Leandro

Leandro Díaz pudo hacer desde las tinieblas la cartografía más luminosa del paisaje del Magdalena Grande. Este es el primer capítulo de una novela, próxima a publicarse, sobre la vida del juglar ciego que percibía la luz con las yemas de sus dedos.

POR Alonso Sánchez Baute

Enero 27 2021
Leandro Sánchez

Esta foto, tomada cerca del río Tocaimo, Cesar, recuerda estos versos de "Matilde Lina": ‘Las aguas claras del río Tocaimo me dieron fuerzas para pensar’ (2011).

 

Erótida llegó a vivir en Alto Pino años después de que naciera Leandro. Memorizó los pormenores del inicio de esta tragedia de tanto oírselos contar a Nacha, su cuñada, y un par de veces también a Abel, su hermano. Del recuento que me hace ahora que ha cumplido noventa años me valgo para reconstruir la historia de la siguiente manera. La casa estaba tan oscura como la noche, con la luz apenas insinuada de una vela encendida que permitía distinguir algunos objetos: un par de taburetes de madera y cuero, uno de ellos con el espaldar recostado contra la pared, una estera de junco puesta en el suelo de tierra apisonada, una pequeña mesa con unas cuantas ollas, dos platos de peltre y un juego de totumos que se usaban como cucharas, ordenados en la parte superior de un tinajero de madera de dos piezas, del que guindaba el cucharón dentado de aluminio que servía para sacar el agua del par de tinajas del color de la tierra húmeda. El chinchorro colorido, tejido a tres hilos por las indígenas vecinas, colgado con hicos blancos de una pared a la otra, era la única alegría en medio de la oscuridad.

Al centro de Alto Pino se ubicaba esta casa de algo más de treinta metros cuadrados y una sola habitación. La habían construido con adobe, barro, cal y techo de paja de sabana y en ella habían puesto todo su tiempo y su empeño Abel Rafael Duarte Díaz y su mujer, María Ignacia Díaz, a quien con cariño llamaban Nacha. Además de marido y mujer, eran primos. Hijos, cada uno, de otros primos que también eran primos entre sí.

Nacha era la hija de José Luis Díaz Gámez, el dueño de Alto Pino, donde Duarte había llegado a trabajar como jornalero dos años atrás, a finales de 1925 o principios de 1926, luego de abandonar la casa de sus padres en Hatonuevo, un pueblo que a principios del siglo XX había sido devorado por un incendio que inició un indígena en venganza por no haber recibido a satisfacción el pago por el rapto de una de sus hijas.

Era una mujer agraciada y había heredado el color de piel de su mamá, a quien apodaban “la Cachaca” por ser hija de un hombre del interior del país que años atrás había llegado en un barco a Riohacha y se había juntado con una indígena de ese pueblo feroz en la frontera con Venezuela. Los wayuu se resistieron a ser gobernados por los colonizadores y, durante muchas décadas, convirtieron un reguero de pueblos polvorientos de La Guajira en una región insegura, de asaltos, motines y venganzas, que recordaba al Lejano Oeste y las películas de vaqueros.

Poco tiempo después de que lo hiciera Abel Rafael, Nacha llegó a Alto Pino cargando cuatro hijos menores, dos apellidados Díaz Figueroa y dos Díaz Palmezano, nacidos todos en Guayacanal, un caserío de donde también era oriundo el indio Manuel María. Bastaron un par de semanas para que Abel y Nacha comenzaran a amanecer juntos en esta tierra desolada. Erótida no está del todo segura de que para entonces estuvieran enamorados. “¿Acaso alguien sabe en realidad lo que es el amor?”, preguntó como si le hablara al viento. Si hubo amor o no, no importa. Erótida solo sabe que un hombre necesita a su lado una mujer que le dé cuantos hijos se requieran para trabajar la tierra. Cuenta también que Abel y Nacha nunca se matrimoniaron, utilizó esa palabra, y me explicó que por eso los hijos de su hermano llevan primero el apellido materno.

Alto Pino estaba ubicado en la mitad de la nada, cerca de Lagunita de la Sierra, una aldea con menos de quince casas que hacía parte de Barrancas, municipio situado más allá del límite norte del antiguo Valle de Upar y del río Ranchería, en el extremo sur de esa comisaría de La Guajira que, poco tiempo después de que nació Leandro, Eduardo Zalamea describió así en Cuatro años a bordo de mí mismo: “Es una tierra árida, de sol, de sal, de indios y de ginebra”.

La Guajira. Tan bella como peligrosa.

Abel Duarte sembraba yuca y malanga en esa tierra costrosa y estriada, cubierta por un paisaje de trupillos y dividivis cuyos troncos y ramas el viento había esculpido mirando hacia el sur. Una tierra de agua escasa, de viento quedo y silencioso; una tierra de hombres de amor seco y de mujeres obedientes y temerosas; una tierra de voces solitarias donde se hablaba del mañana, mas no del futuro; donde “progreso” era una palabra desconocida, como “carretera”; una tierra que tuvo dueño cuando el alambre de púas; una tierra de la que muy poca gente tenía noticia y a la que principalmente se ingresaba por el norte a través de goletas que desembarcaban en el mar de Riohacha. Si alguien la conocía, esta tierra, no guardaba motivos para recordarla. Era como si no existiera. Ni siquiera llegaban cartas, aunque en Barrancas había telégrafo. En la madrugada del 20 de febrero de 1928, año bisiesto, Abel Rafael se paseaba frente a la casa. Levantaba con los pies pequeñas nubes de polvo que permanecían luego en el aire por largo rato. Había luna nueva, a la que también llaman oscura o negra. Miríadas de estrellas y un par de rumazones acompañaban su soledad. Llevaba en la mano una botella de chirrinche, de la que con frecuencia sorbía tragos largos. Hacía calor, pero ¿cuándo no hace calor en esta tierra? Esa noche en particular a Abel se le desborda la angustia: se presiona con las manos la cabeza con tal de no aceptar los nervios. O, algo peor: una lágrima. Es tal el silencio, que un perro ladra con la mirada puesta hacia el lugar desde donde se alcanza a escuchar, en la lejanía, el eco de la cumbiamba celebrando el lunes de carnaval. Abel había vuelto a casa agotado, como cada día al final de la jornada, para encontrarse con los gritos desesperados de Nacha que había hecho aguas y enfrentaba solitaria el parto del primer hijo de ambos ya sin fuerzas para levantarse de la estera. En lugar de abrazarla o intentar protegerla, Abel corrió hasta Lagunita de la Sierra en busca de Fidelia Brito. Encontró el pueblo en el calor de la fiesta, la mayoría disfrazados con las capuchas alcahuetas de los libertinos, de fondo la banda sonora del acordeón, la caja, la guacharaca y una voz que no dejaba de repetir las coplas que de tiempo atrás se habían regado por la provincia.

 

Pollito por qué pillai

Si gallina no tiene tetas

Morrocón no sube palo

Ni si le ponen horqueta.

 

Llevaban tres días bebiendo sin parar.

 

Este es el amor amor

El amor que me divierte.

Cuando estoy en la parranda

No me acuerdo de la muerte.

Leandro Díaz y Rafael Escalona se abrazan. Atrás, Náfer Durán, hermano de Alejo.

 
“¿Alguien ha visto a Fidelia Brito? ¿Por acá no andará Fidelia Brito?”, preguntaba por la comadrona de casa en casa, mientras imaginaba la alegría de su compadre Juancho Ustáriz, enriqueciéndose con la venta de chirrinche en su alambique clandestino de Barrancas.
 

Finalmente, alguien a quien no reconoció por el disfraz puso en su mano la mano de una mujer –lo supo por la suavidad de la palma–, que vestía un capuchón y un largo blusón que la cubría del cuello a los pies. Abel le preguntó si era Fidelia y la mujer respondió: “Lo que queda de ella”. Le quitó la careta. Fidelia se había pasado de tragos y reía como una boba. No mostró interés en acompañarlo. A él también le dieron ganas de quedarse cantando junto con ellos.

 

Cuando estoy en la parranda

No me acuerdo de la muerte.

 

Se la llevó como una forma de obligarse a sí mismo a no parrandear.

Llegaron a Alto Pino pasada la medianoche. Abel se quedó fuera de la casa. Entrada el alba, el cansancio lo fue acogotando. Sintió flaquear las piernas, pero sabía que debía permanecer despierto. Se arrellanó en el suelo con la espalda en la pared, mientras oía ladrar al perro y afanaba uno y otro largo trago de chirrinche. Un par de minutos después finalmente el sueño lo rindió, arropado por la brisa suave, muy leve, casi imperceptible, que bajaba de la serranía del Perijá.

En sueños vio a un chivo colgado con la cabeza hacia abajo. Balaba con la fuerza y la angustia del que cae al abismo. Oyó una descarga de rifles y vio a un matarife hundir su cuchilla en el cuello del animal mientras un chorro de sangre se deslizaba por el suelo. Con la garganta, el chivo seguía balando, cada vez con más fuerza y más angustia. La cantinela del perro lo despertó. El sol lo golpeaba. La frente estaba perlada de sudor. Sintió descender varias gotas por el rostro. El perro ladraba con insistencia, como advirtiendo un peligro. Miró al animal y entendió que eran ladridos juguetones: tres chivos pastaban cerca de la casa y el perro correteaba entre ellos. Lo llamó y cuando lo tuvo a su lado vino el regaño. La última vez que hizo lo mismo, uno de los chivos emprendió a correr por entre el monte y se vio en problemas para alcanzarlos, al chivo y al perro, y traerlos a casa de vuelta.

El perro pareció entender sus palabras porque escondió las orejas y bajó la cabeza, aunque luego, aprovechando que Abel seguía recostado, se abalanzó cariñoso sobre su cuerpo y le lamió la cara con sendos lengüetazos. “Estás muy alegre esta mañana”, le dijo haciéndose el hosco. El viento ahora se deslizaba con suavidad, pero impregnado de fuego. Bostezó, al tiempo que se limpió la frente, y arrastró el sudor con el índice de la mano derecha para luego secar el dedo chasqueándolo en el aire con el pulgar.

Al levantarse descubrió que estaba descalzo. Buscó las guaireñas remendadas sin saber en qué momento se las había quitado ni dónde las había dejado. Dio saltos cortos para no quemarse las plantas de los pies. Las encontró a los pies del tananeo, una de ellas bañada con babas de perro. Mientras se calzaba se percató de que tenía las manos sucias y bajo las uñas todavía había tierra de la labranza del día anterior. De nuevo se desperezó y, aún medio dormido, puso oídos al grito de dolor de la parturienta. Hubo luego varios gritos menores, sofocados. Al final, el silencio.

Durante algunos minutos no volvió a oír nada. Se puso en pie: ahora el aterrado era él. Respiró afanoso, tapándose la boca con la mano izquierda. Entonces oyó de nuevo un sonido que provenía del interior de la casa; un sonido que al principio parecía débil y lejano, pero que poco a poco fue tomando ímpetu. Era el llanto de un niño. Abel se permitió una leve sonrisa. El niño lloraba con la furia y la contundencia de un trueno. En ese momento se abrió la puerta de la casa. Fidelia Brito, con las manos bañadas en sangre, gritó: “Tu hijo es un machito grande y fuerte”.

Como si de súbito hubiera sido poseído por una fuerza sobrenatural, Abel comenzó a correr de un lado a otro mientras se carcajeaba. Al perro, sentado a un par de metros de distancia, le bailaban con extrañeza las pupilas de un lado a otro. Nunca lo había visto ni siquiera alegre. “Mi hijo es un machito”, les gritó al perro y a Fidelia. “Y en un par de años me ayudará a trabajar la tierra y a capotear la pobreza”.

Como era costumbre, durante la primera semana el recién nacido permaneció acostado en la estera junto a Nacha, que no lo desamparaba sino tan solo cuando el cuerpo le exigía sus afanes. Abel fue feliz todos esos días. Salía a cosechar la yuca desde antes del amanecer, pero en realidad se dedicaba a cantar y hacer planes para enseñarle al niño los cuidados de la tierra. La comadrona había recomendado no sacarlo de la casa hasta después de los ocho días de nacido, cuando sus pulmones estuvieran más desarrollados.

Ese día, el octavo, por primera y única vez, el padre cargó al niño y, con el pecho henchido de orgullo, lo sacó al sol para familiarizarlo con el campo. Si fue feliz el día en que nació, ahora la alegría le brotaba por los poros, aunque no permitió que Nacha lo notara: un hombre debe saber contener sus emociones.

Abel aprovechó que nadie lo veía para besar cariñosamente al bebé en la frente mientras intentaba juguetear con sus manitas. “Esto se siente ser papá”, se habría dicho risueño y en silencio cuando un sismo lo recorrió por dentro. Notó algo en el rostro de su hijo que lo llevó a fruncir el ceño: sus ojos permanecían cerrados. Le abrió levemente los párpados y descubrió debajo de ellos una capa blanca. “¿Esto que fue? ¿Aquí qué pasó?”, se preguntaría mientras de nuevo intentaba abrirle los párpados con las manos temblorosas y sucias. El niño se dejó hacer y, sí, había allí una nata y en ella asomaba un halo verde-azuloso. Intentó convencerse de que no había razones para preocuparse por el viejo miedo, que arrastraba de la infancia, de sumarse a la lista de familiares ciegos. Quiso creer que no tenía asidero ese pensamiento nefasto que había alcanzado a cruzar, durante un par de segundos, por su mente. El niño volvió a cerrar los ojos, pero a Abel le ganaron los nervios. El sol estaba en su sitio, picante. Nuevamente lo intentó y, al descubrirle los ojos, movió los dedos frente a su rostro. Pero los ojos del niño se quedaron quietos, fijos. Con la ternura de quien se niega a perder la esperanza, Abel apretó un poco más el frágil cuerpecito mientras lo separaba del suyo y lo levantó hasta ponerlo de cara al sol. Entonces confirmó lo que tanto se negaba a creer: la luz recalcitrante no molestaba la vista del recién nacido. En ese instante la felicidad se le convirtió en tragedia: el niño era ciego. A partir de entonces el primogénito perdió toda importancia para él.

Abel solo tuvo a su lado a aquel perro para sentirse vivo. No sabemos si lo abrazó y volcó en el animal toda la ternura que él necesitaba que alguien le prodigara. Podríamos imaginar que, tras confirmar la sentencia del destino en su contra, porque en ese entonces el destino todavía hilaba la vida de los hombres, se sorprendió al constatar que un par de lágrimas imprudentes comenzaron a rodar por sus mejillas. Se asustó de pensar en que Nacha saliera de casa en ese momento. Antes de que sucediera, corrió con el niño al lecho donde reposaba su mujer. “Tu hijo es ciego”, esta frase sí sabemos que la dijo afanosamente, porque así contó Erótida que le contó su cuñada. Abel enfatizó las palabras “tu hijo” sin ser capaz de darle la cara a su mujer. Abandonó la habitación y la dejó con las preguntas entre labios: “¿Qué dices? ¿De qué hablas”.

Nacha no volvió a saber de él hasta dos semanas después.

Llegó de noche, sobrio, silencioso.

Un silencio que retumbó en aquella tierra hostil.

 

ACERCA DEL AUTOR


Alonso Sánchez Baute

Su novela Al diablo la maldita primavera se ha convertido en un referente de la literatura urbana colombiana.