Esa música del diablo

Dele vuelta a su crucifijo más cercano y prepárase para asistir a ese cruce de caminos entre el Mississippi y el Magdalena, donde se encuentran el blues y el vallenato.

POR Lina Alonso

Enero 27 2021
Ilustración musica del diablo

Ilustración de Cigarra Entinta.

Tras una larga conversación telefónica que tuve años atrás con Andrés, un amigo de infancia, me soltó una bomba que tardé en asimilar, una bomba llena de datos que me incrustaron sus esquirlas en forma de detalles quisquillosos que en el momento no entendí bien. Me dijo que en las canciones de Robert Johnson las guitarras eran terribles, endemoniadas y bellas. Aseguraba oír más de una, a pesar de que Johnson era solista y tenía solo una al momento de hacer sus precarias grabaciones en un hotel de Texas en 1936. También me dijo que esas composiciones eran producto del “herético” canto de un hombre narrando lo que la historia no le ha dejado decir, y que ese paganismo aplica para la música llanera o para alguna carranga, pero que sin lugar a duda también para el vallenato viejo.

Ahora estoy de acuerdo con él: la música popular es pagana, teniendo en cuenta que lo pagano no siempre fue lo que estaba por fuera de la religión oficial. Paganus también traduce “aldeano” o “campesino”, y cuando el cristianismo arrasó con los otros dioses en la Edad Media este otro sentido fue debilitándose. No vengo a decir nada nuevo –ese privilegio tal vez solo lo tuviera Adán, como anotaba Mark Twain–, solo quiero resaltar que tal ruralismo de la música popular hermana al blues y el vallenato. Dos ritmos que en sus inicios engulleron instrumentos que atravesaron mares, pero fueron agarrando forma como géneros al bajar por agua dulce: el vallenato a las orillas del Magdalena y sus afluentes, y el blues por el Mississippi. Dos ritmos que comparten instrumentos de aire, que respiran: el acordeón y la armónica. Dos ritmos que evolucionaron conforme más vagabunda era la naturaleza de sus canciones y sus primeros compositores, que nacieron marginados de las tonadas de la institución musical. En Colombia, mientras el centro encumbraba los aires andinos con sus guabinas y pasillos, el vallenato merodeaba por el Caribe con gaitas, tamboras y guitarras lejos de esa música de salón. En Estados Unidos, al predecible sonsonete citadino de Tin Pan Alley, el blues respondió con su áspera nota azul y triste. Recogió los lamentos de los esclavos de las fincas algodoneras que se esparcían desde Chicago hasta Nueva Orleans en el siglo XIX, para fundirlos con el sonido de las guitarras acústicas y las armónicas chirriantes; que no encontraban descanso sino en las voces de sus compositores, en esos largos llantos parecidos a un rezo, a una súplica.

Pasemos por los detalles de tipo geográfico: son dos ritmos que están unidos por el mar Caribe –el que trajo a los colonizadores– pero separados por el idioma. Detalles de tipo instrumental: los dos comparten a Hohner como su casa musical, que popularizó armónicas y acordeones. Detalles industriales: ambos tuvieron casas discográficas que reunieron el talento de los primeros intérpretes del género y los pusieron en el mercado: Discos Fuentes para el vallenato y Chess Records para el blues. O incluso hay particularidades más significativas: ambos ritmos nacieron como cantos de laboreo, sonares tan rurales como las historias que narraban en sus letras. Por un lado, el blues narró esa transición del gospel (música de iglesia) al campo, habló de esa treta cerril entre el hombre y el paisaje, y lo hizo de tal manera que estos lamentos jornaleros de los que hablamos antes son el distintivo de las primeras grabaciones que se conocen de este ritmo y que escuchamos en “Dark Was the Night, Cold Was the Ground” de Blind Willie Johnson, en “Cottonfield Blues” de Garfield Akers, o en “Mannish Boy” de Muddy Waters. Por el otro lado está el vallenato, narrando las historias de las piquerias vaqueras de cantantes como Emiliano Zuleta en la “La gota fría”, casamientos y aventuras de los capataces, elegías como la de Juancho Polo Valencia en su “Alicia adorada”, o historias de vagabundeo como “El errante” de Lorenzo Morales. En general, los primeros músicos de estos dos ritmos eran campesinos; pocos llegaron a completar sus estudios básicos y tuvieron en la música una salida para identificarse y reunirse en medio del desolador pero íntimo panorama rural de principios del siglo XX.

Hay otro cruce entre estos géneros y es que sus composiciones inmortalizan el anonimato. Sus letras hacen que un montón de nombres y lugares parezcan heroicos aunque a duras penas se puedan localizar con seguridad en un mapa. En esta alabanza de lo cotidiano entran también el cotilleo de los pueblos, los problemas nimios, los amores pasajeros como el que narra la canción “039” de Alejo Durán, o “Love in Vain” de Robert Johnson; los animales locales, como el mochuelo al que cantaron Otto Serge y Rafael Ricardo, o el aullido del blusero Howlin’ Wolf encarnando a un hombre pobre que acaba de ser expulsado de un bar por la puerta trasera, en la legendaria “Back Door Man”. Esta exaltación musical de lo popular es una poética que indiscutiblemente comparten blues y vallenato, aunque en términos rítmicos sean distantes: el vallenato marca en sus primeros acordes el acompasado casqueteo de las mulas –escúchense las guitarras de Guillermo Buitrago–, mientras que el blues marca el rastrilleo de los trenes en esas armónicas del tipo Elmore James en “Dust my Broom”, o de Sonny Boy Williamson en “Bye Bye Bird”.

 

EL PUTAS

Para el blues, los cruces de caminos son icónicos; basta escuchar “Crossroads” del mismo Robert Johnson –o la versión inigualable de Cream con Eric Clapton en la guitarra–. En uno de esos lugares, en donde los caminos y las historias se unen, ocurrió el legendario pacto.

Era octubre o tal vez agosto. Era de noche o tan solo esa hora en la que el sol va escurriendo su última chispa en los cachos de un buey. Era en Clarksdale, la ruta 61, o en cualquier otra esquina de cualquier rincón de ese delta trajinado del Mississippi. Era Robert Johnson y el estuche roto de su guitarra. Era el blues viajando en las manos cuarteadas de un músico errante que acababa de escapar de su dueño en una finca de Missouri o del látigo aún más acuciante de las deudas. Era el día en que Johnson pactó con el diablo a cambio de fama y posteridad, y esto lo atestigua su canción “Me and the Devil Blues”, que dice:

 

Early this morning
When you knocked upon my door
Early this morning, ooh
When you knocked upon my door
And I said “hello Satan
I believe it’s time to go”

Me and the Devil
Was walkin’ side-by-side
Me and the Devil, ooh
Was walking side-by-side...

 

Hay tantas variaciones de este encuentro como versiones de los temas de Robert Johnson. Y este fáustico trato se mantiene vivo en varias canciones bluseras, aunque el investigador Paul Oliver asegura en su comentada Historia del blues que el verdadero satánico del asunto fue el músico Tommy Johnson. Da igual, pues la discusión es inagotable y las alusiones a los pactos, las apariciones o las tretas diabólicas también han sido registradas en canciones como “The Evil Devil Blues” de Johnnie Temple, la clásica “Devil Got My Woman” de Skip James, o “Black Cat Bone” de Lightnin’ Hopkins.

 

Aquí en Colombia, simultáneamente (hablemos de las primeras dos décadas del siglo XX), un supuesto Francisco Moscote Guerra, peón y acordeonero ocasional, se encuentra al diablo en otro cruce de caminos, dicen unos, en el actual departamento de Magdalena, y según otros en algún lugar del Cesar o de La Guajira. De este encuentro queda el relato del famoso duelo de acordeones en el que el hombre gana tocando el Credo al revés y el diablo sale despavorido. El repertorio de versiones sobre este suceso no se hizo esperar: en 1970, Luis Enrique Martínez, más conocido como “el Pollo”, dio a conocer una puya llamada “Francisco el Hombre”, y en 1983 el barranquillero Alberto Pacheco Balmaceda –Rey Profesional del Festival de la Leyenda Vallenata en 1971– lanzó un merengue homónimo con el sello Sonolux, que dice:

 

Señores, yo soy el hombre

El del acordeón terciao

Soy el hombre de renombre que de lejos ha llegao...

Y si el diablo se aparece,

Digo en mi improvisación que se encomiende y rece

Si es que sabe de oración.

Yo le cantaré otra vez

Exprimiendo mi acordeón.

Si es muy tesa la cuestión

Le canto el Credo al revés.

 

Tanta fue la fama de esta leyenda que a Francisco el Hombre le adjudican la creación del conocido tema “El amor amor” –la canción anónima más famosa del vallenato y la que permite botar más candela cuando se entra a improvisar en una piqueria–, cosa que el cineasta Ciro Guerra también insinúa a través del personaje de Ignacio Carrillo en su película Los viajes del viento. Esto sin mencionar que hay una estatua de Francisco el Hombre en el centro de Riohacha y que varios investigadores defienden que existió, pero bajo el nombre de Pedro Nolasco Padilla, o que incluso fue Pacho Rada el que se encontró al putas. Sea como sea, tanto los personajes del vallenato como los del blues tratan con el diablo.

Más allá de la simple superstición, el blues y el vallenato son dos caras de una misma moneda. La marginalidad cubrió a sus primeros músicos otorgándoles el aura propicia para crear esas leyendas paganas –y volvamos al paganismo como a ese entorno rural donde no llega el Estado con su versión oficial de la historia y la cultura–, en las que lo diabólico es asumido como algo hermoso que les sirve para cantar las horas oscuras y precarias en que la mayor satisfacción estriba en sobrevivir. ¿Importa acaso si son verdad? La leyenda sobrevive porque lo demoníaco les ayuda a afirmarse en esa marginalidad, que desde la exclusión les permite decir todo lo que la gran historia no les ha dejado decir.  Algo que también han defendido investigadores como Jairo Enrique Soto Hernández, quien asegura en El diablo en la cultura popular del Caribe colombiano que “detrás de los llamados pactos con el diablo se muestra una crítica de las sociedades campesinas frente a las desigualdades económicas con sus patronos”, para enfatizar en que ese gesto herético también es una postura política; lo político-musical de esa música del diablo. Si quieren ponerle sonido a esta afirmación, escuchen “La bola e’ candela” de Hernando Marín (luego interpretada por Peter Manjarrés) o “Satan’s Blues” de Otis Grand o, mejor aún, “Evil”, incluida en la recopilación Blues From Hell de Howlin’ Wolf (de quien corre el rumor que también pactó: el diablo lo revivió a cambio de obligarlo a cantar como un lobo).

 

LOS BUENDÍA DE YOKNAPATAWPHA

La herejía y la marginalidad en la música popular no son asunto exclusivo de músicos errantes, sino también de testigos que las narren. En ese sur norteamericano, que de manera magistral retrató William Faulkner en cada una de sus novelas, palpitan los lamentos de los campesinos sobrevivientes a la Gran Depresión, a la persecución y al reto de ser negro en un país donde la libertad era privilegio de pocos; y, a pesar de la ausencia de alusiones evidentes al blues y a sus intérpretes, los personajes, las situaciones y los decadentes espacios en que transcurren las historias de Faulkner no dejan de parecer un hondo blues desesperado. En el libro Yoknapatawpha Blues, el profesor Tim A. Ryan enlaza algunos pasajes de novelas como Las palmeras salvajes, que para él son la misma historia de la canción “High Water Everywhere” de Charley Patton; o los fragmentos más cruentos sobre la segregación racial en el cuento “Ese sol del atardecer”, que relaciona con la canción “Last Kind Words Blues” de Geeshie Wiley. Seguramente alguna canción de Muddy Waters correspondería muy bien a algunos pasajes de El corazón es un cazador solitario de Carson McCullers, por sus acordes simples y vibrantes como los sordos andares de John Singer por la sureña Georgia.

En Colombia ya es bien conocida la frase de Gabo (admirador confeso de Faulkner y seguidor de su estilo, por no decir que imitador): “Cien años de soledad es un vallenato de 450 páginas”. Muchos de sus personajes e historias fueron inspirados y antecedidos por juglares y leyendas vallenatas como Francisco el Hombre, o por artistas de carne y hueso como Leandro Díaz. En el inicio de El amor en los tiempos del cólera leemos: “En adelanto van estos lugares: ya tienen su diosa coronada”. Y en Cien años de soledad asistimos a la mejor descripción de la leyenda como un anciano trotamundos, de más de doscientos años, que llevaba noticias de pueblo en pueblo entre las letras de sus canciones.

Luego, en 1997, en El viaje a la semilla, el mismo García Márquez confesó a Dasso Saldívar: “Me llamaba la atención la forma como ellos contaban [...] con mucha naturalidad. Esos vallenatos narraban como mi abuela”.

La alquimia de la oralidad a la escritura fue una nota muy singular que lograron Faulkner y García Márquez, quienes entendieron la tesitura de la historia desde una posición local. Al echar mano de la cotidianidad, llevaron a sus líneas, a su ritmo y a cada una de sus palabras el sonido inconfundible de sus leyendas provincianas. Fueron narradores que entendieron a Tolstói cuando decía: “Mira bien tu aldea, mírala en profundidad y serás universal”.

 

CODA

Termino este texto el 20 de febrero de 2019, aniversario del nacimiento de Kurt Cobain, vocalista de la agrupación de grunge Nirvana y a quien su afición al blues le inspiró una magnífica versión de “Where did you sleep last night”, del compositor anarquista Leadbelly, uno de los pocos bluseros que se le midió al acordeón.

ACERCA DEL AUTOR


Lina Alonso

Hizo parte del equipo editorial de El Malpensante. Ha colaborado con Vice, Razón Pública y El Espectador. En Twitter e Instagram @linalonsoc