado carta de nacionalidad entre nosotros, en el valle del Magdalena... en manos de juglares que van de ribera en ribera llevando su caliente mensaje de poesía”.

El 14 de marzo de 1950, en su columna “Abelito Villa, Escalona & Cía.”, García Márquez revela a los profanos los nombres de Abel Antonio Villa, Pacho Rada, Enrique Martínez y Emiliano Zuleta, principales representantes de la “santa hermandad de los acordeoneros”, errantes músicos silvestres que constituyen una religión aparte, con sus pontífices y sus Luteros, propietarios de un feudo espiritual ignorado por la mayoría de los mortales. Nuevamente García Márquez realza “ese desgarrado sedimento de nostalgia que convierte en materia de pura belleza”, propio de las composiciones, e insiste en su esencia poética juglaresca y especialmente en su arraigo en la realidad:

Quien haya tratado de cerca a los juglares del Magdalena... podrá salirme fiador en la afirmación de que no hay una sola letra de los vallenatos que no corresponda a un episodio cierto de la vida real, a una experiencia del autor. Un juglar del río Cesar no canta porque sí, ni cuando le viene en gana, sino cuando siente el apremio de hacerlo después de haber sido estimulado por un hecho real. Exactamente como el verdadero poeta. Exactamente como los juglares de la mejor estirpe medieval.

 De esa columna conviene rescatar así mismo la anécdota que escuchó al acordeonero Abel Antonio Villa acerca de su colega Pacho Rada, que habría de servir de fuente de inspiración a un cuento de Manuel Zapata Olivella:

Fue precisamente en Plato donde Abelito Villa me contó aquella famosa anécdota del Pontífice –Pacho Rada–, quien fue detenido por un corregidor arbitrario que probablemente no contaba con el fervor popular que rodea al acordeonero mayor. Lo cierto fue que Pacho Rada se sentó a tocar acordeón y a improvisar canciones dentro de la cárcel, hasta cuando el pueblo se amotinó, dio libertad al preso y expulsó a palos al corregidor. Desde entonces, ningún juglar del Magdalena es encarcelado con el instrumento, que para ellos tiene mucho de ganzúa, mucho de llave maestra.

El relato certifica, una vez más, la representatividad del acordeonero en el ámbito rural del Caribe colombiano y el poder político de su canto.

 

[1] Cabe aquí registrar la curiosa definición de merengue que aparece en el Vocabulario costeño (1922) de Adolfo Sundheim: “Baile popular de la gente de escalera abajo; es tolerable”.

 

Héctor Rojas Herazo.

 

 

 

Jorge Artel

 

“Los últimos juglares”, Antonio Brugés Carmona

El 19 de marzo de 1950, en su artículo “Noticia de los últimos juglares”, Brugés llama la atención sobre algunas zonas rurales del país, en las que el tiempo parece haberse detenido y la vida se desarrolla con un ritmo distinto del vértigo urbano. De manera sorprendente, el ámbito de la vida provinciana que Brugés delimita, el reino de los últimos juglares, coincide con la geografía que sirve de marco al Macondo de Cien años de soledad:

...desde la desembocadura del río Cesar, en el Magdalena, hasta las estribaciones de la sierra de los Motilones por el sur, para seguir luego el curso del río Grande hacia el norte por el brazo de Mompós hasta Plato y hacer luego un sesgo que permita adelantarse hasta encontrar el curso del río Ariguaní y continuar por el estrecho valle que dejan las dos moles de la Sierra Nevada y los Motilones, hasta la orilla rumorosa y legendaria del Caribe, quizás sobre Dibulla o Camarones.

Para Brugés no hay dudas en cuanto al soberano de tales dominios:

Pero quien verdaderamente señorea en este pequeño mundo de El Paso –conocido en los textos como El Paso del Adelantado– no es el rico hacendado, ni el esforzado vaquero, ni el brujo y su cohorte de hechiceros. El verdadero rey, el centro de toda la actividad y toda la admiración de aquellas vastas comarcas, es el músico acordeonista. El “componedor” de música, como se le suele designar entre su pueblo. Es el último juglar.

Brugés concluye que es tal la identidad entre la visión del mundo del acordeonista y la del pueblo, que este, al escuchar “a cualquiera de sus grandes poetas nativos, goza oyéndose a sí mismo”.

“...es mi rula y mi machete”, Enrique Pérez Arbeláez

Enrique Pérez Arbeláez publica en 1952 en la Revista Colombiana de Folclor su ensayo “La cuna del porro”, en el cual detalla las características culturales del departamento del Magdalena y lamenta, al igual que Brugés, que no se hayan reconocido los valores de la cultura ni “hayan quedado suficientemente registrados ni por la ciencia, ni por las artes plásticas, ni por la literatura”.

Pérez Arbeláez, desde una perspectiva conservadora que exalta la aldea en detrimento de la vida urbana, redacta un réquiem por estas manifestaciones culturales del Magdalena Grande, amenazadas por la carretera Troncal de Oriente, la penetración de las compañías culturales, la tecnificación de la agricultura y la invasión de la cultura de masas a través del cine y la radio, con las cuales “va muriendo una exquisita poesía”.

Inmerso en este proceso de modernización, venía el encumbramiento del movido y bailable porro que ingresaba en el orbe de las grabaciones sustituyendo la original música de acordeón en la que sobresalía el merengue, “en que se traducen todos los sentimientos y todos los sucesos: luchas, opiniones y calamidades. Lo mismo la llegada de un presidente en avión, que la construcción de una carretera”, escuchados a través de las cercas de los potreros, cantados por las lavanderas a la orilla de los ríos y los aguateros del agua de pozo. Pérez destaca las coplas de Chiche Guerra, “el mejor versificador que he hallado entre los de su clase... aventajado acordeonero que, con frecuencia, tenía que empeñar el instrumento”.

Para Pérez Arbeláez el porro “no viene solo sino en grupo con el paseo y la cumbiamba, el merengue, la gaita, la cumbia”. Su texto no establece una clara distinción con respecto a los otros ritmos y clasifica como compositores de porros a Chiche Guerra, Tobías Enrique Pumarejo y Lorenzo Morales, por lo que se deduce que “porro”, para Pérez, es sinónimo de música de acordeón del Caribe que ingresa en el círculo del comercio. Además, reconoce la vital significación de esa música, su identificación con el cuerpo y el espíritu de los habitantes del Magdalena; realiza un insoslayable inventario de letras de canciones en las que se aprecia su diversidad temática y la calidad de su versificación, y culmina con una exaltación del acordeón:

 

El instrumento clásico del trovador magdalenense es el acordeón, exótico, venido tal vez con los piratas o los marinos nórdicos, pero tan connaturalizado y arraigado que no se comprende bien el porro sin ese elemento dominante. Mon me dice:

–Me voy a Barranquilla a comprar un acordeón. Me lo rompieron. Pero esa es mi rula y mi machete.

El ensayo no solo comprueba la extensión de los dominios del instrumento a las capitales caribeñas –ya no solo Cartagena, también Barranquilla–, sino que define un horizonte de expectativas para el arte y los estudios culturales al que habrían de responder los escritores José Francisco Socarrás, Héctor Rojas Herazo, Manuel Zapata Olivella, Álvaro Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez; los pintores Enrique Grau, Alejandro Obregón, Cecilia Porras, Orlando Rivera, y los fotógrafos Leo Matiz y Nereo López, entre otros.

“Algo que se parece a un milagro”, Gabriel García Márquez

El 15 de marzo de 1952, García Márquez convierte su habitual columna de opinión en una sorpresiva crónica, “Algo que se parece a un milagro”, en la que narra su visita al pueblo de La Paz –célebre por ser cuna de la dinastía acordeonera de la familia López y contar con una extendida tradición musical de la que participan todos sus habitantes–, que se hallaba sumido, desde hacía un mes, en un silencio de funeral tras la muerte de dos campesinos y el incendio de veinticinco casas. Pese a la repulsa de la gente, amargada por los sucesos recientes y presa todavía del terror, el cronista y sus acompañantes convencieron a Pablo López para que les permitiera escuchar sus canciones, y entonces se produjo el efecto epifánico del acordeón, antídoto atinado contra la violencia política, que en un instante transformó el sombrío semblante de escombros y el temple de ánimo de desierto de los habitantes del pueblo:

Y pasó lo que tenía que pasar. Pasó que Pablo López tocó como nunca en su vida. Al cabo del rato llegó un hombre en un burro y se le dijo: “Canta, Sabas”. Y el del burro dijo: “Qué canto”. Pero lo que Sabas tenía eran ganas de cantar; y cantó. Y luego cantaron todos los que fueron llegando. Y cantaron las mujeres. Y ya a la media noche, cuando dejamos a Pablo López, inclinado aún sobre su acordeón, nos encontramos de repente en un pueblo completamente distinto... sentados a la puerta de sus casas, dos o tres hombres más tocaban el acordeón. Las tiendas estaban iluminadas y en mitad de la plaza, a todo grito, con una voz destemplada, un borracho cantaba el último paseo de Rafael Escalona.

A finales del mismo marzo, García Márquez dirige una carta a Gonzalo González, director del Magazín Dominical de El Espectador, en la que revela el inicio de un nuevo proyecto novelístico, La casa, asociado a la música de acordeón:

...estuve en la provincia de Valledupar. Sigo plenamente convencido de que esa gente se quedó anclada en la edad de los romances antiguos. Hay unas peloteras tremendas relatadas en los paseos, que todo el mundo canta... Había pensado escribir la crónica de ese viaje, pero ahora dispuse reservar ese material para La casa, el novelón de setecientas páginas que pienso terminar en dos años.

La visión de García Márquez sobre la provincia, atisbo de Macondo, es similar a la de Pérez Arbeláez y Brugés Carmona: una zona que parece inmune al paso del tiempo, cuyos habitantes viven una doble vida, la de su cotidianidad efímera y la de la eternidad de los cantos. Al referirse a los paseos, es claro que ve en las letras de la música de acordeón un modelo narrativo para su obra futura. De los diversos textos reflexivos de García Márquez sobre esta música se puede extraer una poética que nutre su obra posterior, en la que se destacan el apego al realismo, el sentido poético, el carácter popular, la narratividad y, sobre todo, la visión caribeña del mundo.[1]

“Voz y sangre de la tierra colombiana”, Héctor Rojas Herazo

El 8 de septiembre de 1956 el poeta Héctor Rojas Herazo (1921-2002) publica un artículo titulado “Rafael Escalona, sangre y voz de la tierra”, en el que saludaba la presencia en Bogotá del compositor en cuya obra aprecia “una síntesis de nuestras posibilidades terrígenas. Escalona es voz y sangre de la tierra colombiana”. Tras destacar su arte narrativo –culminación del esfuerzo de varias generaciones de cantores campesinos que con sudor y sufrimiento llevaron la música de acordeón del monte adentro a las capitales del país–, Rojas Herazo ve en Escalona al “intérprete de una geografía y un pueblo”, gracias al cual “los elementos que nos rodean –el paisaje, los sentimientos, los seres– se vuelvan canción”. Al elogiar la obra poético-musical del compositor, Rojas postuló una unidad indisoluble: “Entre el acordeón y Escalona –o lo que es lo mismo, entre la música y el hombre de todo nuestro litoral norteño– hay un maridaje ineluctable. Se han vuelto un solo organismo, un solo instinto, una sola y firme voluntad expresiva”. La genuina representatividad cultural regional de los viejos acordeoneros, planteada por Brugés y Pérez Arbeláez, es proyectada por Rojas a escala nacional: “Con hombres como él empieza esta circunstancia colombiana a hormar un perfil y una intensidad de consecuencias imprevisibles”. Para Rojas, como para García Márquezv, Escalona se adelanta en la realización del ideal poético que ellos persiguen, pero que solo alcanzarán años después con sus grandes novelas: la elaboración de un arte universal a partir de la circunstancia regional.

“El acordeón volvió a cantar la emoción costeña”, Isaac López Freyle

En 1959, el riohachero Isaac López Freyle (1917) publica su novela guajira La casimba, donde las descripciones de las costumbres y el paisaje sirven de marco a una trágica historia de amor con fondo musical de acordeón:

 

Era de noche y parecía de día. La luna estaba pródiga y democrática. Había un silencio impregnado de tristeza, el caserío dormía; todos los jóvenes del poblado querían despedir a las mocitas con una serenata, pero estaban fallos de instrumentos por no haber “cuerdas” en el lugar, pero sí un músico fonsequero que registraba un acordeón con maestría poco común... Fue un golpe de éxito: una serenata tropical con pura música criolla. Suspiró primero un merengue con tiernos arrumacos de alegría; luego un danzón con vehementes risotadas de fuego y repiques altaneros de tambor. De nuevo el acordeón volvió a cantar la emoción costeña en las sinuosidades de un paseo.

A diferencia de lo que ocurría en los recuerdos riohacheros de Goenaga, ahora el acordeón, aceptado en los diversos círculos sociales, deja de ser el instrumento marginal de la clase popular.

“Lo de siempre: acordeón”, José Francisco Socarrás

Por los años cuarenta, el escritor vallenato José Francisco Socarrás (1906-1995) comenzó a publicar una serie de cuentos cuyo escenario es el Caribe colombiano, reunidos en el libro Viento de trópico (1961). No podía faltar allí el acordeón que, en el cuento “Al tercer día de carnaval”, sirve como telón de fondo de una historia trágica ocurrida en la zona bananera, durante carnavales, hacia los años veinte. En ella el negro Higinio ameniza una fiesta de tres días en una finca, entre cuatro amigos y otras tantas prostitutas itinerantes traídas de Aracataca, en medio del calor sofocante “que se adhería al cuerpo como un emplasto”. Cuando los tragos degeneran en trifulca y asesinato sentimental, “para acallar el tumulto, [Higinio] hizo gritar el acordeón desaforadamente”. El cuento, de crítica social, carga las tintas sobre la atmósfera de violencia, soberbia, injusticia, machismo y miseria moral de los personajes, inmersos en una naturaleza rica y agobiante. La música del acordeón es aquí cómplice del relajo y la prostitución, y el acordeonero, ingenuamente vanidoso y muy sumiso con los patrones que patrocinan la perenne parranda, se dedica a divertir tocando hasta que el cuerpo aguante.

En el cuento “La uña de la gran bestia”, cuyo escenario es de nuevo la zona bananera, “en el zaquizamí de Rosa, ‘la Flaca’ con las troteras de los alrededores apretujadas en torno del negro Higinio, quien tocaba el acordeón”, se alude al acordeonero de Plato, Pacho Rada, de quien se cuenta un combate en el que con su machete le voló al diablo una uña que luego cambió con Ño Jenaro, el brujo de Manantial, por una contra “pa las picá de cascabel”:

Viajando por la montaña de Plato, Pacho se topó con un caballero muy bien vestío. El hombre desafió a Pacho a tocá acordeón. Rada le picó adelante, el otro se calentó y desenfundó la rula. Pacho empuñó su mocha y dale que dale estuvieron sacándole candela a los machetes toa la madrugá. Apenita clareaba el acordeonero reparó que se había embojotao con el diablo. Hizo la seña de la cruz, nombró a Jesús, María y José y arremetió en firme. La gran bestia pegó un alarío; pretendió arrancá a corré y en el mismo momento Rada le zampó una cortá y le esmochó una uña.[2]

 “Los acordeoneros de Valledupar”, Gabriel García Márquez

En 1962, en el cuento “Los funerales de la Mamá Grande”, preámbulo de su obra mayor, García Márquez, al inventariar los oficios que identifican a la región del Caribe colombiano, no deja de incluir a “los acordeoneros de Valledupar”, cuya aparición no es más que un anticipo del protagonismo que tendrá el acordeón en Cien años de soledad.

 

[1] Desarrollo estas ideas con mayor amplitud en “García Márquez y la música de acordeón en el Caribe colombiano”.


[2] El 4 de mayo de 1955, García Márquez, en su artículo “El poder y la gloria”, definió a Escalona como “un hombre joven que no ha hecho otra cosa que elaborar canciones llenas de personajes conocidos, de anécdotas reales, que vuelan de boca en boca por toda la región; un hombre sencillo que cuenta historias con música por puro amor a su tierra y a su gente, y que la gente recoge por eso, porque interpretan cabalmente sus sentimientos”. Y termina afirmando que “no habría podido encontrarse nadie que sintetizara la psicología del pueblo con tanta exactitud como Rafael Escalona”.

José Francisco Socarrás

 

 

 
Luis Carlos López

“Algo más que un amigo”, Manuel Zapata Olivella

El escritor cordobés da a conocer en 1966 el cuento “Un acordeón tras la reja”, en el cual ficcionaliza la anécdota que Abel Antonio Villa le había narrado a García Márquez, en 1950, acerca del encarcelamiento de un acordeonero que al ponerse a tocar desde el calabozo provoca la indignación del pueblo, en particular de las mujeres, que se amotinan para liberarlo.

Como Brugés, Zapata intenta hacer aquí el retrato paradigmático de un acordeonista, entre cuyos rasgos resalta la errancia incesante: “Hoy toca en las fiestas de Barranco de Loba, mañana amanece en Mompox. Río arriba en el Guamal, corriente abajo hasta Tamalameque o Barranquilla. Camina más que sus sones repetidos por los músicos a todo lo largo del Magdalena”. También su condición de iletrado: “Filósofo de una vida larga... Sin más escuela que el oído atento a las palabras de los bogas”, y el carácter autobiográfico de sus composiciones que se convierten en auténticos “relatos de sus andanzas”.

El cuento, como la crónica de García Márquez sobre el milagro de La Paz, sin la sutileza garciamarquiana, es un relato político sobre la violencia y el poder religador y liberador de la música. A diferencia del Higinio de Socarrás, el músico muestra aquí su dignidad insobornable: “...jamás tocaré para él; prefiero pudrirme aquí; ni si mandara a sus policías a cortarme las manos”, “él no tocaría para ningún asesino”. En la relación con el instrumento musical sobresale la intimidad: “Su acordeón. Sombra y compañero. Algo más que un amigo” logra expresar “con más sentimiento lo que no alcanzaban sus palabras”. Notable es su éxito con las mujeres que “embriagadas con su música se doblaban en la hamaca, bajo un toldo o sobre las cañas quebradizas del matorral” y su presencia es “imprescindible en matrimonios y bautizos”, en “las procesiones” y “en las campañas políticas”. Con Zapata, por primera vez, la literatura le da voz al marginado acordeonero que, a través de un monólogo, expone sus ideas y sentimientos.

“Relataba con detalles minuciosos las noticias ocurridas en los pueblos”, Gabriel García Márquez

En Cien años de soledad (1967), la tradición de la música de acordeón ocupa un lugar central y constituye una especie de correlato objetivo de la obra que intenta a través de la complejidad de la escritura lo mismo que el vallenato a través de su sencillez expresiva: recrear la realidad del entorno en el que surge; dar cuenta de otros mundos, de otra gente; contar historias con sentimiento y suave lirismo y sin temor alguno por la cursilería. Los manuscritos de Melquíades y los cantos de Francisco el Hombre, Aureliano Segundo y Rafael Escalona, en códigos complementarios, la oralidad y la escritura, recrean verbalmente un universo cuyo eje es la anécdota:

Meses después volvió Francisco el Hombre, un anciano trotamundos de casi 200 años que pasaba con frecuencia por Macondo divulgando las canciones compuestas por él mismo. En ellas, Francisco el Hombre relataba con detalles minuciosos las noticias ocurridas en los pueblos de su itinerario, desde Manaure hasta los confines de la ciénaga, de modo que si alguien tenía un recado que mandar o un acontecimiento que divulgar, le pagaba dos centavos para que lo incluyera en su repertorio. Fue así como Úrsula se enteró de la muerte de su madre, por pura casualidad, una noche que escuchaba las canciones con la esperanza de que dijeran algo de su hijo José Arcadio. Francisco el Hombre, así llamado porque derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos, y cuyo verdadero nombre no conoció nadie, desapareció de Macondo durante la peste del insomnio y una noche reapareció sin ningún anuncio en la tienda de Catarino. Todo el pueblo fue a escucharlo para saber qué había pasado en el mundo. Cantaba las noticias con su vieja voz desacordada, acompañándose con el mismo acordeón arcaico que le regaló sir Walter Raleigh en la Guyana, mientras llevaba el compás con sus grandes pies caminadores agrietados por el salitre.

Expone aquí García Márquez su visión de la música de acordeón como relato realista y noticioso. En un primer nivel, Cien años de soledad sería la crónica cantada de los acontecimientos minúsculos del pueblo de Macondo, y Francisco el Hombre el cronista de la cultura oral, basado en sucesos de la vida real de la circunscripción de Macondo, desde La Guajira hasta Ciénaga, es decir, la provincia de Padilla. Ese orbe contaba con una tradición de cantos referidos a las mujeres, los amigos, las costumbres de personajes populares y sucesos picarescos, recuerdos y amoríos, en los que se expresaba la creatividad de los hablantes analfabetos, que con sus cantos impregnados de la filosofía popular y el pensamiento mágico animaban las parrandas en los patios o en las casas de putas. En ese entonces, los acordeoneros estaban prohibidos en el club de los oligarcas, que los veían con desdén, si bien con su doble moral sabían disfrutarlos en las colitas con la servidumbre. El evidente anacronismo del narrador, al vincular el acordeón con el pirata Raleigh, es una manera oblicua de remitir a los tiempos en los que se gesta el Romancero español para trazarle una genealogía de respeto.

El acordeón seguirá apareciendo en obras posteriores de García Márquez como Crónica de una muerte anunciada (1981), El amor en los tiempos del cólera (1985), Diatriba de amor contra un hombre sentado (1987) y Vivir para contarla (2002). En esta última, García Márquez alude a los acordeoneros escuchados en su infancia como la génesis de su afición por la música y la cultura popular:

Hasta donde recuerdo, mi vocación por la música se reveló en esos años, por la fascinación que me causaban los acordeoneros con sus canciones de caminantes. Algunas las sabía de memoria, como las que cantaban a escondidas las mujeres de la cocina porque mi abuela las consideraba canciones de guacherna.

“Una historia con acordeón”, Álvaro Cepeda Samudio

El 20 de diciembre de 1967, cuando se gestionaba la creación del departamento del Cesar, Álvaro Cepeda Samudio (1926-1972) publicó en El Tiempo cuatro crónicas breves referidas principalmente a la música de la región, incluidas por Daniel Samper Pizano en su Antología de grandes crónicas colombianas. Tomo II, 1949-2004, bajo el título genérico de “Una historia con acordeón”. Los textos destacan el papel político protagónico del acordeón y la música vallenata:

El departamento del Cesar se hizo “a golpe de acordeón”: sin Escalona y sus cantos vallenatos no habría sido posible lograr que la opinión colombiana, unánimemente adversa a los nuevos departamentos, se hubiera puesto, unánimemente también, dentro de la idea de darles límites geográficos al territorio y a los personajes ya delimitados y descritos tan minuciosa y claramente por los cantos vallenatos de Rafael Escalona.

 
Roberto Burgos Cantor

Como García Márquez y Rojas Herazo, Cepeda exalta las composiciones de Rafael Escalona destacando las múltiples funciones sociales que desarrollan:

Ninguna otra región de Colombia cuenta con una crónica más precisa y extensa de su época, sus lugares y sus gentes como el Cesar. Escalona, el gran romancero de este tiempo, relata en sus cantos la geografía de su región, nombra su topografía, anota sus ríos, enumera sus municipios, indica el modo de viajar de un sitio a otro, cataloga su fauna, determina sus cultivos, establece sus orígenes históricos, cuenta su vida diaria, exalta las realizaciones de sus hombres, se burla de sus necedades amorosas, indiscretamente ventila en público su vida pasional y puebla sus valles y montañas con los personajes que habrán de perpetuarla.

Cepeda considera que la obra de Escalona trasciende el campo de lo musical e incursiona en el periodismo y postula una genealogía sorprendente:

Escalona no es un compositor de música popular: es un relator de su época, del paisaje de su región y de sus gentes. Es más propiamente un periodista que un músico, un cronista cuyo único antecesor en Colombia es Juan Rodríguez Freyle. Y esto lo hace único y hace que sus cantos sean lo más importante del folclor colombiano hasta hoy. Su autenticidad, la limpieza y claridad de su lenguaje, la precisión de sus metáforas, el realismo de sus imágenes, la lógica contundente, inescapable, de sus descripciones... el lirismo de su poética, la ternura y humanidad que hay en todos sus cantos y la constante cualitativa de su obra, lo singularizan, lo distinguen y lo separan definitivamente de la gran mediocridad de nuestra música popular.

 

 “Convirtiendo la noche en un alba larga”, Roberto Burgos Cantor

El cartagenero Roberto Burgos Cantor (1948-2018) publicó en 1974, en la revista Eco, un texto experimental que mezcla memorias autobiográficas con crónica, reportaje y ficción. Su título, “Este pedazo de acordeón”, es una clara alusión al ganador del primer Festival Vallenato, Alejandro Durán, cuyos méritos exalta sin mencionar su nombre: “El hombre como un jilguero ciego cantó hasta el amanecer convirtiendo la noche en un alba larga”. En la obra musical de Durán, “historia hecha canción”, la música del acordeón es tan densa que “casi permitía tropezarse con las notas”, y seguida “de una voz profunda, ronca y a veces muy cercana al grito” remite a la aurora remota del mito. El cuento de Burgos explica los orígenes de esta expresión poético-musical, asociada a la piratería, La Guajira, los negros recolectores de algodón y los talismanes, para intentar comprender la fuerza de atracción y la popularidad de su “sonido desconocido que erizaba los pelos”. Como en la leyenda narrada por Socarrás, acerca del trueque que hizo Pacho Rada de la uña del diablo por la contra para las mordeduras de serpiente, aquí el acordeonero fundacional intercambia su instrumento por amuletos contra el mal de ojo.

 

 “Muchos recuerdos de la tierra”, José Ramón Mercado

En su libro Perros de presa (1978), indagación sobre el tema candente de la violencia, José Ramón Mercado (1937) incluye el cuento “Tiempo de fiesta”, en el que, de nuevo, se retoma la figura legendaria de Alejandro Durán, otra vez sin mencionarlo pero aludiendo de manera precisa al contenido de varias de sus composiciones. La presencia del acordeonero sudoroso con su sombrero de ala ancha, diente de oro y una toalla de franjas azules sobre el hombro termina asociada al recuerdo de la muerte trágica de un joven decapitado por un toro en una corraleja. Aquí, como en “Al tercer día de carnaval” de Socarrás, el acordeón sirve de involuntaria banda sonora de un atroz asesinato. No obstante, en este cuento los movimientos del fuelle y las melodías y los bajos no solo se identifican con la naturaleza (“lo mismo que una tijereta en vuelo”, “con sabor de brisa de tierra caliente”, “como un remolino en tirabuzón”, “notas roncas que braman como un toro. Lentas y roncas”, “como un gavilán en vuelo”, “como una pigua con hambre”), sino que, así mismo, quien escucha experimenta de un modo particular el paso del tiempo, “no se da cuenta del día ni de la noche”.

 

 

Coda

Desde finales del siglo XIX, contemporáneamente con la llegada del acordeón al país, comienza una secuencia de registros, por parte de los escritores del Caribe colombiano, de la presencia y significación de ese instrumento musical en nuestra vida cultural: su aceptación, inicialmente popular, seguida del lento pero inexorable reconocimiento por la clase dominante, así como la paulatina expansión de sus dominios desde La Guajira y otros territorios del Caribe colombiano al resto del país y el exterior. Si bien no se puede desconocer el papel determinante de la obra periodística y literaria de Gabriel García Márquez, en particular de Cien años de soledad y el Premio Nobel, en el proceso ascensional del acordeón, en la vida cultural del Caribe, no pueden olvidarse los aportes humildes pero fundamentales de otros cronistas, poetas, cuentistas y novelistas, en especial el de Antonio Brugés Carmona, hoy casi olvidado pese a ser el iniciador de las reflexiones acerca del acordeón y la música del Magdalena Grande, cuando casi nadie en el país tenía idea de su existencia.

ACERCA DEL AUTOR


Ariel Castillo Mier

Crítico y profesor universitario colombiano. Enseña en la Universidad del Atlántico.